Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
Houellebecq se calló, sacudió la cabeza con resignación, pasó suavemente la mano por el lomo de Platón, que gruñó de satisfacción.
—También combatió sin descanso —dijo, con lentitud— la gazmoñería victoriana, militó a favor del amor libre…
»¿Sabe? —añadió todavía—. Siempre he detestado esa idea repugnante, pero, por otra parte, tan creíble, de que la acción militante, generosa, aparentemente desinteresada, sea una compensación a los problemas de carácter privado…
Jed guardó silencio, esperó al menos un minuto.
—¿Cree que era un utopista? —preguntó al cabo—. ¿Un completo irrealista?
—En cierto sentido sí, sin lugar a dudas. Quería suprimir la escuela, pensando que los niños aprenderían mejor en un ambiente de total libertad; quería suprimir las cárceles, pensando que los remordimientos serían un castigo suficiente para el criminal. Es difícil leer todas estas absurdidades sin una mezcla de compasión y de desaliento. Y, sin embargo, sin embargo… —Houellebecq vaciló, buscó palabras—. Sin embargo, paradójicamente, tuvo cierto éxito en el aspecto práctico. Para poner en práctica sus ideas sobre el retorno a la producción artesanal, creó muy pronto una empresa de decoración y mobiliario: los obreros trabajaban en ella mucho menos que en las fábricas de aquel tiempo, que es verdad que eran más o menos presidios, pero sobre todo trabajaban libremente, cada uno era responsable de su tarea de cabo a rabo, el principio esencial de Morris era que la concepción y la ejecución nunca debían separarse, no más de lo que lo estaban en la Edad Media. Según todos los testimonios, las condiciones de trabajo eran idílicas: talleres luminosos, aireados, a la orilla de un río. Todos los beneficios se repartían entre los trabajadores, salvo una pequeña parte que servía para financiar la propaganda socialista. Pues bien, contra todo pronóstico, el éxito fue inmediato, incluido en el sector comercial. Después de la carpintería se interesaron por la joyería, la talabartería, luego las vidrieras, los tejidos, las tapicerías de muebles, siempre con el mismo éxito: la sociedad Morris & Co. generó ganancias constantemente, desde el principio hasta el fin de su existencia. Lo cual no lo ha conseguido ninguna de las cooperativas obreras que se multiplicaron a lo largo del siglo XIX; ya fueran los falansterios de Fourier o la comunidad icariana de Cabet, ninguna consiguió organizar una producción eficaz de bienes y mercancías, exceptuando a la sociedad fundada por William Morris sólo se puede hablar de una sucesión de fracasos. Sin hablar siquiera de las posteriores sociedades comunistas…
Enmudeció de nuevo. La luz empezaba a menguar en la sala. Houellebecq se levantó, encendió una lámpara de pantalla, echó un leño al fuego antes de volver a sentarse. Jed le seguía mirando con atención, perfectamente silencioso, con las manos posadas en las rodillas.
—No lo sé —dijo Houellebecq—, soy demasiado viejo, ya no tengo ganas ni costumbre de sacar conclusiones, o sólo de cosas muy simples. Existen retratos de él, ¿sabe?, dibujados por Burne-Jones: probando una nueva mezcla de tintes vegetales, o leyendo a sus hijas. Un tipo achaparrado, de pelo espeso y revuelto, con la cara colorada y viva, gafitas y una barba enmarañada, en todos los dibujos da una impresión de hiperactividad permanente, de una buena voluntad y un candor inagotables. Lo que sin duda se puede decir es que el modelo de sociedad propuesto por William Morris no tendría nada de utópico en un mundo en el que todos los hombres se parecieran a William Morris.
Jed siguió aguardando largo tiempo, mientras la noche caía sobre los campos de alrededor.
—Se lo agradezco —le dijo al final, levantándose—. Lamento mucho haberle molestado en su retiro, pero su opinión era importante para mí. Me ha ayudado mucho.
En el umbral de la puerta les asaltó el frío. La nieve relucía débilmente. Las ramas negras de los árboles pelados se destacaban en el sombrío cielo gris.
—Habrá hielo en la carretera —dijo Houellebecq—; conduzca con prudencia.
En el momento en que se daba media vuelta para irse, Jed vio que agitaba muy lentamente la mano a la altura del hombro, en señal de adiós. Su perro, sentado a su lado, parecía sacudir la cabeza como si aprobara que se fuese. Jed tenía intención de volver a ver a Houellebecq, pero tuvo la intuición de que tal cosa no sucedería, de que en todo caso habría impedimentos, contratiempos diversos. Su vida social se estaba simplificando claramente en aquel momento.
Por carreteras departamentales, sinuosas y desiertas, llegó despacio, sin sobrepasar los 30 kilómetros por hora, a la entrada de la autopista A10. Al enfilar la rampa de acceso, vio más abajo la inmensa cinta luminosa de los faros y comprendió que iba a verse atrapado en atascos interminables. La temperatura exterior había descendido a doce grados bajo cero, pero la interior se mantenía a diecinueve, la calefacción funcionaba perfectamente; no experimentaba ninguna impaciencia.
Puso France-Inter y topó con un programa que desmenuzaba la actualidad cultural de la semana; los cronistas se desternillaban de risa, sus chillidos acordados y sus risotadas eran de una vulgaridad inaguantable. France-Musique emitía una ópera italiana cuyo virtuosismo rimbombante y facticio le irritó enseguida: cambió de emisora. Nunca le había gustado la música, y al parecer le gustaba menos que nunca; se preguntó fugazmente lo que le habría empujado a acometer una representación artística del mundo, o incluso a pensar que tal representación era posible, el mundo era cualquier cosa salvo un tema de emoción artística, el mundo se presentaba absolutamente como un mecanismo racional, tan desprovisto de magia como de un interés particular. Sintonizó Autoroute FM, que se limitaba a dar informaciones concretas: había habido accidentes a la altura de Fontainebleau y Nemours, las retenciones se prolongarían seguramente hasta París.
Era el domingo 1 de enero, se dijo Jed, no solamente era el final de un fin de semana sino también el de un período de vacaciones y el comienzo de un año nuevo para toda la gente que regresaba lentamente, probablemente despotricando contra la lentitud del tráfico, que llegaría a los confines de las afueras de París al cabo de unas horas, y que después de una noche corta retomaría su puesto —subalterno o elevado— en el sistema de producción occidental. A la altura de Melun Sur, la atmósfera se llenó de una bruma blanquecina, el tránsito de los automóviles se volvió aún más lento, circularon al paso durante más de cinco kilómetros hasta que la carretera se despejó poco a poco al llegar a Melun Centro. La temperatura exterior era de diecisiete grados bajo cero. Él mismo había sido distinguido, menos de un mes antes, por la
ley de la oferta y la demanda
, la riqueza le había envuelto de repente como una lluvia de chispas, liberado de todo yugo económico, y cayó en la cuenta de que ahora iba a abandonar aquel mundo del que en realidad nunca había formado parte, sus relaciones humanas, ya poco numerosas, iban a secarse una tras otra y a extinguirse, estaría en la vida como estaba actualmente en el habitáculo de acabado perfecto de su Audi Allroad A6, apacible y sin alegría, definitivamente neutro.
En cuanto abrió la portezuela del Safrane, Jasselin comprendió que iba a vivir uno de los peores momentos de su carrera. Sentado en la hierba, a unos pasos de la barrera, con la cabeza entre las manos, el teniente Ferber estaba postrado en una inmovilidad absoluta. Era la primera vez que veía a un colega en este estado: en la policía judicial, todos acababan adquiriendo una dureza de apariencia que les permitía controlar sus reacciones emocionales o bien dimitían, y Ferber llevaba más de diez años en el oficio. Algunos metros más lejos, los tres hombres de la gendarmería de Montargis estaban paralizados: dos de ellos yacían en la hierba, arrodillados, con la mirada vacía, y el tercero —probablemente su superior, Jasselin creyó reconocer insignias de cabo— oscilaba lentamente sobre sí mismo, al borde del desmayo. Efluvios de hedor se escapaban de la casa, transportados por la brisa que agitaba suavemente los botones de oro sobre la pradera de un verde luminoso. Ninguno de los cuatro hombres había reaccionado ante la llegada del coche.
Avanzó hacia Ferber, que siguió postrado. Con su tez pálida, sus ojos de un azul muy claro, su pelo negro, bastante largo, Christian Ferber tenía a los treinta y dos años un físico romántico de guapo mozo tenebroso, sensible, bastante inusual en la policía; era, sin embargo, un policía competente y obstinado, uno de los agentes con los que prefería trabajar. «Christian…», dijo Jasselin en voz baja, subiendo el tono progresivamente. Lentamente, como un niño castigado, Ferber levantó los ojos y le lanzó una mirada de rencor quejumbroso.
—¿Hasta ese punto? —preguntó Jasselin, con suavidad.
—Es peor. Peor de lo que te puedes imaginar. El que ha hecho esto… no debería existir. Deberían borrarle de la faz de la tierra.
—Vamos a atraparle, Christian. Siempre les pillamos.
Ferber sacudió la cabeza y se echó a llorar. Todo aquello resultaba muy inhabitual.
Al cabo de un tiempo que le pareció muy largo, Ferber se levantó, todavía inseguro sobre sus piernas, y condujo a Jasselin hasta un grupo de gendarmes. «Mi superior, el comisario Jasselin…», dijo en voz baja. Al oír estas palabras, uno de los gendarmes jóvenes empezó a vomitar largamente, normalizaba la respiración pero volvía a vomitar sobre el suelo, sin ocuparse de nadie, y esto tampoco era muy frecuente en un gendarme. «Cabo Bégaudeau», dijo mecánicamente su superior, sin abandonar su movimiento oscilatorio de nulo significado, en aquel asunto no cabía esperar nada de la gendarmería de Montargis.
—Van a retirarles del caso —resumió Ferber—. Somos nosotros los que hemos iniciado las investigaciones; tenía una cita en París a la que no acudió; nos llamaron. Como tenía su domicilio aquí, les pedí que fueran a ver, y lo han encontrado.
—Si han encontrado el cuerpo, pueden pedir que les asignen el caso.
—No creo que lo hagan.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Creo que compartirás mi opinión cuando veas… el estado de la víctima.
Se interrumpió, tuvo un escalofrío y un nuevo acceso de náusea, pero ya no le quedaba nada que vomitar, sólo un poco de bilis.
Jasselin dirigió una mirada hacia la puerta de la casa, abierta de par en par. Una nube de moscas se había amontonado en las cercanías, volaban por allí zumbando, como si aguardasen su turno. Desde el punto de vista de una mosca, un cadáver humano es carne, pura y simplemente carne; nuevos efluvios descendieron hacia ellos, el hedor era verdaderamente atroz. Jasselin era plenamente consciente de que para soportar la visión del lugar del crimen tendría que adoptar el punto de vista de una mosca; la notable objetividad de la mosca,
Musca domestica
. Cada hembra de esta especie puede incubar hasta quinientos huevos, y en ocasiones mil. Los huevos son blancos y miden alrededor de 1,2 milímetros. Las larvas
(cresas)
eclosionan al cabo de un solo día; viven y se alimentan de la materia orgánica (generalmente muerta y en vías de descomposición avanzada, como un cadáver, detritos o excrementos). Las cresas son de un blanco pálido y una longitud de 3 a 9 milímetros. Son más finas en la región bucal y no tienen patas. Al final de la tercera muda, reptan hacia un lugar fresco y seco y se transforman en
pupas
, de color rojizo.
Las moscas adultas viven de dos semanas a un mes en la naturaleza, o un lapso más largo en las condiciones de laboratorio. Tras haber emergido de la pupa, las moscas dejan de crecer. Las moscas pequeñas no son moscas jóvenes, sino moscas que no se han nutrido suficientemente en su estadio larvario.
Aproximadamente treinta y seis horas después de emerger de la pupa, la hembra es receptiva para el apareamiento. El macho la monta por la espalda para inyectarle esperma. Normalmente la hembra sólo se aparea una vez y almacena el esperma a fin de utilizarlo para varias puestas de huevos. Los machos son territoriales: defienden un determinado territorio contra la intrusión de otros machos, y tratan de montar a cualquier hembra que entre en su feudo.
—Además, la víctima era célebre… —añadió Ferber.
—¿Quién era?
—Michel Houellebecq.
Al no ver reacción en su superior, Ferber añadió:
—Es un escritor. Bueno, era un escritor. Muy conocido.
Pues bien,
el escritor conocido
servía ahora de soporte nutritivo a numerosas cresas, se dijo Jasselin en un valeroso esfuerzo de
mind control
.
—¿Crees que debería ir? —preguntó finalmente a su subordinado—. ¿Que debería entrar ahí?
Ferber vaciló un largo rato antes de contestar. El responsable de una investigación debería ver siempre personalmente el escenario del crimen, Jasselin insistía mucho en este punto en las conferencias que daba en el instituto de formación de comisarios de Saint-Cyr-au-Mont-d'Or. Un crimen, y sobre todo un crimen que no sea canallesco ni brutal, es una cosa muy íntima en la que el asesino expresa forzosamente algo de su personalidad, de su relación con la víctima. De ahí que casi siempre haya en el lugar del crimen algo individual y único, como una firma del homicida; y es especialmente cierto, añadió, en los crímenes atroces o rituales, en esos asesinatos que de un modo natural orientan las investigaciones en dirección a un psicópata.
—En tu lugar, yo esperaría a los del TSC… —respondió finalmente Ferber—. Traerán máscaras estériles; así te librarás del olor, por lo menos.
Jasselin reflexionó; era un buen término medio.
—¿Cuándo llegarán?
—Dentro de dos horas.
El cabo Bégaudeau seguía oscilando sobre sí mismo, había alcanzado un ritmo de crucero en sus balanceos y no parecía en condiciones de hacer nada inquietante, lo único que necesitaba era acostarse, nada más, en un lecho de hospital o incluso en su casa, pero con tranquilizantes fuertes. Sus dos subordinados, todavía arrodillados a su lado, empezaban a sacudir la cabeza y a balancearse débilmente, imitando a su jefe. Son gendarmes de zona rural, se dijo Jasselin, benevolente. Capacitados para multar un exceso de velocidad, un fraude mínimo con la tarjeta de crédito.
—Si me permites… —le dijo a Ferber—. Mientras tanto, voy a dar una vuelta por el pueblo. Sólo a visitarlo, a impregnarme de la atmósfera.
—Vete, vete… El jefe eres tú… —Ferber esbozó una sonrisa cansada—. Yo me encargo de todo, asumo en tu ausencia el
recibimiento de los invitados
.