El manipulador (60 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El manipulador
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A la mañana siguiente, Rowse regresó a Gloucestershire en su automóvil, para reanudar la rutina diaria mientras esperaba el contacto prometido por Hakim al-Mansur. Tal como él veía las cosas, en cuanto recibiese la información acerca del nombre del barco en el que transportarían las armas, la fecha y el puerto de llegada, se pondría en comunicación con McCready y le pasaría los datos. Los del SIS británico los utilizarían para dar con la pista del barco, lo identificarían en aguas del Mediterráneo y lo abordarían y tomarían por asalto en el océano Atlántico, frente a las costas portuguesas, o en el canal de la Mancha, con Mahoney y sus compinches a bordo. Todo era tan simple como eso.

El contacto se produjo siete días después. Un Porsche negro penetró muy despacio en el jardín de la casa de Rowse y un joven se apeó. El hombre miró a su alrededor, contemplando la verde hierba y los bancales de flores iluminados por el ardiente sol primaveral. De cabello negro, y expresión melancólica, tenía el aspecto de haber nacido en un país más árido y áspero que ése.

—Tom —llamó Nikki—, alguien desea verte.

Tom apareció caminando desde el fondo del jardín. Su rostro no manifestó sorpresa alguna, ya que supo ocultar sus sentimientos tras una máscara de cortesía y curiosidad, pero reconoció al hombre. Era el mismo que le había seguido desde Trípoli a La Valetta y que no le había quitado el ojo de encima hasta no ver cómo abordaba el avión con destino a Chipre, hacía ya dos semanas.

—¿Sí? —dijo.

—¿Mr. Rowse?

—El mismo.

—Le traigo un mensaje de Mr. Aziz.

El hombre hablaba un inglés bastante aceptable, pero elegía las palabras con demasiado cuidado como para que resultara fluido. Recitó el mensaje de memoria tal como se lo había aprendido.

—Su mercancía llegará al puerto de Bremerhaven. En tres embalajes de tablas, marcados como maquinaria de oficina. La recibirá tras estampar su firma habitual. Muelle cero nueve. Almacenes «Neuberg». Rossmannstrasse. Una vez que el envío haya sido desembarcado, dispondrá de un plazo de veinticuatro horas para hacerse cargo del mismo. En caso contrario, desaparecerá. ¿Está claro?

Rowse repitió para sus adentros la dirección exacta, archivándola así en su memoria. El joven volvió a meterse en el coche.

—¡Y una cosa! ¿Cuándo? ¿Qué día?

—¡Ah, sí! El veinticuatro. Llegará a las doce del mediodía del veinticuatro de este mes.

El forastero se alejó en su automóvil, dejando a Rowse con la palabra en la boca. Minutos después, Rowse salía corriendo hacia la aldea para llamar desde un teléfono público. El suyo seguía intervenido, eso era algo que los expertos le habían confirmado; de todos modos, tendría que seguir así durante bastante tiempo.

—¿Qué demonios están pensando al fijar como fecha el veinticuatro de este mes? —preguntó furioso McCready por décima vez—. ¡Eso será dentro de tres días! ¡De tres malditos días!

—Y Mahoney, ¿sigue aún en el mismo sitio? —preguntó Rowse.

A petición de McCready, Rowse había ido a Londres en su coche y se había instalado en uno de los pisos francos de la Firma, un apartamento en Chelsea. Todavía no era nada seguro llevar a Rowse a la
Century House
; entre otras cosas, porque, oficialmente, se le suponía persona
non grata
.

—Pues sí, aún está afincado en la barra del bar «Apolonia», y sigue rodeado de sus hombres, a la espera de que le llegue un mensaje de al-Mansur, y todavía rodeado por mis vigilantes.

McCready llegó a una conclusión: no había más que dos posibilidades. O los libios estaban mintiendo acerca del veinticuatro, y sólo era otra prueba para Rowse, con el fin de cerciorarse de si la Policía rodeaba los almacenes «Neuberg», en cuyo caso al-Mansur tendría tiempo de alertar a los de su barco, dondequiera que éste se encontrara, o le habían engañado como a un chino, a él, a McCready, por lo que Mahoney y sus secuaces no serían más que un anzuelo en el que había picado, y lo más probable era que ni ellos mismos lo supieran.

De una cosa sí estaba seguro: ningún barco podía hacer en tres días la travesía de Chipre a Bremerhaven, pasando por Trípoli o Sirte. Mientras Rowse se dirigía hacia Londres en su coche, McCready había consultado a su amigo de Dibben Place, en Colchester, donde estaba la sede del Servicio de Inteligencia de la «Lloyds Shipping». El hombre se había mostrado inflexible en sus convicciones. El barco necesitaría un día para hacer la travesía desde Pafos hasta Trípoli o hasta Sirte. Habría que concederle un día más para cargar las bodegas, o más bien una noche. Dos días para llegar a Gibraltar y otros cuatro o cinco más para alcanzar las costas del norte de Alemania. Siete días como mínimo, aunque deberían de calcular ocho para estar seguros.

Así que, o era una prueba para Rowse, o el buque cargado de armas se encontraba ya en alta mar. De acuerdo con el hombre de la «Lloyds», en esos momentos el barco estaría al oeste de Lisboa rumbo al cabo Finisterre, para así poder atracar en Bremerhaven el día veinticuatro de ese mes.

Los de la «Lloyds» habían comprobado los nombres de los barcos que se esperaban el día veinticuatro en el puerto de Bremerhaven, y que habían zarpado del algún lugar del Mediterráneo.

El teléfono sonó en esos momentos. Les llamaba el experto de la «Lloyds» en rutas navieras.

—No hay ninguno —dijo—. El día veinticuatro no se espera ningún barco procedente del Mediterráneo. Tienes que haber sido mal informado.

«Y con creces», se dijo McCready. En la persona de Hakim al-Mansur se había topado con un auténtico maestro del juego. McCready se volvió hacia Rowse.

—¿No habría alguien más en el hotel que pudiese ser del IRA?

Rowse denegó con la cabeza.

—Me temo que tendremos que volver a los álbumes de fotografías. Revísalos de nuevo, una y otra vez. Si te encuentras con algún rostro, con cualquier cosa que te haya llamado la atención mientras te encontrabas en Trípoli, en Malta o en Chipre, házmelo saber de inmediato. Aquí te los dejo. He de hacer unas diligencias.

McCready no consultó primero con la
Century House
para recurrir a la ayuda de los norteamericanos. El tiempo apremiaba demasiado como para desperdiciarlo en canales burocráticos. Fue a ver al jefe de la delegación de la CÍA, en Grosvenor Place. Todavía seguía siendo Bill Carver.

—¡Pues bien, caramba, la verdad es que no lo sé, Sam! No es nada fácil desviar un satélite. ¿No podrías utilizar un Nimrod?

Los Nimrods de las Fuerzas Aéreas británicas pueden tomar fotografías de alta definición de los barcos que se encuentren en alta mar, pero tienden a volar demasiado bajo y pueden ser vistos. Al no rastrear la zona desde grandes alturas, han de sobrevolar varias veces para poder cubrir una gran extensión de océano.

McCready le explicó lo del plan para asesinar al embajador estadounidense en Londres. Ambos hombres sabían que Charles y Carol Price habían demostrado ser la pareja de emisarios más popular enviada por Estados Unidos desde hacía muchas décadas. Mrs. Thatcher no olvidaría con facilidad a una organización que hubiera permitido que le ocurriera algo a Charlie Price. Carver hizo un gesto de asentimiento.

—Eso pone las cosas más fáciles… para mí.

A eso de la medianoche, Rowse, somnoliento y fatigado, volvió a enfrascarse en la revisión del álbum número uno, el correspondiente a los primeros tiempos. Estaba sentado junto a un especialista en fotografías de la
Century House
. En el salón del apartamento habían colocado un proyector y una pantalla, de modo que los retratos podían ser proyectados en ella para efectuar los cambios necesarios en los rostros.

Poco antes de la una, Rowse hizo una pausa.

—Ésta —dijo—, ¿puedes proyectármela en la pantalla?

El rostro ocupó casi toda la pared.

—No seas necio —intervino McCready—, ése está fuera de la organización desde hace muchos años. Se trata de agua pasada, no viene a cuento.

El rostro en la pared les miraba fijamente, con ojos cansados, ocultos tras unas gafas de montura gruesa; tenía el cabello gris, con mechones que le caían sobre las oscuras cejas.

—Quítale las gafas —ordenó Rowse—. Ponle lentes de contacto pardas.

El técnico realizó los cambios que Rowse le pedía. Las gafas desaparecieron, los ojos dejaron de ser azules y se volvieron pardos.

—¿Cuánto tiempo tiene esta fotografía?

—Unos diez años —contestó el técnico.

—Envejécela diez años. Quítale algo de cabello, más arrugas, papada bajo el mentón.

El técnico hizo lo que Rowse quería. Ahora, el hombre aparentaba unos setenta años.

—Ponle ahora cabellos negros. Tíñeselos.

Los grises cabellos del hombre se volvieron negros. Rowse emitió un silbido.

—Sentado solo en un rincón de la terraza —dijo—, en el «Hotel Apolonia». No hablaba con nadie, él mismo se hacía compañía.

—Stephen Johnson fue el jefe del estado mayor del IRA, del
viejo
IRA, hará de eso unos veinte años —informó McCready—. Abandonó la organización hace diez años, después de una fuerte disputa con la nueva generación por asuntos políticos. Ahora tiene sesenta y cinco años. Se dedica a vender maquinaria agrícola en County Clare. ¡Por el amor de Dios!

—Puede ser uno de esos ases de reserva de la banda terrorista. Aparenta tener una disputa, y se retira disgustado; entonces hacen correr la voz de que ya no tiene nada que ver con la organización y se convierte en persona inofensiva para la sociedad. Ya nadie le molesta. ¿No te recuerda eso a alguien a quien conoces? —inquirió Rowse.

—La verdad es que, a veces, mi joven maestro Rowse, te puedes distinguir por ciertos destellos de sagacidad —admitió McCready.

Entonces llamó por teléfono a un amigo de la Policía irlandesa, la Garda Siochana. Desde un punto de vista oficial, se suponía que los contactos entre la Garda irlandesa y sus homólogos británicos en la lucha contra el terrorismo tenían un carácter más bien formal, pero las ramificaciones se alargaban por todas partes. En la práctica, al menos entre profesionales, ese tipo de contactos es más íntimo y caluroso de lo que algunos políticos partidarios de la línea dura desearían.

Esta vez fue uno de los miembros de la Brigada Especial irlandesa, al que McCready despertó en su casa de Ranelagh, el que tuvo que saltar de la cama antes de la hora del desayuno.

—Nuestro hombre está de vacaciones —informó luego McCready—. Según los informes de la Policía local, se ha aficionado al golf y suele tomarse unas vacaciones de vez en cuando para practicar ese deporte, por lo general en España.

—¿En el sur de España? —inquirió Rowse.

—Es posible. ¿Por qué?

—¿Recuerdas aquel asunto de Gibraltar?

Los dos lo recordaban muy bien. Tres asesinos del IRA, que tenían la intención de colocar una poderosa bomba en el peñón. Fueron «puestos fuera de combate» por un comando de la SAS, de una forma prematura pero permanente. La Policía española y los servicios de contraespionaje de ese país habían prestado una ayuda extraordinariamente provechosa cuando los terroristas se introdujeron en el peñón tras haberse hecho pasar por turistas de la Costa del Sol.

—Persistió el rumor de que había un cuarto hombre en el juego, uno que se había quedado en España —recordó Rowse—. Y Marbella es una ciudad en la que abundan los campos de golf.

—¡El muy mierda! —masculló McCready—. ¡Esa vieja mierda! De nuevo ha vuelto a la acción.

A media mañana McCready recibió una llamada de Bill Carver, y, a continuación, fue con Rowse a la Embajada de Estados Unidos. Carver los estaba esperando en el vestíbulo principal, firmó por ellos en el libro de registro y los acompañó hasta su despacho, en la planta baja, donde disponía también de una sala de proyección.

El satélite había efectuado un buen trabajo, deslizándose a gran altura en el espacio por encima del Atlántico Oriental, desde donde enfocó los objetivos de sus cámaras «Long Tom» hasta cubrir, en una sola pasada, una gran franja de agua que se extendía desde las costas portuguesa, española y francesa hasta más de un centenar de millas adentro del océano.

Atendiendo a una sugestión que le hizo su hombre de contacto en la «Lloyds», McCready había pedido que le facilitaran un estudio sobre el rectángulo de agua que se extendía desde el norte de Lisboa hasta el golfo de Vizcaya. El continuo aluvión de fotografías que fue llegando a la estación de recepción de la Oficina Nacional de Reconocimiento, en las afueras de Washington, fue analizado, clasificado y seleccionado en ampliaciones individuales de cada uno de los barcos que navegaban dentro de los límites de ese rectángulo.

—Nuestra ave puede fotografiar todo aquello que sea algo mayor que una botella de «Coca-Cola» —observó Carver, orgulloso—. ¿Queréis empezar?

Había más de ciento veinte barcos en aquel rectángulo de agua. Casi la mitad de ellos eran pesqueros. McCready los desechó, aunque no descartó la posibilidad de volver luego a ellos. En Bremerhaven había también un muelle destinado a esas embarcaciones, pero todas ellas faenarían bajo bandera alemana, y cualquier pesquero extranjero, que, para colmo, descargara algo que no fuese pescado, sería contemplado con gran suspicacia. McCready concentró su atención en los buques de carga y en unos cuantos yates de lujo grandes, descartando, de momento, los cuatro transatlánticos que transportaban pasajeros.

Uno tras otro, fue pidiendo que le ampliaran los diminutos reflejos metálicos que se observaban en aquella gran extensión de agua, hasta que cada manchita ocupaba toda la pantalla. Detalle tras detalle, los hombres que estaban en la sala de proyección fueron examinándolas. Algunas embarcaciones mantenían un rumbo distinto al de la nave que estaban buscando, pero había un grupo de ellas que se encaminaba hacia el Norte y que pasaría por el canal de la Mancha. Treinta y una.

A las dos y media, McCready ordenó que detuviesen la proyección.

—Ese hombre —dijo al técnico de Bill Carver—, el que se apoya contra la barandilla del puente, ¿puede ampliarlo?

—Eso está hecho —contestó el norteamericano.

El buque de carga navegaba por aguas del cabo de Finisterre; la fotografía había sido tomada el día anterior, poco antes del anochecer. Uno de los hombres de la tripulación realizaba una tarea rutinaria en la cubierta de proa, en tanto que otro, apoyado contra la barandilla del puente, lo contemplaba. Mientras McCready y Rowse observaban la pantalla, el barco se fue haciendo cada vez más grande, sin que la calidad de la imagen empeorase. La proa y la popa del carguero desaparecieron a ambos lados de la pantalla y la figura del hombre que estaba solo y apoyado en la barandilla empezó a aumentar.

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