—Ayer por la mañana, pero no lo he abierto hasta ahora. De todos modos, aunque lo hubiera leído, no habríamos podido evitarlo. Los hechos ya se habían producido.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Primero dime una cosa. Tonnarello está más cerca de Montelusa que de aquí. Nosotros no hemos sabido nada de ese accidente... o lo que sea; por tanto, quisiera saber quién ha intervenido.
—Comisario, allí cerca hay un cuartel de carabineros. Los manda el comandante Verruso. Es una buena persona. Estoy absolutamente seguro de que se dirigieron a ellos.
—¿Podrías comprobarlo, de todos modos?
—Dos minutos, voy a hacer una llamada.
Simplemente por pasar el rato, porque estaba seguro de que el nombre que figuraba en el sobre era falso, Montalbano cogió la guía telefónica.
Sólo había un Attilio Siracusa, pero vivía en via Carducci. Marcó el número.
—¿Se puede saber quién carajo es y por qué carajo llama a este teléfono del carajo?
Un poco limitado el vocabulario del señor Attilio Siracusa, pero de eficacia indudable.
—Soy el comisario Montalbano.
—¿Y a mí qué carajo me importa?
Montalbano decidió luchar con las mismas armas.
—Oiga, Siracusa, no me toque los cojones y responda a mis preguntas; de lo contrario, voy para allá y le rompo el culo.
La voz de Siracusa adquirió de golpe un tono amable, ceremonioso y ligeramente agradecido por el honor.
—Ah, comisario, ¿es usted? Disculpe, he regresado a casa hace apenas un par de horas. Me he pasado toda la noche despierto en un maldito vuelo procedente de la India. Mire, usted no me creerá, pero el día diez por la mañana embarqué en Bombay y... Disculpe, cuando me pongo a hablar... ¿Qué quería de mí?
—Nada.
—Pero ¡qué carajo...! —exclamó el señor Siracusa mientras el comisario colgaba el auricular.
En ese momento regresó Fazio.
—Lo que yo suponía, comisario. Verruso acudió al lugar de los hechos.
—Eso quiere decir que nosotros quedamos fuera de esto.
—Si usted lo prefiere, sí.
—Explícate mejor.
—Estamos medio fuera y medio dentro,
dottore
. Fuera porque la investigación no es nuestra, y dentro porque nosotros sabemos algo que Verruso ignora. Es decir, que no ha sido una desgracia, sino un homicidio. A menos que se trate realmente de un accidente y ese tal Siracusa sea uno de esos que ven cosas en una bola de cristal.
—¿Y?
—Sólo tenemos dos caminos: o cogemos la carta, la quemamos y hacemos como si no la hubiéramos recibido jamás, o nos armamos de valor, porque hay que tener valor para hacer algo así, y enviamos la carta a los carabineros con los mejores saludos de la policía.
Montalbano permaneció un rato pensativo y en silencio, hasta que entró Augello, quien enseguida se dio cuenta de que algo no iba bien.
—¿Queréis decirme qué pasa? —Montalbano se lo contó todo. El resultado fue que Augello también se quedó pensativo y en silencio. Pero, poco después, decidió hablar—. Podemos ganar tiempo sin hacérselo perder a Verruso. Conviene que nuestras relaciones con los carabineros estén presididas por la máxima lealtad.
—¿Cómo? —preguntó Fazio.
—Empecemos a movernos nosotros, llevemos a cabo alguna investigación para averiguar cómo están las cosas. Si están bien, es decir, si vemos que tenemos alguna baza en la mano, seguimos adelante y después Dios se encargará de aclarar la situación entre nosotros y el Cuerpo de Carabineros. Si, por el contrario, vemos que nos golpeamos contra un muro...
Dejó la frase sin terminar y Montalbano siguió adelante en su nombre:
—Les pasamos las diligencias a los carabineros y que se las arreglen ellos como puedan. Mimì, ¿quieres explicarme qué significa para ti la palabra lealtad?
—Exactamente lo mismo que para ti —replicó éste.
Entonces el comisario empezó a repartir las tareas. Del asunto se encargarían sólo ellos tres; no convenía armar alboroto, habría que actuar con cautela para que no llegara el menor rumor a los oídos del asesino o, peor todavía, a los de los carabineros. Fazio tendría que dirigirse a via Madonna del Rosario, 38, y comprobar si vivía allí o si era conocido un tal Attilio Siracusa. Fazio trató de decir algo, pero el comisario lo cortó.
—Ya sé que es una pérdida de tiempo. Es un nombre tan falso como la dirección. Pero hay que hacerlo.
Mimì, por su parte, tendría que dirigirse con el sobre a la oficina de correos. No debía de haber muchas personas que utilizaran el correo urgente de Vigàta a Vigàta. Tendría que pedir que le entregaran el resguardo, el que había rellenado el remitente, y comprobar si el funcionario recordaba quién lo había entregado en ventanilla. Además, con carácter secundario y en tono totalmente amistoso, debería pedir que le explicaran cómo coño se las arreglaba una carta llamada urgente para tardar tres días en recorrer menos de un kilómetro.
—¿Y tú?
—Voy a Montelusa. Quiero hablar con Pasquano.
—Pero ¿a qué se dedica ahora? ¿A tocarles las pelotas incluso a los muertos de los demás?
—No, doctor Pasquano, deje que se lo explique. Se trata de un estudio estadístico que nos ha solicitado el Ministerio, y por eso...
—¿Cuántos albañiles albaneses caen de los andamios todos los años en Italia?
—No, doctor, el estudio se refiere...
—Mire, Montalbano, a mí usted no me toma el pelo. Si quiere que le diga algo, no me venga con historias. Hable claro.
—Verá, doctor, estábamos realizando una investigación acerca de un robo en una joyería en el que parece, repito, parece, que estaba implicado ese tal Puka. Y hemos pensado que, a lo mejor, lo habían eliminado sus cómplices, eso es todo.
Dio resultado. Al doctor Pasquano se le pasó el enfado.
—¡En fin! No sé qué quiere que le diga. El cuerpo del pobrecillo presentaba fracturas y heridas compatibles con una caída desde unos veinte metros. Si la caída no fue accidental, sino que alguien lo empujó y lo hizo caer..., eso jamás podrá establecerlo ninguna autopsia. ¿Lo comprende? —El médico soltó una risita—. Por otra parte, para más información, ¿por qué no se dirige al comandante Verruso? ¿Quiere que le informe de que está usted investigando?
—Gracias —dijo bruscamente Montalbano, dando media vuelta para retirarse. Pero la voz de Pasquano lo detuvo y lo obligó a volverse.
—Hay algo que me ha llamado la atención. También se lo comentaré a Verruso... Iba habitualmente al pedicuro.
Montalbano lo miró, sorprendido. El doctor Pasquano extendió los brazos como diciendo que así estaban las cosas y que él no podía hacer nada.
Pensó que, a esas horas, tal vez Nicolò Zito ya habría llegado a su oficina. Como no tenía móvil, se detuvo delante de una cabina, bueno, delante de una de esa especie de perchas con dos teléfonos, uno a cada lado, en las que, si llueve, te empapas. Naturalmente, ambos estaban ocupados. Uno de ellos por una mujer negra que gritaba como una loca en un idioma incomprensible. El otro, por un campesino con boina, de unos setenta y tantos años, que mantenía el aparato pegado a la oreja sin decir nada. Se limitaba simplemente a escuchar. Al cabo de unos cinco minutos, mientras la negra gritaba cada vez con más furia, el campesino dijo «Vaya» y siguió escuchando. No había manera. Montalbano subió al coche y se detuvo delante de otra percha. Ambos teléfonos estaban libres. Corrió hacia uno de ellos y observó que había una lucecita roja encendida: estaba fuera de servicio. El segundo, en cambio, funcionaba, sólo que el comisario, tras una afanosa búsqueda, se dio cuenta de que no tenía la tarjeta. Mientras miraba a su alrededor en busca de un estanco, un individuo se acercó al otro teléfono y se puso tranquilamente a charlar. Montalbano se sintió invadido por una rabia incontenible. ¿Por qué la había tomado con él aquel teléfono? ¿Por qué un momento antes había dicho que no funcionaba y un momento después se había puesto a funcionar perfectamente con otro? Descargó el auricular con tal fuerza contra la horquilla que pegó un brinco y se descolgó. Soltando reniegos, el comisario volvió a colocarlo en su sitio y subió al coche. Estaba a punto de arrancar cuando vio que el rostro del hombre que había estado hablando por teléfono se encontraba ahora a la altura de su ventanilla. Era un cincuentón con gafas, un manojo de nervios extremadamente delgado que lo miraba con expresión de reproche.
—¿Qué quiere?
—Que sea más educado.
—¿Qué le he hecho yo?
—A mí nada, pero ha estado a punto de estropear un servicio de utilidad pública. Por poco se carga el teléfono. —Sin duda tenía razón, pero a Montalbano el sermón no le hizo efecto. Si aquel hombre quería guerra, la tendría. Abrió la portezuela, bajó muy despacio del coche, se afianzó bien sobre las piernas y miró a los ojos a su coetáneo—. Se lo advierto antes de que actúe precipitadamente. Soy comandante de los carabineros —dijo el otro.
Montalbano se aterrorizó. Lo que faltaba, una pelea entre un comisario de la policía del Estado y un comandante de los carabineros. ¿Quién se encargaría de separarlos, la Policía Judicial? Lo mejor era dar por zanjado inmediatamente el asunto.
—Le pido disculpas, estaba muy nervioso y...
—Bueno, bueno, ya puede irse.
—¿Me permite una pregunta, mi comandante?
—Dígame.
—¿Cómo se las ha arreglado para hablar por el teléfono averiado?
—¿Hablar? No estaba hablando, sólo soltaba maldiciones porque el aparato no me daba línea. Después he visto la lucecita roja.
—O sea, que también usted se ha enfadado.
—Sí, pero yo no he intentado romper el aparato.
* * *
—Sí, señor comisario, el
dottor
Zito ha venido a la oficina, ha roto un jarrón, ha tirado al suelo unos papeles y se ha ido. Cuando le duelen las muelas es peor que el Orlando Furioso.
—¿Ha dicho adónde iba?
—Sí, a tirarse al mar. Es lo que dice siempre. No creo que aparezca por aquí, pues ha pedido que en los telediarios lo sustituya el
dottor
Giordano. Pero si puedo serle útil en algo, yo...
La secretaria de Nicolò era un encanto: una guapa treintañera que le tenía mucha simpatía a Montalbano.
—Pues verá, anoche Nicolò presentó un reportaje estupendo sobre los accidentes laborales.
—¿Quiere que le haga una grabación?
—Sí, pero mi petición es un poco más complicada. Nicolò montó las imágenes de todos los accidentes, seleccionando evidentemente un material más amplio que tenía a su disposición. ¿Es así?
—Sí, señor comisario.
—Lo que yo necesito es todo el material reunido, no sólo lo que se emitió anoche. Sé que será un poco largo y...
—¡En absoluto, comisario! —replicó sonriendo la secretaria—. El
dottor
Zito ya había pedido que realizaran ese trabajo, precisamente para elegir las imágenes más impactantes. La cinta está en el archivo. Lo único que hace falta es grabarla.
—¿Se tarda mucho?
—Diez minutos.
Cuando llegó a la comisaría, Fazio y Augello lo esperaban en su despacho.
—Antes de que empecemos a hablar debo hacer una llamada. —Marcó un número—. Doctor Pasquano, soy Montalbano. Doctor, se lo ruego, no me cuelgue. Sólo una pregunta y lo dejo tranquilo para que siga descuartizando un nuevo cadáver. ¿Todos los muertos en accidente laboral tenían los pies limpios? —Mientras Fazio y Augello lo miraban perplejos, Montalbano escuchó la airada respuesta del médico, dio las gracias y colgó—. Después os lo explico —dijo—. Fazio, empieza tú.
—Hay muy poco que decir. El número treinta y ocho de via Madonna del Rosario no existe. La calle termina en el número treinta y seis, que es una zapatería. El propietario se llama... —se interrumpió y sacó un trozo de papel del bolsillo— Vincenzo Formica, hijo del difunto Giovanni y de Elisabetta...
—¡Me cago en la mar, Fazio!
Interrumpido en mitad de uno de aquellos arrebatos censales que le daban de vez en cuando, Fazio enrojeció y se guardó el trozo de papel en el bolsillo.
—Nadie conoce a Attilio Siracusa. Ni siquiera figura entre sus clientes. He ido al número de la otra acera, que es impar, el treinta y uno. Es un barbero. Jamás han oído hablar del tal Siracusa.
—¿Y tú, Mimì?
—En la ventanilla del correo urgente sólo hay una funcionaria. ¿Habéis visto alguna vez a una bruja? Cuando la he visto, me han entrado ganas de escapar; sin embargo, es una criatura dulcísima y amabilísima.
—¿Acaso te has enamorado de ella, Mimì?
—No, pero uno jamás deja de asombrarse de lo mucho que engañan las apariencias. Tenías razón, Salvo, son muy pocos los que utilizan el correo urgente de Vigàta a Vigàta. Le he mostrado el sobre. Se acordaba muy bien. La carta se la entregó un chiquillo que se presentó con el impreso rellenado y el dinero a punto.
—Y, de esa manera, nos han dado por aquel sitio —dijo Fazio.
—¿Y te ha explicado cómo es posible que la carta llegara con tanto retraso?
—Ah, sí —dijo Mimì—. Se ve que hubo huelga.
—Y quien envió la carta no lo sabía... —replicó Montalbano—. Por consiguiente, una cosa es segura. El falso señor Siracusa quería evitar el delito, porque está claro que se trata de un delito.
—¿Y ese asunto de los pies qué era? —preguntó Mimì.
Montalbano se lo explicó. Y añadió:
—Pasquano me ha dicho que los pies de los demás eran normales, unos más sucios y otros más limpios. Sólo Puka iba al pedicuro.
—Yo no me imagino a un albañil, tanto si es albanés como si no, yendo habitualmente al...
—A no ser —lo interrumpió Montalbano— que se hiciera pasar por albañil. ¿Qué acaba de decir ahora mismo el eximio
dottor
Augello, aquí presente, en un arrebato de estremecedora originalidad? Que las apariencias engañan. O mejor: que no es oro todo lo que reluce. O mejor todavía: que el hábito no hace al monje.
Se zampó un buen plato de salmonetes fritos con la concentración de un brahmán hindú, esa que te hace levitar, sólo que la suya iba en dirección contraria, hacia el arraigo más profundo y terreno, es decir, hacia el penetrante aroma y el denso sabor del pescado, con la exclusión más absoluta de cualquier otro pensamiento o sentimiento. Consiguió incluso aislarse del ruido exterior de los coches y las voces, de la radio y los televisores a todo volumen, creando una especie de burbuja de silencio total. Finalmente se levantó no sólo saciado y satisfecho, sino con una sensación de absoluta plenitud. Nada más salir de la
trattoria
San Calogero estuvo a punto de ser atropellado por un coche que circulaba a toda velocidad y que esquivó por los pelos saltando a la acera. Su armonía con las esferas celestes se había quebrado de golpe. Para librarse de la inquietud que le había provocado su regreso al mundo después de aquel paradisíaco paréntesis, decidió dar su habitual paseo por el muelle hasta el faro. Una vez allí, se sentó en la roca de costumbre, encendió un cigarrillo y se puso a pensar. Muy bien, todo había empezado con una carta anónima que anunciaba un homicidio que posteriormente se había producido. Estaba claro que no se trataba de un desafío del asesino a la policía estilo «A ver si sois capaces de impedírmelo»; no, el anónimo comunicante no sólo no era un asesino, sino que había tratado de evitar un homicidio. Había tenido mala suerte y su carta no había llegado a tiempo. Aunque peor fortuna había corrido el pobre albanés Puka. No obstante, aquello no cuadraba. ¿Por qué le extrañaba tanto que un albanés fuera al pedicuro? ¡Eso era un pensamiento racista! ¿Por fuerza los albaneses tenían que ser feos, sucios y malos? No, lo que le había llamado la atención era que un albañil, fuera albanés o finlandés, acudiera al pedicuro. Pero eso era todavía peor: ¡era un pensamiento clasista!