—Tienes que marcharte, pueden regresar.
—Maestro, ¿quién le ha hecho esto?
—No importa, tienes que ponerte a salvo. Sal de Múnich y dirígete a Suiza y espera allí a que termine la guerra.
—No puedo hacer eso. Debo luchar por Alemania.
—Te lo ordeno —dijo intentando subir el tono de voz, pero una sacudida de dolor le hizo lanzar un leve grito.
—No haga esfuerzos.
—Coge el dinero que te dejé en casa de los Popp, el pasaporte con la identidad falsa y parte hoy mismo para Ginebra.
—Está bien, maestro —contestó Adolfo.
—Márchate.
—Pero, ¿cómo voy a dejarle en este estado?
Liebenfelds le hizo un gesto para que se fuese y Adolf Hitler se incorporó, miró por última vez a su maestro y comprendió que a partir de ese momento estaría sólo.
Salió a la calle principal justo cuando un médico corría hacia la casa de Liebenfelds. Tendría que regresar al piso de la familia Popp, recoger su maleta, el dinero y el pasaporte, pero su intención no era abandonar Alemania; si las profecías eran ciertas, cuando la guerra se declarase ya no tendría nada que temer. ¿Por qué abandonar el país y quedar ante todos como un cobarde? El cielo comenzaba a clarear. La luz no tardaría en regresar y él debía esfumarse antes de que nadie diese con su escondite. Cuando llegó a la Marienplazt, miles de personas esperaban escuchar la declaración de guerra, aquella misma mañana.
Berlín, 1 de agosto de 1914
La respuesta de los rusos la noche anterior había sido ambigua. El káiser había solicitado en un nuevo telegrama una respuesta más clara, pero por el momento no había recibido contestación. A las doce del mediodía el ultimátum expiraba, pero todos sabían que los rusos no aceptarían las condiciones del ultimátum.
El káiser miró su reloj, eran las diez de la mañana y no había podido dormir ni un minuto en toda la noche. A las tres de la madrugada se había retirado para descansar, pero notaba una opresión en el pecho que le hacía levantarse a cada instante. Vestido todavía con el pijama ordenó llamar al general Moltke.
Cuando el general llegó, el káiser ya estaba vestido y aseado, pero su rostro seguía reflejando la angustia de la noche anterior.
General, sigo teniendo mis dudas.
—Pero majestad, quedan dos horas para que expire el ultimátum, las tropas están movilizadas, Austria confía en nuestro apoyo. Rusia está movilizada.
—¿Usted cree que Prusia oriental resistirá el embate ruso? No puedo permitir que territorio alemán caiga en manos del enemigo.
—Prusia oriental resistirá, pero en el caso que no lo haga, es mejor sacrificar una parte del territorio y ganar la guerra que esperar a que los rusos se rearmen y destruyan toda Alemania.
—¡Odio a los eslavos! Sé que esto es un pecado, no deberíamos odiar a nadie pero no lo puedo evitar, los odio.
—Lo lamento, majestad.
El káiser se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar.
—Majestad, hay miles de personas frente al palacio. Todos ellos esperan que les dirija hacia la victoria. Usted ama profundamente a Alemania y se preocupa por ella, pero deje que esa multitud que le aclama fuera cumpla con su obligación. La sangre alemana teñirá muchos campos de rojo, pero de ese sacrificio surgirá una nueva Alemania más fuerte, que ocupará el lugar que merece en el mundo.
Las palabras del general le animaron. Levantó la cara y le miró directamente a los ojos.
—Alemania no quería esta guerra, pero llegada la hora, demostrará al mundo que nadie puede desafiarnos y no sufrir las consecuencias. General, ayúdeme a redactar la declaración de guerra.
Múnich, 10 de la mañana, 1 de agosto de 1914
Subió las escaleras de dos en dos. Notaba el corazón acelerado, mezcla de euforia y temor. Cuando estuvo frente a la puerta llamó muy despacio, no quería verse sorprendido ahora que estaba tan cerca de conseguir su meta. El señor Popp salió para abrirle. Era extraño que el sastre estuviera en casa a aquellas horas, pero al parecer el anuncio inminente de la guerra había paralizado las empresas y gran parte de la actividad, aquel sábado por la mañana parecía más bien un domingo o un día de fiesta.
—Señor Popp, ¿está sólo?
—La señora Popp salió a comprar y los niños están en la calle, por qué lo dice.
—Por nada, por favor déjeme pasar.
Adolfo entró en la casa a toda prisa y se dirigió directamente a la alcoba del matrimonio, abrió la puerta falsa y tomo sus nuevos documentos y el dinero. Fue a su cuarto e hizo la maleta. Puso su equipaje al lado de la puerta y se dirigió a la cocina para despedirse del señor Popp.
—Bueno, tan sólo quiero agradecerles su hospitalidad. Parto hoy mismo de Múnich.
—¿A dónde se dirige?
—No lo sé.
—¿Por qué no deja la maleta y saca los billetes primero? Me han dicho que es casi imposible conseguir un billete para ningún sitio. Así no estará toda la mañana cargándola de un lado para el otro.
—Tiene razón. Dentro de unas horas regresaré a por ella.
—Cuando quiera.
Adolfo abrió la puerta, justo antes de salir a la calle cogió su viejo sombrero de una percha y se miró unos instantes en el espejo. Las ojeras marcaban sus pequeños y expresivos ojos azules. Se sentía feliz, casi exultante. Había recuperado completamente la libertad y ahora era dueño de su propio destino.
Múnich, 10 de la mañana, 1 de agosto de 1914
Hércules, Alicia y Lincoln corrieron para coger el tranvía. Cada vez había más gente en las calles y en algunas zonas apenas se podía caminar sin tropezar con decenas de hombres, especialmente jóvenes bebidos. Tomaron el tranvía y llegaron a la calle donde se alojaba Adolf Hitler. Llamaron a la puerta y apareció un hombre corpulento, de cara pecosa y pelo rubio.
—¿Qué desean?
—¿Está el sr. Hitler? —preguntó Hércules, mientras miraba al interior por encima del hombro del sr. Popp.
—¿Cómo dice?
—Adolf Hitler.
—¿Aquí no hay nadie con ese nombre?
—No mienta. Sabemos perfectamente que aquí se aloja el sr. Hitler. Se trata de un tema de vital importancia.
—Les he dicho que no vive aquí nadie con ese nombre —dijo el sr. Popp intentando cerrar la puerta.
Hércules le empujó con todas sus fuerzas y el sr. Popp perdió el equilibrio. Mientras se incorporaba en el suelo, Hércules le propinó un segundo golpe que le dejó aturdido por unos instantes.
—Sujétele las manos.
Lincoln le cogió por la espalda y le puso en pie. Hércules descargó toda su rabia sobre el sr. Poop. El hombre dio un gemido y se dobló para delante. Entonces vieron la maleta.
—Se marchaba de viaje.
—Sí —contestó.
—No juegue conmigo. He tenido un mal día y esto me ha colmado la paciencia. Le diré lo que haremos. Usted me cuenta a dónde se ha dirigido el sr. Hitler y yo le dejaré en paz, a usted y a su mujer. De otro modo, les haré mucho daño a los dos.
Alicia le miró sorprendida. Nunca había visto a Hércules tan enfadado.
—Hoy sus amigos han matado a un buen hombre y no seré yo el que permita que siga muriendo gente inocente.
El sr. Popp le observó asustado. Los ojos de Hércules no dejaban lugar a dudas, si le volvía a mentir sufriría las consecuencias.
—El sr. Hitler salió hace diez minutos para la estación de trenes, tiene la intención de abandonar la ciudad. No les puedo decir nada más.
—Una última cosa, ¿cómo es su aspecto?
—¿Cómo es su aspecto?
—Sí.
—Hay una foto suya ahí.
En el aparador de la entrada había un pequeño retrato en el que aparecía un hombre moreno, de tez muy blanca y delgado, a cada lado tenía un niño, sin duda los hijos de los señores Popp.
Lincoln soltó al hombre y este cayó al suelo. Salieron del recibidor y bajaron a la carrera las escaleras. Hitler estaba en algún punto entre la calle Scheissheimerstrasse y la estación de trenes de Múnich.
San Petersburgo, 1 de la tarde, 1 de agosto de 1914
El embajador alemán recibió el telegrama de Berlín. Las órdenes eran claras y precisas: a las cinco de la tarde de aquel mismo día tenía que entregar la declaración de guerra al Gobierno ruso.
El káiser había puesto Alemania hacia unas horas bajo la consigna Kriegesgefahr (peligro de guerra). El embajador ordenó a su secretario que redactase en papel la orden de Berlín y regresó al comedor con su familia.
—¿Te encuentras bien? Estas pálido —le dijo su mujer.
El hombre se colocó la servilleta alrededor del cuello y miró a su familia. Después extendió los brazos y les pidió que juntasen sus manos. Rezaron juntos; la paz ya no era posible.
Múnich, 2 de la tarde, 1 de agosto de 1914
La Marienplazt, la Kaufingerstrasse y la Neuhauserstrasse hasta la Karlsplatz estaban abarrotadas de gente. Hércules intentaba mirar cada rostro, pero la marea humana hacía casi imposible cualquier inspección. Alicia y Lincoln caminaban por detrás intentando seguirle el paso, pero le perdieron de vista varias veces. Llegaron a la Prielmayerstrasse y la mole de hierro y cristal de la estación apareció en un lateral. Si era verdad lo que les había dicho el sr. Popp, Hitler todavía tenía que encontrarse allí.
El amplio hall iluminado se dividía en dos alturas. Una primera a pie de calle, donde estaban todas las taquillas, y los andenes a un nivel más alto, al otro lado de una ancha escalinata. Las filas de personas en las taquillas eran interminables. Parecía que todo el mundo tenía que ir a algún sitio aquella mañana de sábado. Recorrieron las filas parándose en algunos individuos parecidos, pero después de casi media hora no habían dado con Adolf Hitler.
—No está aquí, Hércules. Déjalo ya.
—Tenemos que seguir intentándolo —dijo el español a Alicia. Estaba muy alterado, mirando de un lado para el otro.
—Es imposible, la gente abarrota las calles. Hemos perdido la pista —dijo la mujer.
—Regresemos a la pensión. Tiene su maleta allí. En algún momento regresará —dijo Lincoln cogiendo del brazo a su amigo.
—Todavía no habéis comprendido que si la guerra se declara no podremos hacer nada contra él.
—Tal vez la profecía se equivoca. Si le encañonas y le pegas un tiro, morirá como cualquiera de nosotros.
—No morirá, Lincoln. Hay algo maléfico en todo esto, algo que está fuera de nuestro control. Si no evitamos que la profecía se cumpla será demasiado tarde para todos nosotros.
Hércules parecía completamente fuera de sí. Él, que no era un hombre crédulo, que se reía de las ideas de Lincoln, ahora comprendía que todo no era cuantificable, que las profecías de Artabán abrían la puerta a un mundo terrorífico y que la guerra era la primera consecuencia de aquellas terribles profecías.
—Entonces, ¿qué sugieres? —dijo Alicia.
—No lo sé —contestó derrotado.
Alicia lo miró con compasión. Recordó la muerte de su padre unas semanas antes, el cuerpo frío de Ericeira y sintió el grito desesperado de los cientos de miles de personas que se preparaban para morir en los próximos meses y que aquella mañana de sábado jugaban a ser patriotas y fanfarronear su valor delante de una cerveza alemana. Se abrazó a Hércules y dejó que por unos segundos fluyera toda su rabia y todo su miedo.
—Le encontraremos —dijo Alicia separándose de Hércules y comenzando a caminar hacia la salida. Los dos hombres la siguieron entre la multitud y desaparecieron en un mar de cuerpos.
Múnich, 4.30 de la tarde, 1 de agosto de 1914
Adolfo cogió de nuevo el tranvía. Después de unos minutos en una interminable fila vio a lo lejos a un viejo amigo de Viena y le pidió que le sacara un billete para Berlín. En una par de horas tomaría el tren y, una vez en la capital se presentaría voluntario. Tenía que regresar a por su maleta, decidió ir a pie; las calles de la ciudad estaban prácticamente intransitables y los tranvías tenían que parar a cada momento. Se bajó del tranvía cuando llegó a la Maximiliamplatz y recorrió los trescientos metros que le separaban de la Biernnerstrasse. Allí la gente parecía como un solo organismo vivo que se movía mecánicamente hacia el centro de la ciudad.
—¿Qué sucede? —preguntó Adolfo a uno de los viandantes.
—¿No se ha enterado? Dicen que en unos minutos el alcalde leerá el bando de la declaración de guerra en la Odeonsplazt.
Hitler miró el reloj. Todavía podía perder unos minutos y escuchar la proclama en la plaza. Se dejó llevar por la multitud y en unos minutos estuvo en la amplísima plaza. Primero intentó acercarse a la plataforma del Feldherrhalle, donde las estatuas de los mariscales bávaros Tilly y Wrede descansaban bajo las hornacinas renacentistas, pero al final se contentó con subirse a una de las columnas de las arcadas de la Ludwigstrasse, que daban al Hofgarten. Todavía no se veía a nadie en el Feldherrhalle, pero en unos minutos se cumpliría la última profecía y ya nada podría detenerlo.
Berlín, 5.15 de la tarde, 1 de agosto de 1914
El canciller Bethmann-Hollweg y el ministro de Asuntos Exteriores, von Jagow bajaron rápidamente la escalinata del Ministerio de Asuntos Exteriores. El canciller apretaba en su mano derecha un importante documento que tenía que mostrar al káiser lo antes posible. Subieron al taxi que les esperaba en la puerta y recorrieron las calles abarrotadas de la ciudad.
El general von Moltke estaba a punto de entrar en su despacho, cuando recibió la orden de dirigirse a palacio. Cuando llegó frente a la verja vio a un policía que se subió a la valla y gritando comenzó a leer la declaración de guerra a la multitud. Mientras el coche del general atravesaba la puerta principal, como un solo hombre, la gente que se agolpaba frente al palacio comenzó a cantar el himno nacional. Moltke sintió como se le hacía un nudo en la garganta. Sacó la cabeza por la ventanilla y alcanzó a ver varios coches de policía con decenas de agentes de pie agitando pañuelos blancos y gritando: «Movilización». La muchedumbre vitoreaba a los oficiales y gritaban proclamas antirusas.
Cuando el general abrió la puerta del despacho no vio el mismo espíritu patriótico en el káiser. El monarca estaba de un humor deplorable. Siempre había esperado que el conflicto no se generalizase, ahora la guerra sería total.
El canciller Bethmann y el ministro de Asuntos exteriores llegaron al palacio y corrieron escaleras arriba. Cuando entraron en el despacho, el káiser hablaba enfurecido con el general Moltke.