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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (28 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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Las cosas se enderezaron un poco cuando llegó Aurélie. Era una chica bonita, de pelo rizado y cara salpicada de pecas. A Jasselin le parecía un poco embarullada, carente de rigor, no se podía contar con ella al cien por cien para una tarea que exigiese precisión; pero era dinámica y tenía un buen humor inalterable, lo cual es algo precioso en un equipo. Acababa de recibir las primeras conclusiones de la policía científica. Comenzó tendiendo a Jasselin un grueso expediente: «Las fotos que habías pedido…» Había unos cincuenta positivos sobre papel satinado, de formato A4. Cada uno reproducía un rectángulo del suelo de la sala donde se había cometido el asesinato, de un poco más de un metro de base. Las fotografías eran claras y estaban bien expuestas, desprovistas de sombra, tomadas prácticamente a plomo, sólo se solapaban un poquito, el conjunto reconstruía fielmente el suelo de la habitación. Aurélie había recibido asimismo algunas conclusiones preliminares sobre el arma de la decapitación, tanto del hombre como del perro, que había sido, todos lo habían advertido, de una limpieza y una precisión excepcionales: no había habido casi efusiones de sangre, cuando en realidad el sofá, toda la zona, deberían estar llenos de salpicaduras. El asesino había actuado con una herramienta muy particular, un cortador láser, una especie de alambre de cortar mantequilla donde la función del alambre la realizaba un láser de argón que seccionaba la carne al mismo tiempo que iba cauterizando la herida. Este instrumental, que costaba varias decenas de miles de euros, sólo se encontraba en los servicios de cirugía de los hospitales, donde se utilizaba para las grandes amputaciones. El conjunto del recorte en jirones del cuerpo de la víctima, en vista de la limpieza y la precisión de las incisiones, probablemente se había realizado con instrumentos de cirugía profesional.

Murmullos de aprobación recorrieron el despacho.

—¿Eso nos pone sobre la pista de un asesino que pertenece al entorno médico? —sugirió Lartigue.

—Quizá —dijo Ferber—. De todas formas, hay que comprobar en los hospitales si han echado en falta material de ese tipo; aunque, por supuesto, el asesino ha podido llevárselo prestado durante unos días.

—¿Qué hospitales? —preguntó Aurélie.

—Todos los hospitales franceses, para empezar. Y, por supuesto, también las clínicas. También habrá que averiguar a través del fabricante si ha habido ventas infrecuentes a un particular en los últimos años. Supongo que no habrá tantos fabricantes de ese material, ¿no?

—Sólo uno. Sólo uno para todo el mundo. Es una empresa danesa.

Pusieron al corriente de los acontecimientos a Michel Khoury, que acababa de llegar. De origen libanés, era de la misma edad que Ferber. Rechoncho y coqueto, físicamente no se parecía en nada, pero compartía con él esa cualidad tan rara en los policías de
inspirar confianza
y por lo tanto de suscitar sin un esfuerzo aparente las confidencias más íntimas. Aquella misma mañana se había ocupado de avisar e interrogar a las personas más próximas a la víctima.

—En fin, si se les puede llamar así… —puntualizó—. Podemos decir que estaba muy solo. Divorciado dos veces, un hijo al que no veía. Hacía más de diez años que no tenía contacto con nadie de su familia. Tampoco relaciones amorosas. Quizá averigüemos algo comprobando minuciosamente sus conversaciones telefónicas, pero hasta ahora sólo he encontrado dos nombres: Teresa Cremisi, su editora, y Frédéric Beigbeder, otro escritor. Y aun así: he hablado con Beigbeder por teléfono esta mañana, parecía hundido, creo que sinceramente, pero de todos modos me ha dicho que hacía dos años que no se veían. Curiosamente, él y su editora me han repetido lo mismo: tenía muchos enemigos. Tengo una cita con ellos esta tarde, quizá me entere de algo nuevo.

—Muchos enemigos… —intervino Jasselin, pensativo—. Es interesante, las víctimas no suelen tener ningún enemigo, tienes la impresión de que todo el mundo les quería… Habrá que ir a su entierro. Sé que esto ya no se hace mucho, pero a veces se aprenden cosas. Los amigos van al entierro, pero en ocasiones también los enemigos, parece que les produce cierto placer.

—A propósito… —dijo Ferber—. ¿No se sabe de qué murió? ¿Lo que le mató exactamente?

—No —respondió Aurélie—. Hay que esperar… a que hagan la autopsia de los pedazos.

—¿La decapitación no pudo hacerse cuando estaba vivo?

—Seguramente no. Es una operación lenta, que puede llevar una hora.

Se estremeció un poco, temblequeó.

Se separaron inmediatamente después para ocuparse de sus tareas. Ferber y Jasselin se quedaron solos en el despacho. La reunión había concluido mejor de lo que había empezado: cada uno por su lado, tenían cosas que hacer; sin tener todavía realmente una pista, al menos podrían orientar la investigación en alguna dirección.

—Todavía no ha salido nada en la prensa —informó Ferber—. No lo sabe nadie.

—No —respondió Jasselin, con la mirada posada en la gabarra que bajaba por el Sena—. Es curioso, pensaba que trascendería enseguida.

VI

Ocurrió a partir del día siguiente. «El escritor Michel Houellebecq salvajemente asesinado», titulaba
Le Parisién
, que consagraba al suceso media columna, por otra parte bastante poco informada. Los otros periódicos, sin dar más detalles, le dedicaban más o menos el mismo espacio, se limitaban en síntesis a reproducir el comunicado del fiscal de la República en Montargis. Al parecer, no habían enviado a ningún reportero al lugar de los hechos. Un poco más tarde se publicaron las declaraciones de diferentes personalidades, así como del ministro de Cultura: todos se declaraban «anonadados» o como mínimo «profundamente tristes», y mostraban su respeto «por un creador inmenso, que permanecerá siempre en nuestra memoria», en suma, se trataba del marco clásico de la muerte de una celebridad, con su alboroto consensuado y sus necedades adecuadas, todo lo cual no les ayudaba mucho.

Michel Khoury regresó decepcionado de su cita con Teresa Cremisi y Frédéric Beigbeder. La sinceridad de su aflicción, según él, no dejaba lugar a dudas. A Jasselin siempre la causaba estupefacción la tranquila seguridad con que Khoury afirmaba estas cosas, que según él pertenecían al ámbito eminentemente complejo e incierto de la psicología humana. «Ella le quería de verdad», afirmaba, o bien: «La sinceridad de su aflicción no dejaba lugar a dudas», y lo decía realmente como si refiriese hechos experimentales, observables; lo más extraño era que el resultado de las pesquisas le daba la razón, en general. «Conozco a los seres humanos», le había dicho una vez, con el mismo tono con que habría dicho «Conozco a los gatos» o «Conozco los ordenadores».

Dicho esto, los dos testigos no le habían proporcionado ninguna información útil. Le habían repetido que Houellebecq tenía muchos enemigos, se habían mostrado con él injustamente agresivos, crueles; cuando pidió una lista más concreta, Teresa Cremisi, con un impaciente encogimiento de hombros, le propuso enviarle un expediente de prensa. Pero a la pregunta de si uno de estos enemigos podría haberle asesinado, los dos habían dado claramente una respuesta negativa. Expresándose con una claridad exagerada, un poco como se dirige uno a un retrasado, Teresa Cremisi le había explicado que se trataba de enemigos
literarios
, que expresaban su odio en sitios de Internet, en artículos de periódico o de revistas, y en el peor de los casos en libros, pero que ninguno de ellos habría sido capaz de proceder a un asesinato físico. Pero no tanto por motivos morales, había continuado diciendo ella, con una amargura notable, como porque simplemente no habrían tenido agallas. No, concluyó Cremisi (y Khoury tuvo la sensación de que estaba a punto de decir: «desgraciadamente»), no había que buscar al culpable en los círculos literarios.

Beigbeder le había dicho más o menos lo mismo. «Tengo plena confianza en la policía de mi país…», había empezado diciendo, antes de reírse a carcajadas, como si acabase de contar un chiste de lo más gracioso, pero Khoury no se lo tuvo en cuenta, el autor estaba visiblemente tenso, ido, completamente desestabilizado por la desaparición súbita de su colega. A continuación había precisado que Houellebecq tenía por enemigos «prácticamente a todos los tontos del culo del ambiente parisino». Ante la insistencia de Khoury había mencionado a los periodistas del sitio
nouvelobs.com
, puntualizando que si bien actualmente debían de estar regocijándose por su muerte, ninguno de ellos parecía capaz de arrostrar el menor riesgo personal. «¿Puede usted imaginarse a Didier Jacob saltándose un semáforo? Ni siquiera en bicicleta se atrevería a hacerlo», había concluido, visiblemente asqueado, el autor de
Una novela francesa
.

Resumiendo, dijo Jasselin, guardando las dos declaraciones en una carpeta amarilla: un medio profesional corriente, con sus celos y sus rivalidades. Metió la carpeta detrás de todos los documentos del expediente «Declaraciones», consciente de que al mismo tiempo cerraba el apartado
medio literario
de la investigación, y de que sin duda nunca más tendría la ocasión de entrar en contacto con dicho
círculo
. También era dolorosamente consciente de que la investigación distaba mucho de progresar. Acababan de llegarle las conclusiones de la policía científica: tanto el hombre como el perro habían sido asesinados con ayuda de una Sig Sauer M-45, en los dos casos con una sola bala disparada a quemarropa a la altura del corazón; el arma estaba equipada con un silenciador. Previamente habían sido golpeados con un objeto contundente y alargado, que podía ser un bate de béisbol. Un crimen preciso, llevado a cabo sin violencia inútil. La decapitación y laceración de los cuerpos habían sido efectuadas después. La operación duró un poco más de siete horas; habían hecho una rápida simulación para llegar a esa cifra. La muerte se había producido tres días desde que descubrieran los cadáveres; por tanto, el asesinato se cometió un sábado, probablemente hacia la mitad del día.

La comprobación de la lista de llamadas telefónicas de la víctima, que el operador había conservado, de conformidad con la ley, durante un período de un año, no había aportado nada. A decir verdad, Houellebecq había telefoneado muy poco durante ese tiempo: noventa y tres comunicaciones en total, y ninguna parecía de carácter personal.

VII

El entierro había sido fijado para el lunes siguiente. El escritor había dejado a este respecto unas instrucciones extremadamente concretas y las había depositado ante notario, acompañándolas de la suma necesaria para llevarlas a cabo. No quería que lo incinerasen, sino que lo sepultaran a la manera clásica. «Deseo que los gusanos limpien mi esqueleto», precisaba, y se permitía una anotación personal en un texto de factura, por lo demás, muy oficial: «Siempre he mantenido excelentes relaciones con mi esqueleto, y me alegro de que pueda desprenderse de su corsé de carne.» Deseaba que lo enterrasen muy concretamente en el cementerio de Montparnasse, incluso había comprado de antemano la concesión, una concesión simple, por treinta años, que se encontraba por azar situada a unos metros de la de Emmanuel Bove.

Jasselin y Ferber eran ambos
bastante buenos
para los entierros. A menudo vestido con colores oscuros, algo demacrado, de tez naturalmente pálida, a Ferber no le costaba nada ostentar la tristeza y la gravedad idóneas para las circunstancias; en cuanto a Jasselin, su actitud agotada, resignada, de hombre que conoce la vida y no se hace demasiadas ilusiones sobre ella, era asimismo totalmente apropiada. De hecho, ya habían asistido juntos a no pocos entierros, a veces de víctimas, la mayoría de colegas: algunos que se habían suicidado, otros que habían muerto en acto de servicio, y esto era lo más impresionante: en general, prendían solemnemente una condecoración sobre el féretro, estaba presente un oficial de alto rango e incluso con frecuencia el ministro, en fin, los honores de la República.

Volvieron a verse a las diez en la comisaría del distrito VI; por las ventanas de las salas de recepción del ayuntamiento, que habían abierto para la ocasión, tenían una vista muy buena de la Place Saint-Sulpice. Se habían enterado, y había sido una sorpresa para todos, de que el autor de
Las partículas elementales
, que durante su vida había dado muestras de un ateísmo intransigente, se había hecho bautizar seis meses antes, muy discretamente, en una iglesia de Courtenay. La noticia disipó una penosa incertidumbre de las autoridades eclesiásticas: por razones mediáticas evidentes, no querían que les excluyeran de los entierros de personalidades; pero el avance regular del ateísmo, la tendencia a la baja del número de bautismos, incluidos hasta los de pura conveniencia, la rígida perpetuación de sus reglas, les inducían cada vez más a menudo a este resultado desalentador.

Avisado por un e-mail, el cardenal arzobispo de París dio su entusiasta conformidad con una misa que se celebraría a las once de la mañana. Él mismo participó en la redacción de la homilía, que insistía en el valor universal de la obra del novelista y evocaba sólo muy discretamente, como en
coda
, su bautismo secreto en una iglesia de Courtenay. La ceremonia, con la comunión y los demás actos fundamentales, duraría un total aproximado de una hora; así pues, hacia mediodía, Houellebecq sería conducido a su última morada.

Para esto también, le informó Ferber, había dejado instrucciones muy específicas, y había llegado incluso a dibujar su monumento funerario: una losa sencilla de basalto negro al nivel del suelo; insistía en el hecho de que en ningún caso debía estar sobreelevada, ni siquiera unos centímetros. En la losa estaba inscrito su nombre, sin fecha ni ninguna otra indicación, y el dibujo de una cinta de Moebius. Antes de morir, se la había encargado a un marmolista parisino y había supervisado su realización personalmente.

—Total —dijo Jasselin—, no se consideraba un mierda…

—Tenía razón —respondió Ferber en voz baja—. No era un mal escritor, ¿sabes?

Jasselin se avergonzó al instante de su observación, formulada sin motivo alguno. Lo que había hecho Houellebecq para sí mismo no era más, e incluso más bien menos, que lo que habría hecho cualquier notable del siglo XIX o cualquier hidalgüelo de los siglos anteriores. De hecho, al pensarlo cayó en la cuenta de que desaprobaba completamente la tendencia modesta, moderna, consistente en ser incinerado y que dispersaran tus cenizas en plena naturaleza, como para mostrar mejor que regresabas a su seno, que te mezclabas de nuevo con los elementos. Y hasta en el caso de su perro, Michel, muerto cinco años atrás, había optado por enterrarlo —depositando cerca de su pequeño cadáver, en el momento de inhumarlo, un juguete que le gustaba especialmente— y erigirle un humilde monumento en el jardín de la casa de sus padres, en Bretaña, donde su padre había fallecido el año anterior, y que Jasselin no había querido revender, con la idea quizá de ir a vivir allí, Héléne y él, cuando se jubilase. El hombre
no formaba parte
de la naturaleza, se había elevado por encima de ella, y el perro, desde su domesticación, también se había elevado por encima, eso era lo que pensaba en el fondo de sí mismo. Y cuanto más reflexionaba sobre ello tanto más le parecía impío, aunque no creyera en Dios, tanto más le parecía en cierto modo
antropológicamente impío
dispersar las cenizas de un ser humano sobre los prados, los ríos o el mar, o incluso, como creía recordar que había hecho el fantoche de Alain Gillot-Pétré, considerado en su tiempo la persona que había
rejuvenecido
la presentación televisada del boletín meteorológico, en el ojo de un huracán. Un ser humano era una conciencia, una conciencia única, individual e irreemplazable, y merecía por ello un monumento, una estela, al menos una inscripción, en suma, algo que afirmara y trasladase a los siglos futuros el testimonio de su existencia, he aquí lo que pensaba Jasselin en el fondo de sí mismo.

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