—Del colegio de su hija de usted —le recordé.
—Ah, sí. Discutimos, pues, como le decía, y siendo mi señora mujer y yo hombre, tuvo ella que ceder, porque así es la ley natural. El colegio de las madres lazaristas de San Gervasio, que finalmente elegí, supuso para nosotros el doble sacrificio de tener que separarnos de la nena, ya que el régimen de internado no admitía excepciones, y de sufragar unas mensualidades que puedo calificar sin ambages de onerosas, tanto en términos relativos como absolutos. La educación, sin embargo, era esmerada y nunca nos quejamos, aunque bien sabe dios que el dinero no nos sobraba. Y pasaron los años.
Abanicó lentamente el aire con las manos como si a este conjuro fueran a proyectarse en el espacio secuencias de aquella insípida saga familiar.
—Todo iba bien —prosiguió diciendo en vista de que nada de eso sucedía—, hasta que leí en una de las revistas que me envían gratuitamente al consultorio un artículo sobre los adelantos de la industria alemana en materia de ortodoncia. Le ahorraré los tecnicismos. Bástele saber que se me metió entre ceja y ceja adquirir un torno eléctrico y arrinconar el de pedales que había venido usando y que, dicho sea de paso, no hacía feliz a la clientela. Acudí a todos los bancos de la plaza, pero me negaron el crédito que les solicitaba, por lo que hube de recurrir a instituciones financieras un tanto más exigentes en lo que intereses se refiere. Firmé cambiales. Me llegó el torno, pero las instrucciones estaban en alemán. Probando con los pacientes, perdí algunos. Las letras vencían con pasmosa celeridad y tuve que pedir nuevos préstamos para amortizarlas. En suma: me entrampé sin remisión. Mis creencias y mis responsabilidades como padre y marido me cerraban la solución cobarde del suicidio. Sólo me quedaba esperar el presidio y el deshonor. La sola idea de que mi mujer tuviera que ponerse a trabajar se me hacía odiosa. No busco paliativos a mis culpas, sólo quiero que comprenda usted mi situación y calibre mis angustias.
»Una mañana se presentó en el consultorio un elegante y grave caballero. Pensé que traía una orden de lanzamiento o incluso de comparecencia, pero no era, como su atuendo y su prestancia parecían indicar, un oficial de juzgado, sino un financiero que se negó a identificarse y que manifestó estar al corriente de mis aprietos. Me dijo que podía ayudarme. Quise besar su mano, pero él la levantó, así, y me dejó succionando el aire. Me preguntó si tenía una hija en el internado de San Gervasio. Asentí. Me preguntó si estaba dispuesto a hacerle un favor y a guardar un secreto. Me dio su palabra de que la nena no sufriría ningún perjuicio. ¿Qué podía yo hacer? Estaba, como se dice, entre la espada y la pared. Me avine a lo que me pedía. Hace dos noches trajo a casa a la nena: estaba muy pálida y parecía muerta, pero el señor nos aseguró que no le pasaba nada, que había tenido que administrarle un sedante como parte de su plan. Me dio una caja de cápsulas que la nena debía inhalar cada dos horas. Por mis conocimientos profesionales supe que las cápsulas contenían éter. Quise echarme atrás en el trato, pero el señor atajó mis protestas con sardónica risa como la que voy a imitar para usted: je, je.
»—Ya es tarde para arrepentimientos —dijo—. No sólo obran en mi poder las letras que usted aceptó e irán al protesto al menor indicio de insubordinación, sino que este asunto ha trascendido ya los lindes de lo preceptuado por el código penal. Ni usted, ni su señora esposa, ni siquiera su hija se verán libres de procesamiento si no se atienden estrictamente a mis órdenes.
»Y así, asustados e impotentes, hemos pasado estos dos últimos días, drogando a la nena y esperando que de un momento a otro cayese sobre nosotros el peso de la ley. Esta noche vino otra vez el caballero en cuestión y me ordenó que le entregase a la nena. La envolvimos en una sábana y la metimos en el portamaletas del coche, como usted dice que vio. Eso es todo.
Calló el odontólogo y los sollozos volvieron a agitar su cuerpo. La mujer se levantó, cruzó el salón y se puso a contemplar los geranios mustios que adornaban el balconcito. Cuando habló la mujer, la voz pareció salirle del estómago.
—Ay, Pluto —dijo—, en mala hora me casé contigo. Siempre has sido un ambicioso sin empuje, un tirano sin grandeza y un botarate sin gracia. Has sido vanidoso en tus sueños y apocado ante la realidad. Nunca me has dado nada de lo que yo esperaba, ni siquiera de lo que yo no esperaba, cosa que habría agradecido igual. De mi insondable capacidad de sufrimiento sólo has aprovechado mi sumisión. Contigo me ha faltado no ya la pasión, sino la ternura, no ya el amor, sino la seguridad. Si no temiera como temo las miserias de la soledad y la escasez, mil veces te habría abandonado. Pero este asunto es la gota que desborda el vaso. Búscate un abogado y tramitaremos la separación.
Y salió del salón sin atender a los aspavientos de su marido, que parecía haberse quedado mudo. Oímos su taconeo por el pasillo y un portazo iracundo.
—Se ha metido en el baño —me informó el atribulado dentista—. Siempre hace lo mismo cuando le da la histeria.
Yo, que tengo por norma no entrometerme en los asuntos maritales del prójimo, me levanté para irme, pero el dentista me agarró con las dos manos del brazo y me obligó a sentarme. Se oyó correr un grifo.
—Usted —me dijo— es un hombre. Usted me comprenderá. Las mujeres son así: se les da todo hecho y se quejan; se les da cuerda y se vuelven a quejar. Sobre nosotros recaen todas las responsabilidades, nosotros hemos de tomar todas las decisiones. Ellas juzgan: que la cosa sale bien, vaya y pase; que sale mal: eres un calzonazos. Sus madres les llenaron la cabeza de fantasías, todas se creen que son Grace Kelly. Pero, claro, usted no entiende lo que le estoy diciendo. Usted pone cara de a mí qué más me da. Usted, por su apariencia, pertenece a esa clase feliz a la que también se le da todo mascado. No tienen ustedes de qué preocuparse: ni mandan a sus hijos a la escuela ni los llevan al médico ni tienen que vestirlos ni darles de comer: los sueltan desnudos a la calle y allá te las compongas. Les da lo mismo tener uno que cuarenta. Visten de harapos, viven hacinados como bestias, no frecuentan espectáculos ni distinguen entre un solomillo y una rata chafada. Las crisis económicas no les afectan. Sin gastos que atender, pueden destinar todos sus ingresos a degradarse y, ¿quién les pide luego cuentas? Si el dinero no les basta, hacen huelga y esperan a que el Estado les saque las castañas del fuego. Se hacen viejos y, como no han sabido ahorrar un duro, se echan en brazos de la seguridad social. Y, mientras tanto, ¿quién permite el desarrollo?, ¿quién paga los impuestos?, ¿quién mantiene la casa en orden? ¿No lo sabe? ¡Nosotros, señor mío, los dentistas!
Le dije que tenía mucha razón, di las buenas noches y salí, porque se hacía tarde y me quedaban aún algunas incógnitas por despejar. Al recorrer de nuevo el pasillo hacia la puerta, percibí un chapoteo proveniente de lo que deduje sería el cuarto de baño.
En la calle, los taxis brillaban por su ausencia y con los transportes públicos no había que contar. Emprendí un trotecillo ligero y llegué calado hasta los huesos al bar de la calle Escudillers donde había dado cita a Mercedes, a la que encontré rodeada de trasnochadores que se la querían ligar. La pobre chica, que no en vano venía de un pueblo decente, estaba aterrorizada ante tanta insolencia, pero fingió un divertido desparpajo cuando me vio entrar. Un fulano cuya camisa desabotonada dejaba entrever pelarros y tatuajes me miró con ojos enrojecidos y provocadores.
—Podíamos haber quedado en Sándor —me recriminó Mercedes.
—No se me ha ocurrido —dije yo.
—¿Es éste tu maromo, macha? —preguntó el matón de la camisa reveladora.
—Mi novio —dijo Mercedes imprudentemente.
—Pues voy a hacer con él croquetas Findus —se jactó el perdonavidas.
Y cogiendo por el gollete una botella de vino vacía, la estrelló contra el mostrador de mármol, clavándose en la mano los cristales y sangrando con profusión.
—¡Mierda! —exclamó—. En las películas siempre sale bien.
—Son botellas de pega —dije yo—. ¿Me permite que le vea la mano? Soy practicante en el Clínico.
Me mostró la mano ensangrentada y le vacié un salero en las heridas. Mientras aullaba de dolor, le partí un taburete en la cabeza y lo dejé tendido en el suelo. El dueño del bar nos instó a que nos fuésemos, pues no quería camorra. Ya fuera, Mercedes se puso a llorar.
—No pude seguir al coche, como tú me habías dicho. Me despistó. Y luego he pasado mucho miedo.
Su desazón me inspiró una gran ternura y casi lamenté haberla metido en aquel enredo.
—No te preocupes más, mujer —le dije—. Ya estoy yo aquí y todo terminará bien. ¿Dónde tienes el coche?
—Mal aparcado en la calle del Carmen.
—Pues vamos allá.
Al llegar junto al coche, se lo estaba llevando la grúa. No sin debate aceptaron los funcionarios municipales que satisficiéramos la multa y nos quedáramos con el vehículo. A cambio del dinero nos dieron un recibo cuidadosamente doblado y nos conminaron a no leerlo hasta que se hubieran ido. El recibo rezaba así: Es usted constante en sus afectos, pero su hermetismo puede ocasionar malentendidos; cuide sus bronquios.
—Me temo —dije— que hemos sido estafados.
EL CORREDOR DE LAS CIEN PUERTAS
ERAN casi las dos de la mañana cuando Mercedes logró aparcar el 600 en una callejuela relativamente próxima al colegio de las madres lazaristas. Me eché al hombro los artilugios que habíamos adquirido aquella misma tarde y echamos a andar por las calles solitarias. A dios gracias, había parado de llover.
—Recuerda bien las instrucciones —le iba yo diciendo a Mercedes—. Si dentro de dos horas no doy señales de vida…
—Llamo al comisario Flores, ya lo sé. Me lo has repetido cien veces. ¿Te crees que soy tonta?
—No deseo correr riesgos inútiles, compréndelo —me disculpé—. No sé a lo que me voy a tener que enfrentar en esa maldita cripta, pero me consta que quienes se valen de ella no se andan con miramientos.
—Para empezar —dijo Mercedes—, tendrás que vértelas con la mosca gigante.
—No hay tal mosca gigante, boba. Lo que viste fue una persona cubierta con una careta antigás. Parece que esos tipos le dan duro al éter.
—¿No deberías llevarte un canario? —sugirió Mercedes.
—¡Sólo me faltaría eso! —dije yo.
Nos habíamos detenido ante la verja erizada de lanzas. El silencio era sobrecogedor y en el edificio del colegio no brillaba una sola luz. Suspiré presa de vacilaciones. Mercedes susurró a mi oído.
—Valor.
No quise decirle que depender de ella, de quien sólo sabía que acababa de cometer un asesinato moral y los pocos datos más que ella misma había tenido a bien proporcionarme, era precisamente lo que me inquietaba.
—Deséame suerte —dije como había oído decir en las películas.
—Por si no volvemos a vernos —dijo Mercedes con bastante poco tacto—, quiero que sepas una cosa: lo que te dije esta tarde de que era yo una reprimida no era verdad. He tenido un sinfín de amantes. Me acosté con todos los negros; hombres, mujeres, niños, camellos, todos. Una tribu entera.
Supuse que el peligro había excitado su imaginación y le dije que lo creía a pies juntillas. Mientras tanto, había encontrado lo que buscaba: un montón de excrementos de perro de reciente fabricación. Los recogí de la acera con sumo cuidado, procurando no alterar su forma original, y los arrojé al jardín del colegio por entre los barrotes de la verja. No tardaron en hacer su aparición los dos mastines, que procedieron como yo había previsto, pues tengo observado que los perros, que pasan por animales inteligentes, suelen olisquear las deposiciones de sus congéneres con evidente delectación y los mastines no eran excepción a esta desafortunada regla. Entretenidos, pues, los cancerberos con tan barato obsequio, rodeamos a la carrera el muro hasta llegar al extremo opuesto, donde su altura era inferior. Me subí sobre los hombros de Mercedes, que, pese a mi esmirriada complexión, se bamboleaba como barquilla al viento, y tendí sobre el remate del muro una manta que habíamos adquirido aquella misma tarde en un local que tal artículo vendía. Así pude ganar la parte superior del muro sin que los fragmentos de cristal en él cimentados hicieran de mí un eccehomo. Oteé el panorama mientras me colgaba en bandolera el zurrón que desde abajo Mercedes me tendía: los perros seguían ausentes. Saqué del zurrón una hermosa butifarra comprada en el mercado del Ninot con la que, en caso de apuro, pensaba sobornar a los mastines, y salté al suelo. El tierno césped mitigó el golpe. Desde la calle, Mercedes tiró de la manta para borrar toda traza del escalo, y al hacerlo sucedió una cosa imprevista: una segunda manta, de cuya existencia no nos habíamos percatado hasta entonces, se desprendió de los repliegues de la primera y me cayó encima, cubriéndome de la guisa que se cubren los fantasmas y haciéndome tropezar con una raíz que del suelo sobresalía, con lo que caí de bruces hecho un paquete. Recordé entonces que en la tienda de mantas campeaba un letrero anunciando que a todos los novios que tal prenda compraran se les regalaría otra de idéntico tamaño, color y tejido, la necesitaran o no. Yo no había parado mientes en este detalle, ya que Mercedes y yo no habíamos dado con nuestra conducta pábulo alguno a conjeturas sobre la naturaleza de nuestras relaciones.
En fin, como iba diciendo, me hallaba yo enzarzado en lucha con la manta, cuando percibí unos gruñidos amenazadores y sentía a través de la lana, si de tal material era la manta, el húmedo hocico de los perros, que habían abandonado su entretenimiento y habían acudido con ejemplar diligencia al ruido de mi derrumbe. Por ventura, todas las mantas nuevas desprenden un olor especial y no precisamente bueno y ello impidió que los mastines advirtiesen la presencia de un ser humano bajo la envoltura. Decidido a aprovechar tan imprevisto percance, y asiendo entre los dientes la butifarra, que me pareció en exceso dura para su precio astronómico, avancé por el césped a cuatro patas, procurando que ninguna de las extremidades de que estoy dotado sobresaliera de la cobertura, y así, siempre cortejado por los perros, que debían de devanarse los sesos tratando de imaginar qué sería aquello, llegué hasta la pared del colegio. Venía entonces un momento crítico: el de salir de mi refugio y penetrar en el edificio.
Levanté con prudencia uno de los bordes de la manta y por allí arrojé con fuerza la butifarra, tras la cual partieron los perros. Viéndome libre de su presencia, recobré la verticalidad y miré la pared que ante mí se alzaba para descubrir con horror que no había en ella ventana, enredadera ni asidero alguno por el que trepar. Volvían los perros a todo correr con la butifarra en las fauces de uno de ellos cuando, en la desesperación que me embargaba, se me ocurrió tirar sobre ellos la manta, en la que quedaron aprisionados los dos, invirtiéndose así los papeles que momentos antes habíamos representado mastines y yo en el gran teatro del mundo. Supongo que se morderían recíprocamente o que, al abrigo de la curiosidad ajena, se entregarían a libidinosos actos, que no son los perros remilgados cuando de holgar se trata. Yo, por mi parte, corrí pegado al edificio hasta que descubrí un ventanuco abierto por mor de lo benigno del clima, a través del cual me colé con la agilidad que da el pánico.