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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El miedo de Montalbano (16 page)

BOOK: El miedo de Montalbano
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—El propietario de la empresa para la cual trabajaba, que, por otra parte, es un hombre de conducta intachable y tiene fama de ser buena persona, ha transcrito los datos que figuraban en los permisos de residencia y trabajo. Recuerda que el día en que Puka se presentó llevaba un pasaporte en la mano.

—¿Y cuántos inmigrantes llegan con su pasaporte? Deben de ser muy pocos.

—En efecto. Pero Puka era uno de ellos.

—¿Ha interrogado a alguien que lo conociera?

—Lo que se dice interrogar, he interrogado. Pero no he encontrado a nadie que haya intercambiado con él algo más que un simple saludo. No daba muchas confianzas. Y no porque fuera antipático o soberbio, no, era su carácter. Sin embargo, en su habitación había algo que no encajaba. O, mejor dicho, que no había.

—¿Qué quiere decir?

—No había ni una sola carta de su país. Ni una fotografía. ¿Es posible que no tuviera a nadie en Albania?

—¿Sabe si tenía alguna mujer aquí?

—Jamás nadie lo ha visto llevarse una mujer a su habitación, ni de día ni de noche.

—A lo mejor era homosexual.

—Podía serlo, por supuesto. Pero todas las personas con quienes yo he hablado lo han descartado.

La pregunta no le salió de la cabeza sino directamente de los labios, incontrolada, casi sugerida.

—¿Cómo hablaba? ¿Sus compañeros habían deducido por su acento de qué parte de Albania era?

El comandante lo miró con admiración.

—Según los documentos que presentó a la empresa, era natural de Valona. Yo también pregunté a sus conocidos albaneses qué acento tenía, pero no supieron decírmelo. Al parecer, Puka dijo en una ocasión, en una de las pocas en las que intercambió algunas palabras con sus compatriotas, que durante el gobierno comunista había residido mucho tiempo en Italia.

—Pues, que yo recuerde, en aquellos tiempos Albania no concedía visados ni de entrada ni de salida.

—En efecto. Tal vez Puka fuera un miembro del cuerpo diplomático, acostumbrado a vivir con cierto desahogo, que cayó en desgracia y se vio obligado a emigrar para ganarse el pan. Eso explicaría por qué encontré en su habitación dos elegantes trajes, un par de zapatos de marca y ropa interior de buena calidad.

—Pero ¿cómo ganaba el dinero?

—Trabajando de albañil por supuesto que no.

—Estamos en un punto muerto.

—Comuniqué el fallecimiento de Puka al consulado y a la embajada para que sus posibles familiares en Albania fueran informados. El consulado me ha enviado un fax esta mañana. Todavía están haciendo averiguaciones. Puede que al final se descubra algo.

—Esperémoslo. ¿Le han dicho cómo ocurrió el accidente?

—No hay testigos.

—¡¿Cómo?!

—El jefe de la obra, el arquitecto Manfredi, dice que aquella mañana estaba previsto que acudiera a trabajar una cuadrilla de seis obreros. Cuando tres de ellos, concretamente... —el comandante sacó una hojita de papel del bolsillo—... Amedeo Cavaleri, Stefano Dimora y Gaetano Miccichè, llegaron al solar, lo primero que vieron fue el cuerpo de Puka, quien, evidentemente, había llegado con antelación, circunstancia confirmada por el vigilante.

—¿Vio el vigilante alguna otra cosa?

—Nada. Se fue a dormir porque no había pegado ojo a causa de un dolor de muelas.

—¿Cómo había llegado el albanés?

—Con un ciclomotor que encontramos en el lugar; en cambio, los otros tres albañiles llegaron en un coche propiedad de Dimora.

—Faltan dos.

—Exactamente. Un rumano, Anton Stefanescu, y un argelino, Ahmed ben Idris, se presentaron en su lugar de trabajo cinco minutos después en un ciclomotor.

—¿Quién les comunicó a ustedes el accidente?

—Dimora acudió a nuestro puesto en su coche.

—¿Qué explicación dan los albañiles? Porque Puka, si se hubiera roto la tabla bajo sus pies, habría tenido que caer a la pasarela inferior, sin más.

—Yo pensé lo mismo. Ellos dicen que probablemente estaría inclinado hacia el elevador, con el estómago apoyado en la barandilla. Al notar que la tabla cedía bajo sus pies, debió de inclinarse instintivamente con todo el cuerpo hacia delante, perdió el equilibrio y se precipitó fuera del andamio. Ni siquiera debía de llevar el casco ajustado, pues lo perdió durante la caída. Se trata de una reconstrucción lógica.

Montalbano observó que la frente del comandante mostraba ahora un curioso brillo. El hombre estaba empezando a sudar, pero, aun así, no se movía, no hacía ni un solo gesto.

—¿Los demás albañiles de la cuadrilla carecen de antecedentes?

—Todos. Pero eso, y usted,
dottore
, lo sabe mejor que yo, no significa absolutamente nada.

—Muy cierto. Veo que ese empresario..., ¿cómo se llama?

—Alfredo Corso.

—Ese tal señor Corso contrata a muchos extracomunitarios. En este caso concreto, de seis albañiles, tres son extranjeros.

—Todos con los papeles en regla. Es un hombre caritativo y escrupuloso. Me contó que él fue emigrante en Alemania y por eso comprende ciertas situaciones.

De repente Verruso se levantó. Ahora todo su rostro estaba empapado de sudor.

—¿Se encuentra mal?

—Sí.

Montalbano también se levantó.

—¿Puedo hacer algo?

—No, gracias. Mire, es mejor que yo no vuelva a aparecer por aquí, y tampoco me parece oportuno que usted acuda a nuestro puesto. Llámeme mañana, si quiere, y fijemos una cita. Le doy las gracias por todo.

Le tendió la mano y el comisario se la estrechó. Pero, en cuanto dio un paso hacia la puerta, Verruso se tambaleó y perdió el equilibrio. Montalbano pegó un brinco y lo sostuvo por los hombros.

—Usted no está en condiciones de conducir. Lo llevo yo.

—No, gracias —dijo con firmeza Verruso—. Basta con que me acompañe al coche.

Se apoyó en el brazo del comisario y ambos abandonaron el despacho y se encaminaron hacia la entrada. Catarella, al verlos pasar, abrió los ojos y la boca y soltó el auricular que tenía en la mano. Parecía el pasmado del belén, el inevitable pastorcillo que levanta los brazos al cielo delante de la cueva donde ha nacido el Niño Jesús. Montalbano esperó a que el comandante subiera a su coche y se alejara. Después volvió a entrar en la comisaría. Catarella aún no había salido de su asombro. Parecía una estatua de sal.

6

Ya era la hora del almuerzo y Fazio aún no se había presentado. Como la puerta del despacho estaba abierta, lo llamó levantando la voz. Fazio acudió corriendo, pero se detuvo en el umbral de la puerta y sólo asomó la cabeza para mirar cautelosamente a su alrededor, como si el comandante de los carabineros se hubiera escondido y pudiera aparecer de golpe. A Montalbano le entraron ganas de decirle la célebre frase de los hermanos De Rege, los geniales creadores del breve número de revista entre un cambio de escena y otro: «¡Acércate, imbécil!»

Pero se abstuvo de hacerlo, pues no era el momento de exacerbar el mal humor de Fazio.

—Bueno, ¿todavía no has terminado?

—Sí,
dottore
, hace media hora.

—¿Y por qué no has venido antes?

—Temía tener un mal encuentro.

¿Qué podía hacer? ¿Insultarlo? ¿Hacer como si nada y esperar otra ocasión? Eligió el segundo camino, fingir que no había oído nada. Entre tanto, Fazio había dejado sobre la mesa la hojita de papel que le había dado.

—Mírela.

—¿Qué quieres decir?


Dottore
, por regla general mirar significa mirar. Y en este caso ocurre lo mismo.

Fazio estaba francamente de malas, pero esta vez el comisario reaccionó.

—Si no me pides perdón antes de cinco segundos, te pego una patada en el culo. Y me importa un carajo que me denuncies al jefe superior, al sindicato, al presidente de la República y al Papa.

Lo dijo en voz baja y Fazio comprendió que se había pasado.

—Le pido perdón.

—Adelante, habla y no me hagas perder el tiempo.

—Hay un punto común entre dos de las seis desgracias. El que murió aplastado por la viga de hierro y el albanés trabajaban para la misma empresa, la Santa Maria de Alfredo Corso.

—¿El jefe de las obras era el mismo?

—No, señor. —Y no añadió nada más. Fazio estaba muy frío. Al poco rato preguntó—: ¿Tiene alguna orden que darme?

—No. Quería decirte que nosotros ya no nos encargamos de la muerte del albanés. El asunto correspondía al comandante y nosotros cometimos un error entrometiéndonos. ¿De acuerdo?

—Como usted quiera. ¿Y qué hago con este papel? —quiso saber Fazio, recogiendo la hoja que había dejado sobre la mesa.

—Te limpias el culo con él. Me voy a comer.

Catarella corrió tras él, lo alcanzó en la entrada y le preguntó en tono de conspirador:

—¿Es familiar suyo,
dottori
?

—¿Quién?

—El comandante de los carabineros.

—Pero ¡qué familiar ni qué niño muerto!

—Entonces, disculpe, pero ¿por qué se apoyaba en usted?

—Catarè, esta mañana, cuando he bajado del coche, ¿acaso no me he apoyado en ti?

—Es verdad.

—¿Y qué somos tú y yo, familiares?

—¡Virgen santa! ¡Es verdad! ¡
Dottori
, no hay nadie en el mundo que explique las cosas tan bien como usía las sabe explicar! —Sin embargo, enseguida cambió de opinión—. Pero ¡
dottori
, el comandante no estaba bajando de su coche! ¡Es distinto!

Estaba levantándose de la mesa, ahíto y satisfecho, cuando vio aparecer a Mimì.

—No te he visto en toda la mañana.

—Esta noche ha habido un robo con violencia. Pero ni era robo ni ha habido violencia.

—¿Pues qué era entonces?

—Un intento de engañar a la compañía aseguradora.

—¿Y has venido para decirme eso?

—No, para comer. Pero ya que estamos...

—Pues habla porque me apetece respirar un poco el aire del mar.

—He pasado por la comisaría.

—Entiendo. Y Fazio te ha contado lo del comandante de los carabineros.

—Sí.

—Mimì, he intentado explicarle la situación, pero no quiere saber nada. Ha venido a verme ese tal comandante Verruso. Se había enterado a través del doctor Pasquano de que nosotros llevábamos el caso del albanés. He intentado contarle la historia de que lo creíamos implicado en asuntos de robos, pero no se lo ha creído. Entonces le he dicho la verdad, lo del anónimo y todo lo demás. Y él no ha puesto el grito en el cielo. Ni se ha ofendido ni me ha amenazado, se ha limitado a pedirme amablemente que me retirara del caso. Y yo se lo he prometido. Eso es todo. Y mira que nos podía joder de mala manera... Nosotros somos los que no hemos obrado bien, Mimì, pero él no se ha aprovechado. Trata de hacérselo comprender tú a esa cabeza de calabrés de Fazio.

Mientras iniciaba su paseo de meditación y digestión hacia el faro, pensó que ahora él era el único que llevaba la investigación, pues se veía obligado a ocultársela incluso a Mimì y a Fazio. No podía correr el riesgo de revelar lo que Verruso le había confesado. Se pasó media hora reflexionando, sentado sobre la roca. Después regresó al despacho, consultó la guía y efectuó una llamada. Le dijeron que el señor Corso estaba en la oficina y que podía concederle un cuarto de hora si acudía allí enseguida, puesto que tenía que salir corriendo hacia Fiacca.

Alfredo Corso era un septuagenario de mofletudo y rubicundo rostro sin una sola arruga. Tenía los ojos de color azul claro y debía de ser una persona de humor enfermizo. Montalbano no debió de caerle bien, pues lo atacó nada más verlo entrar.

—¿Qué quiere de mí? No tengo tiempo que perder.

—Yo tampoco —replicó el comisario—. Vengo por el asunto del albanés que murió en su obra.

—¿Y dónde está la Policía Judicial? ¿Y la Forestal?

—No lo entiendo.

—Yo creía que estos casos los llevaban los carabineros. ¿Es que ahora se mete también la Policía?

—No, verá, yo no vengo por lo del accidente, sino porque ese tal Pashko Puka era sospechoso de haber cometido algunos robos. —Alfredo Corso lo miró y después se echó a reír—. ¿Le hace gracia?

—No me lo creo.

—Usted es muy dueño de no creérselo... ¿Por qué no se lo cree?

—Porque yo, señor mío, a las personas las capto a la primera. Me basta verlas una vez para saber incluso lo que piensan. Y Puka, el pobrecillo, no era de esos que se ponen a robar.

—¿Su intuición jamás lo ha engañado?

—Jamás. Yo elijo personalmente a mis trabajadores, uno a uno. Nunca he fallado.

—¿Ni siquiera con los extranjeros?

—Los extranjeros, señor mío, tanto si tienen la piel negra como amarilla, son hombres como usted y como yo. No hay ninguna diferencia.

—Por cierto, usted tiene muchos extracomunitarios y...

El rostro de Corso se encendió como una cerilla.

—¿Hay que dejarlos morir de hambre?

—No, señor Corso, yo...

—¿Hay que obligarlos a robar? ¿A traficar con droga?

—Oiga, señor Corso...

—¿A vivir de las putas? —Montalbano permaneció en silencio, pues había comprendido que no habría manera, tenía que permitir que se desahogara—. ¿A vender a los hijos? Dígame usted.

—¿Es usted creyente?

La pregunta del comisario sorprendió a Corso.

—¿Qué coño tiene que ver que yo sea creyente o no? No, no soy creyente. Pero me ha bastado vivir durante casi treinta años como emigrante, primero en Bélgica y después en Alemania, para comprender a esa gente que abandona su tierra a la desesperada.

—¿Cómo contrata a los extracomunitarios?

—Me los facilitan.

Montalbano percibió cierto titubeo en la voz de su interlocutor.

—¿Quién?

—Pues Caritas, organizaciones de ese tipo, el Gobierno Civil...

—¿Y a Puka en concreto quién se lo facilitó?

—No me acuerdo.

—Haga un esfuerzo.

—¡Catarina! —Inmediatamente se abrió la puerta de la sala de al lado y apareció una mujer de treinta años, alta, guapa y distinguida. Una secretaria con clase—. Catarina, ¿quién nos facilitó a Puka?

—Voy a mirarlo ahora mismo en el ordenador. —Desapareció y volvió a aparecer—. La Jefatura Superior de Policía.

Corso se encendió y se puso a gritar.

—¡La Jefatura Superior! ¿Ha comprendido, comisario? ¡La Jefatura Superior! ¡Y usted se presenta aquí contándome chorradas!

Entonces la secretaria hizo una cosa que no hubiera tenido que hacer en presencia de extraños. Se situó detrás del escritorio, rodeó con un brazo los hombros de Corso y le besó la calva.

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