El misterio de la cripta embrujada (8 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Narrativa

BOOK: El misterio de la cripta embrujada
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—Le hablaré sin rodeos. Tengo entendido que fue usted jardinero del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio.

—La época más feliz de mi vida, sí señor. Cuando yo llegué, lo que hoy es el jardín era una selva agreste. Yo lo convertí, con la ayuda de dios, en un vergel.

—El más bonito que he visto en mi vida. ¿Por qué estaba tan descuidado el jardín?

—La propiedad había estado abandonada muchos años. ¿Puedo ofrecerle algo de beber, señor…?

—Sugrañes. Fervoroso Sugrañes, para servir a dios y a usted. ¿No tendrá por casualidad una Pepsi-Cola?

—Oh, no. Mi peculio no me permite estos lujos. Puedo darle del grifo, o si gusta, un poco del caldito de acelgas que me estaba haciendo.

—Se lo agradezco, pero acabo de almorzar —mentí para no privarle de su parca colación—. ¿Qué era el colegio antes de ser colegio?

—Ya se lo he dicho: nada. Un caserón abandonado.

—¿Y antes?

—No lo sé. Nunca tuve curiosidad por saberlo. ¿Es usted agente de la propiedad?

Por su pregunta comprendí que aquel producto marginal de nuestra fiesta brava estaba medio ciego.

—Hábleme de su trabajo en el colegio. ¿Decía usted que le pagaban bien?

—No, qué va. Dije que fueron los años más felices, pero no me refería al aspecto crematístico. Las monjas me pagaban por debajo del sueldo mínimo y nunca me afiliaron a la seguridad social ni al montepío de jardineros. Fui feliz porque me gustaba el trabajo y porque me permitían asistir a la capilla cuando no estaban las niñas.

—¿No tenía ningún contacto con las niñas?

—Sí, ya lo creo. Durante los recreos tenía que andar vigilando que no me estropearan las flores. Eran unos diablillos: robaban ácidos del laboratorio y los echaban en los parterres. También ocultaban vidrios entre las hierbas para que me cortara las manos. Unos diablillos, ya le digo.

—Le gustan las criaturas, ¿verdad?

—Mucho. Son una bendición del señor.

—Pero usted no tiene hijos.

—Nunca hicimos uso del matrimonio, mi esposa y yo. A la antigua usanza. Hoy en día la gente se casa por hacer cochinadas. No, no debería decir eso: no juzguéis y no seréis juzgados. Y bien sabe dios que a veces nos fue difícil resistir la tentación. Imagínese usted: treinta años durmiendo juntos en ese camastro tan estrecho. El altísimo nos dio fortaleza. Cuando las pasiones estaban a punto de vencernos, yo le pegaba a mi esposa con el cinturón y ella me daba a mí con la plancha en la cabeza.

—¿Por qué dejó usted el empleo? En el colegio, quiero decir.

—Las monjas decidieron jubilarme. Yo me sentía bien de salud y en plenitud de mis fuerzas, y aún me siento así, gracias a dios, pero no me consultaron. Un día me llamó la madre superiora y me dijo: Cagomelo, acabas de jubilarte, que sea para bien. Y me dieron una hora para recoger mis cosas y marcharme.

—Le pagarían una buena indemnización.

—Ni un duro. Me regalaron un cuadro del santo padre fundador y una suscripción gratuita por un año a la revista del colegio:
Rosas para María
.

Señaló un cuadro que colgaba sobre el camastro, en el que se veía a un caballero vestido de rojo cuyo rostro guardaba un sorprendente parecido con Luis Mariano. De la cabeza del santo salían rayos de luz. En la mesilla de noche se amontonaban las revistas en las que ya había yo reparado al entrar.

—Las hojeo antes de dormir. Traen jaculatorias y ejemplos del mes de mayo. ¿Le gustaría leerlas?

—En otra ocasión me encantaría. ¿Es verdad que poco antes de su jubilación hubo un extraño incidente en el colegio? Se murió una niña o algo por el estilo.

—¿Morirse? ¡No lo permita la inmaculada concepción! Desapareció unos días, pero el ángel de la guarda la devolvió sana y salva.

—¿Conocía usted a la niña?

—¿A Isabelita? ¡Claro! Era un diablillo.

—¿Isabelita Sugrañes un diablillo?

—Isabelita Peraplana. Sugrañes es usted, si no recuerdo mal.

—Tengo una sobrina que se llama así: Isabelita como su madre y Sugrañes como su padre y como yo. A veces me armo un lío. Hábleme de ella.

—¿De Isabelita Peraplana? ¿Qué le voy a contar? Era la más bonita de su curso, la más, ¿cómo le diría?…, virginal. La preferida de las madres, el ejemplo que todas debían seguir. Muy aplicada y muy devota.

—Pero también era un diablillo.

—¿Isabelita? No, ella no. La otra la incitaba y ella le seguía el juego, de puro inocente.

—¿Qué otra?

—Mercedes.

—¿Mercedes Sugrañes?

—No, tampoco. Mercedes Negrer se llamaba. Eran uña y carne, ¡y tan distintas! ¿Dispone usted de un momento? Le enseñaré las fotos.

—¿Tiene usted fotos de las niñas?

—Claro: en las revistas.

Fue a la mesilla de noche y regresó cargado de revistas.

—Busque usted la de abril del 71. Mi vista no es lo que fue.

Encontré la revista que me indicaba y fui pasando las hojas hasta dar con la sección titulada:
Flores de nuestro Jardín
. Cada foto ocupaba media página y encuadraba un curso entero, retratado en la escalinata de entrada a la capilla, de forma que las cabezas de las niñas iban sobresaliendo de hilera en hilera.

—Busque a las de quinto. ¿Las ha encontrado? Permítame.

Acercó tanto la revista a la cara que temí que se sacara un ojo. Cuando la separó, había babas adheridas al papel.

—Ésta es Isabelita: la rubia de la última fila. Y la de su lado es Mercedes Negrer. La de la izquierda. La de la izquierda de la foto, no la de su izquierda de usted. ¿Las localiza?

Por alguna razón que no pude precisar entonces, la foto del quinto curso me produjo una vaga sensación de tristeza. Recordé fugazmente las fotos de Ilsa, la de carnes geológicas, la que se paseaba por nuestra recortada costa exhibiendo sus encantos y emitiendo generalidades sobre nuestra fatigada raza.

—Sí, una niña preciosa, en efecto. Veo que tenía usted buen gusto —dije.

Procuré retener en la memoria los rasgos de Isabel Peraplana, devolví la revista al montón y dije con fingida ignorancia:

—¿Por qué me ha enseñado la foto de quinto curso? Yo no tengo estudios, pero creo que en aquella época el bachillerato constaba no de cinco, sino de seis cursos.

—Cree usted bien: seis y el preu, que se hacía en el instituto. Isabelita no acabó el bachillerato.

—¿Por qué? ¿No era muy aplicada?

—Sí lo era, la que más. La verdad, no sé lo que pasó. Yo salí del colegio, como le contaba antes, ese mismo año y no volví a saber más de las niñas. Durante un tiempo esperé que alguna viniera a visitarme, pero ninguna lo hizo.

—¿Cómo sabe usted, entonces, que Isabelita dejó los estudios?

—Porque ya no aparece su foto en la revista de abril del año siguiente, que recibí gracias a la suscripción con que las monjas me habían obsequiado.

—¿Me permite comprobarlo por mí mismo?

—Tenga la bondad.

Busqué y encontré la revista de abril del 72 y en ella la foto de sexto. Isabelita no estaba, pero eso lo sabía yo ya, porque me lo había dicho la madre superiora en el manicomio. Lo que yo indagaba era otra cosa y mis sospechas se confirmaron. Mercedes Negrer también había desaparecido del retrato. Aunque seguía viéndolo todo muy confuso, las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Rehice el montón de revistas y me levanté, dispuesto a despedirme del hospitalario jardinero, a quien agradecí mucho sus atenciones.

—Estoy para servirle —dijo él—. Sólo hay una cosa que quisiera preguntarle, si no es molestia.

—Usted dirá.

—¿A qué ha venido?

—Me consta que ha quedado vacante la plaza de jardinero en el colegio. Pensé que podría interesarle, si aún se ve con ánimos. Si es así, preséntese dentro de un par de días y no diga que va de mi parte: problemas sindicales.

—Con Franco vivíamos mejor —murmuró el anciano jardinero.

—Y usted que lo diga —corroboré yo.

Capítulo VIII

INTRUSIÓN PREMARITAL

LA CASA de los Peraplana, a la que localicé por la guía de teléfonos, ya que sólo había dos Peraplana y el otro era callista en la Verneda, era la única torre de la calle de la reina Cristina Eugenia. Las restantes casas de la calle eran edificios de pisos de lujo, de ladrillo rojo, grandes ventanales y porterías deslumbrantes, en las que no faltaban porteros ataviados con casacas variopintas. Frente a una de estas porterías de ensueño se había congregado un grupo de criadas uniformadas a las que me dirigí con un contoneo chulapón de mucho efecto entre el sexo débil.

—Hola, guapas —dije con aire retrechero.

Mi desenfado fue recibido con risitas y gorjeos.

—Mira tú quién ha venido —exclamó una de las criadas—: Sandokán.

Dejé que se burlaran un rato y luego fingí profunda tristeza. Pellizcándome con disimulo el perineo logré que unas lágrimas afloraran a mis ojos. Las criaditas, que en el fondo eran todo corazón, se compadecieron de mí y me preguntaron qué me pasaba.

—Una cosa tristísima que os voy a contar. Me llamo Toribio Sugrañes y fui compañero de mili del señor Peraplana, el que vive ahí, en esa torre tan bonita. Él hacía las prácticas de alférez y yo era turuta. Un día, en el campamento, una mula que iba alta estuvo a punto de darle una tremenda coz a Peraplana; yo me interpuse y le salvé la vida a costa de perder este colmillo cuya vacante podéis apreciar. Como cabe suponer, Peraplana me quedó muy agradecido y me juró que si alguna vez necesitaba algo no tenía más que acudir a él. Han transcurrido muchos años y me encuentro, como podéis inferir por mi aspecto, en una penosa situación. Recordando la promesa de antaño, he venido esta mañana a llamar a la puerta de Peraplana con ánimo de recordarle su deuda de gratitud, y ¿qué creeréis que me he encontrado?, ¿unos brazos abiertos? ¡Quiá! ¡Una patada en el culo!

—¿Pues qué esperabas, macho? —intercaló una de las criadas.

—¿De qué huerto bajas? —recabó otra.

—No, si éste hasta creerá que los niños vienen de París —se mofó una tercera.

—No os riáis —dijo la que parecía más sensata y que no debía de contar más allá de dieciséis añitos: una guinda confitada—. Todos los ricos son unos cabrones. Me lo ha dicho mi novio que es del PSUC.

—No seáis malas —reconvino una quinta a quien el uniforme, algo corto, dejaba entrever unos jamones muy apetitosos—. Han pasado muchos años desde lo de la mula, años que, por cierto, han hecho más mella en el señor Peraplana que en ti, caloyo. ¿Estás seguro de que hicisteis el servicio juntos?

—Sí, pero yo lo hice en cuanto entré en caja y a Peraplana le concedieron todas las prórrogas. Eso vale por la diferencia de edad que tan sagazmente has advertido, guapa.

La de los jamones pareció satisfecha con esta improvisada explicación y añadió:

—Según tengo entendido, los Peraplana son buenas personas. Pagan bien y no dan guerra. Es posible que ahora ande todo manga por hombro en la casa, con la boda de la niña.

—¿Se casa Isabelita? —pregunté.

—¿También ella hizo la mili contigo? —preguntó la jamona, cuyas artes deductivas la estaban convirtiendo en un peligro.

—En el permiso de jura Peraplana dejó preñada a su novia en Salou y cuando nos dieron la verde se casó de penalti. Me dijo que si tenía una niña le pondría Isabelita. ¡Cómo pasa el tiempo!, y ¡cómo me gustaría ver ahora a la niña! ¡Qué de recuerdos!

—Pues no creo que te inviten a la boda, chatungo —atajó la novia del psuquero—. Dicen que el novio está forrado.

—¿Y es guapo? —quiso saber otra.

—Parece un locutor de Telediario —sentenció la guinda confitada.

Se había hecho tarde y las criadas se dispersaron como una bandada de tórtolas que, sobresaltada por un ruido súbito, alza el vuelo defecando para aligerar su peso. Me quedé solo en la calle, muy tranquila a la sazón, y dediqué unos segundos a trazar un plan para cuya ejecución recurrí una vez más a los cubos de basura, que se habían convertido para mí en ventajoso sustituto del Corte Inglés. Una caja, unos papeles, un cordel y otros adminículos me bastaron para componer un paquete, provisto del cual me dirigí a la casa de los Peraplana. Crucé un refrescante jardín en cuya grava reposaban dos Seats y un Renault y donde había un surtidor de mármol, un balancín y una mesa blanca, protegida por un parasol listado. Ante la puerta de cristal emplomado que daba acceso a la casa me detuve y pulsé un timbre que en vez de hacer ring hizo tin-tan. A la llamada acudió un mayordomo tripón a quien saludé con una venia.

—Soy de la joyería Sugrañes del Paseo de Gracia —dije— y traigo un regalo de bodas para la señorita Isabel Peraplana. ¿Está la señorita?

—Sí, pero no puede atenderle ahora —dijo el mayordomo—. Deme el paquete y yo se lo haré llegar.

Sacó del bolsillo un par de monedas de diez duros y, muerto de hambre como estaba, ponderé la conveniencia de aceptarlos y salir corriendo. Pero vencí tan mezquina inclinación y puse el paquete a salvo del mayordomo mediante un quiebro de cintura.

—La señorita tiene que firmar el albarán —dije.

—Yo estoy autorizado a firmar —dijo el altanero mayordomo.

—Pero yo no estoy autorizado a efectuar la entrega si la señorita Isabel Peraplana no me firma de su puño y letra y en mi presencia. Norma de la casa.

Mi firmeza hizo vacilar al mayordomo.

—La señorita no puede salir ahora, ya le he dicho: está probando con la modista.

—Hagamos una cosa —propuse yo—: llame usted por teléfono a la joyería y si ellos me lo permiten yo con sumo gusto aceptaré no ya su firma, sino su palabra de honor.

Bastante convencido por mis plausibles razones, el mayordomo me franqueó la entrada. Rogué a todos los santos que no hubiera teléfono en el vestíbulo y mi plegaria fue atendida. El vestíbulo era una pieza circular de techo alto y abovedado. Casi no había muebles y sí maceteros con palmeritas y unas figuras de bronce que representaban tiorras en cueros y enanillos. El mayordomo me indicó que esperara allí mientras él telefoneaba desde el ofis. Yo siempre había creído que el ofis era un mingitorio, pero no exterioricé mi extrañeza. Preguntando cuál era el teléfono de la joyería, respondí que no lo recordaba.

—Busque usted en la guía por Joyería Sugrañes. Si no está, busque por Sugrañes Joyeros. Y si tampoco está, por Objetos de Valor Sugrañes. Y pregunte por Sugrañes padre. El hijo es un débil mental sin facultades decisorias.

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