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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Narrativa

El misterio de la cripta embrujada (15 page)

BOOK: El misterio de la cripta embrujada
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—Procura no despegarte de él aunque tengas que renunciar a las peripecias aritméticas que prescribe el código de la circulación en lo que a guardar distancias se refiere —le dije.

Echamos a rodar tan pegados al SEAT que temí que nos diéramos un topetazo, del que la ley nos habría hecho responsables, porque me consta que la culpa es siempre del que va detrás, así el otro le haya provocado de palabra o de obra. De esta guisa llegamos a la Diagonal y, aprovechando un semáforo, me apeé, no sin antes repetir:

—Que no se te escape. Y ponte las gafas, por el amor de dios, que nadie va a ver que las usas y puedes evitarte un accidente serio.

Me dijo que sí, apretó los dientes y salió disparada en pos del SEAT. Yo paré un taxi, que ya antes había avizorado, y saltando dentro dije al taxista:

—Siga a esos dos coches. Soy de la secreta.

El taxista me mostró una chapa.

—Yo también —dijo—. ¿Qué rama?

—Estupefacientes —improvisé—. ¿Cómo va lo de los trienios?

—Mal, como de costumbre —dijo el falso taxista—. Veremos a ver ahora con las elecciones. Yo pienso votar a Felipe González, ¿y tú?

—A quien me digan los jefes —atajé para evitar unas confianzas que habrían acabado por ponerme en evidencia.

Habíamos rodeado Calvo Sotelo y seguíamos por la Diagonal. Tal como yo había calculado, el conductor del SEAT no tardó en apercibirse de que otro coche lo seguía y con una hábil maniobra y saltándose a la torera una prohibición, se metió por Muntaner abajo y despistó a la pobre Mercedes, a quien de poco arrolla un autobús cuando trataba denodadamente de hacer marcha atrás. Sonreí para mis adentros y dije al taxista que siguiera al SEAT. Este último, convencido de haberse desembarazado de su seguidor, había aminorado la marcha y no nos costó nada irle a la zaga. De paso, me había quitado de encima temporalmente a Mercedes sin herir su autoestima, ya muy maltrecha.

El SEAT llegó a su destino: un chaflán de la calle Enrique Granados. Allí se detuvo el coche y se bajó el conductor, que enfiló un portal oscuro hundiendo la cabeza entre los hombros, como si así la lluvia no fuera a encontrársela. El portal se abrió y el conductor del SEAT desapareció en sus profundidades. Pedí al taxista que esperase, pero me dijo que no podía.

—Tengo que ir a rondar la casa de Reventós, a ver si le descubro una chapucilla.

Le di las gracias y le deseé suerte. No aceptó que le pagase la carrera por ser del gremio, aunque esta vez tenía yo dinero, el que me había dado Mercedes antes de separarnos. Partió el policía camuflado y me quedé solo bajo el chaparrón. Un examen superficial del SEAT no arrojó ninguna luz. La cédula de identificación fiscal daba el nombre de una sociedad inmobiliaria, evidentemente una patraña para evadir impuestos. Descerrajé la puerta con un ladrillo y husmeé el interior. La guantera no contenía más que documentos del vehículo, un mapa de carreteras mal doblado y una linterna sin pilas. Los asientos eran de terciopelo y el del conductor llevaba una esterilla de cañamazo superpuesta para evitar la transpiración del culo. De este detalle inferí que era el propio Peraplana quien habitualmente conducía el coche. No había razón alguna para creer que no era él quien acababa de entrar en el portal del chaflán. Por precaución, tomé nota mental del kilometraje, aunque no confiaba en retener el guarismo, ya que las matemáticas no son mi fuerte, siendo yo de natural más inclinado a las humanidades. En el cenicero había colillas de Marlboro; en los filtros no se apreciaban restos de lápiz labial y sí la incisión de unos dientes regulares, tal vez no primigenios. Había ceniza en la alfombra, signo de que era el conductor quien fumaba. Una de las colillas guardaba humedades y el encendedor automático estaba todavía caliente. Confirmé que me las veía con el propio Peraplana. Salí del coche, no sin antes haber arrancado de su caja la radio y el tocacasettes para encubrir de robo mis pesquisas. Me deshice de ambos aparatos arrojándolos a una alcantarilla y por unos instantes ponderé la posibilidad de ocultarme en el portamaletas y ver adónde me llevaban, pero descarté pronto esta medida por peligrosa y porque me interesaba más saber lo que se cocía en la casa del chaflán, a la que había acudido Peraplana fresca aún la tierra donde yacía su hija.

En un bar de tapas del chaflán frontero pedí una Pepsi-Cola y me encerré en la cabina telefónica bien provisto de fichas y procurando no perder de vista el portal que me intrigaba. Busqué en la guía de calles el edificio en cuestión y empecé a llamar a todos los inquilinos, a los que decía cuando contestaban:

—¡Hola, tú, aquí
Cambio 16
en plan de encuesta! ¿Qué cadena de televisión estás viendo?

Todos contestaban que la primera y un excéntrico que la segunda… En uno sólo de los números a los que llamé me dijeron de malos modos:

—Ninguna —y colgaron.

—Mordiste el anzuelo, sardineta —me dije mirando el nombre de quien tan descortés había sido con nuestra prensa: Plutonio Sobobo Cuadrado, dentista.

Sin dejar de observar el portal, me bebí la Pepsi-Cola y estaba metiendo la lengua por el cuello de la botella para apurar la última gota, cuando vi que los hombres salían del portal acarreando con delicadeza un bulto envuelto en una sábana blanca. En la lobreguez del portal, una mujer presenciaba la operación retorciéndose las manos. El tamaño del bulto y su forma correspondían a una persona no muy grande, con certeza una niña. Los dos hombres metieron el bulto en el portamaletas del SEAT y me regocijé de no estar yo ahí. Luego uno de los hombres se sentó al volante y partió el coche. Me habría gustado seguirlo, pero no se vislumbraba un taxi por ninguna parte. Concentré, pues, mi atención en el otro hombre, que volvió a entrar en el portal, habló un rato animadamente con la mujer que se retorcía las manos y cerró luego la hoja de madera. Pagué mi consumición, salí del bar y estudié el portal bajo la lluvia pertinaz. Visto lo que me interesaba, y que omitiré pues son tecnicismos de cerrajeros y maleantes, me apropié de una barra de metal que encontré en un solar en construcción y procedí a abrir la puerta de acceso al zaguán. De los buzones saqué el piso y puerta del dentista: segundo primera. Había un ascensor que parecía un ataúd, pero subí a pie por lo del sigilo. El interior del edificio respondía a su fachada gris, maciza, vulgar y un poco triste: una casa del Ensanche. Llamé a la puerta del dentista, que contestó inmediatamente a través de la mirilla.

—¿Quién va?

—Doctor, tengo un flemón que me trae frito —dije hinchando el carrillo.

—Usted no tiene nada, éstas no son horas de visita y yo tengo mi consultorio en el Clot —respondió el dentista.

—En realidad —dije yo explorando nuevas vías de acercamiento—, soy psiquiatra infantil y quiero hablarle de su hija.

—Váyase usted ahora mismo, tío loco.

—Si quiere, me voy, pero volveré con la policía —amenacé con exigua convicción.

—Yo soy el que va a llamar a la policía si no se larga usted en menos que canta un gallo.

—Doctor —dije yo adoptando un tono menos enfático—, está usted metido en un lío de no te menees. Más vale que hablemos con sinceridad.

—No sé a qué se refiere.

—Sí que lo sabe, o no estaría usted manteniendo una conversación que nadie en su sano juicio mantendría. Sé todo lo referente a su hija y, por raro que le parezca, puedo ayudarle a salir del embrollo si está usted dispuesto a cooperar. Ahora voy a contar hasta cinco. Despacito, pero hasta cinco. Si para cuando acabe no me ha abierto esta puerta, me iré y usted solo pagará las consecuencias de su tozudez. Uno… dos… tres…

Percibí débilmente tras el paño una voz de mujer que decía:

—Ábrele, Pluto. A lo mejor sí que nos puede ayudar.

—…cuatro… y cinco. Buenas noches tengan ustedes.

La puerta se abrió y en el vano se recortó la figura que poco antes había visto en el portal. La mujer que se retorcía las manos se las seguía retorciendo a espaldas de su marido el dentista.

—Espere —dijo este último—. Nada se pierde con hablar. ¿Quién es usted y qué tiene que decirme?

—No es preciso que se entere el vecindario, doctor —dije yo—. Invíteme a pasar.

El doctor se hizo a un lado y entré en un recibidor pobremente iluminado por una bombilla de bajo voltaje enjaulada en una lámpara de hierro forjado. Había en el recibidor un paragüero de loza, un perchero de madera oscura labrada y un sillón frailuno. En el papel de las paredes se repetía simétricamente una escena campestre. En la parte interior de la puerta había un sagrado corazón de esmalte que decía: bendeciré esta casa. Las baldosas del suelo eran octogonales, de varios colores y bailoteaban al paso.

—Tenga la bondad —dijo el dentista señalando un pasillo estrecho y tenebroso que no parecía tener fin.

Eché a andar por el pasillo seguido del doctor y de su mujer y arrepintiéndome de no haber propuesto que la entrevista se celebrase en terreno neutral, porque no sabía lo que me esperaba al fondo del pasillo y es notoria la capacidad de hacer daño que tienen los dentistas.

Capítulo XV

EL DENTISTA SE SINCERA

PERO mis temores resultaron infundados, porque a medio pasillo me rebasó el doctor y prendió solícito una luz que iluminó un saloncito modestamente amueblado pero confortable, en uno de cuyos sillones me indico que me sentara, al tiempo que decía:

—No podremos obsequiarle como desearíamos, pues tanto mi esposa como yo somos abstemios. Puedo ofrecerle un chicle medicinal que me ha enviado de propaganda un laboratorio. Dicen que va bien para las encías.

Decliné el ofrecimiento, esperé a que el matrimonio se sentara y dije así:

—Ustedes se preguntarán quién soy y a título de qué me injiero en sus asuntos. Les responderé diciendo que lo primero carece de importancia y que a lo segundo no sabría dar explicación, salvo que opino que andamos todos metidos en el mismo ajo, aunque tal cosa no me atrevo a afirmar hasta que no hayan contestado ustedes a unas preguntas que yo, a mi vez, les haré. Hace unos instantes le vi a usted, doctor, transportar un fardo y meterlo en el portamaletas de un coche. ¿Lo admite?

—Sí, en efecto.

—¿Admitirá usted también que el fardo en cuestión contenía o, mejor dicho, era propiamente un ser humano, presuntamente una niña y, osaré aventurar, su hija de usted, por añadidura?

Vaciló el odontólogo y su mujer tomó la palabra para decir:

—Era la nena, señor, tiene usted toda la razón.

Reparé en que era una mujer algo fondona, pero aún aprovechable. Sus ojos y el rictus de sus labios expresaban no sé qué y emanaba su persona un hálito que no supe a qué atribuir.

—¿Y no es asimismo cierto —proseguí recordando el elegante estilo que el ministerio fiscal desarrollaba en las vistas en que yo intervenía en calidad de acusado y, tengo para mí, en todas las demás— que la niña del fardo, su hija de ustedes, es la misma niña que desapareció hace dos días del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio?

—Calla —dijo el dentista a su mujer—. No tenemos por qué contestar.

—Nos han descubierto, Pluto —dijo ella con un deje de alivio en la voz—. Y me alegro de que así sea. Nunca, señor, habíamos infringido la ley antes de ahora. Usted, que tiene pinta de hampón, estará de acuerdo conmigo en que no es fácil acallar la conciencia.

Expresé mi acuerdo y continué diciendo:

—La niña no desapareció del colegio, sino que fue sacada de él sin conocimiento de las monjas y traída a esta casa, donde ustedes la ocultaron mientras fingían estar muy apesadumbrados por lo que quisieron hacer pasar por secuestro o fuga, ¿no es así?

—Tal y como usted lo cuenta —dijo la señora.

La siguiente pregunta venía rodada.

—¿Por qué?

El matrimonio guardó silencio.

—¿Cuál era el objeto de esta farsa insensata? —insistí.

—Él nos obligó —dijo la señora. Y agregó dirigiéndose a su marido, que le lanzaba miradas reprobatorias—. Más vale que lo confesemos todo. ¿Es usted policía? —me dijo a mí.

—No, señora, ni muchísimo menos. ¿Quién es él? ¿Peraplana?

La señora se encogió de hombros. El odontólogo ocultó el rostro entre las manos y prorrumpió en sollozos. Daba pena ver llorar a un dentista con tanto desconsuelo. Esperé pacientemente a que se rehiciera y, una vez dueño de sí, el doctor abrió los brazos como quien va a exponer sus desnudeces y dijo lo que sigue:

—Usted, caballero, que parece observador y despejado, habrá colegido del barrio en que vivimos, la sencillez de nuestro vestuario y menaje y el hecho de que apaguemos automáticamente las luces al salir de una habitación, que pertenecemos a la sufrida clase media. Tanto mi señora como yo proveníamos de modesta cuna y yo, personalmente, hice todos mis estudios con ayuda de becas y de unas clases particulares que me proporcionaron los jesuitas a través de la congregación. La cultura de mi señora se limita a unos conocimientos culinarios no exentos de altibajos y unas habilidades en el terreno de la costura que le permiten transformar trajes de verano en batas de casa que jamás usa. Aunque hace trece años que contrajimos matrimonio, nuestro menguado peculio sólo nos ha permitido tener una hija, bien a nuestro pesar, viéndonos obligados desde hace ya mucho a recurrir a los anovulatorios, no obstante ser ambos católicos practicantes, lo que ha privado a nuestras relaciones sensuales de todo goce, por razón del remordimiento. Huelga añadir que nuestra hijita, desde el momento mismo de su concepción, se convirtió en el centro de nuestras vidas y que por ella hacemos incontables sacrificios, por los que nunca le hemos pedido cuentas, al menos explícitamente. La suerte, que en tantas otras cosas nos ha sido adversa, nos ha recompensado con una niña que reúne todas las gracias, no siendo la menor de éstas el acendrado amor que nos profesa.

Se volvió el dentista a su mujer, quizá en busca de corroboración, pero ella tenía los ojos cerrados y el ceño fruncido y parecía ausente, como si estuviera pasando revista a su vida, cosa esta que no deduje, claro está, de su actitud abstraída, sino de la posterior reacción que en su momento narraré.

—Llegada nuestra hija a la edad de la razón —continuó el dentista—, discutimos mi señora y yo largamente y no sin cierto encono el colegio al que debíamos mandarla. Ambos coincidimos en que había de ser éste lo mejor que ofreciera la ciudad, pero, en tanto que mi señora se inclinaba por una escuela laica, progre y cara, yo era partidario de la tradicional enseñanza religiosa, que tan buenos frutos ha dado a España. No creo, por lo demás, que los cambios que recientemente han sobrevenido a nuestra sociedad sean duraderos. Tarde o temprano, los militares harán que todo vuelva a la normalidad. En las escuelas modernas, por otra parte, impera el libertinaje: los profesores, me consta, se jactan ante el alumnado de sus irregulares enjuagues matrimoniales; las maestras prescinden de la ropa interior, y en los recreos se desalienta el deporte y se propicia la concupiscencia; se organizan bailes y excursiones de más de un día y se proyectan películas del cuatro. No sé si, como dicen, esto prepara a los niños a enfrentarse al mundo. Quizá se les vacune contra los peligros, prefiero no opinar. ¿De qué le estaba hablando?

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