Wells le observó unos segundos, paralizado por la sorpresa. Pero enseguida tuvo que reconocer que aquella terrible opción siempre había estado presente en su mente, quizá en la de todos ellos, aunque ninguno se hubiera atrevido a pronunciarla en voz alta, ni tan siquiera a reconocerla ante sí mismo, pues eso significaba que no habría adónde huir. Solo el agente Clayton se atrevía a aceptar algo así, por supuesto.
—Quiere usted decir… Dios mío… Los marcianos también podrían estar invadiendo Nueva York… quizá también otras ciudades…
—Es una posibilidad —contestó Clayton, centrando su atención en el papel que aplastaba con su prótesis astillada sobre la superficie de la mesa—. Y como tal, debemos tenerla en cuenta… No, el puente queda más arriba…
—Pero entonces… —murmuró Wells pese al desinterés del agente en la conversación, porque necesitaba verbalizar aquel horror—. Entonces no vale la pena nada de lo que hagamos… Si todo el planeta está siendo invadido… ¿qué sentido tiene seguir huyendo?
Clayton levantó la vista del papel y fulminó a Wells con la mirada; sus estrechos ojos relucían a través del cortinaje de su flequillo negro.
—Un solo segundo de vida vale la pena, señor Wells. Y con cada segundo ganado multiplicamos las posibilidades de ganar el siguiente. Le aconsejo que no piense en nada más —dijo con solemnidad, y luego volvió a concentrarse en su mapa—. ¿Dónde demonios quedará el Waterloo Bridge?
Mientras Murray montaba guardia tras la puerta, Emma se cambió de ropa con una rapidez sorprendente pues, exasperada por la dificultad de desvestirse sin doncella, optó por cortar su vestido con unas tijeritas de plata. Escondió el resultado de su descuartizamiento bajo la cama sin saber muy bien por qué, y se vistió con su traje de equitación, un vestido traído de París que consistía en una ligera chaquetita entallada y una falda dividida en dos perneras anchas, ceñida a la cintura con una cita verde pálido. Luego se recogió el cabello en un moño bajo y con ese aspecto de frágil muchachito se estudió en el espejo, preguntándose qué impresión causaría en Murray aquella indumentaria. Se disponía a salir al pasillo cuando le llamó la atención algo que asomaba de uno de sus baúles.
Lo reconoció de inmediato, pero dudó un instante, con la mano alzada sobre el picaporte de la puerta, antes de abalanzarse con urgencia hacia el baúl y asir aquel objeto como si temiera que pudiese desvanecerse en el aire. Durante unos segundos, lo acunó en sus manos, mientras permanecía de rodillas en el suelo; después desató la cinta roja que lo sujetaba y lo desenrolló con un cuidado ceremonioso. El mapa del cielo que su bisabuelo dibujara para su hija Eleanor se dejó desplegar sin oponer resistencia, produciendo una melodía de crujidos afables, como de fuego de chimenea. No parecía guardarle ningún rencor por el encierro al que lo había sometido los últimos años. Emma recordó entonces el momento, hacía ya una eternidad, en que había decidido incluirlo entre el equipaje que estaba preparando para pasar una temporada en Londres con su anciana tía. ¿Por qué lo había hecho, si desde hacía años no lo consideraba más que una simpática tontería? ¿De qué iba a servirle en aquel viaje, cuyo único propósito era humillar al más insoportable de los hombres? No tenía respuestas para esas preguntas. Pero ahora se alegraba de haberlo llevado consigo, de poder admirarlo una vez más, quizá por última vez.
Colocándolo sobre el suelo, Emma comenzó a recorrer aquel dibujo tan familiar con sus dedos, como hacía de niña, repasando sobre la superficie azul oscuro cada una de las vetas que le otorgaban aquel hermoso aspecto de océano estelar. Siguiendo una de ellas desembocó en el sol, y casi sintió cómo la yema de su dedo índice se calentaba agradablemente, con ese calor leve e íntimo que también despedía el lomo de su gato; luego desplazó sus yemas sobre la superficie de una nebulosa, imaginando su tacto pegajoso de algodón de azúcar, hasta llegar a un cúmulo de estrellas cuya gélida efervescencia le hizo cosquillas en la piel. Después de esquivar varios globos repletos de pasajeros, sonriendo íntimamente ante las miradas de estupefacción que les provocaría aquel dedo gigante, Emma alcanzó una de las esquinas del mapa, donde los simpáticos hombrecillos de orejas puntiagudas y colas de dos puntas surcaban el espacio montados en una bandada de garzas anaranjadas, dirigiéndose hacia el marco del dibujo, más allá del cual debía de encontrarse, con toda seguridad, su maravilloso hogar. Su maravilloso hogar…
La muchacha permaneció inmóvil con su dedo apoyado sobre aquella esquina, con la nuca rendida en una deliciosa curva, como una joven que buscara su reflejo perdido en el fondo del río. Se mantuvo en aquella posición mientras se sucedían los segundos. Quería enrollar el mapa y levantarse, pero algo la obligaba a continuar arrodillada ante él, quieta y absorta, meciéndose en el tiempo. Y entonces, muy lentamente, un denso y cálido llanto comenzó a gestarse en lo más profundo de sus entrañas, como una burbuja de melaza caliente a punto de reventar. Emma apoyó todo su peso sobre sus manos, inclinando su cuerpo hacia el suelo, como si fuera a vomitar. Abrió la boca y aspiró una honda bocanada de aire, inhalando con salvaje ansia todo el dolor que flotaba a su alrededor, toda la frustración, todo el miedo, todo el sinsentido de la vida. Y cuando se sintió llena, cuando su corazón dejó de latir por un instante, colmado de melancolía y desesperanza, se derrumbó sobre el mapa como una flor cortada, dejando que los sollozos la sacudieran, que la furiosa corriente de aquel llanto inconsolable que le trepaba por la garganta la arrastrara lejos de allí, que la arrancara de sí misma, de aquel cuerpo sin voluntad rendido a las convulsiones.
La puerta se abrió entonces violentamente, y un Murray angustiado y dispuesto a enfrentarse a cualquier horror irrumpió en la estancia.
—¿Qué demonios ocurre…? ¿Estás bien, Emma? —preguntó enfermo de preocupación, paseando una mirada alerta a su alrededor, en busca de un enemigo a quien lanzar por la ventana.
Cuando constató que no había nadie en la habitación, Murray se acercó a la muchacha y se arrodilló a su lado, apoyando tímidamente una manaza en su trémula espalda. Emma continuaba llorando, aunque cada vez con mayor suavidad, serenándose poco a poco arrullada por sus propios sollozos. Murray la incorporó con delicadeza, hasta apoyar la cabeza de la joven en su hombro, mientras la rodeaba en un abrazo firme y protector. Sus ojos se posaron en el mapa que había frente a ellos, desplegado sobre el suelo como un mantel de picnic. Ambos se dedicaron a contemplarlo en silencio durante unos segundos, mientras el llanto de la joven se iba extinguiendo mansamente.
—¿Qué es este dibujo, Emma? —le preguntó al fin Murray con infinita suavidad, temiendo que debido a su curiosidad el llanto de la muchacha arreciara.
Emma suspiró y se pasó la mano por las empapadas mejillas.
—Es el mapa del cielo —dijo con un hilo de voz—. Un dibujo del universo, realizado por mi bisabuelo Adam Locke. Él se lo regaló a mi abuela, esta a mi madre y mi madre a mí. Todas las mujeres de la familia hemos crecido pensando que el universo era así…
—¿Por eso llorabas? Bueno… —dijo Murray—. Soñar es hermoso.
Emma levantó la cabeza para mirarle a los ojos. Sus rostros quedaron tan cerca que Murray pudo oler el aroma salado de sus lágrimas, incluso percibir la humedad de su piel.
—Sí, ahora lo sé. ¿No es terrible, Gilliam? Ahora… —dijo la muchacha, exhalando un aliento dulce y ligeramente acre, como de niña recién levantada, un aliento inédito para el millonario, que deshilachó su alma por los bordes—. No estaba llorando por el tiempo en el que soñé que el universo era así… ni porque desde hace unas pocas horas los sueños hayan sido arrancados de la faz de la tierra para siempre. Lloraba por mi estúpida irresponsabilidad. Porque si hubiera sabido que un día sería imposible soñar, no habría dejado nunca de hacerlo… No, no lo habría hecho. Habría tomado otra decisión. Y ahora no sé cómo recuperar el tiempo perdido. Por eso lloraba. Por el tiempo perdido, por los sueños perdidos… ¿Adónde van los sueños que no se sueñan, Gilliam? ¿Adónde? ¿Hay algún lugar en el universo para ellos?
Murray observó que el iris de la muchacha no era totalmente negro, como parecía de lejos. Unas vetas color miel y otras finísimas casi doradas surgían de sus pupilas, como delgados hilos de oro flotando en la oscuridad insondable del espacio.
—No se van a ninguna parte. Creo que se quedan dentro de nosotros —respondió. Luego suspiró y le sonrió con dulzura, antes de añadir—: Yo te vi, Emma. Te vi de pequeña.
—¿De pequeña? ¿Qué quieres decir?
—Que te vi. No me preguntes cómo, Emma, pues ni yo lo sé. Pero lo hice. Te vi —insistió, encogiéndose de hombros—. Sé que parece una locura, pero el día de nuestra segunda cita, durante el paseo por Central Park, antes de que te marcharas indignada dejándome solo en medio del puente, hubo un momento en que te miré a los ojos… y te vi. Debías de tener unos diez u once años. Llevabas un vestido amarillo…
—Creo que nunca tuve un vestido amarillo.
—Y el cabello peinado en tirabuzones…
—Dios, Gilliam, nunca tuve el cabello…
—Y llevabas este mapa enrollado contra tu pecho —terminó Murray, señalando el dibujo de Locke.
Ella guardó silencio y miró al millonario a los ojos, tratando de descubrir si estaba mintiendo. Pero supo que estaba diciéndole la verdad. Gilliam la había visto. Había atravesado sus ojos, había irrumpido en su alma, y había visto a la niña que allí había.
—Te vi, Emma. Eras tú. Dentro de ti. Guardando tus sueños —le aseguró Murray, con el mismo desconcierto que la embargaba a ella.
Y entonces, si se puede caer hacia arriba, si la gravedad puede despistarse en algún momento, dejando de clavarnos al suelo como un pisapapeles, si tal cosa es posible, Emma lo hizo. Sí, cayó hacia arriba, se despeñó hacia el cielo. Como una gota que resbala inevitablemente por una hoja, Emma resbaló hacia el rostro de Murray, quien la miraba con una seriedad tan sobrecogedora, con una intensidad tan ardiente, que Emma pensó que se precipitaba hacia el mismo sol y que comenzaría a arder al primer contacto con sus labios. Sin embargo, ninguno de los dos pudo comprobar la capacidad de ignición de su piel, pues en ese momento la voz de Wells les llegó desde el pasillo.
—¡Señorita Harlow, Gilliam! ¿Dónde están?
—¡Estamos aquí! ¡En la habitación del fondo del pasillo! —contestó con voz clara la muchacha, levantándose de un salto al tiempo que se enjugaba las lágrimas, mientras Murray permanecía arrodillado a sus pies, como si esperase que ella lo armara caballero—. Vamos, Gilliam, levántate… —le susurró Emma.
Wells entró en la habitación, seguido por Clayton. Los dos se detuvieron en el dintel de la puerta, sorprendidos por la extraña escena que sucedía en la estancia: Emma estaba de pie, vestida de muchacho, con los ojos hinchados y enrojecidos, y Murray se hallaba a sus pies, en mitad de una grotesca genuflexión.
—Pero ¿qué…? ¿Se ha caído, Murray? —preguntó Clayton, atónito.
—No sea ridículo, agente… —rezongó el millonario, poniéndose en pie—. ¿Qué demonios sucede?
—¿Cómo que qué sucede? —se desesperó Clayton—. Mire por la ventana. ¿No ve esos incendios en el horizonte? Los trípodes se acercan por Lambeth. ¡Debemos irnos!
Murray echó una mirada distraída por la ventana, como si aquello no fuera con él, lo que hizo resoplar al agente.
—¿Ha tenido tiempo de cambiarse, señorita Harlow? —le preguntó entonces a Emma.
La muchacha abrió los brazos, como considerando innecesaria la pregunta.
—Ya veo —dijo Clayton, recorriéndola de arriba abajo con un leve aire de desconcierto—. Bien, entonces pongámonos en marcha. Voy a conducirles a un lugar seguro donde pasar la noche. Allí esperaremos a que amanezca para acudir a la cita del señor Wells en Primrose Hill —les arengó.
—¡Un momento, agente! No pienso llevar a la señorita Harlow a ningún sitio hasta que nos diga adónde nos dirigimos —protestó Murray, irritado—. ¿Queda en Londres todavía algún lugar seguro? No habrá pensado en una iglesia… ¿Acaso cree que Dios nos protegerá? —bromeó.
—Sospecho que hoy Dios estará demasiado atareado como para ocuparse de nosotros, señor Murray. Iremos a un lugar que escapa a su jurisdicción —dijo, echando a andar por el pasillo a grandes zancadas.
Wells le siguió afuera de la habitación sacudiendo la cabeza. Murray se contagió de su gesto, y le cedió el paso a Emma, quien antes de salir dirigió una rápida mirada por encima de su hombro hacia el mapa del cielo.
—¿No quieres llevártelo? ¿Vas a dejarlo ahí? —le preguntó el millonario con torpeza—. Quizá podríamos enrollarlo y…
—No hace falta —le interrumpió ella con una sonrisa—. Ya lo llevo dentro de mí. Tú lo viste… ¿recuerdas?
Murray asintió con ternura y cerró la puerta a sus espaldas con sigilo, como si quisiera respetar el sueño del mapa que reposaba en el suelo, mostrando un universo bondadoso, pero evidentemente equivocado.
—¿Esta es su idea de un sitio seguro? —preguntó Murray paseando una mirada decepcionada a su alrededor—. Creo que le tiene demasiado aprecio a su casa, Clayton.
Se trataba de una modesta vivienda en Euston Road que contaba con una sala y un despachito en la primera planta, y varios dormitorios en los pisos superiores, cada vez más diminutos, que permitían que la casa ascendiera hacia el cielo en escala decreciente. Wells conocía mejor de lo que quisiera aquellas ratoneras angostas que formaban una apretada hilera destartalada en la zona norte de Bloomsbury porque se había alojado en una de ellas durante su época de estudiante, y siempre se le habían antojado la encarnación más fiel de todo Londres, de la irracional falta de planificación con que se expandía la ciudad.
Habían llegado hasta allí cruzando el Támesis por el Blackfriars Bridge, bordeando el Victoria Embankment y atravesando Covent Garden y Bloomsbury. Habían escogido las calles más estrechas, y solo cuando resultaba inevitable emergían a las arterias principales, atestadas de gente que corría de un lado a otro despavorida, mientras las explosiones se presentían cada vez más cerca. Era evidente que los londinenses acababan de comprender que la ciudad ya no era la inexpugnable fortaleza que les habían asegurado. Ninguno de ellos había visto todavía los trípodes, pero corrían con la convicción de que debían representar el mayor horror concebible. En realidad, había pensado Wells mientras los contemplaba apresurarse no se sabía adónde, aquellos desgraciados huían de los terrores que les suministraba su imaginación, inspirada por las atronadoras explosiones. Como le había dicho Clayton en el carruaje, a veces lo imaginado resultaba mucho más siniestro que lo real. Cuando las máquinas marcianas aparecieran en el horizonte, recortándose sobre los tejados y derribando edificios con su poderoso rayo calórico, tal vez incluso les decepcionaran. Pero mientras el carruaje con la pomposa «G» se abría paso entre aquella marea humana que inundaba las calles, y el escritor miraba hacia todos lados con la ingenua esperanza de distinguir a Jane entre la muchedumbre, tuvieron tiempo de cosechar un buen puñado de rumores que confirmaron sus sospechas.