—¿Duermes, tú? —en la que reconocí a Mercedes Negrer y a la que quise responder sin conseguirlo, saliendo sólo de mi garganta un murmullo quejumbroso que poco a poco se fue transformando en alarido. Una mano se posó en mi espalda.
—¿Qué haces envuelto en la mosquitera?
—No veo —pude articular por fin—. Me parece que estoy ciego.
—No, hombre. Hay un apagón. Traigo una palmatoria, pero no encuentro las cerillas. Mi padre siempre tiene una caja de repuesto en la mesilla de noche para fumar en cuanto se despierta, aunque el médico se lo tiene prohibido.
A mi lado se abrió un cajón, cuyo contenido unas manos revolvieron. Se oyó un raspar y un chisporrotear y brilló una llamita vacilante que, aplicada a la mecha de una vela, difundió una vaga claridad, que me permitió distinguir a través de la urdimbre de la mosquitera el rostro tranquilo de Mercedes, cuyos ojos parpadeaban aceleradamente. Vestía una camisa de franela a cuadros escoceses que había pertenecido a un hombre más grande que ella y entre cuyos faldones, los de la camisa, surgían unos muslos estrechos y prolongados. Al inclinarse sobre mí para desembarazarme de la mosquitera, vi que debajo de la camisa llevaba unas braguitas azules no tan tupidas que no dejaran entrever un triángulo oscuro y desgreñado y en su envés sendos fragmentos de nalgas apretadas como el puño de un obrero en un mitin. No todos los botones de la camisa estaban abrochados y al boquear aquélla aparecían palideces aterciopeladas que despedían un aroma tibio y agridulce.
—Te oí hablar en sueños —dijo ella. Y agregó sin mucha lógica—. Yo tampoco podía dormir. ¿Te has hecho pipí?
—Anoche cené demasiado —dije a modo de excusa, porque se me caía la cara de vergüenza.
—A todos nos ha pasado alguna vez. No te preocupes. ¿Quieres seguir durmiendo o prefieres que hablemos?
—Prefiero que hablemos si me prometes no contarme más trolas.
Se rió tristemente.
—Te di la versión oficial de los hechos. Nunca creí que fuera muy convincente. ¿Cómo te diste cuenta?
—Toda la historia era una sarta de despropósitos, no siendo el menor de los cuales el que una adolescente amedrentada pudiera causar la muerte instantánea de un hombre apuñalándolo por la espalda. Nunca he matado a nadie, pero no soy lego en materia de violencia. De frente, tal cosa puede suceder. Por detrás, jamás.
Se sentó en el borde de la cama y yo me acurruqué sobre la almohada, con la espalda apoyada en la cabecera de madera, que crujía bajo mi peso. Ella dobló las rodillas hasta que pudo apoyar en éstas el mentón y se abrazó los tobillos. Yo, personalmente, no compartía su noción de la comodidad.
—El trasfondo —empezó diciendo— es el mismo: la niña pobre y espabilada y la niña rica y medio boba. También el trauma…
—¿Qué pasó la noche en que desapareció Isabelita?
—Dormíamos en un dormitorio común y nuestras camas eran contiguas. Yo padecía de un insomnio que atribuyo ahora a los ardores de la edad y atribuía entonces a cualquier otra causa. Oí a Isabel murmurar en sueños y me dediqué a estudiar en silencio sus rasgos límpidos, su cabellera dorada, la transpiración que perlaba sus sienes, las formas imprecisas que iba adquiriendo su cuerpo… ¿Te parece que hago literatura?
No respondí para no decir algo que pudiera obstaculizar el curso de sus pensamientos. Sé que nadie divaga tanto como el que se prepara a hacer una confesión y decidí tener paciencia.
—Al cabo de un rato —prosiguió diciendo—, Isabel se levantó. Me di cuenta de que seguía dormida y pensé que padecía de sonambulismo. Echó a andar por el pasillo que formaban las camas del dormitorio y se dirigió sin vacilar a la puerta. Me levanté y la seguí temiendo que fuera a darse un morrón. La puerta del dormitorio siempre estaba atrancada, por lo que me sorprendió que la abriera de par en par al llegar a ella. Estaba todo oscuro y sólo pude discernir una sombra al otro lado de la puerta, en el corredor que va del dormitorio a los baños.
—¿Hombre o mujer?
—Hombre, si los pantalones son privativos de tal género. Ya te he dicho que todo estaba oscuro.
—Continúa.
—Guiada por la sombra que había abierto la puerta, Isabel recorrió la distancia que la separaba de los baños. Allí la sombra le ordenó que aguardase, retrocedió y cerró de nuevo la puerta del dormitorio. Para entonces ya me había escurrido yo fuera y me ocultaba en un recodo, resuelta a seguir la aventura hasta el final.
—Una aclaración: ¿la puerta del dormitorio se cierra con pasador o con llave?
—Con llave. Al menos, entonces así era.
—¿Quién guardaba la llave?
—Las monjas, claro. La celadora tenía una y la madre superiora otra, que yo sepa. Pero no creo que fuera difícil hacerse con una copia. Aunque el régimen del internado era severo, las alumnas éramos dóciles y las precauciones no debían de ser excesivas. No confundas un colegio con una cárcel.
—Una pregunta más: ¿qué pasaba si una alumna tenía una necesidad perentoria a medianoche?
—Había un retrete y un lavabo al otro extremo del dormitorio. En lugar de puerta tenía una cortina de cretona, para que nadie pudiera encerrarse y hacer cosas feas.
»Sigo. Los baños estaban desiertos y al cruzarlos sentí el frío de las baldosas en los pies, pues iba descalza, al igual que Isabel. Esto hizo que me fijara en el calzado del misterioso acompañante de mi amiga y vi que llevaba unas zapatillas de lona y suela de hule. wambas las llamábamos entonces, por ser ésta la marca más común. Eran baratas y duraban bastante. No como lo que fabrican ahora, que da un resultado pésimo.
»Al fondo de los baños había otra puerta que comunicaba con una escalera por la que se bajaba a la antecámara de la capilla. Al salir del baño, ya vestidas, las niñas formábamos en la antecámara y la celadora nos pasaba revista. Huelga decir que la antecámara y la escalera estaban a la sazón tan desiertas como los baños. El misterioso acompañante de Isabel se alumbraba con una linterna. Yo no tenía dificultad alguna en seguirlos a distancia, porque los años me habían enseñado el camino de memoria y podía hacerlo a ciegas.
»Cuando entré en la capilla, los vi desaparecer tras el altar mayor, el de la virgen. Aguardé un rato a que salieran, porque sabía que detrás del altar no había puerta y, viendo que no lo hacían, avancé cautelosamente y comprobé que habían desaparecido. No me costó trabajo deducir que se habían valido de un pasadizo secreto y a buscarlo me puse sobreponiéndome al temor supersticioso que ya por entonces comenzaba a embargarme. A la débil luz de la luna que se filtraba por las vidrieras y tras varios minutos de intensa búsqueda, me percaté de que en el suelo del ábside había cuatro losas que, a juzgar por sus inscripciones latinas y las calaveras en ellas labradas, contenían los restos mortales de otros santos bienaventurados. Una de las losas, curiosamente, no presentaba restos de polvo en los intersticios ni de óxido en la pesada argolla que sobresalía de la piedra justo entre el risueño mentón de la calavera y la leyenda HIC IACET V.H.H. HAEC OLIM MEMI-NISSE IUBAVIT. Haciendo de tripas corazón, así la argolla y tiré de ella con todas mis fuerzas. La losa cedió y después de varios intentos salió de su marco. Me vi abocada a una negra escalinata por la que descendí temblando. Del pie de la escalinata arrancaba un pasillo tenebroso por el que anduve a tientas hasta que una abertura lateral me indicó que había otro corredor que cortaba el primero. No sabía qué camino seguir y tomé la intersección pensando que siempre podría volver al primer pasillo. Al cabo de un rato vi que un tercer corredor se cruzaba con el segundo y se me heló la sangre en las venas, porque comprendí que me hallaba en un laberinto, sola y a oscuras, en el que perecería si no daba pronto con la salida. El miedo debió de aturdirme, ya que al querer retroceder en busca de la escalera que llevaba a la falsa tumba, elegí un rumbo equivocado. Las intersecciones se sucedían y la dichosa escalera no aparecía. Maldije mi temeridad y me asaltaron los más tétricos presagios. Supongo que me puse a llorar. Al cabo de un rato reanudé la marcha confiando en que el azar me pusiera en el buen camino. Había perdido, por supuesto, la noción del tiempo y de la distancia recorrida.
—¿No se te ocurrió pedir auxilio? —pregunté.
—Sí, claro. Grité con toda mi alma, pero las paredes eran sólidas y sólo me respondió un eco burlón. Anduve y anduve a la desesperada hasta que, en el límite de mis fuerzas, percibí al fondo del pasillo por el que iba un vago resplandor. Ululaba el viento y una fragancia dulzona, como de incienso y flores marchitas, penetraba el aire, que se me antojó cargado. Había recorrido con extrema lentitud buena parte de la distancia que me separaba del resplandor, cuando surgió ante mí una figura espectral y a mi parecer enorme. Había acumulado ya demasiadas emociones y me desmayé. Creí recobrar el conocimiento, pero no debió de ser así, porque me vi frente a una mosca gigantesca, como de dos metros de altura y proporcionado grosor, que me miraba con unos ojos horribles y parecía querer conectar su trompa repulsiva a mi cuello. Quise gritar, pero no pude articular ningún sonido. Volví a desvanecerme. Desperté de nuevo en un recinto abovedado iluminado débilmente por la luz verdosa que antes he descrito. Sentí la caricia de una mano en las mejillas y el cosquilleo de unos pelos en la frente. Pugné una vez más por gritar, porque pensé que sería la mosca la que me tocaba con sus patas asquerosas. Pero al punto advertí que quien me acariciaba era la propia Isabel, cuya cabellera rubia rozaba mi frente. Antes de que pudiera reclamar una explicación, Isabel me cubrió la boca con la palma de la mano y musitó en mi oído:
»—Sabía que podía confiar en tu afecto. Tanto valor y tanta lealtad no quedarán sin recompensa.
»Y separando la mano de mi boca puso en ésta sus labios ardientes y húmedos al tiempo que su cuerpo, que parecía gravitar en el aire, se derrumbaba sobre el mío, permitiéndome sentir a través de la tela sutil del camisón que lo cubría los desacompasados latidos de su corazón y el calor ardiente que de sus formas adorables irradiaba. ¿Para qué ocultar el gozo salvaje de que me sentí invadida? Nos fundimos en un febril abrazo que duró hasta que mis dedos trémulos y mi boca sedienta de placer…
—Un momentito, un momentito —dije yo un tanto sorprendido por el giro inesperado que tomaba la narración—. Esto no estaba en el programa.
—Vamos, vamos, querido —dijo ella con un gesto de impaciencia, como si la interrupción le pareciera fuera de lugar—, no te hagas el estrecho. Es posible que entre Isabel y yo hubiera algo más que una simple camaradería escolar. A esa edad y en un internado, las tendencias sáficas no son raras. Si has visto a Isabel, sabrás que su físico es el que la imaginería atribuye a los arcángeles. Aunque es posible que haya perdido, porque no la he vuelto a ver desde entonces. En aquellos tiempos, al menos, era un bombón.
Aquel epíteto, ya anacrónico en esta época de sexualidad desmitificada, me hizo sonreír. Ella interpretó mal mi expresión.
—No creas que soy una lesbiana de tapadillo —protestó—. Si lo fuera, lo diría. Todo lo que te cuento pasó hace muchos años. Éramos adolescentes y mariposeábamos a la luz ambigua del alba erótica. Mi actual inclinación por los hombres está fuera de toda sospecha. Puedes preguntar en el pueblo.
—Está bien, está bien —dije yo—. Sigue, por favor.
—Como iba diciendo, en tan placentero pasatiempo estaba —prosiguió narrando Mercedes—, cuando noté que mis dedos estaban manchados de sangre y que ésta provenía del cuerpo de Isabel. Le pregunté de dónde venía aquella sangre y ella, sin responder, me cogió de la mano e hizo que me incorporase, cosa que me costó bastante esfuerzo. Una vez de pie, me condujo a una mesa que en el fondo de la cripta había y sobre la que yacía un hombre joven, no mal parecido, calzado con las mismas wambas que yo había visto en la oscuridad del baño, y, por todas las trazas, muerto, pues estaba inmóvil y una daga sobresalía de su pecho, a la altura del corazón. Me volví horrorizada a Isabel y le pregunté qué había pasado. Ella se encogió de hombros y dijo:
»—¿Vamos a pelearnos por esta minucia ahora que lo estábamos pasando tan bien? Tuve que hacerlo.
»—¿Por qué?, ¿quiso propasarse? —pregunté yo.
»—No —dijo Isabel con el mohín de niña mimada que adoptaba siempre que la reprendían—. Es que soy la abeja reina.
»En lo que no le faltaba razón, al menos desde el punto de vista simbólico, ya que no está científicamente demostrado que las abejas se carguen a los zánganos una vez fecundadas. Algo hay de cierto en la mantis religiosa y en algunas especies de himenópteros de la Mesoamérica, los palpos de cuyas hembras segregan una sustancia…
Me vi precisado a interrumpir nuevamente la digresión de Mercedes Negrer, que al parecer sabía un poco de todo, y le rogué que siguiera contando lo que pasó en la cripta una vez descubierto el fiambre.
—Yo no sabía qué hacer. Estaba muy confusa e Isabel no parecía en condiciones de prestarme ninguna asistencia. Me daba cuenta de que alguna medida había que adoptar para sacar a mi amiga de aquel atolladero, porque no era cosa de que nos encontrara alguien y fuera ella a parar de por vida a la prisión. Calculé que debía de estar ya amaneciendo en el mundo exterior y que no nos sobraba tiempo para regresar al dormitorio. El cadáver no me preocupaba mucho, desde un punto de vista práctico, porque no era fácil que las monjas descubrieran el pasadizo que conducía a la cripta y, aunque tal eventualidad se produjera, no tendrían forma de conectar el asesinato con Isabel si conseguíamos ganar el dormitorio antes de que sonara el despertador. El problema principal era la vuelta al dormitorio a través de un laberinto cuya trama me era desconocida.
»En estas cábalas andaba cuando oí un ruido seco a mis espaldas, como de algo que se quiebra, y me volví justo a tiempo de sujetar a Isabel, que se desplomaba, pálida como la cera.
»—¿Qué te pasa? —le pregunté angustiada—, ¿qué ha sido ese ruido?
»—Han roto —me dijo— mi pobre corazoncito de cristal.
»Y se quedó exánime en mis brazos. Ululó de nuevo el viento en la cripta y sentí que me flaqueaban las fuerzas. Un ronquido ahogado me advirtió de la presencia de la mosca. Traté de proteger a Isabel. Caímos al suelo. Perdí el conocimiento.
»Me despertó el timbre del dormitorio. Estaba en mi cama y una niña de tercero que siempre estaba haciendo méritos me zarandeaba.