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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (3 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—En fin —dijo el médico—. ¿Qué hora es? ¿Las siete? —Tras calcular mentalmente, añadió—: Digamos que cinco horas para que se iniciara el
rigor mortis
… que debió de ser muy rápido. Probablemente entró aquí a su hora de costumbre, se sentó y falleció.

—Siempre venía andando desde Dover Street —intervino un ancianito—. Yo le decía que era demasiado esfuerzo, a su edad. Tú lo sabes, cuántas veces se lo habré dicho, Ormsby.

—Sí, sí —replicó Ormsby, con el rostro encendido—. Desde luego que sí.

—En fin, ya no se puede hacer nada —dijo el médico—. Murió mientras dormía. Culyer, ¿hay alguna habitación vacía a la que podamos llevarlo?

—Por supuesto —contestó el secretario—. James, coja de mi despacho la llave de la número dieciséis y dígales que preparen una cama. Doctor, supongo que cuando finalice el
rigor mortis
… o sea, podremos…

—Sí, claro, podrán hacer todo lo necesario. Les enviaré a alguien para que lo amortajen. Habría que informar a la familia… pero será mejor esperar hasta que podamos mostrarlo un poco más presentable.

—El capitán Fentiman ya lo sabe —dijo el coronel Marchbanks—. Y el comandante se aloja en el club… Seguramente volverá dentro de poco. Y hay una hermana, según creo.

—Sí, lady Dormer —dijo Penberthy—. Vive en Portman Square. Llevan años sin hablarse, pero de todos modos tendrá que enterarse.

—Telefonearé yo —dijo el coronel—. No podemos dejarlo en manos del capitán Fentiman, porque no se encuentra en condiciones, el pobre. Tendrá que echarle un vistazo, doctor, cuando haya acabado con lo de aquí. Ya me entiende… Un ataque de lo de siempre, los nervios.

—De acuerdo. ¡Ah, Culyer! ¿Está preparada la habitación? Bien; entonces vamos a trasladarlo. A ver, que alguien lo coja por los hombros… No, usted no, Culyer. —El secretario solo tenía un brazo sano—. Lord Peter, sí, gracias… Levántelo con cuidado.

Wimsey colocó sus fuertes y largas manos bajo los brazos rígidos; el médico levantó las piernas y se llevaron el cadáver. Parecían formar parte de un espeluznante cortejo del día de Guy Fawkes, acarreando irreverentemente aquel maniquí que cabeceaba y se balanceaba entre sus brazos.

Se cerró la puerta cuando salieron, y dio la impresión de que desaparecía la tensión. El círculo se deshizo en grupitos. Alguien encendió un cigarrillo. La tirana del planeta, la Muerte senil, les había presentado su gris espejo unos momentos para mostrarles la imagen de lo por venir, pero de repente el espejo desapareció, y se desvaneció la situación desagradable. Feliz coincidencia que Penberthy fuera el médico del anciano, porque estaba al tanto de todo. Pudo firmar el certificado de defunción, sin investigaciones, sin nada inoportuno. Los miembros del Bellona Club podían irse a cenar.

El coronel Marchbanks se dirigió a la otra puerta, que daba a la biblioteca. En una estrecha antesala entre las dos habitaciones había una pequeña cabina telefónica, muy conveniente para los miembros del club que no deseaban salir al vestíbulo, zona casi pública.

—¡Eh, coronel! Ahí no. Ese aparato está averiado —dijo un hombre llamado Wetheridge, que lo había visto llegar—. Es una vergüenza. Yo quería llamar por teléfono esta mañana y… ¡Vaya! Ya no está el cartel. Supongo que vuelve a funcionar. Tendrían que avisarnos de estas cosas.

El coronel Marchbanks no hizo mucho caso a Wetheridge. Era el protestón del club, que destacaba incluso entre la hermandad de los dispépticos y los autoritarios, siempre amenazando con presentar una queja ante el comité, acosando al secretario y pinchando a los demás miembros. Murmurando, se replegó en su sillón y su periódico vespertino, y el coronel entró en la cabina para llamar a la casa de lady Dormer, en Portman Square.

Momentos después salió al vestíbulo, pasando por la biblioteca, y vio a Penberthy y a Wimsey, que bajaban por la escalera.

—¿Le ha dado ya la noticia a lady Dormer? —preguntó Wimsey.

—Lady Dormer ha muerto —respondió el coronel—. Su doncella me ha dicho que falleció tranquilamente a las diez y media, esta misma mañana.

3

Los corazones valen más que los diamantes

Unos diez días después de aquel extraordinario día del Armisticio, lord Peter Wimsey estaba en la biblioteca de su casa leyendo un singular ejemplar del siglo XIV, de Justiniano, que le proporcionaba un placer muy especial por estar adornado con numerosos dibujos en sepia, de factura muy delicada no siempre igualada por el tema ilustrado. A su lado, convenientemente situada, había una mesa con una licorera de cuello largo de un oporto inapreciablemente viejo. De vez en cuando renovaba su interés con unos sorbos, frunciendo los labios pensativamente y paladeando con lentitud el agradable saborcillo.

Un timbrazo en la puerta de la casa le hizo exclamar «¡Diantre!» y prestar oídos a la voz del intruso. No pareció disgustarle lo que oyó, porque cerró el Justiniano y desplegó una cálida sonrisa cuando se abrió la puerta.

—El señor Murbles, milord.

El menudo caballero de edad provecta que hizo acto de presencia encarnaba tan a la perfección su papel de abogado familiar, que realmente era difícil distinguir en él algo así como una personalidad propia, más allá de la fortaleza de su buen corazón solo comparable a su debilidad por las pastillas mentoladas.

—Espero no molestarlo, lord Peter.

—No, por Dios, señor. Siempre es un placer verlo. Bunter, una copa para el señor Murbles. Me alegro de que haya venido. El Cockburn del ochenta y seis siempre sabe mucho mejor en compañía, en compañía con criterio, quiero decir. Una vez conocí a un tipo que lo contaminaba con triquinopol. No volvieron a invitarlo. Al cabo de ocho meses, se suicidó. No digo yo que fuera ese el motivo, pero estaba destinado a acabar mal, ¿no?

—Me espanta usted —replicó con gravedad el señor Murbles—. He visto a muchos hombres condenados a la horca por delitos con los que podría ser mucho más comprensivo. Gracias, Bunter, gracias. Espero que se encuentre usted bien.

—Gozo de excelente salud, señor. Se lo agradezco —contestó Bunter.

—Eso está muy bien. ¿Ha hecho fotografías últimamente?

—Unas cuantas, señor, pero de carácter puramente pictórico, si se me permite llamarlo así. Es una lástima, pero el material criminológico escasea últimamente, señor.

—Quizá el señor Murbles nos haya traído algo —apuntó Wimsey.

—No —respondió el señor Murbles, sujetando el Cockburn del ochenta y seis bajo la nariz y agitando con delicadeza la copa para que se desprendieran los vapores—. Francamente, no puedo decir tal cosa. No voy a ocultar que he venido con la esperanza de aprovecharme de sus extraordinarias dotes de observación y deducción, pero me temo… no, espero… aún más, estoy convencido de que no se trata de nada inconveniente. El hecho es que —añadió cuando se cerró la puerta al retirarse Bunter— ha surgido una curiosa cuestión en relación con la triste muerte del general Fentiman en el Bellona Club, de la que, según tengo entendido, fue usted testigo.

—Si entiende usted eso, Murbles, entiende un montón de cosas más que yo —dijo crípticamente su señoría—. No fui testigo de la muerte, sino del descubrimiento de la muerte, que supone con mucho una gran diferencia.

—¿Hasta qué punto es una gran diferencia? —preguntó el señor Murbles con ansiedad—. Es precisamente lo que estoy intentando averiguar.

—Eso es mucho preguntar —respondió Wimsey—. Creo que sería mejor —levantó la copa y la inclinó pensativo, observando el vino descendiendo como los pétalos de una flor desde el borde hasta el pie— que me dijera exactamente qué quiere saber… y por qué. Al fin y al cabo, soy miembro del club… sobre todo por vínculos familiares, supongo… pero así son las cosas.

El señor Murbles levantó la vista bruscamente, pero Wimsey parecía centrado en el oporto.

—De acuerdo —dijo el abogado—. Muy bien. Los hechos son los siguientes. Como usted sabe, el general Fentiman tenía una hermana, Felicity, doce años menor que él. De joven era muy hermosa y muy obstinada, y tendría que haber hecho una buena boda, si no fuera porque los Fentiman, si bien de excelente cuna, no eran precisamente acomodados. Como ocurría en aquella época, todo el dinero de que disponían se dedicó a la educación del chico, a comprarle un destino en un regimiento de primera y mantenerlo allí con el estilo de vida que se consideraba indispensable para un Fentiman. Por consiguiente, no quedó nada para ofrecer una dote a Felicity, y eso, hace sesenta años, era una auténtica catástrofe para una joven.

»En fin; Felicity se hartó de que la llevaran de acá para allá en el círculo social con los vestidos de muselina y los guantes zurcidos que habían pasado tantas veces por la tintorería… y tuvo el valor de rechazar las continuas estrategias de su madre como casamentera. Había un vizconde espantoso, caduco, consumido por las enfermedades y el libertinaje, a quien le habría encantado llegar babeante al altar de la mano de una criatura de dieciocho años tan hermosa como ella, y lamento decir que el padre y la madre de la muchacha hicieron todo lo posible para obligarla a aceptar tan vergonzoso matrimonio. Estaba anunciado el compromiso e incluso concretado el día de la boda cuando Felicity anunció tranquilamente una mañana, para espanto de su familia, que había salido antes del desayuno y se había casado, con el secreto y la prisa más indecentes, con un hombre de mediana edad llamado Dormer, muy honrado, con dinero en abundancia y (es terrible tener que decirlo) próspero fabricante de botones; para más detalle, hechos de cartón piedra o algo así, con rabo irrompible patentado: esos eran los repugnantes antecedentes con los que se había vinculado aquella obstinada joven victoriana.

»Naturalmente, el escándalo fue terrible, y como Felicity era menor, los padres hicieron todo lo posible para que el matrimonio se anulase. Sin embargo, Felicity trastocó con eficacia sus planes escapando de su dormitorio (me temo que bajó por un árbol del jardín trasero, con miriñaque y todo) y se fugó con su marido. Tras lo cual, y al ver que había ocurrido lo peor (por supuesto, siendo hombre de acción rápida, Dormer no perdió tiempo en dejar a su esposa en estado), los ancianos padres pusieron al mal tiempo buena cara, a la solemne manera victoriana. Es decir, dieron su consentimiento al matrimonio, enviaron los efectos personales de su hija a su nuevo hogar en Manchester y le prohibieron que volviera a traspasar el umbral de su casa.

—De lo más correcto —murmuró Wimsey—. Estoy decidido a no ser padre. Las costumbres modernas y la desintegración de las tradiciones antiguas sencillamente han destruido este asunto. Voy a dedicar mi vida y mi fortuna a financiar investigaciones para encontrar el mejor método de producir seres humanos con huevos, con decoro y sin obstrucciones. Toda la responsabilidad parental recaerá sobre la incubadora.

—Esperemos que no —dijo el señor Murbles—. Mi profesión depende en gran parte de los enredos familiares. Pero continuemos. Parece que el joven Arthur Fentiman compartía las opiniones de su familia. Le repugnaba tener un cuñado en el negocio de los botones, y las chanzas de sus compañeros no contribuyeron a suavizar sus sentimientos hacia su hermana. Se hizo impenetrable, el militar auténticamente profesional, encallecido, y se negó a reconocer la existencia de nadie que se apellidara Dormer. Lo cierto es que el tipo era un buen soldado y no pensaba más que en sus asuntos militares. Se casó al cabo del tiempo, pero no hizo una buena boda, porque no poseía los medios para contraer matrimonio con una mujer de la nobleza, y no pensaba rebajarse a una boda por dinero, como la incalificable Felicity. Se casó con una dama a su medida, que contaba con unos cuantos miles de libras. Ella murió (según creo, debido en gran parte a la regularidad militar con que le ordenaba su marido que ejerciera sus funciones maternales) y dejó una familia numerosa pero débil. De todos los hijos, el único que llegó a la edad adulta fue el padre de los dos Fentiman que usted conoce: el comandante Robert y el capitán George Fentiman.

—No conozco bien a Robert —objetó Wimsey—. Lo he visto alguna vez… Muy campechano y todo eso… El típico militar.

—Sí, de la vieja estirpe de los Fentiman. Me temo que en cambio el pobre George heredó la frágil predisposición de su abuela.

—Bueno, sí, los nervios —replicó Wimsey, que conocía mejor que el viejo abogado la situación física y mental que había padecido George Fentiman. La guerra había ejercido mucha presión sobre los hombres con imaginación en puestos de responsabilidad—. Y encima lo gasearon y todo eso, ya sabe —añadió como disculpándole.

—Claro, claro —dijo el señor Murbles—. En fin; Robert no se ha casado y sigue en el ejército. Por supuesto, no tiene mucho dinero, porque todos los Fentiman han estado siempre sin blanca, como tengo entendido que se dice últimamente, pero le va muy bien. George…

—¡Pobre George! Mire, señor, no tiene que hablarme de él. Lo de siempre. Un trabajo más o menos decente, una boda imprudente, lo deja todo para alistarse en mil novecientos catorce, le dan la baja, nada de dinero, su mujer mantiene el fuego del hogar heroicamente, todo el mundo se harta. No nos adentremos en los sentimientos. Démoslo por hecho.

—Sí, no tenía por qué meterme en eso. Por supuesto, su padre ha muerto, y hasta hace diez días los dos hermanos eran los únicos supervivientes de la anterior generación de los Fentiman. El general vivía de la pequeña cantidad fija que le había dejado su esposa y de su pensión. Tenía un pisito apartado en Dover Street y un viejo criado, y prácticamente vivía en el Bellona Club. Y estaba su hermana, Felicity.

—¿Cómo obtuvo el título de lady Dormer?

—Pues ahí llegamos a la parte interesante de la historia. Henry Dormer…

—¿El fabricante de botones?

—El fabricante de botones. Se hizo extraordinariamente rico, tanto que pudo ofrecer apoyo económico a ciertas personas de elevada posición cuyos nombres no hay por qué mencionar, y con el tiempo, y en consideración a los valiosos servicios prestados a la nación, no demasiado bien especificados en la lista de títulos honoríficos, pasó a ser sir Henry Dormer, baronet. Su única hija había muerto, y como no había perspectivas de que fueran a tener más familia, tampoco existía ninguna razón por la que no pudieran nombrarlo baronet, con las molestias que se había tomado.

—Qué mordaz es usted —dijo Wimsey—. Ni respeto, ni nada parecido. ¿Va algún abogado al cielo?

—No tengo datos al respecto —respondió secamente el señor Murbles—. Lady Dormer…

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