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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Narrativa

El misterio de la cripta embrujada (2 page)

BOOK: El misterio de la cripta embrujada
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—En este país de miércoles hasta los locos son
fashittas
.

Lo decía así, y no como nosotros, que pronunciamos todas las letras conforme van viniendo. Por todo lo cual, según iba relatando, obedecí sus órdenes sin replicar, aunque me habría gustado haber podido pedir permiso para ducharme y cambiarme de ropa, ya que había sudado bastante y soy propenso a oler mal, especialmente cuando me hallo en recintos cerrados. Pero no dije nada.

Recorrimos el sendero de grava flanqueado de tilos, subimos los escalones de mármol y entramos en el vestíbulo del edificio del sanatorio o sanatorio propiamente dicho, cuya bóveda de cristal emplomado difundía una luz ambarina que parecía conservar el frescor limpio de los últimos días del invierno. Al fondo del vestíbulo, a la derecha de la estatua de San Vicente de Paúl, entre la peana y la escalera alfombrada, la de los visitantes, estaba la sala de espera previa al despacho del doctor Sugrañes, en la que, como de costumbre, no había sino unas revistas atrasadas del Automóvil Club cubiertas de polvo, y, al confín de la sala de espera, la puerta del despacho del propio doctor Sugrañes, una puerta recia de caoba a la que tocó mi acompañante con los nudillos. En un diminuto semáforo empotrado en la jamba de la puerta se encendió una lucecita verde. El doctor Chulferga entreabrió la puerta, metió la cabeza por el resquicio y murmuró unas palabras. Al punto retiró la cabeza, que volvió a colocar sobre sus hombros, abrió la pesada hoja de par en par y me indicó que entrara en el despacho, cosa que hice con cierto desasosiego, pues no era frecuente y sí agorero que el doctor Sugrañes me convocara a su presencia, salvo para la entrevista trimestral, para la que faltaban aún cinco semanas. Y quizá fue mi desconcierto lo que no me permitió advertir, aunque soy buen observador, que había otras dos personas, además del doctor Sugrañes, en el despacho.

—¿Da usted su permiso, señor director? —dije con una voz que percibí temblorosa, un tanto aguda y mal articulada.

—Pasa, pasa, no tengas miedo —dijo el doctor Sugrañes interpretando con su habitual certeza mis inflexiones verbales—. Ya ves que tienes visita.

Tuve que mirar fijamente un diploma colgado de la pared para ocultar el castañeteo de mis dientes.

—¿No vas a saludar a estas personas tan amables? —dijo el doctor Sugrañes a modo de cordial ultimátum.

Haciendo un esfuerzo supremo, intenté poner en orden mis ideas: lo primero que había que averiguar era la identidad de las visitas, sin lo cual sería imposible esclarecer los motivos de su comparecencia y, por ende, evitarlos, para lo cual tenía que mirarles a la cara, pues por simple deducción nunca habría llegado a saber de quién se trataba, ya que no tenía yo amigos ni había recibido visita alguna en los cinco años que llevaba confinado en el sanatorio, habiéndose desentendido de mí mis familiares más próximos, no sin razón. Me fui volviendo, por consiguiente, muy despacio, procurando que mis movimientos pasaran desapercibidos, cosa que no conseguí por tener tanto el doctor Sugrañes como las otras dos personas los seis ojos clavados en mí. Y vi lo que ahora describiré: frente a la mesa del doctor Sugrañes, en los dos sillones de cuero, es decir, en los sillones que habían sido de cuero hasta que Jaimito Bullón se hizo caca en uno de ellos y hubo que retapizar ambos por mor de la simetría de un escay malva que podía lavarse a máquina, había sendas personas. Describo a una de éstas: en el sillón cercano a la ventana, cercano, claro está, en relación al otro sillón, pues entre el primer sillón, el cercano a la ventana, y ésta quedaba espacio holgado para colocar un cenicero de pie, un cenicero bonito de vidrio que remataba una columna de bronce de como un metro de altura, y digo que remataba, porque desde que Rebolledo intentó partir la columnita en la cabeza del doctor Sugrañes, ambos, la columnita y el cenicero, habían sido retirados y sustituidos por nada, allí, digo, había una mujer de edad indefinida, aunque le puse unos cincuenta mal llevados, de porte y facciones distinguidas, no obstante ir vestida de baratillo, que sostenía, a la manera de bolso, sobre sus rodillas cubiertas de una falda plisada de tergal, un maletín de médico oblongo, raído y con una cuerda en lugar de asa. La dama en cuestión sonreía con los labios cerrados, pero su mirada era escrutadora y sus cejas, muy pobladas, estaban fruncidas, lo que hacía que una arruga perfectamente horizontal surcara su frente, por lo demás tan tersa como el resto de su cutis, en el que no había traza de afeites y sí una tenue sombra de bigote. De todo lo que antecede deduje que me encontraba en presencia de una monja, deducción que, proviniendo de mí, no carecía de mérito, pues cuando me encerraron no era aún corriente, como al parecer fue luego, que las monjas prescindieran de su traje talar, al menos extramuros del convento, si bien, las cosas como son, me ayudó a llegar a esta conclusión el que llevara un pequeño crucifijo prendido al pecho, un escapulario colgado del cuello y un rosario entrelazado en el cinturón. Y ahora describiré a la otra persona o, si se quiere, a la persona que ocupaba el otro sillón, el que está cerca de la puerta según se entra por ésta, que era, como digo, un hombre de mediana edad, aproximada a la de la monja e incluso, pensé para mis adentros, a la del doctor Sugrañes, aunque rechacé la sospecha de que pudiera haber en ello un propósito, y sus facciones algo bastas no tenían otra característica digna de mención que la de ser para mí muy conocidas, ya que correspondían o, con más rigor conceptual, pertenecían al comisario Flores, y cabría decir eran el comisario Flores, toda vez que no cabe imaginar a un comisario sin sus facciones o,
mutatis mutandis
, a ningún otro ser humano, de la Brigada de Investigación Criminal, a quien, advirtiendo que se había quedado completamente calvo pese a las pociones y mucílagos que se aplicaba años atrás, dije:

—Comisario Flores, para usted no pasan los años.

A lo que respondió mudamente el comisario agitando la mano ante sus facciones, a las que ya he aludido, como si quisiera decir:

—¿Qué tal, tú?

Y, para colmo, el doctor Sugrañes pulsó un botón de su interfono, el cual había en su mesa, y dijo a la voz que por allí salió:

—Traiga una Pepsi-Cola, Pepita.

Sin duda para mí, ante lo que no pude reprimir una sonrisa de complacencia que mi reserva debió de trocar en rictus. Y, sin más preámbulo, describiré ahora la conversación que allí, en aquel despacho, tuvo lugar.

—Supongo que recuerdas —dijo el doctor Sugrañes dirigiéndose a mí— al comisario Flores, el cual te detenía, interrogaba y a veces ponía la mano encima cada vez que tu, ejem ejem, desarreglo psíquico te llevaba a cometer actos antisociales —a lo que respondí afirmativamente—, todo ello, claro está, sin que mediara, bien tú lo sabes, animadversión alguna. Y no sólo eso, sino que él y tú mismo me habéis enterado de que, en ocasiones, habíais trabajado de consumo, es decir, que tú le habías prestado desinteresadamente algún servicio, prueba de, a mi juicio, la ambivalencia de tu actitud de antaño —a lo que asentí de nuevo, ya que por cierto en mis malas épocas no había desdeñado la iniquidad de ser confidente de la policía a cambio de una efímera tolerancia y a costa, en cambio, de concitar la malquerencia de mis cofrades ultra los límites de la legislación vigente, cosa esta que me había reportado más sinsabores que ventajas a largo plazo.

Convoluto y sibilino, como corresponde a quien ha trepado por la escala jerárquica hasta alcanzar una posición preeminente en su esfera de actividad, el doctor Sugrañes dejó el tema en este punto y se dirigió, oralmente, quiero decir, al comisario Flores, que escuchaba al facultativo con un habano apagado entre los labios y los párpados entrecerrados como si meditara sobre las virtudes de aquél: el habano.

—Comisario —dijo señalándome a mí, pero dirigiéndose al comisario—, está usted en presencia de un hombre nuevo de quien hemos erradicado todo vestigio de insania, logro del cual no debemos vanagloriarnos los médicos, porque, como usted bien sabe, en nuestra rama profesional la curación depende en un alto porcentaje de la voluntad del paciente y en el caso que nos ocupa me cabe la satisfacción de manifestar que el paciente —volvió a señalarme como si hubiera más de un paciente en el despacho— ha puesto de su parte un esfuerzo tan notable que puedo calificar su comportamiento, lejos de delictivo, de ejemplar.

—Entonces —abrió la boca la monja para decir—, ¿por qué, doctor, si me permite la pregunta, que a usted, docto en la materia, le parecerá fútil, sigue encerrado este, ejem ejem, sujeto?

Tenía una voz metálica, algo bronca. Vi que las frases salían de su boca como pompas de las que las palabras eran sólo el revestimiento externo que, al deshacerse en sonido, dejaban al descubierto un volumen etéreo: el significado. A lo que respondió en tono divulgador el doctor Sugrañes:

—Verá usted, el caso que nos ocupa arroja una cierta complejidad, estando, valga el símil, a horcajadas entre dos discreciones. Este, ejem ejem, individuo me fue remitido por el poder judicial, quien sabiamente dictaminó podía mejor ser tratado entre los muros de una casa de salud que entre los de una institución penitenciaria. Debido a ello, no es decisión privativa mía su libertad, sino, por así decir, conjunta. Ahora bien, ya es un secreto a voces que entre la magistratura y el colegio de médicos, sea por razones ideológicas sea por el asunto aquel de la cooperativa, no hay concierto de pareceres: que no salga de aquí este comentario —sonrió como hombre que está de vuelta de muchas cosas de este tipo—. Si de mí dependiera, hace mucho que habría firmado el alta. Del mismo modo, de no haber sido recluido en un sanatorio el sujeto, gozaría hace años del beneficio de la libertad provisional. Tal como están las cosas, sin embargo, basta que yo propugne una medida para que el tribunal competente adopte la contraria. Y viceversa, claro. ¿Qué le vamos a hacer?

Lo que decía el doctor Sugrañes era cierto: en varias ocasiones había solicitado yo mismo la libertad y siempre había topado con problemas jurisdiccionales insolubles. Un año y medio llevaba ya de papeleo inútil y de robar pólizas en la expendeduría del pueblo para legitimar instancias que me volvían con un tampón rojo que decía: no ha lugar; sin más explicación.

—Ahora bien —agregó el doctor tras una pausa—, ahora bien, la circunstancia fortuita que los ha traído a mi despacho, estimado comisario, reverenda madre, tal vez podría romper el círculo vicioso en que parecemos hallarnos atrapados, ¿no es así?

Los visitantes dieron su anuencia desde sus respectivos sillones.

—Es decir —precisó el doctor—, que si yo certificase que, desde el punto de vista médico, la condición del, ejem ejem, interfecto es favorable y usted, comisario, por su parte, coadyuvase a mi dictamen con su opinión, digamos, administrativa, y usted madre, a su vez y con tacto, dejase caer unas palabras respetuosas en el palacio arzobispal, ¿qué empecería, digo yo, a las autoridades judiciales…?

Bien.

Creo llegado el momento de disipar las posibles dudas que algún amable lector haya podido haber estado abrigando hasta el presente con respecto a mí: soy, en efecto, o fui, más bien, y no de forma alternativa sino cumulativamente, un loco, un malvado, un delincuente y una persona de instrucción y cultura deficientes, pues no tuve otra escuela que la calle ni otro maestro que las malas compañías de que supe rodearme, pero nunca tuve, ni tengo, un pelo de tonto: las bellas palabras, engarzadas en el dije de una correcta sintaxis, pueden embelesarme unos instantes, desenfocar mi perspectiva, enturbiar mi visión de la realidad. Pero estos efectos no son duraderos; mi instinto de conservación es demasiado agudo, mi apego a la vida demasiado firme, mi experiencia demasiado amarga en estas lides. Tarde o temprano se hace la luz en mi cerebro y entiendo, como entendí entonces, que la conversación a que estaba asistiendo había sido previamente orquestada y ensayada sin otro objeto que el imbuirme de una idea. Pero ¿cuál?, ¿la de que debía seguir en el sanatorio por el resto de mis días?

—…demostrar, en suma, que el, ejem ejem, ejemplar que aquí tenemos está, no reformado ni rehabilitado, palabras estas que presuponen culpa —el doctor Sugrañes se dirigía de nuevo a mí y lamenté que mis cavilaciones no me hubieran permitido escuchar los dos primeros renglones de su perorata— y que, por tal razón, detesto —era el psiquiatra quien hablaba por su boca—, sino, entiéndanme bien, reconciliado consigo mismo y con la sociedad, armonizados como un todo recíproco. ¿Me han entendido ustedes? ¡Ah, vaya! Ya está aquí la Pepsi-Cola.

En circunstancias normales me habría abalanzado sobre la enfermera y habría intentado sobar con una mano las peras abultadas y jugosas que se rebelaban contra el níveo almidón de su uniforme y arrebatar con la otra la Pepsi-Cola, beber a gollete y, tal vez, prorrumpir en regüeldos de saciedad. Pero en aquel momento no hice nada semejante.

No hice nada semejante porque me di cuenta de que entre aquellas cuatro paredes, las que configuraban el despacho del doctor Sugrañes, se cocía un asunto de mi incumbencia y de que era esencial al buen fin de la empresa que diera yo muestras de comedimiento, por lo que esperé a que la enfermera, de quien trataba de apartar la imagen entrevista por el ojo de la cerradura del retrete con motivo de una evacuación de aquella que me había sido dado espiar, llenara el vaso de cartón con el líquido marrón y burbujeante y me lo tendiera como diciendo: bébeme; y tuve la prudencia de colocar los labios a ambos lados del borde del vaso y no los dos dentro del recipiente, como suelo hacer en estos casos, y beber a sorbos, no ingurgitando, sin ruido ni estremecimientos y sin separar mucho los brazos del cuerpo para evitar que se expandiera por el ambiente el acre hedor de mis axilas. Así que estuve sorbiendo largo rato en perfecto control de mis movimientos, aunque a costa de perderme lo que allí se decía, tras lo cual, y no obstante el delicioso mareo producido por gustoso brebaje, volví a prestar oído y oí esto:

—Entonces, ¿estamos todos de acuerdo?

—Por mí —dijo el comisario Flores— no hay mayor inconveniente, siempre y cuando este, ejem ejem, espécimen dé su conformidad a la propuesta.

Lo que hice incondicionalmente, aun cuando no sabía a qué estaba dando mi aquiescencia, en el convencimiento de que una cosa decidida por los representantes de los más grandes poderes sobre la tierra, esto es, la justicia, la ciencia y la divinidad, si bien no tenía que redundar necesariamente en beneficio mío, no era, tampoco, susceptible de objeción.

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