Más allá, en el centro de la ciudad, se encontraban la casa consistorial, una pequeña iglesia anglicana, la Comisaría y el hotel principal de la villa, el «Quarter Deck». Aparte los grandes almacenes situados en uno de los extremos del puerto, una edificación de hierro acanalado y de aspecto desagradable, casi todos los edificios eran de madera. También frente al mar, justo a las afueras de la villa, se alzaba la residencia del gobernador, la Government House, toda blanca rodeada por una valla, también blanca, con dos viejos cañones de la era napoleónica colocados frente a la fachada principal y un alto mástil para la bandera emplazado en el centro de un bien cuidado jardín en el que predominaba un verde y reluciente césped. Durante el día, el pabellón nacional británico ondeaba en lo alto del mástil de la bandera; pero en aquellos momentos, cuando Julio Gómez atravesaba la villa en dirección a la barraca de tablas en la que se hospedaba, el pendón estaba siendo recogido ceremoniosamente por un alguacil de la Policía, en presencia del ayudante de campo del gobernador.
Julio Gómez podría haberse alojado en el «Quarter Deck», sin embargo, prefería la atmósfera hogareña que reinaba en la pensión de Mrs. Macdonald. Ésta era viuda; sobre la cabeza lucía un espléndido tocado de cabellos encrespados y blancos como la nieve, de tan generosas proporciones como toda ella, y sabía preparar una exquisita sopa de mariscos, que estaba como para chuparse los dedos.
Se metió por la calle donde ella vivía, haciendo caso omiso de los chillones carteles de propaganda electoral que aparecían pegados por paredes y vallas, y vio a su anfitriona, atareada en barrer los peldaños de la escalera por la que se accedía a la puerta principal de su pulcra e inmaculada pensión, ritual este que repetía varias veces al día. Les saludó, a él y a su pescado, dirigiéndoles su habitual y radiante sonrisa.
—Mr. Gómez, ¿a dónde va con un pescado de apariencia tan deliciosa?
—Es para nuestra cena, Mrs. Macdonald, y confío en que haya más que suficiente para todos nosotros.
Gómez pagó lo prometido al chico, que salió corriendo con su recién encontrada fortuna, y se retiró a su habitación. Mrs. Macdonald se dirigió a su cocina para preparar el dorado a la plancha. Gómez se lavó, se afeitó y se cambió de ropa, poniéndose unos pantalones color crema y una camisa playera de manga corta y brillantes colorines. Llegó a la sabia conclusión de que podía sentarle bien una gran jarra de cerveza muy fría y salió de nuevo a las callejas de la localidad, encaminando sus pasos hacia el bar del «Hotel Quarter Deck».
Sólo eran poco más de las siete de la tarde, pero la noche había caído ya y la ciudad estaba a oscuras, con excepción de la parca claridad que se filtraba por algunas ventanas. Saliendo por una de las calles traseras, Gómez entró en la plaza del Parlamento, con su pulcro paseo rodeado de palmeras en el centro y tres de sus lados escoltados respectivamente por la iglesia anglicana, la Comisaría y el edificio del «Hotel Quarter Deck».
Pasó por delante de la Comisaría, todavía iluminada por la luz eléctrica que suministraba el generador municipal, cuyos zumbidos se oían hasta más allá de los muelles. Desde esa pequeña edificación de bloques de coral, el inspector jefe Brian Jones y sus fuerzas impecablemente uniformadas, compuestas por dos sargentos y ocho alguaciles, representaban la ley y el orden en una comunidad que gozaba del índice más bajo de criminalidad de todo el hemisferio occidental. Viviendo en Miami, Mr. Gómez no podía evitar el admirarse ante una sociedad que parecía no conocer las drogas, ni saber lo que eran las bandas de malhechores, ni los robos a mano armada, ni la prostitución, ni violaciones, con un solo Banco (en el que jamás se había producido atraco alguno) y una media docena de hurtos denunciados al año. Mr. Gómez dio un suspiro, pasó por delante de la oscura iglesia y se metió por el pórtico del «Quarter Deck».
El bar se hallaba a la izquierda. Tomó asiento en un taburete situado en una esquina, en el extremo más retirado de la barra, y pidió su gran jarra de cerveza muy fría. Aún tendría una hora por delante hasta que su pescado estuviera preparado, lo que le daría tiempo para tomar una segunda cerveza, que hiciese compañía a la primera. El bar se encontraba ya medio lleno, pues ese local era el aguadero favorito de la localidad para turistas y expatriados. Sam, el camarero, pulcramente vestido con su habitual chaquetilla blanca, se encargaba de suministrar su batería nocturna de ponches de ron, cerveza, zumos, «Coca-Cola»,
daiquiris
y combinados de soda para ayudar a hacer bajar los fieros trallazos de fuego de las copas de ron «Mount Gay».
Eran las ochos menos cinco cuando Mr. Gómez se metió la mano en el bolsillo y sacó un manojo de dólares para liquidar su cuenta. Al levantar la mirada, detuvo su acción en seco, se puso rígido y se quedó mirando con fijeza al hombre que acababa de entrar al bar y pedía una bebida al otro extremo de la barra. Al instante volvió a sentarse en su taburete, colocándose de tal modo que los cuerpos de los bebedores que estaban sentados junto a él lo cubrieran y le dejasen fuera del campo visual de aquel hombre. Apenas daba crédito a sus ojos, pero estaba seguro de no haberse equivocado. Es imposible pasarse cuatro días seguidos con sus cuatro noches sentado a una mesa frente a frente con una persona, mirando sus ojos y advirtiendo el odio y el desprecio que éstos destilaban, y luego olvidarse de aquel rostro como si no se hubiese visto nunca en la vida, aunque desde entonces hubieran transcurrido más de ocho años. Uno no se pasa cuatro días con sus cuatro noches intentando sacar aunque sea una sola palabra a un hombre para no conseguir nada de él en absoluto, ni siquiera su nombre, por lo que uno se ve obligado a ponerle un seudónimo con el fin de tener algo que poner en el expediente, y luego, pasado el tiempo, se olvida uno de aquel rostro.
Gómez hizo señas a Sam para que le llenase de nuevo la jarra, pagó sus tres cervezas y volvió a acurrucarse en su rincón, protegido por las sombras. Si ese hombre se encontraba en aquel lugar, debía de ser por alguna poderosa razón. Si se había registrado en el hotel, él se enteraría de su nombre. Estaba dispuesto a enterarse de ese nombre. Permaneció sentado en su rincón, a la espera y vigilante. A las nueve de la noche, el hombre, que había estado bebiendo solo, una copa de ron «Mount Gay» tras otra, se levantó y se fue. Apartándose de su rincón, Mr. Gómez salió tras él.
En la plaza del Parlamento, el hombre se montó en un jeep de fabricación japonesa, puso el motor en marcha y se alejó. Gómez miró desesperado a su alrededor. No disponía de ningún medio de transporte propio. Estacionada cerca de la entrada del hotel se encontraba una pequeña moto con las llaves, puestas.
Tambaleándose peligrosamente en sus intentos por conservar el equilibrio, Mr. Gómez comenzó a perseguir al jeep.
El vehículo salió del pueblo y se metió directamente por la carretera del litoral, la única que existía en la isla y por la que se podía bordear la costa. A todas las propiedades situadas en el montañoso interior se llegaba, invariablemente, por caminos de acceso particulares, unos senderos polvorientos que partían de la carretera de circunvalación de la costa y que se internaban hasta lo alto de las montañas. El jeep cruzó la otra comunidad residencial de la isla, una aldea conocida como Shantytown, y después pasó por delante del aeropuerto, cuya pista de aterrizaje era una simple franja de hierba.
El jeep siguió su marcha hasta que llegó a la parte opuesta de la isla. Allí, la carretera iba flanqueando la extensión de terreno de la bahía de Teach, llamada así en memoria de Edward Teach, conocido como
el pirata Barbanegra
, el cual, en cierta ocasión, había atracado en la isla para aprovisionarse de víveres. El jeep salió de la carretera de la costa y empezó a subir por un corto sendero, que terminaba frente a un par de puertas de hierro forjado, que protegían una ancha finca vallada. Si el conductor del jeep había advertido la luz del tambaleante faro de la motocicleta que le había estado siguiendo durante todo el camino desde la entrada al «Hotel Quarter Deck», lo cierto era que no dio muestras de ello. Sin embargo, debía de haberse dado cuenta, con toda seguridad. Detrás de la enorme puerta surgió un hombre de entre las sombras para abrir al conductor del jeep, pero éste aminoró la marcha y se detuvo, alzó un brazo por encima de su cabeza para coger algo en la barra de la estructura metálica del vehículo y desprendió de ella una potente linterna. Cuando Gómez pasó por delante de la entrada de la finca para dar la vuelta en aquel recodo del camino, el luminoso haz se deslizó por encima de su cabeza, se detuvo, regresó y le dio de lleno en el rostro, persiguiéndolo durante breves instantes, hasta que quedó fuera del campo de luz al seguir camino abajo.
Media hora después, Mr. Gómez dejó de nuevo la moto en el mismo lugar que ocupaba delante del hotel y se dirigió caminando hacia la casa en que se hospedaba. Iba sumido en profundos pensamientos y hondamente amargado. Había visto a quien había visto, y sabía que no estaba equivocado. Y además, sabía dónde vivía ese hombre. Pero el otro también le había visto. Tan sólo le quedaba rezar e implorar que, después de ocho años, entre las tinieblas de una noche en el Caribe, lanzado a toda velocidad en una moto e iluminado durante unos pocos segundos, el otro no le hubiera reconocido.
Mrs. Macdonald estaba muy disgustada ante la desatención manifestada por su huésped al presentarse para la cena con casi dos horas de retraso, y así se lo hizo saber. De todos modos, le sirvió el dorado y se quedó contemplando a Mr. Gómez mientras éste comía sin apetito. Estaba perdido en sus pensamientos y se limitó a hacer cierta observación.
—¡Tonterías, hombre! —le reprendió la mujer—. Esa clase de cosas no ocurren en nuestra isla.
Julio Gómez se pasó la noche tumbado en vela dándole vueltas a lo que podía hacer. Cuánto tiempo se quedaría aquel hombre en la isla él no podía saberlo. Pero tenía la certeza de que la presencia de ese individuo allí era un asunto del que los británicos deberían de estar informados, en especial de su domicilio actual. ¿En verdad era aquello significativo? Podía ir a ver al gobernador, pero ¿qué podría hacer ese magistrado oficialmente? Lo más probable era que no hubiese ningún motivo para arrestar a ese hombre. No estaba en territorio de Estados Unidos. Tampoco Gómez creía que el inspector jefe Jones, con sus fuerzas de policía locales, pudiera tener más peso en el asunto que el gobernador. Éste necesitaría una orden de Londres, seguida de una requisitoria del
Tío Sam
en persona. Pensó en llamar por teléfono cuando amaneciera, pero en seguida descartó esa idea. Las comunicaciones telefónicas de la isla para el uso público consistían en una anticuada línea abierta que comunicaba con Nassau, desde donde pasaba a las Bahamas para llegar finalmente a Miami. Ni pensar en ello; tendría que regresar a Florida por la mañana.
Esa misma noche, un avión de las «Delta Airlines», procedente de Washington, aterrizaba en el aeropuerto de Miami. Entre sus pasajeros se encontraba un agotado funcionario público británico, cuyo pasaporte estaba expedido a nombre de Frank Dillon. Llevaba encima otros documentos personales, que no tenía la obligación de enseñar en la terminal de pasajeros de un vuelo nacional en territorio estadounidense, en los que se especificaba que era miembro del cuerpo diplomático de Ministerio de Asuntos Exteriores británico, también se rogaba en ellos a las personas que pudiera corresponder que le prestasen la mayor ayuda posible.
Pero ni su pasaporte, que no tuvo necesidad de enseñar, ni sus demás documentos revelaban su auténtico nombre: Sam McCready. Eso lo sabía sólo el reducido grupo de altos agentes de la CÍA en Langley, Virginia, en cuya compañía había pasado una semana muy ajetreada, asistiendo a un seminario sobre el papel que la comunidad internacional de los Servicios Secretos del mundo libre tendría que desempeñar en la década entrante de los noventa. Se había visto obligado a escuchar las interminables peroratas de una manada de catedráticos y de un variopinto grupo de otros académicos, ninguno de los cuales parecía mostrarse dispuesto a otorgar sus preferencias a un único y simple vocablo cuando podía apelar a diez términos tan oscuros como complicados.
Cuando salió de la terminal del aeropuerto, McCready llamó a un taxi y pidió al conductor que lo llevara al «Hotel Sonesta Beach», en Key Biscayne. Allí se registró y se agasajó a sí mismo con una exquisita cena a base de langosta antes de retirarse a su habitación, donde gozó de un largo y profundo sueño que nadie perturbó. Se disponía, o al menos era eso lo que tenía previsto, a pasarse unos siete días tostándose al sol junto a la piscina, devorando, una tras otra, varias novelas de espionaje ligeras, bebiendo
daiquiris
helados y apartando a veces la mirada para contemplar a alguna guapa chica de Florida que pasase por su lado. La Century House se encontraba a muchos miles de kilómetros de distancia y los asuntos del Departamento de Engaño, Ocultación y Operaciones Psicológicas quedaban en buenas manos a cargo de su delegado Denis Gaunt, que le había sido asignado hace poco. «Ya era hora —pensó cuando comenzaba a quedarse dormido—, de que
el Manipulador
se bronceara un poco al sol.»
La mañana del viernes, Mr. Julio Gómez pagó su cuenta a Mrs. Macdonald por la estancia en su casa, sin pedirle un descuento por los dos días que no se quedaría, y se despidió de ella entre grandes alabanzas. Hizo su equipaje y se encaminó hacia la plaza del Parlamento, donde cogió uno de los dos taxis de la localidad, pidiendo al conductor que lo llevase al aeropuerto.
Tenía billete para el domingo por la mañana en un vuelo regular de la «British West Indies Airlines», con destino Nassau y posibilidad de enlace para Miami. Pese a que la isla se encontraba más cerca de Miami, no había vuelos directos a esa ciudad; la única posibilidad era hacer escala en Nassau. Al no haber ninguna agencia de viajes, las reservas había que hacerlas en la misma pista de aterrizaje, así que sólo le quedaba esperar que hubiera un vuelo de la «BWIA» la mañana del viernes. No advirtió que alguien lo vigilaba cuando subió al taxi en la parada de la plaza.
Al llegar a la pista de aterrizaje sufrió una desilusión. El edificio del aeropuerto, un simple cobertizo alargado en el que había un banco para que los pasajeros se sentaran a esperar y para de contar, no estaba cerrado, pero se encontraba prácticamente desierto. Uno de los agentes encargados del control de pasaportes, el único empleado que había en el aeropuerto, estaba sentado fuera del cobertizo, disfrutando de los rayos del sol mañanero mientras leía un ejemplar atrasado del
Miami Herald
, que alguien, quizás el mismo Gómez, se habría dejado olvidado allí.