El mapa y el territorio (25 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: El mapa y el territorio
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Volvió a sentarse en la hierba, resopló varias veces y sacó de su chaqueta un libro de bolsillo: Jasselin vio que era
Aurelia
, de Gérard de Nerval. Después se volvió y se encaminó hacia el pueblo, un pueblecito, a decir verdad, un grupo de casas adormecidas en lo profundo del bosque.

II

Los comisarios de policía constituyen el cuerpo de concepción y dirección de la Policía Nacional, que es un cuerpo técnico superior, con ramificaciones interministeriales y dependiente del Ministerio del Interior. Se encargan de la elaboración y la puesta en práctica de las doctrinas de empleo y de la dirección de los servicios, de los que asumen la responsabilidad operativa y orgánica. Tienen autoridad sobre el personal destinado en estos servicios. Participan en la concepción, la realización y la evaluación de los programas y proyectos relativos a la prevención de la inseguridad y la lucha contra la delincuencia. Ejercen las atribuciones de magistrado que les confiere la ley. Llevan uniforme.

La remuneración al principio de su carrera asciende a unos 2.898 euros.

Jasselin caminaba despacio a lo largo de una carretera que llevaba a un bosquecillo de un verde intenso, anómalo, donde probablemente debían de proliferar las serpientes y las moscas, y hasta, en el peor de los casos, los escorpiones y los tábanos, los primeros no eran raros en el Yonne, y algunos se aventuraban hasta los límites del Loiret, había leído en
Info Gendarmeries
antes de venir, un sitio web excelente que sólo difundía en línea informaciones verificadas cuidadosamente. En suma, en el campo, contrariamente a las apariencias, se podía esperar todo y a menudo lo peor, se dijo Jasselin, tristemente. El pueblo en sí le había causado una mala impresión: las casas blancas de tablillas negras, de una limpieza impecable, la iglesia despiadadamente restaurada, los carteles informativos, pretendidamente lúdicos, todo daba la impresión de un decorado, de un pueblo falso, reconstruido para las necesidades de una serie televisiva. Por lo demás, no se había cruzado con ningún habitante. Si encuentro a un ser humano, uno solo, se dijo en un impulso infantil, conseguiré resolver este asesinato. Por un instante creyó en su suerte al divisar un café, Chez Lucie, cuya puerta, que daba a la calle principal, estaba abierta. Apretó el paso hacia el local, pero cuando se disponía a entrar, un brazo (un brazo femenino; ¿la propia Lucie?) surgió en el vano y cerró la puerta violentamente. Oyó que pasaba el cerrojo con doble vuelta. Podría haberla obligado a abrir el establecimiento, exigir su testimonio, disponía de los poderes de policía necesarios; la gestión le pareció prematura. De todos modos, se ocuparía de ello alguien del equipo de Ferber. Éste, por su parte, destacaba recogiendo testimonios, nadie que le viese tenía la impresión de que fuese un poli, e incluso después de que hubiese enseñado su acreditación la gente la olvidaba en el acto (daba más la impresión de ser un psicólogo, o un auxiliar de etnología) y se confiaba a él con una facilidad pasmosa.

Justo al lado de Chez Lucie, la rue Martin-Heidegger bajaba hacia una parte del pueblo que aún no había explorado. La embocó, no sin meditar en el poder casi absoluto otorgado a los alcaldes para poner los nombres de las calles en su municipio. En la esquina del callejón sin salida Leibniz se paró delante de un cuadro grotesco, de colores chillones, pintado al acrílico sobre un cartel de hojalata, que representaba a un hombre con cara de pato y una verga desmesurada; tenía el torso y las piernas cubiertas de una espesa piel parda. Un letrero informativo le indicó que se encontraba delante del «Muzé'rétique», dedicado al arte crudo y a las obras pictóricas de los dementes del manicomio de Montargis. Su admiración por la inventiva del ayuntamiento aumentó cuando, al llegar a la Place Parménide, descubrió un aparcamiento totalmente nuevo, los trazos de pintura blanca que delimitaban las plazas no debían de tener más de una semana, dotado de un sistema de pago electrónico que aceptaba las tarjetas de crédito europeas y japonesas. En aquel momento sólo había un coche allí aparcado, un Maserati GranTurismo de color verde agua; Jasselin apuntó por si acaso el número de matrícula. En el curso de una investigación, como aseguraba siempre a sus alumnos de Saint-Cyr-au-Mont-d'Or, es fundamental tomar notas; en esta fase de su exposición sacaba de su bolsillo su propia libreta, un bloc Rhodia de tipo corriente y formato de 105 x 148 milímetros. Insistía en que no deberían pasar un solo día sin tomar como mínimo una nota, aunque el hecho anotado pareciese carecer totalmente de importancia. La continuación de las investigaciones casi siempre debería confirmar esta intrascendencia, pero lo esencial no era esto: lo esencial era mantenerse activos, mantener una actividad intelectual mínima, porque un policía completamente inactivo se desmoraliza y en consecuencia se vuelve incapaz de reaccionar cuando los hechos importantes empiezan a manifestarse.

Curiosamente, Jasselin formulaba de este modo sin saberlo recomendaciones casi idénticas a las que daría Houellebecq a propósito de su oficio de escritor, la única vez en que aceptó animar un curso de
creative writing
en la Universidad de Louvain-la-Neuve, en abril de 2011.

En dirección al sur, el pueblo se terminaba en la rotonda Emmanuel-Kant, una creación urbanística pura, de una gran sobriedad estética, un simple círculo de asfalto de un color gris perfecto que no conducía a ninguna parte, no facilitaba el acceso a ninguna carretera y en las inmediaciones de la cual no habían construido ninguna casa. Un poco más lejos discurría un río de caudal lento. El sol arrojaba sus rayos cada vez más intensos sobre los prados, flanqueado de álamos temblones, el río ofrecía un espacio relativamente umbroso. Jasselin siguió su curso a lo largo de un poco más de doscientos metros hasta que le detuvo un obstáculo: un amplio plano inclinado de hormigón cuya parte superior estaba a la altura del lecho del río y permitía alimentar una bifurcación, un arroyo ínfimo que era más bien, advirtió al cabo de unos metros, una charca alargada.

Se sentó en la hierba espesa, a la orilla de la charca. Lo ignoraba, por supuesto, pero aquel lugar del mundo donde se había sentado, fatigado, víctima de dolores lumbares y de una digestión que con los años se volvía difícil, era el paraje preciso que había servido de escenario a los juegos de Houellebecq niño, casi siempre juegos solitarios. Para Jasselin Houellebecq no era más que un
caso
, un caso que se presentaba penoso. Cuando asesinan a
personalidades
, la expectativa de resolución del público es elevada, su propensión a denigrar el trabajo de la policía y a pitorrearse de su eficacia se manifiesta al cabo de unos días, lo único peor que podía sucederte era tener que resolver el asesinato de un niño, o peor todavía la muerte de un
bebé
, en el caso de los bebés era espantoso, era necesario capturar inmediatamente al asesino de un bebé antes incluso de que hubiera doblado la esquina de la calle, el público ya consideraba inaceptable un plazo de cuarenta y ocho horas. Miró su reloj, hacía más de una hora que se había marchado, se reprochó un instante el haber dejado solo a Ferber. La superficie de la charca estaba cubierta de lentejas de agua, su color era opaco, malsano.

III

Cuando volvió al lugar del crimen, la temperatura había descendido ligeramente; tuvo también la sensación de que las moscas eran menos numerosas. Tendido en la hierba, utilizando como almohada su chaquetón enrollado, Ferber seguía enfrascado en la lectura de
Aurelia
, ahora daba la impresión de que le hubieran invitado a una excursión campestre. «Es sólido, este chico…», se dijo Jasselin sin duda por enésima vez desde que le conocía.

—¿Se han marchado los gendarmes? —se asombró.

—Ha venido alguien a ocuparse de ellos. Gente de la unidad de asistencia psicológica, venían del hospital de Montargis.

—¿Ya?

—Sí, a mí también me ha extrañado. El trabajo de gendarme se ha vuelto más duro estos últimos años, ahora tienen casi tantos suicidios como nosotros; pero hay que reconocer que la ayuda psicológica ha hecho grandes progresos.

—¿Cómo lo sabes? Lo de los suicidios, me refiero.

—¿No lees nunca el
Boletín de Enlace de las Fuerzas del Orden
?

—No… —Se sentó pesadamente en la hierba, al lado de su colega—. No leo mucho, en general.

Las sombras empezaban a alargarse entre los tilos. Jasselin recuperaba la esperanza, había casi olvidado la materialidad del crimen a unos metros de distancia, cuando la Peugeot Partner de los TSC frenó brutalmente delante de la barrera. Los dos hombres se apearon de inmediato, con un sincronismo perfecto, vestidos con sus ridículas batas blancas que hacían pensar en un equipo de descontaminación nuclear.

Jasselin detestaba a los técnicos de la escena del crimen de la policía científica, su manera de actuar en tándem, en sus automóviles pequeños, especialmente acondicionados y repletos de aparatos carísimos e incomprensibles, el desprecio de que hacían alarde hacia la jerarquía de la criminal. Pero a decir verdad los miembros de la policía científica no pretendían que les apreciaran, por el contrario se las ingeniaban para diferenciarse todo lo posible de los policías ordinarios, dando prueba en cualquier circunstancia de la arrogancia insultante del técnico ante el profano, y esto sin duda para justificar la inflación creciente de su presupuesto anual. Es cierto que sus métodos habían progresado espectacularmente, que en la actualidad conseguían tomar muestras de las huellas o de ADN en condiciones inconcebibles hace algunos años, pero ¿hasta qué punto se les podía atribuir estos avances? Habrían sido del todo incapaces de inventar o incluso de mejorar los equipos que les permitían obtener estos resultados, se limitaban a utilizarlos, lo cual no exigía ninguna inteligencia ni talento particular, tan sólo una formación técnica adecuada, que habría sido más eficaz impartir a los policías de la brigada criminal que actuaban sobre el terreno, al menos era la tesis que Jasselin defendía, periódicamente y sin éxito, en los informes anuales que sometía a su jerarquía. Por otra parte, no albergaba ninguna esperanza de que le escucharan, la división de servicios era antigua y estaba establecida, en el fondo lo hacía por calmar sus nervios.

Ferber se había levantado, elegante y afable, para explicar la situación a los dos hombres. Movían la cabeza con una brevedad calculada para mostrar su impaciencia y su profesionalidad. En un momento dado señaló a Jasselin, sin duda para identificar al responsable de la investigación. Ellos no respondieron nada, ni siquiera hicieron ademán de acercársele, se limitaron a ponerse las máscaras. Jasselin nunca había sido especialmente puntilloso en las cuestiones de prioridad jerárquica, nunca había exigido una observancia estricta de los signos de deferencia formal que le debían en su calidad de comisario, nadie podía afirmar tal cosa, pero aquellos dos fantoches empezaban a exasperarle. Acentuando la pesadez natural de sus andares, como el simio más viejo de la tribu, se dirigió hacia ellos resoplando ruidosamente y esperó un saludo que no llegó antes de anunciar: «Les acompaño», con un tono que no admitía réplica. Uno de los dos se sobresaltó, evidentemente estaban acostumbrados a actuar por su cuenta, cercando el lugar del crimen sin dejar que nadie se aproximara al perímetro, y tomando sus notitas absurdas en sus terminales de grabación portátiles. Pero ¿qué podían objetar allí? Absolutamente nada, y uno de los hombres le entregó una máscara. Al ponérsela, Jasselin recobró la conciencia del asesinato, y más aún al acercarse al caserón. Dejó que le precedieran, que caminaran unos pasos por delante de él, y advirtió con una vaga satisfacción que los dos zombis se paraban de pronto, sobrecogidos, en el momento de entrar en la casa. Les dio alcance y les rebasó, entró con desenvoltura en la sala de estar, inseguro, no obstante. «Yo soy el cuerpo vivo de la ley», se dijo. La luminosidad comenzaba a decrecer. Aquellas máscaras de cirujano eran de una eficacia asombrosa, interceptaban casi totalmente los olores. Detrás de él, más que oírles sintió que los dos técnicos de la escena del crimen, envalentonándose, le seguían a la sala, pero se detuvieron en el umbral casi en el acto. «Yo soy el cuerpo de la ley, cuerpo imperfecto de la ley moral», se repitió, un poco como si fuese un mantra, antes de aceptar, de mirar plenamente lo que sus ojos ya habían captado.

Un policía razona a partir del
cuerpo
, su formación se lo pide, es ducho en anotar y describir la posición del cuerpo, las heridas que le han infligido, su estado de conservación; pero allí, hablando con propiedad, no había cuerpo. Se volvió y vio detrás a los dos técnicos de la científica que empezaban a cabecear y a balancearse exactamente igual que los gendarmes de Montargis. La cabeza de la víctima estaba intacta, limpiamente cortada y depositada sobre uno de los sillones delante de la chimenea, sobre el terciopelo verde oscuro se había formado un charquito de sangre; frente a la cabeza humana, en el sofá, había la de un perro negro de gran tamaño, también segada por un corte limpio. El resto era una matanza, una carnicería, había jirones, tiras de carne desperdigadas por el suelo. Sin embargo, ni la cabeza del hombre ni la del perro estaban inmovilizadas en una expresión de horror, sino más bien de incredulidad y de cólera. En medio de los jirones de carne humana y canina mezcladas, un pasillo intacto, de cincuenta centímetros de ancho, llevaba hasta la chimenea llena de huesos con residuos de carne todavía adheridos. Jasselin se encaminó hacia allí con precaución, pensando que probablemente había sido el asesino el que había abierto aquel pasillo, y se volvió; de espaldas a la chimenea, recorrió con una mirada circular la sala, que podía tener aproximadamente unos sesenta metros cuadrados. Toda la superficie de la moqueta estaba constelada de flujos de sangre que formaban arabescos complejos en algunas partes. Los jirones mismos, de un rojo que en algunos sitios rayaba en negruzco, no parecían diseminados al azar, sino con arreglo a motivos difíciles de descifrar, tenía la impresión de hallarse delante de un rompecabezas. No había huellas visibles de pisadas, el asesino había procedido con método, recortando primero los pedazos de carne que quería colocar en los rincones de la habitación, y volviendo poco a poco hacia el centro, con cuidado de dejar libre un camino hacia la salida. Habría que recurrir a la ayuda de fotos, tratar de reconstruir el dibujo del conjunto. Jasselin lanzó una mirada a los dos técnicos de la científica, uno de ellos seguía balanceándose en su sitio como un retrasado mental; el otro, haciendo un esfuerzo por recobrar el control, había sacado de su bolsa una cámara de respaldo digital y la columpiaba con el brazo extendido, pero aún no parecía estar en condiciones de sacar fotografías. Jasselin abrió su móvil.

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