—En Washington están muy satisfechos —le dijo Bailey—. Más que satisfechos, encantados. Todo lo que nos cuenta es verificado. Los desplazamientos del Ejército soviético, así como los de la Armada y los de las Fuerzas Aéreas, han sido confirmados por otras fuentes, entre ellas las de los satélites. Niveles de armamento, capacidad de maniobra, cuarteles en Afganistán… han sido muy encomiados por el Pentágono. Todo lo has hecho bien, Joe. Muy bien.
—Todavía queda un largo camino por recorrer —dijo Roth—. Aún han de aparecer muchas más cosas. Y así tiene que ser, pues ese hombre es una enciclopedia ambulante, con una memoria fenomenal. A veces se atasca en algún detalle, que, por regla general, recuerda después. Pero…
—¿Pero…, qué? Fíjate, Joe, está acabando con años de paciente trabajo de la KGB en América Central y en Sudamérica. Nuestros amigos en aquellos países están desmantelando una red de espionaje tras otra. Todo va bien. Sé que estás cansado. Mantente en la brecha.
Bailey contó entonces a Roth lo que el director de la CÍA le había insinuado acerca de su posible empleo como subdirector de Operaciones. Por regla general Bailey no era hombre inclinado a las confidencias, pero no había razón alguna para que no le diese a su subordinado lo que él mismo había recibido del director de la Agencia.
—Si eso ocurre, Joe, el cargo de director del Departamento de Operaciones Especiales también quedará vacante. Y mi recomendación tendrá gran peso. Y será para ti, Joe. Quiero que lo sepas.
Roth se mostró agradecido, aunque no entusiasmado. Parecía más que cansado. Algo le rondaba por la cabeza.
—¿Está causando problemas? —preguntó Bailey—, ¿tiene todo lo que desea?, ¿necesita compañía femenina?, ¿y tú? Éste es un lugar muy aislado. Lleváis más de un mes aquí. Esas cosas pueden solucionarse.
Bailey sabía que Roth, a sus treinta y nueve años, estaba divorciado y vivía solo. Es legendario el alto índice de divorcios de la Agencia. Como dicen en Langley: son gajes del oficio.
—No, ya se lo he ofrecido. Él se limitó a denegar con la cabeza. Juntos nos matamos a trabajar. Eso ayuda. También corremos por el bosque hasta que apenas podemos mantenernos en pie. Jamás me he encontrado en tan buenas condiciones físicas. Él es mayor que yo, pero está mucho más fuerte. Y ésa es una de las cosas que me preocupa, Calvin. No tiene ni una grieta, jamás manifiesta la menor debilidad. Si se emborracha, trato de sonsacarle, pero nunca se pone sentimental cuando piensa en su patria, ni pierde la compostura…
—¿Has tratado de provocarlo? —preguntó Bailey.
Provocar la cólera en un desertor, para desencadenar una explosión de emociones en él, puede tener un efecto relajante y servir de terapia. Eso de acuerdo con los psiquiatras asesores de los Servicios de Inteligencia, en todo caso.
—Sí. Me he burlado de él, llamándole traidor y renegado. Pero nada. Se limitó a derribarme al suelo y a reírse de mí. Y, a continuación, me obligó a seguir con lo que denomina «el trabajo»: desenmascarar a agentes de la KGB infiltrados por todo el mundo. Es un profesional auténtico.
—Por eso es el mejor de todos los que hemos tenido hasta ahora, Joe. No te desanimes. Deberías estar agradecido…
—Calvin, ésa no es la principal razón de mis preocupaciones. Me gusta como persona. Incluso le respeto. Nunca me hubiese imaginado que respetaría a un desertor. Pero hay algo más. Está ocultando algo.
Calvin Bailey se puso rígido.
—Las pruebas del detector no dicen lo mismo —replicó con mucha serenidad.
—No, señor, no lo dicen. Y por eso no puedo estar seguro de tener razón. Sólo lo presiento. Hay algo que no quiere decir.
Bailey se incorporó y miró con fijeza a Roth a los ojos. Muchas cosas dependían de la respuesta a la pregunta que iba a hacerle.
—Joe, bajo tu punto de vista, ¿existe alguna posibilidad de que, pese a todas las pruebas realizadas, pueda
ser
un farsante, un anzuelo que nos ha tendido la KGB?
Roth lanzó un suspiro de alivio. Lo que le había estado preocupando salía por fin a relucir.
—Lo ignoro. No lo creo, pero lo ignoro. En lo que a mí respecta, creo que hay un margen de duda del diez por ciento. Tengo el presentimiento de que nos oculta algo. Y si estoy en lo cierto, no soy capaz de saber de qué se trata.
—Entonces descúbrelo, Joe. Descúbrelo —dijo Calvin Bailey. No necesitaba señalar que si había algo turbio en el coronel Piotr Orlov, dos carreras en la CÍA irían a parar al cubo de la basura. Bailey se puso de pie.
—Personalmente pienso que no tiene importancia, Joe. Pero haz lo que tengas que hacer.
Roth encontró a Orlov en sus habitaciones, tumbado en un sofá escuchando su música favorita. Pese al hecho de que era prácticamente un prisionero, el rancho estaba equipado con todas las comodidades de un excelente club de campo. Además de las carreras por el bosque, siempre acompañado por cuatro de los jóvenes atletas de Quantico, el ruso tenía acceso al gimnasio, a la sauna y a la piscina, un excelente
chef
y un bar muy bien equipado, del que se servía con gran frugalidad.
Desde su llegada había confesado que le gustaban los cantantes de baladas de los años sesenta y principios de los setenta. Y cada vez que visitaba al ruso, Roth se había acostumbrado a oír a Simón y Garfunkel, a los Seekers o los lentos acordes melosos de Presley.
Esa noche, cuando penetró en la habitación, escuchó la fresca voz infantil de Mary Hopkin llenando el lugar con sus acordes. Era una de sus canciones famosas. Orlov estaba estirado sobre el sofá con expresión complacida. Al verlo, el ruso señaló el tocadiscos.
—¿Te gusta? Escucha…
Roth se puso a escuchar.
—Qué días aquellos, amor mío, de los que pensábamos que jamás pasarían…
—Sí, es muy bonito —dijo Roth, que prefería el jazz en su corriente más tradicional.
—¿Sabes qué es?
—Una chica inglesa, ¿no es así? —contestó Roth.
—No, no. No se trata de la cantante, sino de la tonada. Pensarás que es una tonadilla inglesa, ¿verdad? De los Beatles quizá.
—Algo así —asintió Roth, sonriendo también.
—Pues estás equivocado —replicó Orlov con expresión triunfal—. Se trata de una vieja canción rusa.
Dorogoy dlinnoyu da nochkoy lunayu
. «Por un largo camino en una noche de luna.» ¿La conocías?
—No, de verdad que no la conocía.
La elegante tonadilla sonó hasta el fin y Orlov apagó el tocadiscos.
—¿Quieres que hablemos algo más? —preguntó el ruso.
—No —dijo Roth—. Sólo he entrado para ver si te encontrabas bien. Me voy a la cama. Ha sido un día muy largo. Por cierto, pronto volveremos a Inglaterra. Demos a los británicos la oportunidad de hablar contigo. Imagino que estarás de acuerdo.
Orlov frunció el entrecejo.
—El trato que hicimos fue que yo vendría aquí. Sólo aquí.
—Ya lo sé, Peter. Pero estaremos muy poco tiempo, y será en una de las bases de las Fuerzas Aéreas estadounidenses. A todos los efectos será como si permaneciéramos en Estados Unidos. Y yo iré contigo para protegerte de esos feroces hijos de la pérfida Albión.
Orlov ni siquiera sonrió ante la expresión utilizada por Roth.
—¿Piensas acostarte ya? —preguntó Roth.
—Me quedaré despierto un rato. Leyendo y escuchando música —respondió el ruso.
De hecho, las luces de las habitaciones de Orlov permanecieron encendidas hasta la una y media de la madrugada. Cuando el comando asesino de la KGB, asestó su golpe mortal, faltaban unos pocos minutos para las tres.
Más tarde explicaron a Orlov que los asesinos habían silenciado a dos guardianes en las inmediaciones de la casa utilizando poderosas ballestas, luego habían atravesado el césped por la parte de atrás de la mansión sin ser detectados para, por último, introducirse en el edificio por las ventanas de la cocina.
Lo primero que Roth y Orlov oyeron en la planta de arriba fue una ráfaga de metralleta en el vestíbulo de la planta baja, seguida de ruido de pasos que se precipitaban escaleras arriba. Orlov se despertó con la celeridad de un felino, saltó de la cama y cruzó sus dependencias en menos de tres segundos. Abrió la puerta que daba al pasillo y alcanzó a divisar fugazmente la figura del vigilante de Quantico que hacía la guardia nocturna, cuando giraba bruscamente al final del rellano y se precipitaba hacia el piso de abajo por la escalera principal. Una figura borrosa, vestida con un mono negro ajustado y el rostro cubierto por un pasamontañas de los que se utilizan para esquiar, disparó una breve ráfaga desde la mitad del tramo de la escalera. El agente recibió la descarga en el pecho. Se desplomó contra la barandilla, con toda la parte delantera empapada en sangre. Orlov cerró la puerta de golpe y se volvió hacia el dormitorio.
Sabía que las ventanas no se abrirían; no tenía escapatoria. Tampoco estaba armado. Entraba en el dormitorio justo cuando el hombre vestido de negro se precipitaba desde el pasillo por la puerta de entrada a sus habitaciones, seguido por un estadounidense. Lo último que Orlov vio antes de empujar la puerta de su dormitorio tras de sí, fue que el asesino de la KGB se volvía y ametrallaba al agente norteamericano que iba pisándole los talones. El asesinato dio tiempo a Orlov para cerrar la puerta y echar la llave.
Pero sólo se trató de un respiro momentáneo. Pocos segundos después, la cerradura volaba por los aires y la puerta era abierta de un puntapié. A la mortecina luz que llegaba desde el corredor a través del cuarto de estar, Orlov vio cómo el hombre de la KGB tiraba al suelo la metralleta, ya descargada y empuñaba una
Makarov
automática de nueve milímetros que sacó de su cinturón. No pudo ver el rostro que se escondía detrás de la máscara, pero sí oyó la palabra en ruso y el desdén con que fue pronunciada.
La figura vestida de negro empuñó la
Makarov
con las dos manos apuntó al rostro de Orlov y escupió:
—¡
Predatel
!
Sobre la mesilla de noche había un cenicero de cristal. Orlov nunca lo había usado, ya que, al contrario que la inmensa mayoría de los rusos, no era fumador. Pero el cenicero seguía allí. En un último gesto de desesperación, cogió el cenicero y lo lanzó al rostro del asesino ruso. Y al hacerlo, le contestó con rabia:
—¡
Padla
!
El hombre de negro se echó a un lado para esquivar el pesado cenicero de cristal que volaba hacia él. Ese movimiento le retrasó una fracción de segundo. El tiempo necesario para que el jefe de los agentes de seguridad de Quantico entrara en el cuarto de estar y disparase por dos veces su pesado «Magnum» del cuarenta y cuatro contra la espalda del hombre vestido de negro, que se encontraba en el umbral de la puerta del dormitorio. El ruso fue lanzado hacia delante mientras su pecho explotaba, salpicando de sangre las sábanas y la colcha de la cama. Orlov se lanzó hacia el hombre que se desplomaba para arrebatarle la
Makarov
de la mano, pero ya no era necesario. Nadie en el mundo puede recibir el impacto de dos proyectiles de «Magnum» en la espalda y seguir luchando.
Kroll, el hombre que había disparado, cruzó el cuarto de estar y penetró en el dormitorio. Estaba pálido de ira y excitación.
—¿Se encuentra bien? —preguntó entre resuellos, y cuando Orlov le respondió que sí con un gesto, el agente añadió—: Otro hijo de puta. Había dos de ellos. Dos de mis hombres han sido abatidos, aunque quizás haya más ahí afuera.
En ese momento Joe Roth, en pijama, entró en el dormitorio.
—¡Dios mío, Peter, cuánto lo siento! Tenemos que irnos de aquí. Ahora mismo. En seguida.
—¿Y adónde? —preguntó Orlov—. Creí haberte oído decir que ésta era una casa segura. —Estaba pálido pero sereno.
—Pero, por lo visto, no lo bastante segura. Al menos ya ha dejado de serlo. Ya investigaremos y descubriremos el porqué. Más adelante. Ahora vístete. Recoge tus cosas. ¡Kroll, quédese con él!
A sólo unos treinta kilómetros del rancho había una base militar de las Fuerzas Aéreas. Langley arregló las cosas con el comandante de la base. En menos de dos horas, Roth, Orlov y los agentes que quedaban del equipo de Quantico habían ocupado toda una planta en el edificio de la residencia del cuartel. Miembros de la Policía Militar rodearon el edificio. Roth no tuvo necesidad de conducir hasta la base. Fueron trasladados en un helicóptero, que aterrizó en el jardín adyacente al club de oficiales, y despertó a todos los que aún dormían en la base.
Sólo era un alojamiento temporal. Ese mismo día, antes de que se hiciese de noche, ya se habían instalado en otra de las casas clandestinas de la CÍA, situada en Kentucky, mucho mejor protegida que la anterior.
Mientras el grupo de Roth y Orlov se encontraba en la base militar, Calvin Bailey regresó al rancho. Quería un informe exhaustivo de lo sucedido. Había hablado con Roth por teléfono para que le diese su versión de los hechos. Primero escuchó a Kroll, pero la declaración que realmente deseaba escuchar era la del ruso encapuchado con el pasamontañas negro que había apuntado a Orlov con el cañón de su pistola
Makarov
.
El joven oficial de los Boinas Verdes se estaba frotando la magullada mano de la que Orlov le había arrancado la pistola cuando él se desplomó al suelo. Ya se había limpiado del cuerpo el líquido viscoso y coloreado que simulaba ser sangre humana, se había despojado del mono negro con los dos agujeros en la espalda y se había quitado los tirantes con los saquitos cargados de sangre artificial, que habían servido para salpicar la cama.
—¿Cuál es el veredicto? —preguntó Bailey.
—Tiene que ser auténtico —contestó el oficial de los Boinas Verdes, que hablaba ruso—. O eso, o le importa un bledo morir o seguir viviendo. Algo que dudo. A la mayoría de los hombres le importa.
—¿No sospechó de usted? —preguntó Bailey.
—No, señor. Le miré fijamente a los ojos. Estaba convencido de que iba a morir. Lo único que le preocupaba era combatir. Es todo un tipo.
—¿Alguna otra posibilidad? —inquirió Bailey.
El oficial se encogió de hombros.
—Tan sólo una. Si es un farsante y pensó que iba a ser liquidado por los de su propio bando, tendría que haber gritado algo al particular. Presumiendo que le importe en algo su vida, eso haría de él el hombre más valiente que he conocido en mi vida.
—Creo que ya tenemos la respuesta —decía Bailey a Roth por teléfono poco después—. El hombre es legal, y esto tiene carácter oficial. Intenta que recuerde algún nombre… para los británicos. Partiréis el martes de la semana que viene en un jet militar. A la base de Alconbury.