Dos horas más tarde, el tren se detuvo en un apeadero de adobe oscurecido por un siglo de hollín y desidia. En el andén se alineaban cacharros metálicos de como un metro de altura, en cuyos costados se leía: Productos Lácteos Mamasa, la Pobla de L’Escorpí. Me apeé, pues allí iba.
Del apeadero al pueblo serpenteaba un sendero pedregoso y lóbrego por el que anduve medio cohibido por un silencio sólo roto por el susurro de los árboles y el ruido de algún bicho. El cielo estaba estrellado.
El pueblo parecía desierto. En la fonda-restaurante Can Soretes me dijeron que seguramente encontraría a Mercedes Negrer en la escuela. Al pronunciar este nombre, el señor Soretes, pues intuí que de él mismo se trataba, entornó los párpados, chascó la lengua y se llevó una mano velluda a la parte de su corpachón que ocultaba el mostrador. Lo dejé presa de convulsiones y dirigí mis pasos a la escuela, en una de cuyas ventanucas brillaba una luz amarillenta. Asomándome a la ventana vi una clase vacía salvo por una mujer joven, de pelo negro muy corto, cuyo rostro no pude discernir, que revisaba un montón de papeles apilados en la mesa de la maestra. Toqué quedamente el cristal y la joven dio un respingo. Pegué la cara al cristal y traté de sonreír, a pesar de las dificultades que ello llevaba aparejadas, para tranquilizar a la maestra, pues deduje que ella era, así como a Mercedes Negrer, que tal oficio desempeñaba.
Cuando se quitó las gafas y se aproximó a la ventana la reconocí. Al revés de lo sucedido con su amiga, Isabelita Peraplana, Mercedes Negrer había cambiado mucho, no tanto porque su fisonomía hubiera experimentado otras variaciones que las concomitantes al desarrollo biológico natural, sino porque la expresión de sus ojos y el rictus de su boca no eran los mismos que horas antes me habían mirado desde las páginas satinadas de la inmunda revista
Rosas para María
. No dejé de percatarme, por cierto, de que, con todo, sus facciones eran diminutas, regulares y agraciadas; sus piernas, embutidas en un ceñido pantalón de pana negra, largas y aparentemente bien torneadas; sus caderas, redonditas; su cintura, estrecha, y sus mamellas, que un jersey de lana acanalada pugnaba por constreñir, pujantes y saltarinas. Imaginé que sería de las que se dispensan del sostén, categoría esta que cuenta con mi beneplácito.
La así descrita alzó unos milímetros la ventana de guillotina y me preguntó quién era y qué quería.
—Mi nombre no le dirá nada —dije yo tratando de introducir los labios por la hendidura— y quiero hablar con usted. Por favor, no cierre la ventana antes de haberme escuchado. Mire: he puesto el dedo meñique en el alféizar. Si cierra, usted será responsable de lo que le ocurra a mi frágil osamenta. Sé que se llama usted Mercedes Negrer y su señora madre, una dama encantadora, me ha dado su dirección, cosa que, tratándose de una madre, no habría hecho si mis intenciones no hubieran sido del todo rectas. He venido ex profeso desde Barcelona para tener con usted un cambio de impresiones. No le voy a hacer ningún mal. Por favor.
El tono lastimero de mi voz y mi expresión sincera debieron de convencerla, porque abrió un poco más la cuchilla de la ventana.
—Hable —dijo.
—Lo que tengo que decirle es confidencial y puede ser que nos lleve cierto tiempo. ¿No podríamos hablar en un lugar más recogido? Déjeme, al menos, entrar y sentarme en uno de los pupitres. Nunca me he sentado en un pupitre, siendo mis estudios, por decirlo así, deficitarios.
Mercedes Negrer reflexionó unos segundos, en el decurso de los cuales logré no clavar ni una sola vez las pupilas en sus tetas golosas.
—Podemos ir a mi casa —dijo por fin, no sin que ello me produjera tanto alborozo como sorpresa—. Allí gozaremos de una relativa tranquilidad y podré ofrecerle, si gusta, un vaso de vino.
—Si pudiera ser una Pepsi-Cola… —me atreví a insinuar.
—No tengo semejante cosa en la nevera —dijo ella en un tono injustificadamente divertido—, pero si la fonda está aún abierta, nos venderán un botellín.
—Estaba abierta hace un minuto —informé—, pero no era mi intención ocasionarle tantas molestias.
—No es molestia. Ya estaba hasta los huevos de hacer valoraciones —dijo a voces mientras guardaba en un cajón de la mesa los papeles que había estado leyendo, metía las gafas sin funda en una bolsa de arpillera que se colgó al hombro y apagaba las luces del aula—. Antes, en mis tiempos, quiero decir, la enseñanza era otra cosa. Los chavales se lo pasaban bien con el erotismo primitivo de la historia sagrada y la fábula edulcorada de nuestras gestas imperiales. Ahora, en cambio, todo son teorías de conjuntos, perogrulladas lingüísticas y una desestimulante e improbable educación sexual.
—¿Con Franco vivíamos mejor? —tanteé repitiendo el lema que había oído de labios del pudibundo jardinero.
—Cualquier tiempo pasado fue mejor —dijo ella con risa jovial abriendo tanto la boca como la ventana, por la que pasó una pierna—. Ayúdeme a saltar. En un exceso de autoestima me compré un pantalón dos tallas por debajo de la mía.
Le tendí una mano.
—¡No, hombre, así no! Cójame por la cintura, sin miedo, que no me voy a romper. Achuchones más fuertes me han dado. ¿Es usted tímido, reprimido o simplemente torpe?
Su cuerpo chocó contra el mío y, soltándola precipitadamente, me puse a contemplar la luna, que brillaba a mis espaldas, para ocultar la conspicua trempera que su contacto me había provocado. La noción de que el acercamiento le habría permitido olfatear mi aroma ofensivo sirvió para devolverme el reposo perdido. Mercedes Negrer, mientras esto sucedía, había ajustado la ventana y me indicaba el camino a seguir, que era el de la fonda-restaurante, de donde yo venía y andando el cual me dijo que casi le alegraba mi presencia, que el pueblo, como era patente, no era un hervidero de emociones y que el aislamiento le atacaba los nervios. No quise preguntar qué le había impulsado a tal exilio y qué motivos la retenían en un lugar que a todas luces aborrecía, porque supuse que la respuesta a tales preguntas era precisamente el objeto de mi viaje y que, por eso mismo, no podían formularse sin cierta cautela.
Por ventura para mí, la fonda estaba abierta y el impulsivo patrón limpiaba el mostrador del bar con un paño renegrido y un aerosol de esos que matan el oxígeno. Nos dio la Pepsi-Cola que le pidió Mercedes sin cesar de repasar con genuino descaro los contornos de esta última.
—¿Qué se debe? —preguntó la maestra.
—Ya sabes que puedes pagarme con tu boquita de fresa, cielo —dijo el de la fonda.
Sin inmutarse ante tamaña grosería, Mercedes sacó del bolso un billetero de lona y de él un billete de quinientas, que dejó sobre el mostrador. El otro lo guardó en la caja registradora y devolvió el cambio.
—¿Qué día me vas a hacer lo que tú y yo sabemos, Merceditas? —insistió machacón el rijoso ventero.
—El día que esté tan desesperada como tu mujer —replicó ella camino de la puerta.
Yo comprendí que debía hacer valer mi presencia y, una vez en la calle, pregunté a la chica si no quería que volviese y escarmentase al deslenguado que la había vejado de palabra.
—No, déjalo estar —dijo ella con cierta ambigüedad en la voz—. Es de los que dicen lo que no piensan. La mayoría procede al revés y es peor.
—De todas formas —dije yo, que no había dejado de percatarme del tuteo—, no quiero que incurra en gastos por mi causa. Tome usted sus quinientas pesetas.
—No faltaría más. Guárdate tu dinero.
—No es mío. Son sus quinientas pesetas. Las sustraje de la caja mientras ese bocazas fanfarroneaba.
—¡Esta sí que es buena! —exclamó ella recuperando el humor perdido, guardándose el billete en el bolsillo del pantalón y mirándome por primera vez con cierto respeto.
—¿Está usted segura —aventuré yo— de que si voy a su casa no daré lugar a habladurías?
Me miró de hito en hito sin dejar de sonreír.
—No creo, sin ánimo de faltar —dijo—. Por lo demás, tengo ya una encomiable mala fama, que me paso por el culo.
—Lo lamento.
—Lamente más bien que las habladurías no respondan a la realidad. Como decían las monjas de mi cole, las ocasiones de ofender a dios no sobran por estos andurriales. Con la liberación de las costumbres, las mozas se han espabilado y la competencia es mucha. Yo tengo la desventaja de no inspirar confianza. Cuando ampliaron la central lechera trajeron a unos senegaleses a trabajar como peones. Ilegalmente, claro. Les pagaban una mierda y los despedían cuando les salía de la punta del nabo. —Alejada de la ciudad y, por ende, de las principales corrientes de la moda, las procacidades de Mercedes adolecían de un cierto hibridismo—. Yo pensé que con los negros podría sacar la tripa de mal año y comprobar de paso la veracidad de ciertos mitos culturales. Pero no lo intenté. Por ellos, claro está. Los del pueblo los habrían linchado si hubieran sospechado que había tomate.
—¿Y a usted no?
—¿No qué?
—¿No la habrían linchado?
—No, a mí no. En primer lugar, yo no soy negra, como podrás ver cuando lleguemos a aquella farola. Y, en segundo lugar, ya se han resignado. Al principio iban de cráneo conmigo. Luego alguien pronunció la palabra ninfómana y eso atemperó su inquietud intelectual. El valor mágico del verbo.
—Sin embargo, le permiten atender a la educación de la infancia —dije yo.
—Qué remedio les queda. Por su gusto me habrían echado hace años. Pero no pueden.
—¿Un nombramiento ministerial inapelable?
—No. No tengo siquiera el título de magisterio. La supervivencia del pueblo depende de la central lechera. Mamasa se llama, no sé si habrás visto los bidones en la estación. ¿Sí?, pues ésa es la explicación. Mamasa quiere que yo siga aquí y aquí seguiré así se hunda el mundo.
—¿Quién es el dueño de Mamasa? —pregunté.
—Peraplana —dijo ella, aunque ya me figuraba yo que tal iba a ser la contestación. Una sombra de temor empañó sus ojos hermosos y astigmáticos—. «¿Te manda él?» —preguntó con un hilo de voz.
—No, no, de ninguna manera. Estoy de su lado, créame.
Tras un silencio y cuando yo ya temía que fuera a cerrarse en banda, dijo:
—Te creo —con tal convencimiento que supuse que necesitaba desesperadamente confiar en alguien. Ay, pensé yo, si las circunstancias fueran otras…
Llegamos a la puerta de un caserón de piedra muy antiguo, que se alzaba solitario al extremo de una calle silenciosa. Detrás del caserón empezaba el campo. A lo lejos gorgoteaba un río y la luna iluminaba al fondo unas montañas imponentes. Mercedes Negrer abrió la puerta del caserón con una enorme llave oxidada de clara connotación priápica y me invitó a pasar. La casa estaba someramente provista de muebles rústicos. Las paredes del saloncito adonde me condujo estaban cubiertas de anaqueles rebosantes de libros. Había libros sobre la mesa camilla y en las butaquitas de mimbre. En un rincón se veía un televisor viejo cubierto de polvo.
—¿Has cenado? —preguntó la chica.
—Sí, muchas gracias —dije yo sintiendo que el hambre daba garrote vil a mis entrañas.
—No mientas.
—Hace dos días que no pruebo bocado —confesé.
—La sinceridad es lo mejor. Puedo hacerte unos huevos fritos y creo que aún queda jamón. Tengo queso, fruta y leche. El pan es de anteayer, pero tostado, con aceite y ajo, se podrá comer. También tengo por ahí sopa de sobre y una lata de melocotón en almíbar. Ah, y me sobró turrón de Navidad, que estará hecho una piedra. Bébete tranquilamente la Pepsi mientras preparo todo esto. Y no me revuelvas los papeles, que no vas a encontrar nada.
Salió con una precipitación algo improcedente. Yo, a solas con mi bebida, me dejé caer en un sillón, tomé unos sorbos y, vencido por la fatiga de los días precedentes y conmovido hasta la médula no sólo por las expectativas que el parlamento de mi anfitriona me autorizaba a abrigar, sino, sobre todo, por el tono de maternal anhelo con que había sido pronunciado, estuve a pique de ponerme a llorar desconsoladamente. Pero me aguanté como un machote.
LA HISTORIA DE LA MAESTRA HOMICIDA
HABÍA DADO fin a la opípara cena y estaba mordisqueando la barra de turrón que, pese a lo rancio, me sabía a gloria, cuando el reloj de pared del salón dio las once campanadas atinentes a esa hora. Mercedes Negrer, sentada sobre la estera con las piernas cruzadas, aun cuando sobraban los asientos vacíos en aquella casa, me miraba, con curiosidad socarrona. Por todo alimento había consumido la chica, con la parvedad que caracteriza a los ahítos, unos trozos de queso, una zanahoria cruda y dos manzanas, tras lo cual me preguntó si tenía un porro, a lo que tuve que responder que no, porque así era, aunque le habría dicho también que no si hubiera tenido lo que ella me pedía, porque me interesaba que mantuviera las ideas claras en el interrogatorio astuto al que esperaba someterla. Durante la cena, como dicen que sucede cuando se cierne una tempestad, había reinado un escrupuloso silencio, si entendemos por silencio la falta de expresión verbal, pues mis masticaciones, degluciones y eructos habían despertado ecos en las sombrías piedras del caserón, concluido todo lo cual, puse en orden mis pensamientos y dije así:
—Si bien hasta el momento no he hecho otra cosa que abusar de tu generosidad sin límites, por la cual te estaré eternamente agradecido, que no entra la ingratitud en el amplio espectro de mis fallas no precisamente livianas, aunque no sea yo del todo responsable de muchas de ellas, me propongo al punto de despejar la incógnita de mi visita con el relato sucinto de sus antecedentes y la especificación de su propósito. Es el caso que estoy investigando un asuntillo de cuya resolución afortunada depende mucho. Soy, como ya dije, hombre de bien, aunque no siempre ha sido así: conozco, por desgracia, las dos caras del crisol, si la metáfora es válida, cosa que dudo, porque no sé lo que significa la palabra crisol. Mis malos pasos de antaño dieron conmigo en prisiones y otros lugares que prefiero no mencionar para no causar una impresión mayor de la que mi aspecto ya produce.
—Para el carro, Mariano —dijo ella.
—No he terminado —dije yo.
—Ni falta que hace —dijo ella—. Desde que te vi supuse a lo que venías. Soslayemos los circunloquios. ¿Qué quieres saber?
—Una cosa que pasó hace seis años. Tú tenías entonces catorce.
—Quince. Perdí un curso por la escarlatina.
—Sean quince —concedí—. ¿Por qué te expulsaron del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio?