—Por lo demás, ¿el matrimonio fue bien? —preguntó Wimsey.
—Según tengo entendido, fueron absolutamente felices —contestó el abogado—. Una circunstancia en cierto sentido desafortunada, puesto que excluyó toda posibilidad de reconciliación con su familia. Lady Dormer, que era una mujer buena y generosa, hizo muchas tentativas para arreglar la situación, pero el general se empecinó en mantener las distancias. Su hijo lo emuló, en parte por respeto a los deseos del padre, pero sobre todo, creo yo, porque formaba parte de un regimiento indio y estaba casi todo el tiempo en el extranjero. Sin embargo, Robert Fentiman le hizo algo de caso a la anciana señora: le hacía visitas de vez en cuando, etcétera, lo mismo que George durante cierta temporada. Por supuesto, no permitieron que el general se enterase, porque le habría dado un ataque. Después de la guerra, George prácticamente abandonó a su tía abuela, no sé por qué.
—Pues yo me lo puedo imaginar —dijo Wimsey—. Sin trabajo, sin dinero… En fin. No quería que lo mirasen mal y esas cosas, ¿no?
—Es posible. O quizá se pelearan o algo así. No lo sé. De todos modos, esos son los hechos. Por cierto, espero no estar aburriéndolo…
—Lo voy soportando —dijo Wimsey—. Pero estoy esperando el momento en que el dinero entra en juego. Ese acerado destello jurídico de sus ojos indica que lo más emocionante está a punto de llegar.
—Efectivamente —dijo el señor Murbles—. Ahora llego a… Sí, gracias. Me tomaré otra copita. Gracias a la Providencia, no tengo problemas de gota. Sí… Bien. Ya llegamos al lamentable acontecimiento del pasado once de noviembre, y he de pedirle que me preste toda su atención.
—Faltaría más —replicó cortésmente Wimsey.
—Lady Dormer era una mujer mayor y llevaba mucho tiempo enferma —prosiguió el señor Murbles, inclinándose con gesto grave y subrayando cada frase con breves movimientos de unas gafas con montura dorada que sujetaba entre el pulgar y el índice de la mano derecha—. Sin embargo, seguía teniendo el carácter testarudo y vitalista de cuando era joven, y el cinco de noviembre se empeñó en salir por la noche a ver una exhibición de fuegos artificiales en el Crystal Palace o algún sitio por el estilo… quizá fuera Hampstead Heath o la White City, no recuerdo, pero eso no tiene la menor trascendencia. Lo importante es que era una noche de crudo invierno, muy fría, a pesar de lo cual se empeñó en hacer la pequeña excursión, disfrutó del espectáculo como una niña, se expuso imprudentemente al aire de la noche y cogió un grave resfriado que, al cabo de dos días, derivó en neumonía. El diez de noviembre empezó a decaer con rapidez, y no se esperaba que llegara a la noche. En consecuencia, la joven que vivía bajo su tutela (la señorita Ann Dorland, pariente lejana) envió recado al general Fentiman, avisándolo de que si deseaba ver viva a su hermana debía acudir enseguida. En nombre de nuestra común naturaleza humana, me alegra decir que la noticia derribó la barrera de orgullo y obstinación que había mantenido alejado al anciano durante tanto tiempo. Fue a verla, encontró a lady Dormer aún consciente pero muy débil, se quedó con ella una media hora y se marchó, todavía más tieso que el palo de una escoba, pero visiblemente ablandado. Eran alrededor de las cuatro de la tarde. Poco después, lady Dormer se quedó inconsciente; no volvió a moverse ni a hablar, y falleció en paz mientras dormía, a las diez y media de la mañana siguiente.
»Supongo que la impresión y la tensión nerviosa de la entrevista con su hermana, de la que llevaba tanto tiempo distanciado, fueron excesivas para el debilitado organismo del general, porque, como sabe, murió en el Bellona Club en cierto momento (aún por determinar) ese mismo día, el once de noviembre.
»Y ya, por fin (ha tenido usted mucha paciencia con mi tediosa forma de explicarlo), llegamos al punto en el que necesitamos su ayuda.
El señor Murbles se obsequió con un traguito de oporto y, mirando con cierta ansiedad a Wimsey, que había cerrado los ojos y parecía estar a punto de dormirse, continuó:
—Creo que no he mencionado cómo ni por qué me he visto envuelto en este asunto. Mi padre era el abogado de la familia Fentiman, cometido que pasé a desempeñar de forma natural cuando me hice cargo del bufete, tras su muerte. Aunque poco tenía que repartir, el general Fentiman no era esa clase de persona desordenada capaz de morir sin dejar claras instrucciones sobre el testamento. La pensión de jubilación murió con él, claro está, pero en el testamento dispuso debidamente de su pequeño patrimonio. Había una pequeña herencia, de cincuenta libras, para su criado (una persona excelente, entrañable) y un par de donaciones sin importancia a viejos amigos del ejército y a los criados del Bellona Club (anillos, medallas, armas y pequeñas cantidades de dinero, unas cuantas libras). Después estaba el grueso de su patrimonio, unas dos mil libras, invertidas en valores sólidos, que producen unos ingresos algo superiores a las cien libras al año. Esos valores, especificados y enumerados, quedaban para el capitán George Fentiman, el nieto más joven, en una cláusula al caso, que establecía que el testador no tenía intención de despreciar al nieto de más edad, el comandante Robert, sino que, como George se encontraba en una situación de mayor necesidad económica al estar inválido, casado y demás, mientras que su hermano tenía su profesión y carecía de responsabilidades, la mayor necesidad de George le otorgaba más derecho al dinero que quedara. Robert fue nombrado albacea y heredero universal, y como tal heredaría cuantos efectos personales y sumas de dinero no se hubieran legado específicamente a otros. ¿Queda claro?
—Claro como el agua. ¿Estaba Robert conforme con esas disposiciones?
—Ah, sí, completamente. Ya conocía el testamento y pensaba que era justo.
—Sin embargo, parece algo tan pequeño en comparación con lo anterior, que debe de tener usted escondido algo demoledor en la manga. ¡Vamos, sáquelo ahora mismo! Estoy preparado para llevarme un susto.
—El susto me lo dio el pasado viernes a mí, personalmente, el encargado de los asuntos de lady Dormer, el señor Pritchard, de Lincoln’s Inn. Me escribió preguntándome si podía informarle de la hora y el minuto exactos de la defunción del general Fentiman. Por supuesto, le contesté que, debido a las extrañas circunstancias bajo las que tuvo lugar el suceso, no podía responder a su pregunta con toda la exactitud que hubiera deseado, pero que entendía que el doctor Penberthy había comunicado que, en su opinión, el general había muerto en algún momento de la mañana del once de noviembre. El señor Pritchard también preguntaba si podía recibirle sin tardanza, ya que el asunto que tenía que tratar conmigo era de suma importancia, muy urgente. En consecuencia, propuse una hora para el lunes por la tarde, y cuando llegó el señor Pritchard me informó de los siguientes pormenores:
»Bastantes años antes de su muerte, lady Dormer, quien, como ya he dicho, era una mujer sumamente generosa, hizo testamento. Su marido y su hija ya habían muerto. Henry Dormer tenía pocos parientes, todos ellos bastante acaudalados. En su testamento dejaba en excelente situación económica a esas personas, y legaba el resto de sus bienes, que ascendían a unas setecientas mil libras, a su esposa, con la condición expresa de que debía considerarlos propios y hacer lo que deseara con ellos, sin restricción alguna. En consecuencia, lady Dormer dividió en su testamento esta magnífica fortuna (aparte de ciertas donaciones personales y de caridad en las que no es necesario abundar) entre las personas que, por una u otra razón, eran objeto de su afecto. Doce mil libras irían a parar a la señorita Ann Dorland. El resto pasaría a su hermano, el general Fentiman, si seguía vivo a la muerte de lady Dormer. Si, por el contrario, fallecía antes que ella, las condiciones se invertirían; en ese caso, el grueso del dinero iría a parar a la señorita Dorland, y se dividirían quince mil libras a partes iguales entre el comandante Robert Fentiman y su hermano George.
Wimsey soltó un silbidito.
—Completamente de acuerdo con usted —dijo Murbles—. Es una situación bastante delicada. Lady Dormer murió exactamente a las diez y treinta y siete minutos del once de noviembre. El general Fentiman murió esa misma mañana, posiblemente después de las diez, la hora a la que solía llegar al club, y sin duda antes de las siete de la tarde, cuando se descubrió su muerte. Si murió justo después de su llegada, o en cualquier momento antes de las diez y treinta y siete, la señorita Dorland hereda una importante fortuna, y mis clientes, los Fentiman, se quedan con unas siete mil libras cada uno. Si, por el contrario, la muerte tuvo lugar incluso unos segundos después de las diez y treinta y siete, la señorita Dorland recibirá solamente doce mil libras, George Fentiman se quedará con el mísero legado del testamento de su abuelo… y Robert Fentiman, el heredero universal, con una fortuna muy considerable, de bastante más de medio millón.
—¿Y qué quiere que haga yo? —preguntó Wimsey.
—Pues —contestó el abogado, con un leve carraspeo—, había pensado que usted, con sus (si se me permite que lo diga de este modo) extraordinarias dotes de deducción y análisis, podría resolver el difícil y delicado problema del momento exacto de la defunción del general Fentiman. Usted estaba en el club cuando se descubrió la muerte, vio el cuerpo, conoce a las personas y los lugares implicados en el asunto, y por su posición y su carácter, está excepcionalmente capacitado para llevar a cabo las investigaciones necesarias sin provocar… ¡ejem!… inquietud ni… eh… escándalo, ni todas esas inconveniencias que, huelga decirlo, resultarían muy dolorosas para todos los implicados.
—Es complicado —dijo Wimsey—. Extraordinariamente complicado.
—Desde luego que sí —replicó el abogado con cierta cordialidad—. Porque en la situación actual es imposible cumplir las formalidades del testamento o… o, en definitiva, hacer nada. Es una verdadera lástima que las circunstancias no se conocieran plenamente desde el principio, cuando el… ejem… cuando podría haberse dispuesto del cadáver del general Fentiman para su inspección. Por supuesto, el señor Pritchard ignoraba esta anómala situación, y como yo no tenía noticia del testamento de lady Dormer, tampoco tenía ni idea de que fuera necesario, o pudiera serlo, algo más que el certificado del doctor Penberthy.
—¿No podría conseguir que las partes llegaran a un acuerdo? —sugirió Wimsey.
—Si somos incapaces de llegar a una conclusión satisfactoria sobre la hora de la muerte, probablemente será la única manera de resolver la dificultad, pero de momento existen ciertos obstáculos…
—Hay alguien que tiene ganas de embolsarse un dinero, ¿eh? Supongo que no querrá usted arriesgarse a decir nada más. Ya. Bueno, verá… Desde un punto de vista puramente objetivo es un problemilla muy curioso. Interesante.
—Entonces, ¿se compromete a resolverlo, lord Peter?
Wimsey tamborileó con los dedos el intrincado pasaje de una fuga sobre el brazo del sillón.
—Murbles, yo que usted intentaría llegar a un acuerdo.
—¿Quiere decir que mis clientes van a perder el pleito? —preguntó el señor Murbles.
—No, no puedo decir eso. Por cierto, Murbles, ¿quién es su cliente, Robert o George?
—Bueno, toda la familia Fentiman. Naturalmente, soy muy consciente de que si Robert gana, George pierde, pero ambas partes no desean sino que se esclarezcan los hechos del caso.
—Comprendo. ¿Aceptarán lo que yo descubra, sea lo que sea?
—Por supuesto.
—¿Por favorable o desfavorable que sea?
—Yo no me prestaría a ningún otro proceder —replicó el señor Murbles con frialdad.
—Eso ya lo sé, señor mío… Pero, en fin… solo quería decir que… Vamos a ver, cuando era pequeño, ¿no metía usted palos y otras cosas en una charca tranquila, que parecía toda misteriosa, para ver qué había en el fondo?
—Con bastante frecuencia —admitió el señor Murbles—. Me fascinaba la historia natural y tenía una importante colección (si así se puede denominar con tal distancia temporal) de fauna de las charcas.
—¿Y nunca se topó con algo apestoso, que daba asco, en el transcurso de sus investigaciones?
—Estimado lord Peter… Francamente, me está usted poniendo nervioso.
—Ah, pues no veo por qué. Mire, solo le estoy advirtiendo. Por supuesto, si quiere, investigaré este asunto en un abrir y cerrar de ojos.
—Es usted muy amable —replicó el señor Murbles.
—En absoluto. A mí me va a entretener, y si sale algo raro, allá usted. Nunca se sabe, ¿sabe?
—Si decide que no se puede llegar a una conclusión satisfactoria, siempre podremos recurrir al acuerdo —dijo el señor Murbles—. Estoy seguro de que las partes desean evitar el litigio.
—¿Por si la herencia se va en las costas? Muy sensato. ¿Ha hecho alguna investigación previa?
—Ninguna que merezca reseñar. Preferiría que se encargase usted de la investigación desde el principio.
—Muy bien. Empezaré mañana y ya le informaré de cómo va.
El abogado le dio las gracias y se retiró. Wimsey se quedó reflexionando un rato y después tocó el timbre para que acudiera el criado.
—Un cuaderno nuevo, por favor, Bunter. Escribe «Fentiman» en el encabezamiento, y prepárate para acompañarme mañana al Bellona Club con la cámara de fotos y el resto del equipo.
—Muy bien, milord. ¿He de entender que su señoría tiene entre manos una nueva investigación?
—Sí, Bunter. Totalmente nueva.
—¿Me permite que le pregunte si es un caso prometedor, milord?
—Se le puede sacar punta. Pero también tienen punta los puercoespines. No importa. ¡Fuera, necio pensamiento! Intenta por todos los medios mantener un punto de vista objetivo en la vida, Bunter. Toma el ejemplo del sabueso, que sigue con igual brío y entusiasmo el rastro de un parricida que el de una botella de anís.
—Lo tendré en cuenta, milord.
Wimsey se dirigió lentamente al piano de media cola negro que estaba en un rincón de la biblioteca.
—Esta noche no hay Bach —dijo para sus adentros—. Bach, mañana, cuando la materia gris empiece a dar vueltas. —Una melodía de Parry se formó con suavidad bajo sus dedos—. Porque el hombre camina en vanas sombras… amasa riquezas sin saber a quién irán a parar. —De repente se echó a reír y arremetió con un estudio raro, ruidoso y terriblemente inarmónico con armadura de siete sostenidos de un compositor moderno.
Lord Peter declara tréboles