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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

El mapa del cielo (61 page)

BOOK: El mapa del cielo
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Oyeron, por ejemplo, que la reina había sido asesinada. Alguien había irrumpido en el Castillo de Windsor y había destrozado con saña a toda su guardia y empleados, sin dejar un solo superviviente en todo el castillo. Algo semejante parecía haber ocurrido en el cuartel de bomberos, en el Parlamento, en el Royal Hospital de Chelsea y en otras instituciones de la ciudad. También se enteraron de que alguien había liberado a los presos de las prisiones de Pentonville y Newgate. Nadie podía comprender cómo era posible que en aquella situación hubiera quienes aprovecharan para perpetrar esas fechorías que no parecían tener otro propósito que el mal gratuito, quienes se entregaran a la enloquecida empresa de liberar presos y matar ministros.

Ellos sí, por supuesto. Sabían que esos ataques no eran ni arbitrarios ni mucho menos humanos. Aquellos despiadados asaltos los perpetraban criaturas como la que habían desafiado en Scotland Yard, siguiendo un plan probablemente meditado durante años para desestabilizar las defensas de la ciudad desde dentro. En realidad, los trípodes no eran más que las tropas de asalto, los heraldos de la destrucción, el símbolo de la parte más tosca de una invasión que también tenía un lado más sutil.

Ahora, desde la casa de Clayton, podían oír los disparos ensordecedores de los trípodes, que parecía llegarles de varias direcciones a la vez. El estruendo provenía de Chelsea, Islington y Lambeth, e incluso más allá de Regent's Park, en dirección hacia Kilburn. Como sospechaban, los invasores del espacio no solo habían rebasado la línea defensiva de Richmod, sino que habían abierto otros descosidos en el cerco del ejército y en aquellos momentos irrumpían en la ciudad desde diferentes puntos, si no de todos. Pronto todo Londres estaría a merced de los marcianos, y no habría un solo sitio en la ciudad donde esconderse; y si lo había, desde luego no sería la casa de Clayton, que parecía de cartón. Sin embargo, el agente no compartía la misma opinión. Se limitó a sonreír enigmáticamente ante el comentario del millonario y a pedirles que le siguieran. Les condujo hasta el sótano de la vivienda, un espacio mal iluminado y peor ventilado bajo el nivel del suelo, donde se hallaban la cocina y la carbonera. Sin dejar de sonreírles, se puso a trastesar con los fogones.

—¿Qué demonios…? —se impacientó Murray—. ¿Va a prepararnos un té? Le agradecemos el gesto, Clayton, pero le aseguro que ninguno de nosotros va a disfrutarlo tranquilo oyendo cómo los malditos trípodes se acercan cada vez…

El millonario no pudo acabar la frase, pues en ese instante, después de que Clayton manipulara una pequeña palanca disimulada en el interior del horno, una de las paredes de la cocina comenzó a desplazarse. Todos observaron sorprendidos cómo el muro, merced a algún tipo de mecanismo oculto, se descorría como el telón de un escenario, desvelando un pequeño espacio no mayor que un armario en cuyo suelo se distinguía una trampilla. Con una sonrisa cortés, Clayton les invitó a pasar y, una vez todos se encontraron allí apretados, esperó a que la pared volviera a su posición inicial y abrió la trampilla. A continuación, comenzó a descender por una estrecha escalerilla hacia la penumbra que se adivinaba abajo.

—Síganme —ordenó—. Y por favor, el último que cierre la trampilla.

Para sorpresa de todos, la escalera les condujo a una enorme habitación de piedra escarbada en la tierra, amueblada y decorada sin escatimar en lujos ni en gustos exóticos, como si fuera el refugio de un rey. Estanterías con libros de lomos repujados forraban sus paredes, el suelo estaba cubierto de mullidas alfombras de seda persa, había jarrones chinos de color azul apostados en los rincones y una cristalería veneciana lanzaba fulgores tras una vitrina. Sillones y divanes de distintos estilos se dispersaban por doquier, como un rebaño asustado por la tormenta. Y había incluso una majestuosa chimenea de mármol cuyo tiro debía de atravesar la vivienda de arriba, o tal vez zigzaguear a través de la roca hasta escupir su humo Dios sabía dónde, para que los más beatos la confundieran con una de las muchas entradas al infierno. Clayton fue encendiendo las lamparitas repartidas por la lujosa estancia mientras el grupo estudiaba el refugio entre la admiración y la incredulidad. Parecía haber sido escarbado allí ex profeso para casos como aquel, y pertrechado con todo lo necesario para pasar un tiempo prudencial en su interior, pues junto a la enorme sala había una pequeña despensa que por lo visto contenía todo tipo de víveres y útiles para la supervivencia.

—Como ven, aquí estaremos seguros hasta que amanezca —dijo Clayton cuando terminó de encender las luces.

—Aquí podríamos incluso pasar las vacaciones —respondió Murray, divertido, estudiando un exquisito reloj estilo Luis XIV que, desde una repisa de madera, esparcía el polen de su tictac por la estancia.

El agente dejó escapar una risita orgullosa.

—La casa no la construí yo —explicó—. Fue expropiada a su dueño, a quien detuve en uno de mis casos más célebres. El departamento tuvo el detalle de regalármela como pago a mis servicios.

—¿Y quién era su dueño? —preguntó el escritor, maravillado de que existiesen trabajos que pudieran reportar a alguien aquella especie de guarida de villano.

—Oh, me temo que no estoy autorizado a decirlo, señor Wells.

Wells esperaba una respuesta similar, así que asintió resignado y se dedicó a pasear la mirada por la acogedora estancia. Fuera quien fuese la persona que la había construido, allí podrían descansar a salvo, sí, pero estaba seguro de que él no conseguiría dormir ni un solo minuto pensando que Jane tal vez estuviera corriendo por las calles, entre la despavorida multitud. Sin embargo, dado que de momento no podía hacer nada por ella, lo mejor era que aprovechara para descansar y comer algo. Sí, debían reponer fuerzas para enfrentar con la mejor disposición posible todo cuanto les deparara el día siguiente. La muchacha, por ejemplo, ya estaba hurgando en la despensa impulsada por el ayuno que les había impuesto la invasión. Pero para su decepción, cuando regresó a la sala, lo único que llevaba en las manos era un pequeño botiquín, al parecer equipado con todo lo necesario para curarle al millonario una herida que la zarpa de la criatura le había abierto en el hombro, y en la que Wells ni siquiera había reparado. Emma pidió al agente permiso para utilizarlo.

—Por supuesto, señorita Harlow. Pónganse cómodos —dijo Clayton señalando los silloncitos. Luego miró al escritor y añadió—: Y usted sígame, señor Wells. Quiero enseñarle algo que le resultará de sumo interés.

Wells le siguió a regañadientes, disgustado porque no solo tendría que disimular ante aquellos espíritus elevados una necesidad tan pedestre como el hambre, sino que además debía superar una prueba más antes de poder descansar sus huesos en alguno de aquellos mullidos sillones. Clayton le precedió por un pasillo flanqueado de puertas, hasta que se detuvieron frente a una puertecita de hierro cerrada con un candado. El agente comenzó a hurgar en su cerradura agarrándolo con su mano astillada, pero Wells no se encontró con ánimos para aguardar pacientemente a que consiguiera encajar la llave, así que se la arrebató con brusquedad y él mismo se ocupó de vencer la resistencia del candado. Luego cedió el paso a Clayton con un gesto teatral de portero de hotel.

El agente se aventuró en su penumbroso interior un tanto molesto. Y cuando los dos hombres desaparecieron al fin, cerrando la puerta tras de sí, Murray no pudo sino agradecer secretamente la oportunidad que se le presentaba de quedarse a solas con la muchacha en aquel sitio tan acogedor. Emma le pidió entonces que se sentara en uno de los sillones, a lo que él accedió gustoso. Necesitaban un momento de intimidad en un lugar del que no tuviesen que salir corriendo al segundo siguiente. Murray la observó abrir el botiquín y desplegar vendas, gasas y tijeras sobre la mesita anexa con una sonrisa indulgente, fingiendo una mundana despreocupación por la herida que tenía en el hombro.

—No es necesario que te molestes, Emma, de verdad —le dijo amablemente—. Apenas me duele.

—Pues parece una herida muy fea —repuso ella.

—¿Cómo de fea? —se alarmó Murray.

Emma sonrió, divertida.

—No te preocupes, solo es un rasguño —le tranquilizó—. No creo que te mate.

—Es un alivio saberlo —respondió el millonario con una sonrisa juguetona derramándosele por los labios.

—Bueno —aclaró Emma con repentina seriedad, mientras procedía a desinfectarle la herida—, no te matará por segunda vez, quiero decir.

El millonario se mordió el labio inferior. Maldición, se dijo.

—Imagino que te debo una explicación —reconoció, lamentando que aquel momento de calma no pudiera invertirse en algo más íntimo que una discusión.

—Estaría bien, sí —respondió ella con un deje de tristeza, mientras le vendaba la herida—. Al menos no me moriría con tantas dudas.

—No vas a morir, Emma, mientras yo pueda evitarlo —se apresuró a contestarle Murray—. Te lo he jurado por mi vida.

—Deja ya de perder el tiempo consolándome, Gilliam. —La muchacha esbozó una sonrisa resignada—. No nos queda demasiado.

—¿Qué quieres decir? ¡Tenemos todo el tiempo del mundo, Emma! ¡Demonios, yo soy el Dueño del Tiempo! —protestó Murray, exaltado—. ¡Y tú y yo apenas hemos empezado a conocernos! ¡Tenemos toda la vida por delante!

—¿Toda la vida por delante? Gilliam, te recuerdo que los marcianos están invadiendo la Tierra en estos momentos —dijo ella, sonriendo ante su ingenuidad—. ¿No se te ha ocurrido pensar que eso tal vez interfiera un poco en nuestros planes?

—Podría ser, podría ser… —admitió Murray, contrariado—. Justo ahora, maldita sea…

Murray era consciente de la situación en la que se encontraban, por supuesto que sí. No había llegado hasta allí con una venda en los ojos y tapones en los oídos. Sabía que los marcianos estaban invadiendo el planeta, pero era como si eso, hasta este momento… no hubiera tenido la menor importancia. Como si la invasión no fuera con ellos. Estaba tan entusiasmado con la complicidad que había creado con la muchacha, que los marcianos se le antojaban una molesta contrariedad de la que ya tendría tiempo de ocuparse. Le disgustó que Emma otorgara tanta importancia a la invasión. Comprendió entonces que ella no había aceptado todas las promesas de salvación que le había hecho hasta la fecha con una sonrisa porque creyera en ellas, sino con el único propósito de que él se sintiera bien, y eso le emocionó y disgustó a partes iguales. Pero finalmente tuvo que reconocer que Emma tenía razón: la invasión trastocaba cualquier plan, incluidos los suyos, pues debía aceptar que iba a ser difícil que sobrevivieran a ella.

—Sí, qué inoportunos, ¿verdad? —comentó Emma, y luego, observándolo con la dulzura con que una madre miraría a un hijo desilusionado, añadió con una sonrisa—: No vas a tener tiempo de enamorarme.

Eso hizo que Murray sonriera también.

—¿Estás segura de eso? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo crees que necesitaría?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Ojalá pudiera decírtelo, pero nunca me he enamorado… —confesó con melancolía—. Y me temo que voy a morir sin hacerlo…

Emma calló, sorprendida ante sus propias palabras. Era la primera vez que se mostraba vulnerable ante un hombre. En realidad, era la primera vez que se mostraba vulnerable ante alguien. Tan vulnerable como una niña. Y no le importó. Al contrario, sintió un súbito y agradable alivio. No tenía sentido seguir mostrándose invulnerable en aquella situación, pero no se había desprendido de la máscara con la que se protegía del mundo solo por eso, porque no tuviera sentido seguir construyendo aquel personaje dentro de un mundo que iba a ser destruido. Lo había hecho porque, en realidad, aquel hombre enorme que tenía delante le había demostrado que la amaba, y la amaba a ella, solo a ella y a pesar de ella. Sí, aquel hombre que trataba a todo el mundo con desprecio y altanería, incluso con crueldad, pero que sin embargo a ella le hablaba con una infinita delicadeza, aquel hombre que había intentado ordeñar una vaca para apagar su sed, se había ganado ese derecho. Ya no quería fingir con él. Iba a morir en breve, de algún modo sin duda horroroso, y no quería hacerlo fingiendo ser alguien que no era. Si iba a morir, quería que al menos un hombre en la Tierra supiera cómo era ella verdaderamente: una muchacha frágil a la que le habría gustado que el mundo fuera como lo había descrito su bisabuelo, y a la que le habría gustado enamorarse alguna vez de alguien. Así era Emma Catherine Harlow… Y ese hombre, el hombre destinado a verla como nadie jamás la había visto, abrió la boca para repetirle que no iba a permitir que muriese, pero se interrumpió. No, no debía mentirle, se dijo. ¿De qué le serviría cuando era evidente que iban a morir todos? Y en ese instante, como para confirmarlo, se oyó una atronadora explosión por encima de sus cabezas. Ambos alzaron la mirada hacia el techo, sobrecogidos. El disparo había sonado demasiado cerca, y eso solo podía significar que los trípodes habían llegado a Bloomsbury. Tal vez incluso avanzaran en aquellos momentos por Euston Road, desfilando victoriosos sobre sus tres patas, y disparando sobre los edificios caprichosamente. Avanzaban sembrando la destrucción a su paso, segando vidas para ellos insignificantes, sin pensar que aquellos humanos que caían ante su rayo eran algo más que cucarachas, que eran seres con sueños y deseos, y alguno incluso con un deseo concreto: seguir vivo para poder enamorar a la mujer que amaba.

—¿Qué puedo hacer para enamorarte? —preguntó con suavidad el millonario cuando el eco de la explosión se extinguió—. Tal vez tenga tiempo de hacerlo antes de que muramos…

Emma sonrió, agradecida de que Murray no le hubiese mentido una última vez, diciéndole que saldrían de aquella o de cualquier situación parecida, como habría hecho cualquier otro. Y le agradó que aquel grandullón también fuese diferente en eso.

—Ya he visto que eres capaz de matar por mí, incluso de arrojar un monstruo por la ventana por mí —le dijo con una sonrisa divertida—. Tal vez eso sería suficiente para cualquier otra, pero yo necesito algo más, aunque no sepa lo que es. De todos modos, apenas tienes tiempo para hacer ninguna otra cosa. —Le miró con una mezcla de dulzura y resignación, al tiempo que tomaba sus manos y las acunaba entre las suyas. Murray se dejó hacer con una mueca abatida que hizo suspirar a Emma. De repente, los ojos se le iluminaron—. ¡Tendrás que enamorarme con algo que ya hayas hecho! ¡Sí, eso es! ¿Qué has hecho a lo largo de tu vida que pueda enamorarme, Gilliam?

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