»No se equivocaba, pero preferí no confirmárselo. Me limité a guardar silencio, intrigado por descubrir qué quería aquel tipo de mí.
»—Llegará a coronel o cualquier otra cosa que se proponga, sí. Su perspicacia y capacidad de trabajo así lo proclaman. Pero no sabrá nada del mundo, muchacho. Absolutamente nada, por mucho que crea saberlo todo. —Se reclinó sobre la mesa y me sonrió, desafiante—. Ese será su futuro. Pero yo le ofrezco un futuro mucho más excitante.
»—¿A qué se refiere, señor? —pregunté, incómodo ante el tono exaltado que usaba aquel sujeto tan estrafalario.
»—Le estoy invitando a que emplee sus habilidades para resolver otro tipo de casos. Casos especiales —explicó—. A eso nos dedicamos, agente Clayton, a resolver casos especiales. Pero desgraciadamente, para eso no basta con tener un expediente brillante. Hace falta cierta… eh… disposición.
»—No le comprendo, señor.
»—Hace falta una mente abierta, agente Clayton. ¿Tiene usted una mente así?
»Dudé un momento; no sabía qué responder a eso. Luego asentí con convicción: nunca me había parado a pensarlo, pero mientras no se demostrase lo contrario, yo tenía una mente abierta. El capitán Sinclair sonrió complacido.
»—¡Veamos si está en lo cierto! —dijo con teatral entusiasmo, al tiempo que sacaba un recorte de periódico de su carpeta y lo colocaba sobre la mesa, vuelto hacia mí—. Léalo con atención y dígame sus conclusiones, todas las que se le ocurran, por increíbles que le resulten. ¿De qué cree que murió?
»El recorte era de un par de años antes, y recogía la noticia de la muerte de un mendigo. Su cadáver había aparecido en un vertedero de las afueras de la ciudad, medio desfigurado por los mordiscos de los perros callejeros, aunque las causas de su muerte eran un misterio, pues la autopsia no había logrado revelar nada. El periodista que había redactado la noticia, que debía cargar con un alma de lo más temerosa, acababa el artículo diciendo que el crimen había ocurrido una noche de luna llena, y que alrededor del cadáver, en la arena, la víctima había dibujado desesperadamente varias cruces, como si quisiera espantar al diablo. Tras leerlo un par de veces con suma atención, expuse ante el capitán todas las posibles causas de la muerte que se me ocurrieron. Dije que, dado que nadie se dejaría matar por unos perros si tiene la más mínima fuerza para ahuyentarlos, ni estos suelen atacar así a los vivos, lo más probable era que lo hubieran envenenado y arrastrado hasta allí, y que su asesino hubiese dibujado las cruces por algún motivo antes de largarse. También dije que podría tratarse de un homicidio involuntario, que el responsable habría intentado encubrir, y algunas explicaciones más de ese estilo que se me pasaron por la cabeza.
»—¿Ha terminado? —me preguntó el capitán Sinclair, exagerando su decepción—. Le he dicho todas las posibilidades que se le ocurran, por increíbles que le resulten.
»Entonces sonreí con malicia y dije:
»—También diría que lo hizo un hombre lobo. Era noche de luna llena, que es cuando pueden transformarse. Fue él quien atacó al mendigo en el propio vertedero y le dio muerte, no los perros, y su víctima dibujó varias cruces a su alrededor mientras él se le acercaba, como un lobo caminando sobre dos patas, para que regresara al infierno del que había salido.
»El capitán Sinclair, con la misma decepción, volvió a preguntar:
»—¿Ha terminado?
»—No, todavía no —respondí con una sonrisa—. También podría ser un vampiro, ya que el crimen se perpetró durante la noche; por eso la víctima dibujó el signo de la cruz sobre la arena. O un vampiro haciéndose pasar por un hombre lobo, para incriminar a sus ancestrales enemigos, con los que tal vez luchen desde el principio de los tiempos por el dominio del planeta. Ahora he terminado, capitán. ¿He acertado?
»—Aún no está preparado para saberlo. —Se recostó en el sillón y me estudió con fría curiosidad—. Pero dígame, ¿le interesaría formar parte de una división donde esas pudiesen ser las respuestas? En mi división, a veces, lo imposible puede ser la solución. Quienes la integramos no ponemos trabas a nuestra imaginación, nuestras deducciones van más allá de donde las mentes normales se agotan.
»Le miré sin saber qué decirle, aunque para mi alivio Sinclair me aseguró que podía tomarme unos días para pensarlo, no sin antes advertirme de que todo lo que se había dicho en aquel despacho debía quedar en el mayor de los secretos, y que en caso de que mi decisión fuera negativa, lo más saludable sería que intentara olvidar que aquella conversación había existido. Fue la primera advertencia que me dio, pero no la última, ni tampoco la más sorprendente. Luego me entregó una nota con la dirección del Departamento Especial, donde debía presentarme a la semana siguiente si aceptaba su oferta.
»Abandoné el despacho y regresé a casa. Pero tan solo necesité una noche de insomnio para darme cuenta de que por mucho que lo intentara, jamás olvidaría aquella conversación. En realidad, desde el momento en que crucé aquella puerta, ya estaba condenado. Yo era un joven ambicioso y pagado de mí mismo, y ahora que sabía que otros tenían acceso a una información vetada para el resto de los mortales, ya no podría vivir sin anhelar también conocerla. No dejé pasar la semana. A la mañana siguiente me presenté en la dirección que señalaba la nota, y pedí que me condujesen al despacho del capitán Sinclair, quien al parecer estaba esperándome. Y allí sellé mi destino para siempre.
El agente rubricó su historia con una sonrisa afligida, y luego buscó la reacción de Wells.
—Le felicito por creer en los hombres lobo y en los vampiros, Clayton —dijo el escritor casi con piedad.
—Oh, no, señor Wells, se equivoca: no creía en ellos. Simplemente le dije al capitán lo que quería oír. No, el muchacho que yo era entonces no creía en vampiros ni en hombres lobo. Pero aquel tipo dirigía un grupo de agentes de élite, seleccionados entre lo más granado de Scotland Yard. Hicieran lo que hiciesen, yo quería formar parte de aquella división porque seguir resolviendo crímenes y atrapando asesinos vulgares ya no suponía ningún aliciente para mí. Habría dicho que al mendigo lo mató un elfo si hubiera sido necesario. —El agente sonrió con amargura—. Aunque de aquello hace doce años, señor Wells. Doce años. Y ahora no puedo sino asegurarle que creo en más cosas de las que me gustaría creer.
—¿Ah, sí? ¿Existen los vampiros, por ejemplo? —inquirió Wells, aprovechando la oportunidad.
Clayton lo contempló con una mueca risueña, como un adulto complacido ante la curiosidad de un niño.
—Esta casa pertenecía a uno —le reveló. Observó divertido el alzamiento de cejas de Wells, y con una sonrisa añadió—: O al menos eso creía él. Se llamaba lord Railsberg y padecía una anomalía en la pigmentación que le producía un enrojecimiento en la piel si se exponía mucho tiempo al sol, no toleraba el ajo e incluso tenía el hueso sacro pronunciado, todos ellos rasgos inequívocos de los vampiros, según se han encargado de pregonar las leyendas y las novelas. Como puede comprobar, las obras de Polidori, Preskett, Sheridan Le Fanu y especialmente la exitosa novela de Stoker han popularizado tanto el mito del vampiro que cualquiera que cuente con alguna de esas características puede creerse uno de ellos. Lord Railsberg se hizo construir esta casa, donde convivió con un grupo de acólitos que, como él, huían también de la luz. Solo salían a la superficie para secuestrar a las doncellas que luego mataban sin la menor piedad, para beberse su sangre e incluso bañarse en ella, como dicen que hacía la condesa húngara Elizabeth Báthory. Cuando encontramos su refugio, este lugar estaba infectado de cadáveres y lleno de gente durmiendo en ataúdes, aunque le aseguro que ninguno de esos presuntos vampiros, ni siquiera el propio lord Railsberg, ha logrado fugarse aún del penal en el que están recluidos convertido en murciélago. Así que no puedo decirle si existen o no los vampiros, aunque de existir, probablemente se parezcan más a las pobres bestezuelas de las leyendas eslavas que a los seductores aristócratas en los que los habéis disfrazado los escritores.
Entiendo —dijo Wells sin darse por aludido.
—Aunque no solo tratamos con locos, como es natural —añadió Clayton—. A veces nos encontramos con lo imposible, como ya le comenté.
Dijo aquello dedicándole una mirada doliente a un retrato que había en una de las paredes. Wells siguió la dirección de sus ojos y descubrió, en un marco de caoba finamente tallado, un lienzo que mostraba a una hermosa mujer de aspecto acaudalado. La muchacha miraba el mundo con una mezcla de tristeza y arrogancia. Tenía los ojos oscuros, barnizados de un brillo depredador, y en sus labios, como una gota de rocío en el pétalo de una rosa, dormía una sonrisa indescifrable que a Wells se le antojó un tanto maliciosa.
—¿Quién es? —preguntó.
—La condesa Valerie de Bompard —respondió el joven, esforzándose en vano para que la voz no le temblara al pronunciar su nombre.
—Es una mujer hermosa —alabó el escritor, sin saber si aquel era el adjetivo que mejor le correspondía.
—Sí, Valerie siempre producía esa impresión en los hombres: convencía a quien la miraba de que se encontraba ante la mujer más hermosa del mundo… —confirmó el agente, con una voz extrañamente débil y cansada, como si se hallara bajo los efectos de algún sedante.
—¿Murió? —preguntó Wells, al reparar en que el agente había hablado de ella en pasado.
—La maté yo —respondió Clayton en tono lúgubre. Wells le miró, sorprendido.
—Fue mi primer caso —añadió el agente—. Y el único que resolví con ambas manos. —Volvió a extraviar su mirada en el retrato.
Wells lo imitó, un tanto sobrecogido por sus palabras. ¿Había perdido su mano por culpa de aquella mujer? Examinó el lienzo con mayor detenimiento, y de nuevo le pareció que el adjetivo «bella» no era el más adecuado para ella. Era muy hermosa, sí, pero sus ojos irradiaban una especie de luz oscura, animal, que lo inquietaba. Era como si sus pupilas encerraran algo mayor que ella misma, algo inabarcable, del mismo modo que un vaso de vino custodia el sabor de la tierra, del sol y de la lluvia pasajera. Probablemente, de haberla conocido, se dijo Wells, no habría podido comportarse de un modo natural en su presencia. Y mucho menos cortejarla. No sabía lo que había sucedido entre aquella mujer y el agente, pero fuera lo que fuese había marcado a Clayton de tal forma que aún no se había repuesto, y tal vez nunca lo hiciera. Wells podía percibirlo con claridad porque el agente conservaba en su cuerpo, en su expresión, en todo él, la memoria de aquel suceso, como una llave que al oscilar en su gancho delata que alguien acaba de cogerla.
Por un momento, el escritor barajó la posibilidad de preguntarle, porque tal vez el agente lo estuviese esperando. Sí, quizá ansiaba hablar con alguien de lo que le había ocurrido con aquella mujer cuyo retrato escondía en su sótano, sobre todo ahora que el mundo se acababa, y aquella fuese su torpe manera de pedirlo. Pero finalmente Wells descartó la idea, pues no quería que Clayton volviera a humillarlo repitiéndole que había cosas en el mundo que no todos estaban preparados para conocer. Aquel pensamiento le produjo una leve irritación, y recordó cómo en el carruaje, de camino a Horsell, le había ocultado que él había estado en la Cámara de las Maravillas, temiendo que el agente pudiera acusarlo de haber entrado en un lugar restringido. Sin embargo, las cosas habían cambiado mucho desde aquella remota mañana, y de repente, consideró que confesarle aquello sería el revulsivo perfecto para acabar con las irritantes reservas del agente, el único modo que se le ocurría de colocarse a su altura, de manera que ambos pudieran mantener un diálogo entre iguales.
—Sí, vivimos en un mundo lleno de misterios… —dijo, sonriendo al retrato—, pero usted los conoce todos, ¿verdad, Clayton? Usted hasta conocía el aspecto de los marcianos antes de que nos tropezáramos con uno en Scotland Yard, ¿no es cierto?
El agente dejó de mirar el cuadro y, como si saliese de un profundo sopor, le observó algo aturdido.
—No sé a qué se refiere —respondió al fin con frialdad.
—Oh, vamos, deje de tratarme como a un estúpido. Sé muy bien lo que abre esa llavecita que lleva colgada del cuello.
—¿De verdad? —se sorprendió el agente, acariciándosela instintivamente.
—Sí, claro que lo sé —afirmó, contemplándolo con una mirada desafiante—. He estado allí dentro.
Clayton lo miró con sorpresa, y luego sonrió divertido.
—Es usted una persona verdaderamente fascinante, señor Wells. Así que ha visto al marciano y su aeronave…
—Y también todo lo demás. Todos esos prodigios que ocultan al mundo —confesó el escritor con un deje de rencor.
—Bueno, antes de que su enfado crezca tanto que le impulse a lanzarse contra mí violentamente, arruinando nuestra civilizada charla, permítame que le recuerde lo que ya le dije el día que nos conocimos: todo esa
fantasía
está en cuarentena, por decirlo de algún modo. No tiene ningún sentido que demos a conocer al pueblo esos prodigios cuando la mayoría de ellos a buen seguro no son más que fraudes.
—¿Ah, sí? Pues el marciano y su aeronave me parecieron bastante conseguidos, agente.
—En ese caso en particular —empezó a excusarse Clayton—, el gobierno consideró demasiado peligroso desvelar al mundo…
—Pues si lo hubiese hecho, esta invasión no nos habría cogido tan por sorpresa —le interrumpió Wells.
—¿Usted cree? Yo no estoy tan seguro… Ignoro cómo logró entrar en la Cámara de las Maravillas, señor Wells, pero lo que sí sé es que debió de hacerlo varios días antes de que yo me presentara en su casa, o de lo contrario no habría podido ver al marciano, porque fue robado dos días antes de que comenzara la invasión.
—¿Robado?
—Así es, señor Wells. En realidad, me presenté en su casa porque sospechaba que quizá lo había robado usted.
—¡Por el amor de Dios, Clayton…! ¿Para qué demonios iba yo a necesitar un marciano muerto?
—Nunca se sabe, señor Wells. Y en mi trabajo, todos son sospechosos a priori. —El agente sonrió—. Aunque he de reconocer que luego barajé la posibilidad de que lo hubiera robado el señor Murray con el propósito de hacerlo salir de su cilindro.
—No le quepa duda de que, de haber sabido que había un marciano auténtico en el sótano del museo, lo habría hecho —no pudo evitar añadir Wells.
—Pero es evidente que no ha sido ninguno de los dos. Aunque estoy seguro de que el robo del marciano y la invasión están relacionados. No creo que sea una casualidad.