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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Narrativa

El misterio de la cripta embrujada (7 page)

BOOK: El misterio de la cripta embrujada
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Y eso hice. No tuve que recapacitar mucho para darme cuenta de que la situación, lejos de mejorar, había empeorado y, por el sesgo que tomaban los acontecimientos, llevaba trazas de empeorar aún más si no le ponía yo pronto remedio. Resolví, pues, concentrar mis energías en la búsqueda de la niña perdida y postergar para ocasión más propicia el asunto del sueco, sin dejar por ello de tomar las precauciones que mi doble condición de prófugo imponía.

Capítulo VI

EL JARDINERO ALEVE

COMO primera providencia, me encaminé a un callejón cercano a la calle Tallers en el que una clínica adyacente amontonaba sus basuras y donde esperaba encontrar, rebuscando entre éstas, algo que permitiera disfrazar mi identidad, como, por ejemplo, algún residuo humano que pudiera yo aplicar sobre mis rasgos con objeto de alterarlos ligeramente. No tuve suerte y hube de conformarme con unas hilas de algodón en rama no demasiado sucias, con las que y mediante un cordelito compuse una barba larga y patriarcal que no sólo dificultaba mi identificación, sino que me confería un aspecto respetable y aun imponente. De tal embozo provisto volví a colarme en el metro, que había de conducirme por segunda vez a las inmediaciones del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio.

Durante el trayecto hojeé una revista que había sustraído del quiosco de la estación y que juzgué por sus sanguinolentas tapas consagradas a crímenes y violencias. Buscaba la noticia de la muerte del sueco y los detalles que el reportero hubiera podido recopilar al respecto, pero no venía nada. Sí venían, en cambio, fotos de tías en pelotas. A Ilsa le va el sol, rezaba un artículo de fondo con más ilustración que texto. A los muslos de marfil, senos de alabastro y glúteos de pedernal de Ilsa les sentaba bien una Costa Brava milagrosamente desierta. Supuse que la foto había sido echada en invierno o que la playa en cuestión era de cartón-piedra. Los españoles, según la tesis de Ilsa, eran todos unos cachondos. Dejé la revista en el asiento. El cristal cochambroso de la ventanilla me devolvió la imagen de un fulano no joven, no guapo y no precisamente cachondo. Suspiré con una miaja de tristeza.

«Ay, Ilsa, hija mía —pensé—, ¿dónde andabas metida cuando yo te necesitaba?»

Llegado el metro a su meta, me apeé, afloré a la superficie y encontré esta vez el internado a la primera intentona.

De las observaciones practicadas la noche anterior había yo deducido que un jardín tan esmeradamente cuidado como el que circundaba el colegio necesitaba por fuerza un jardinero y columbré que tal individuo, ajeno a la comunidad religiosa y a la par inmerso en ella, sería un primer eslabón asequible en la retahíla de pesquisas que me proponía realizar. Supuse también que un individuo cuya vida transcurriera en tan austero medio no sería refractario a un obsequio frívolo, por lo que, aprovechando un descuido providencial de la dependienta de un colmado, me apropié de una botella de vino y la oculté entre los pliegues de la camisa. Sin embargo, cuando avistaba los muros inexpugnables de la severa institución docente, ponderé los efectos del vino en el comportamiento humano y los consideré profundos pero lentos para mis propósitos. Abrí la botella sin sacacorchos, porque el tapón era de plástico, y extrayendo del bolsillo la bolsita de estupefacientes que el sueco me había legado, disolví en el vino los polvos de coca, las pastillas de anfetamina y los papelitos de LSD. Agité la mezcla, volví a ocultar la botella entre mis ropas y me fui derecho y aplomado en busca de mi hombre, a quien encontré no lejos de la verja, a la sazón abierta de par en par, entregado a sus quehaceres. Era un tipo joven, algo rudo de aspecto. Recortaba un macizo de lindas flores mientras entonaba una canción y saludó mi presencia con el gruñido propio de quien no desea ser interrumpido.

—Buenos días nos dé Dios —dije yo sin desalentarme por su hosca recepción—. ¿Tengo por ventura el gusto de hablar con el jardinero de esta magnífica mansión?

Hizo un gesto afirmativo y blandió, quizá sin mala intención, la terrible podadera que en sus recias manos sujetaba. Yo sonreí.

—Soy, en tal caso, afortunado —dije—, porque he venido de muy lejos a conocerle a usted. Permítame, ante todo, que me presente: soy don Arborio Sugrañes, profesor de lo verde en la universidad de Francia. Y permítame añadir, acto seguido, que este jardín, aunque usted tal vez lo ignore, es famoso en el mundo entero. No quería yo, que tantos años de estudio le he dedicado, jubilarme sin conocer a la persona cuyo esmero, tesón y entrega han hecho posible este milagro. ¿Aceptaría usted, maestro, como prueba de admiración y a título de homenaje, un trago de vino traído de mi tierra especialmente para esta solemne ocasión?

Y sacando la botella de vino, la mitad del cual, por estar aquélla abierta, se había derramado empapando mi camisa y los extremos de mi barba, se la ofrecí al jardinero, que la cogió por el cuello y me miró con distintos ojos.

—Haber empezado por ahí —dijo—, ¿qué coño quiere?

—Primero —dije yo—, que sacie usted su sed a mi salud.

—¿No tiene un gusto un poco raro este vino?

—Es de una cosecha especial. Sólo hay dos botellas en el mundo.

—Aquí dice: Pentavín, vino común —dijo el jardinero señalando la etiqueta.

Le hice un guiño de complicidad.

—La aduana… ya me entiende —dije para ganar tiempo hasta que el mejunje surtiera sus efectos, que ya se hacían sentir en las pupilas y la voz del jardinero—. ¿Le ocurre algo, querido amigo?

—Me da vueltas la cabeza.

—Será la canícula. ¿Qué tal le tratan las monjitas?

—Podría quejarme, pero no me quejo. Con tanto desempleo…

—Tiempos difíciles, en efecto. Estará usted al corriente de todo lo que pasa en el colegio, digo yo.

—Algo sé, aunque soy discreto. Si es usted de un jodido sindicato, no le voy a decir nada. ¿Le importa si me quito la camisa?

—Está usted en su casa. ¿Es cierto lo que dicen por ahí las malas lenguas?

—Ayúdeme a desatarme los zapatos. ¿Qué dicen las malas lenguas?

—Que desaparecen niñas de los dormitorios. Yo, claro está, me niego a creerlo. ¿Le quito también los calcetines?

—Sí, por favor. Todo me aprieta. ¿Decía usted?

—Que desaparecen niñas por la noche.

—Es cierto, sí. Pero yo no tengo nada que ver en el asunto.

—Ni yo insinúo tal cosa. ¿Y por qué cree usted que desaparecen estos angelitos?

—¡Qué sé yo! Estarán preñadas, las muy guarras.

—¿Son acaso las costumbres licenciosas en el internado?

—No, que yo sepa. Si a mí me dejaran, caguen, ya lo serían, ya.

—Permítame que le sostenga la podadera, no vaya a lastimarse o a lastimarme a mí inadvertidamente. Y sígame contando la historia esa de la desaparición.

—Yo no sé nada. ¿Por qué hay tantos soles?

—Un milagro será. Hábleme de la otra niña, la que desapareció hace seis años.

—¿También de eso se ha enterado?

—Y de mucho más. ¿Qué pasó hace seis años?

—No lo sé. Yo no estaba aquí.

—¿Quién estaba?

—Mi antecesor. Un viejo chiflado. Tuvieron que despedirlo.

—¿Cuándo?

—Hace seis años: el tiempo que llevo yo trabajando aquí.

—¿Por qué despidieron a su antecesor?

—Por conducta impropia. Me malicio que era uno de esos pajilleros que andan haciendo fuentes delante de las niñas. Tenga: le regalo mis pantalones.

—Gracias: un corte principesco. ¿Cómo se llamaba su antecesor?

—Cagomelo Purga. ¿Por qué lo pregunta?

—Limítese a contestar, caballero. ¿Dónde puedo encontrar a su antecesor?, ¿a qué se dedica ahora?

—A nada, me imagino. Lo encontrará en su casa. Sé que vivía en la calle de la Cadena, pero no recuerdo el número.

—¿Dónde estaba usted la noche que desapareció la niña?

—¿Hace seis años?

—No, hombre: hace un par de días.

—No me acuerdo. Viendo la tele en el bar, de putas… algo haría.

—¿Cómo es posible que no se acuerde usted? ¿No le ha refrescado la memoria el comisario Flores así y así? —Y le propiné dos ruidosas bofetadas que le provocaron una incontenible hilaridad.

—¿La poli? —Dijo muerto de risa—, ¿qué poli? Yo no he tenido contacto con la poli desde que estrangulé al jodido argelino aquel, hace ya tiempo. ¡Perro sarraceno! —escupió en las adelfas.

—¿Cuánto tiempo?

—Seis años. Yo lo había olvidado. Es curioso cómo el vino refresca la memoria y aguza los sentidos. Siento que todo mi ser palpita al unísono con estos árboles añosos. Ahora me conozco mejor. ¡Ah, qué experiencia recomendable! ¿No me daría otro trago, buen señor?

Le dejé que se terminara la botella, porque la revelación que acababa de hacerme me había dejado perplejo. ¿Cómo era posible que el comisario Flores, tan meticuloso, no hubiera interrogado al jardinero, sobre todo teniendo éste como al parecer tenía antecedentes penales? Y, al levantar los ojos para cavilar más a mis anchas, descubrí en un balcón la figura draconiana de la madre superiora, a la que, como se recordará, había conocido en el manicomio el día anterior, la cual no sólo me vigilaba, sino que hacía aspavientos agitados y abría la boca en pronunciamientos que la distancia no me dejaba oír. Al punto se reunieron con ella en el balcón dos figuras de gris, que tomé al principio por novicias y luego, a la vista de los correajes y ametralladoras, por lo que eran: policías. La monja les dirigió la palabra y luego, volviéndose, me señaló con dedo acusador. Los policías giraron sobre sus talones y desaparecieron del balcón.

No me preocupé demasiado. El jardinero se había puesto los calzoncillos por caperuza y salmodiaba mantras. Sin que opusiera resistencia, lo coloqué en dirección a la verja y aguardé a que los policías aparecieran en la puerta del colegio. Cuando salieron éstos a la carrera, dije al jardinero:

—¡Corre, que te persigue un sapo!

Partió el jardinero despavorido mientras yo me inclinaba sobre el macizo de flores y cortaba tallos al buen tuntún con la podadora que momentos antes le había arrebatado. Tal como había previsto, los policías se pusieron a perseguir al jardinero sin atender a los gestos desesperados de la madre superiora, que, desde el balcón, trataba inútilmente de deshacer el malentendido. Esperé a que el fugitivo y los policías se hubieran perdido calle arriba, dejé mis barbas postizas prendidas de un rosal y me fui tan tranquilo calle abajo, no sin antes haber dirigido a la desolada monja un ademán que quería decir:

—Disculpe las molestias y siga confiando en mí: no me he desentendido aún del caso.

Mientras me alejaba en dirección al metro, oí tabletear a lo lejos una ametralladora. Y, como sea que este capítulo ha quedado un poco corto, aprovecharé el espacio sobrante para tocar un extremo que sin duda preocupará al lector que hasta este punto haya llegado, a saber, el de cómo me llamo. Y es que es éste tema que requiere explicación.

Cuando yo nací, mi madre, que otras ligerezas por temor a mi padre no se permitía, incurría, como todas las madres de ella contemporáneas, en la liviandad de amar perdida e inútilmente, por cierto, a Clark Gable. El día de mi bautizo, e ignorante como era, se empeñó a media ceremonia en que tenía yo que llamarme Loquelvientosellevó, sugerencia esta que indignó, no sin causa, al párroco que oficiaba los ritos. La discusión degeneró en trifulca y mi madrina, que necesitaba los dos brazos para pegar a su marido, con el que andaba cada día a trompazo limpio, me dejó flotando en la pila bautismal, en cuyas aguas de fijo me habría ahogado si… Pero esto es ya otra historia que nos apartaría del rumbo narrativo que llevamos. De todas formas, el problema carece de sustancia, ya que mi verdadero y completo nombre sólo consta en los infalibles archivos de la DGS, siendo yo en la vida diaria más comúnmente apodado «chorizo», «rata», «mierda», «cagallón de tu padre» y otros epítetos cuya variedad y abundancia demuestran la inconmensurabilidad de la inventiva humana y el tesoro inagotable de nuestra lengua.

Capítulo VII

EL JARDINERO MORIGERADO

LA CALLE de la Cadena es corta y no me fue difícil averiguar el domicilio específico del antiguo jardinero del colegio, a quien todo el vecindario parecía conocer y apreciar. En el curso de mis pesquisas averigüé también que el individuo en cuestión, habiendo enviudado tiempo atrás, vivía solo y, por añadidura, muy escaso de medios. En temporada taurina ganaba su sustento recogiendo boñigas en la Monumental, que vendía luego a los agricultores del Prat; en los meses de invierno subsistía prácticamente de la caridad ajena. Don Cagomelo Purga me recibió con extrema amabilidad. Su vivienda era un cuartito destartalado donde se amontonaban un camastro, una mesilla de noche sepultada bajo una pila de revistas amarillentas, una mesa, dos sillas, un armario sin puerta y un fogoncillo eléctrico en el que hervía una cacerola. Pregunté por el inodoro, porque precisaba orinar, y me señaló el ventanuco.

—Por deferencia a los viandantes —me dijo—, cuando vea que le va a salir, grite: ¡agua va! Y procure que las últimas gotas caigan fuera, porque el ácido úrico corroe las baldosas y no tengo yo edad de andar fregando a todas horas. Si la ventana le resulta alta, coja una silla. Yo antes meaba a pie firme, pero con los años me he ido encogiendo. Años atrás teníamos un bacín de loza muy cómico, con un ojo y esta leyenda: te veo. A mi llorada esposa, que en paz descanse, le daba mucha risa cada vez que lo usaba. Cuando dios la llamó a su lado, insistí en que la enterrasen con el bacín. Era el único regalo que pude hacerle en treinta años de matrimonio y me habría parecido una infidelidad seguir usándolo en su ausencia. Con la ventana me arreglo. Para hacer mayores es un poco incómodo, claro, pero la práctica lo facilita todo, ¿no cree usted?

Aborrecido como aborrezco la petulancia, me cayó bien la llaneza del antiguo jardinero y marido, el cual, mientras yo desahogaba la vejiga, volvió a la tarea que mi llegada había interrumpido. Cuando me reuní con él junto a la mesa, vi que estaba ensamblando con ayuda de un tubito de pegamento Imedio los fragmentos de su dentadura postiza.

—Se me rompió ayer contra el reclinatorio de la iglesia —me explicó—. Castigo del cielo: me había dormido durante la visita al santísimo. ¿Es usted piadoso?

—No tengo otra cualidad que mi acendrada devoción —dije.

—Ni hay mejor credencial en este mundo ni en el otro. ¿En qué puedo servirle?

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