«¿Por qué no vas a un pedicuro?», le había preguntado poco tiempo atrás Livia al ver que las uñas del dedo gordo de ambos pies eran cada vez más gruesas y se dirigían una hacia Levante y otra hacia Poniente.
Él no había querido ir porque le parecía cosa de ricachones o afeminados. ¡En resumidas cuentas, se trataba de una investigación basada en un prejuicio asentado sobre otro prejuicio!
No le apetecía regresar a la comisaría. Se sentía vacío por dentro. Llegó a la conclusión de que lo que estaba haciendo no era honrado, es decir, ocultarle al comandante de los carabineros un elemento tan importante como la carta anónima. Pero su instinto de policía era como el de un perro, resultaba muy difícil hacerle soltar el hueso que había mordido. ¿Qué decisión tomar?
Se pasó un buen rato arrojando piedrecitas lisas a un tapón de botella que flotaba, pero no consiguió acertar ni una sola vez. Entre tanto, se había levantado un viento frío que provocaba rizos de espuma en el agua. Desde cabo Rossello se acercaban unas nubes negras cargadas de malas intenciones. Intuyó que debía hacer algo antes de que se desencadenara el diluvio. Tenía una desagradable sensación de urgencia, de prisa. Lo único que podía hacer era abandonarse a las sugerencias de su instinto, dejarse guiar por él mismo, seguir sus propios pasos. Regresó a la comisaría y llamó a Fazio.
—¿Puedes averiguar si la obra aún está precintada?
Lo estaba. Por consiguiente, no había obreros trabajando; como mucho podría encontrar al vigilante.
—¿Qué piensa hacer? ¿Ir a visitarla?
—Sí, antes de que empiece a llover.
—
Dottore
, procure que no lo reconozcan. Como Verruso se entere de que está usted husmeando por allí, se arma la de Dios es Cristo, téngalo por seguro.
Tardó unos veinte minutos en llegar a Tonnarello. El último kilómetro de camino era de tierra y estaba lleno de baches. Desde lo alto de una pequeña loma vio la obra, el edificio o lo que fuera que estuvieran construyendo en medio de aquel solitario y siniestro valle sin el menor paisaje alrededor. No había ningún otro edificio ni cultivo de ninguna clase, sólo piedras blancas, pitas y chumberas. ¿A quién carajo se le había ocurrido construir una casa o lo que fuera en medio de aquel desolado pedregal? El lugar parecía más apropiado para un hospital especializado en enfermedades altamente infecciosas o para una cárcel de máxima seguridad. La obra estaba enteramente rodeada por una valla de más de dos metros de altura, hecha con tablas horizontales clavadas a intervalos regulares en unas estacas. En el centro del lado que veía Montalbano había una abertura muy ancha, evidentemente un paso para el acceso de los camiones y la entrada de los obreros. Entornó los ojos para ver mejor: el paso estaba efectivamente abierto, pero de uno a otro extremo habían tendido unas cuerdas de nailon blancas y rojas para indicar que estaba prohibida la entrada. Pero eso, por supuesto, no constituía ningún obstáculo. En el interior, nada más entrar, había un pequeño barracón de chapa metálica que debía de hacer las veces de despacho. A la izquierda y pegado a la valla había otro barracón más grande y alargado, probablemente el vestuario de los albañiles. Permaneció un buen rato mirando, pero no vio nada que se moviera; la obra estaba sin duda desierta, a no ser que hubiera alguien durmiendo en el interior de alguno de los barracones. Las nubes negras habían cubierto el cielo y se oía tronar a lo lejos. Montalbano subió al coche y condujo hasta la abertura de la valla. Un cartel de gran tamaño decía que se trataba de la construcción de un edificio destinado a «vivienda» cuyo propietario era un tal Giacomo di Gennaro. A continuación aparecía el número del permiso de obra, el nombre de la empresa constructora —la Santa Maria de Alfredo Corso— y el nombre del responsable del proyecto, el arquitecto Mario Mattia Manfredi. Montalbano bajó del coche, levantó una cuerda con una mano mientras bajaba otra con un pie y accedió al interior del solar. Se acercó a la puerta del barracón pequeño y vio que estaba cerrada con candado, lo mismo que la del barracón grande, sólo que en éste había dos ventanucos y uno de ellos estaba parcialmente abierto. Echó a andar a lo largo del andamio y enseguida descubrió el lugar donde había caído el pobre Puka: en el suelo estaba dibujada la silueta de un cuerpo, y el polvo de la parte correspondiente a la cabeza estaba oscurecido por la sangre.
Luego levantó los ojos: más o menos a la altura del quinto piso faltaba una tabla de la pasarela, la exterior. Bajó nuevamente la mirada y vio la tabla, rota por la mitad, muy cerca de la silueta del cuerpo. Se acercó para examinar atentamente la línea de rotura: era irregular y no daba la impresión de que la hubieran partido a propósito. Por otra parte, la tabla era vieja. Por consiguiente, querían que pareciera que Puka caminaba por la pasarela y, de pronto, una tabla se había roto accidentalmente y el obrero había caído.
«Un momento —pensó el comisario—, si pretendían que pareciera eso, ¿habían pensado que Puka podía haber caído en la pasarela de abajo, llevándose un susto tremendo pero sin apenas sufrir daños?»
La llamada «dinámica» tenía que haber sido distinta; seguramente el asesino había tenido en cuenta ese detalle, pero no había manera de saberlo, como no fuera trepando por el andamio como un mono hasta el quinto piso. ¡Ni hablar! «Intentaré averiguar lo que han declarado los testigos a los carabineros a través de Fazio, que debe de tener algún buen espía en el Cuerpo», se dijo.
Fue su último pensamiento, pues a continuación el diluvio se desencadenó con violencia bajo la forma de una granizada con unos granos tan grandes que golpeaban la cabeza cual piedras. Maldiciendo, el comisario regresó corriendo al coche. Volvió a saltar el obstáculo de las cuerdas del precinto, abrió la portezuela, subió y puso en marcha el motor. Pero el coche no se movió. No se movió porque sus pies se negaron a pisar los pedales; el trasero le pesaba en el asiento como si fuera un bloque de cemento. Todo su cuerpo se rebelaba, no quería que abandonara aquel lugar.
«Bueno, bueno», se dijo. Y como si quisiera demostrarles a sus pies y a su trasero sus intenciones, viró ligeramente hacia el hueco abierto en la valla. Inmediatamente recuperó la normalidad. La intensidad de la granizada había aumentado y era inútil poner en funcionamiento el limpiaparabrisas, pues no habría servido de nada. Se movió a ciegas, rompió con el coche las cuerdas de nailon que precintaban la obra y llegó a la altura del ventanuco abierto en el barracón grande. Se acercó todo lo que pudo, se armó de valor, bajó, se subió al capó, resbalando, soltando maldiciones y poniéndose perdido, y se catapultó hacia el interior del ventanuco. Aterrizó lastimándose un hombro y le brotaron lágrimas de dolor. Se levantó. Estaba completamente empapado de agua. Dentro reinaba la oscuridad más absoluta; la tormenta había logrado que anocheciera a las cinco de la tarde. Muy bien, y ahora que había obedecido, ¿qué otra cosa le sugería su cuerpo? Su cuerpo no le sugirió nada de nada. Pues entonces, ¿por qué lo había obligado a llegar hasta allí? Era como si estuviera en el interior de un tambor aporreado por centenares de tamborileros; el ruido del granizo sobre el tejado de chapa era insoportable. Medio sordo, ciego y dolorido, con los brazos extendidos hacia delante como un sonámbulo, avanzó tres pasos y, sin saber por qué, llegó al convencimiento de que el barracón estaba vacío. Entonces se encaminó a toda prisa hacia la puerta y se golpeó fuertemente la pierna izquierda contra el ángulo de una banqueta de madera. Justo en el mismo lugar donde dos días atrás se había hecho daño resbalando en el cuarto de baño. El dolor, muy agudo, le subió al cerebro y comprobó con horror que se había vuelto sordo. ¿Cómo era posible que un golpe en la pierna hiciera perder el oído? Entonces comprendió que el silencio de acuario que lo había envuelto de repente se debía a un hecho muy sencillo: había dejado de granizar. Alcanzó la puerta del barracón, buscó el interruptor, lo localizó y encendió la luz. No había peligro de que alguien la viera filtrarse a través de los ventanucos, nadie se acercaría a aquel horrendo barranco con un tiempo tan revuelto. El barracón estaba limpio y ordenado. Había una mesa alargada, dos bancos y cuatro sillas. Al fondo se veían tres cuartos: un retrete y dos duchas. Clavado a la pared que carecía de aberturas había un largo perchero. Cinco colgadores estaban ocupados por monos y prendas con manchas blancas de yeso, y encima de cada colgador había un clavo que sostenía un casco amarillo, mientras que el calzado de trabajo estaba en el suelo bajo el correspondiente mono. Los colgadores ocupados eran cinco, pero, entre el tercero y el cuarto había un hueco, sin casco, sin calzado y sin mono. Montalbano dedujo que aquél debía de ser el lugar asignado a Puka y que los carabineros se habían llevado los efectos personales del albanés. Ahora se oía desde el tejado una especie de música suave; se habría puesto a lloviznar ligeramente. Miró en las dos duchas, pero no encontró nada. Nada más entrar en el retrete, impecablemente limpio, le entraron ganas de mear. De manera instintiva, cerró la puerta. Cuando se volvió para salir, vio que la luz de la bombilla, que colgaba directamente del cable, producía un curioso reflejo de arco iris sobre el metal de la puerta. Se detuvo un instante a mirar y observó que, un poco por encima del nivel de la cabeza de un hombre de estatura media, se veían unas manchas marrones que surgían de una pequeña hendidura en forma de media luna causada por algún objeto que había golpeado violentamente la puerta. Acercó el rostro hasta casi rozarlas con la nariz y ya no le cupo la menor duda, eran manchas de sangre coagulada que se habían conservado intactas sobre la superficie de hierro pintado; si la puerta hubiera sido de madera, tal vez las habría absorbido. Eran unas manchas bastante grandes, lo suficiente para poder analizarlas. ¿Cómo recogerlas? Tenía que regresar forzosamente al coche. Acercó una silla al ventanuco por el que había entrado, se encaramó a él y asomó la cabeza. Al parecer, había escampado y ya no llovía. Se levantó apoyándose en las manos, y cuando ya tenía medio cuerpo fuera, empezó a granizar con más fuerza que antes. El mal tiempo, o quien estuviera actuando en su nombre, le había tendido una emboscada. Empapado nuevamente de agua, subió al coche y sacó de la guantera un cortaplumas y un viejo sobrecito de plástico donde guardaba el resguardo del seguro. Se metió ambas cosas en el bolsillo, encendió un cigarrillo y esperó a que parara de granizar. Cuando lo hizo, se subió en difícil equilibrio sobre el capó, pero en cuanto inclinó el cuerpo hacia delante para agarrarse con las manos al ventanuco, le resbalaron los pies de común acuerdo y fue a golpearse la parte inferior del mentón contra el marco. Mientras caía sobre el barro entre el coche y la pared del barracón, se consoló pensando que las cosas le irían seguramente mejor que al pobre Puka.
* * *
Cuando lo que era una curiosa masa de barro semoviente y no un coche se detuvo delante de la comisaría, Montalbano estaba exhausto. La subida desde el barranco donde se encontraba la obra, derrapando y hundiéndose en el barro, le había costado un enorme esfuerzo, y, por si fuera poco, se le habían agudizado los dolores del hombro y de la pierna. En cuanto reconoció al comisario en la piltrafa que acababa de entrar, Catarella se puso a dar voces cual pavo al que estuvieran retorciendo el pescuezo.
—¡Virgen santísima,
dottori
! ¡Virgen santísima! ¿Qué ha pasado? ¡Está lleno de barro! ¡Tiene barro hasta en el pelo!
—Tranquilízate, no es nada, ahora me lavaré.
No hubo manera. Catarella se apresuró a coger del brazo al comisario, el cual trató inútilmente de zafarse de su captor. Juntos avanzaron por el pasillo en perfecta armonía, pues ambos tenían la pierna izquierda mala, y cuando daban un paso, se inclinaban simultáneamente hacia ese lado. Viéndolos por detrás, Fazio a duras penas pudo reprimir la risa.
Mientras Montalbano se lavaba en el cuarto de baño, Catarella lo sujetó por los hombros. El comisario, al comprobar que no conseguía quitárselo de encima, empezó a ponerse nervioso.
—¡
Dottori
, tiene todo el traje empapado! ¡Le va a dar algo!
dottori
, ¿quiere que le traiga un coñac? ¡
Dottori
, por favor, hágalo por mí, tómese una «aspirinina»! ¡Tengo en el cajón!
—Está bien, tráemela.
Montalbano se dirigió a su despacho, seguido por Fazio.
—Ya estaba empezando a preocuparme.
—¿Le has dicho a alguien que he ido a la obra?
—A nadie. Pero si hubiera tardado media hora más, habría ido a buscarlo. ¿Ha encontrado algo?
Estaba a punto de decírselo cuando llegó Catarella con un vaso y la aspirina en una mano y una galleta de anís en la otra.
—La galleta no la quiero.
—¡No, señor
dottori
! ¡Es una obligación! ¡Si usía no se mete algo en la tripa, puede que después, cuando se tome la aspirinina, le duela!
Con más paciencia que un santo, Montalbano obedeció. Sólo al final de todo el proceso Catarella se retiró, ya más tranquilo.
—¿Dónde está Augello?
—
Dottore
, ha habido un intento de atraco en la joyería Melluso. El dueño se ha puesto a disparar como un loco y los dos atracadores se han dado a la fuga. Las pistolas que llevaban éstos eran de juguete, y, a juzgar por las descripciones de los presentes, se trata de dos chavales. Resumen: dos heridos entre los viandantes.
—¿El joyero tenía licencia de armas?
—Por desgracia, sí.
—¿Los atracadores eran forasteros?
—Por suerte, no. —Mentalmente, Montalbano aprobó tanto el «por desgracia» como el «por suerte». Habían sido mucho más expresivos que cualquier razonamiento—. ¿Y bien? —preguntó Fazio, que ya no conseguía reprimir la curiosidad.
—He llegado a una primera conclusión —respondió el comisario—, pero no me apetece contártela.
—¿Y eso por qué?
—Pues porque después tendré que repetírsela a Mimì, y me fastidia.
Fazio lo miró, fue a cerrar la puerta, regresó, se situó junto al escritorio y se puso a hablar en dialecto.
—
Pozzu parlari da omu a omu?
—Por supuesto que podemos hablar de hombre a hombre.
—Usía no debe aprovecharse del hecho de que aquí todos lo queremos mucho y vamos de culo para satisfacer sus caprichos. ¿Hablo claro?
—Sí.
—Pues entonces procure librarse del mal humor que le ha causado tener que comerse la galleta de anís y cuénteme qué ha encontrado en la obra. Y si a usía le molesta tener que contarlo dos veces, al
dottor
Augello se lo contaré yo.