—Podría resultar barato por ese precio —dijo Wimsey—. O incluso barato por ochocientas sesenta libras… u ocho mil seiscientas.
Sir James Lubbock parecía entusiasmado.
—Solo lo haces para fastidiar, porque sabes que así puedes tomarnos el pelo. Bueno, si quieres ser como una tumba, allá tú. Te guardaré estas cosas bajo llave. ¿Quieres llevarte la bota?
—No creo que al albacea le preocupe. Y andar por ahí con una bota queda un poco ridículo. Guárdala con las demás cosas hasta que se necesiten; sé buen chico.
Así que la bota se quedó en un armario, y lord Peter libre para proseguir con sus diversiones vespertinas.
Su primera idea fue ir a Finsbury Park, a ver a George y Sheila Fentiman, pero recordó a tiempo que ella aún no habría vuelto del trabajo —era cajera en un salón de té que estaba muy de moda— y además (con una previsión rara en la gente de dinero) que si llegaba demasiado temprano tendrían que invitarlo a cenar y habría poca comida, lo que preocuparía a Sheila y molestaría a George. De modo que se dirigió a uno de sus múltiples clubes, donde tomó un lenguado muy bien cocinado, con una botella de Liebfraumilch, carlota de manzana y unas menudencias saladas, café solo y un excelente coñac como colofón, una comida sencilla y satisfactoria que le puso de magnífico humor.
Los Fentiman vivían en dos habitaciones de un piso bajo, con derecho a cocina y baño, en una casa adosada con una lucerna azul y amarilla sobre la puerta y cortinas de muselina en las ventanas. En realidad eran habitaciones amuebladas, pero la casera siempre se refería a ellas como si de un piso se tratara, porque eso significaba que los inquilinos tenían que encargarse de todo el trabajo y del servicio. Cuando entró lord Peter, la casa tenía una atmósfera cargada, porque alguien estaba friendo pescado no muy lejos, y al principio se produjo una situación ligeramente desagradable porque solo llamó al timbre una vez, con lo que salió el inquilino del sótano, mientras que un visitante más avezado hubiera llamado dos veces para indicar que quería ir a la planta baja.
Al oír las explicaciones en el vestíbulo, George asomó la cabeza por la puerta del comedor y dijo:
—¡Ah! ¡Hola!
—¡Hola! —contestó Wimsey, al tiempo que intentaba encontrar sitio para sus cosas en un perchero sobrecargado y acababa por dejarlas en el brazo de un cochecito de niño—. Nada, que se me ha ocurrido haceros una visita. Espero no molestar.
—Desde luego que no. Muy amable de tu parte penetrar en este infame agujero. Entra. Está todo hecho un asco, como de costumbre, pero cuando eres pobre tienes que vivir como los cerdos. Sheila, ha venido lord Peter Wimsey… Os conocéis, ¿no?
—Sí, claro. Qué detalle venir hasta aquí. ¿Ha cenado?
—Sí, gracias.
—¿Un café?
—No, de verdad… Acabo de tomar uno.
—Pues solo te podemos ofrecer whisky —dijo George.
—A lo mejor más tarde, amigo, pero ahora no. He tomado coñac. No hay que mezclar la uva con el grano.
—Haces bien —replicó George, desarrugando el entrecejo, pues en realidad el whisky que tenía más a mano estaba en el bar más cercano, y la aceptación de la invitación hubiera supuesto seis con seis como mínimo, aparte del esfuerzo de ir a buscarlo.
Sheila Fentiman acercó un sillón y se sentó en un puf. Era una mujer de unos treinta y cinco años, y muy guapa de no haber sido por el aspecto de preocupación y mala salud que la hacía parecer mayor.
—Vaya fuego tan triste —dijo George, abatido—. ¿Es todo el carbón que queda?
—Lo siento —contestó Sheila—. No ha llenado el cubo esta mañana.
—Bueno, ¿y por qué no te encargas tú de que lo llene? Siempre pasa lo mismo. Si el cubo no está completamente vacío, piensa que no tiene que molestarse en llenarlo.
—Voy a buscarlo.
—No, no. Iré yo, pero tendrías que decírselo.
—Pero si no dejo de decírselo…
—Esa mujer es una cabeza de chorlito. No, tú no vayas, Sheila. No quiero que cargues con el carbón.
—Qué tontería —replicó la mujer agriamente—. Mira que eres hipócrita, George. Es solo porque hay alguien delante por lo que de repente te vuelves tan caballeroso.
—Vamos, ya voy yo —dijo Wimsey, desesperado—. Me gusta recoger carbón. De pequeño me encantaba el carbón, cualquier cosa que me ensuciara o hiciera ruido. ¿Dónde está?
La señora Fentiman dejó el cubo, por el que George y Wimsey se pelearon cortésmente. Al final salieron los tres juntos al patio trasero, donde estaba la incómoda carbonera; Wimsey extrajo el carbón y George lo cargó en el cubo, mientras la dama los alumbraba con una larga vela, mal ajustada a un candelabro esmaltado demasiado grande.
—Y dile a la señora Crickett que tiene que llenar el cubo como es debido todos los días —dijo George, irritado, sin querer apearse de su resentimiento.
—Lo intentaré, pero le molesta muchísimo que le digan nada. Tengo miedo de que se despida.
—Bueno, supongo que hay más asistentas, ¿no?
—La señora Crickett es muy honrada.
—Ya lo sé, pero eso no lo es todo. Si te molestaras un poco, seguro que encontrarías a otra.
—Bueno, ya veremos. Pero ¿por qué no hablas tú con la señora Crickett? Normalmente yo ya he salido cuando ella llega.
—Ah, claro. Tienes que restregarme por las narices que has de trabajar fuera de casa… Supongo que no pensarás que a mí me gusta, ¿o sí? Que te diga Wimsey cómo me siento por eso.
—No digas tonterías, George. Lord Peter, ¿por qué son tan cobardes los hombres a la hora de hablar con los criados?
—Es asunto de la mujer hablar con los criados. Yo no tengo nada que ver con eso —dijo George.
—De acuerdo… Hablaré con ella, pero tú cargas con las consecuencias.
—A ver, cielo: no tendrá ninguna consecuencia si lo haces con tacto. No entiendo a qué viene tanto lío como estás montando.
—Muy bien. Lo haré con el mayor tacto posible. Supongo que usted no tiene que sufrir con las asistentas, ¿verdad, lord Peter?
—¡No, por Dios! —terció George—. Wimsey vive como es debido. En Piccadilly no conocen las dignas alegrías de la escasez.
—Tengo bastante suerte —dijo Wimsey con ese aire contrito que se ve obligado a adoptar cualquiera acusado de ser demasiado rico—. Dispongo de un criado extraordinariamente fiel e inteligente que me cuida como una madre.
—Supongo que sabe dónde arrimarse cuando hay dinero —replicó George de mala manera.
—No sé. Estoy convencido de que Bunter se quedaría conmigo pasara lo que pasase. Fue mi asistente durante parte de la guerra, y nos tocó vivir malos tragos juntos, y cuando acabó aquello fui tras él y lo contraté. Naturalmente, ya había servido antes, pero habían matado a su anterior señor y la familia se deshizo, así que se vino encantado conmigo. No sé qué haría yo sin Bunter.
—¿Es él quien hace las fotografías cuando va usted a cazar criminales? —preguntó Sheila, aprovechando la oportunidad de aferrarse a un tema de conversación que seguramente no molestaría a nadie.
—Sí. Tiene muy buena mano con la cámara. El único inconveniente es que de vez en cuando se enclaustra en el cuarto oscuro, y entonces tengo que arreglármelas yo solo. He puesto una conexión telefónica con él. «¿Bunter?». «Sí, milord». «¿Dónde están mis gemelos?». «En el departamento del centro del tercer cajón derecho del armario del vestidor, milord». «¡Bunter!». «Sí, milord». «¿Dónde he dejado la pitillera?». «Creo haberla observado por última vez sobre el piano, milord». «¡Bunter!». «Sí, milord». «Me he hecho un lío con la corbata blanca». «¡Vaya por Dios, milord!». «Bueno, ¿no puedes hacer nada?». «Perdón, milord, pero estoy ocupado revelando una placa». «¡Al diablo con la placa!». «Como usted ordene, milord». «Bunter… un momento. No te precipites. Termina con la placa y ven luego a hacerme el nudo de la corbata». «Faltaría más, milord». Y entonces tengo que esperar con paciencia hasta que se soluciona lo de la placa del demonio, o lo que sea. Un auténtico esclavo en mi propia casa: eso es lo que soy.
Sheila se echó a reír.
—Pues parece un esclavo muy feliz y bien tratado. ¿Está investigando algo en este momento?
—Sí. En realidad… ¿Lo ves? Otra vez lo mismo: Bunter lleva toda la tarde dedicado a la vida fotográfica. No tengo un techo bajo el que cobijarme. He estado deambulando por ahí como el pájaro ese, como se llame, que no tiene patas…
—Lamento que tu desesperación llegara al extremo de venir a cobijarte en nuestra mísera casucha —dijo George con una carcajada.
Wimsey empezó a pensar que más le habría valido no haber ido; la señora Fentiman parecía irritada.
—No tiene por qué responder a eso —dijo, esforzándose por parecer tranquila—. No hay respuesta.
—Voy a enviarlo a la tía Judith de
Rosie’s Weekly Bits
—dijo Wimsey—. El sujeto A hace un comentario que no tiene respuesta. ¿Qué debe hacer el sujeto B?
—Lo siento —dijo George—. Parece que mi conversación no está a la altura de las circunstancias. Estoy olvidando mis costumbres civilizadas. Vosotros seguid; no me hagáis caso.
—¿Cuál es el misterio que tiene ahora entre manos? —preguntó Sheila, tomando al pie de la letra lo que había dicho su marido.
—Pues es sobre ese extraño asunto del testamento del general —contestó Wimsey—. Murbles me sugirió que echara un vistazo a la cuestión de la supervivencia.
—¡Ah! ¿Le parece que realmente lo podrá solucionar? —preguntó Sheila.
—Espero que sí, pero es un asunto muy delicado. Una diferencia de segundos podría ser definitiva. Por cierto, Fentiman, ¿estuviste en el salón de fumadores del Bellona en algún momento durante la mañana del día del Armisticio?
—Así que por eso has venido. ¿Por qué no lo habías dicho? Pues no, no estuve allí. Aún más, no sé nada del asunto. Y no entiendo por qué esa bruja, la vieja Dormer, no pudo hacer un testamento normal y sensato, ya puestos a ello. ¿Qué sentido tiene dejar ese montón de dinero al viejo, si sabía perfectamente que podía diñarla en cualquier momento? Y si se moría, dárselo todo a esa chica, la Dorland, que no tiene ningún derecho… Podría haber tenido la decencia de pensar un poco en Robert y en nosotros.
—Teniendo en cuenta lo grosero que fuiste con ella y con la señorita Dorland, me extraña que tan siquiera te dejara siete mil libras, George —intervino Sheila.
—¿Qué son siete mil libras para ella? Lo que un billete de cinco libras para una persona normal y corriente. Un insulto, así lo llamo yo. Claro que fui grosero con ella, pero no iba a consentir que pensara que le estaba haciendo la pelota por su dinero.
—Qué inconsecuente eres, George. Si no querías el dinero, ¿por qué refunfuñas ahora por no tenerlo?
—Tú siempre haciéndome quedar mal. Sabes que no me refiero a eso. Yo no quería el dinero, pero esa chica, la Dorland, siempre estaba lanzando indirectas, que si yo lo quería y tal, y le paré los pies. Yo no sabía nada de la maldita herencia, ni quería saberlo. Lo único que quiero decir es que si pretendía dejarnos algo a Robert y a mí, podría haberse estirado un poco más, no esas puñeteras siete mil libras.
—¡Pues entonces no te quejes! En este momento nos vendrían que ni caídas del cielo.
—Ya lo sé… ¿Y qué estoy diciendo yo? Y de repente esa vieja imbécil hace un testamento tan absurdo que no sé si me lo van a dar o no. Ni siquiera sé si podré hacerme con las dos mil del jefe. ¡Tengo que quedarme aquí mordiéndome los puños mientras Wimsey va por ahí con una cinta métrica y un fotógrafo de risa a ver si tengo derecho al dinero de mi abuelo!
—Cariño, ya sé que es muy duro, pero espero que todo se resuelva pronto. No tendría ninguna importancia si no fuera por Dougal MacStewart.
—¿Quién es Dougal MacStewart? —preguntó Wimsey, súbitamente preocupado—. Por el nombre, una de esas viejas familias escocesas, claro. Su nombre me suena. ¿No es un tipo muy atento, muy servicial, que tiene un amigo rico en la City?
—De lo más atento —replicó Sheila con amargura—. Hasta el punto de imponerte su amistad. Es que…
—Cállate, Sheila —dijo su marido, interrumpiéndola groseramente—. A lord Peter no le interesan los sórdidos detalles de nuestros asuntos privados.
—Conociendo a Dougal, podría imaginármelo —replicó Wimsey—. Hace tiempo, nuestro amigo MacStewart te hizo una amable oferta, y tú la aceptaste a razón de la discreta suma de… ¿cuánto?
—Quinientas libras —contestó Sheila.
—Quinientas. Que se convirtieron en trescientas cincuenta en efectivo y el resto representado por unos pequeños honorarios para su amigo de la City que adelantó el dinero tan confiadamente, sin aval —continuó Wimsey—. ¿Cuándo fue eso?
—Hace tres años… cuando abrí el salón de té en Kensington.
—Ya, y cuando no pudisteis pagar ese sesenta por ciento o lo que fuera, a causa de la depresión del mercado ese amigo tan servicial de la City se vio obligado a añadir el interés al capital principal, con gran incomodidad para sí mismo y todo lo demás. Conozco la forma de actuar de MacStewart. ¿A cuánto asciende el total, Fentiman? Solo por curiosidad.
—Mil quinientas al treinta —gruñó George—, por si te interesa.
—Ya se lo advertí yo a George —tuvo la imprudencia de decir Sheila.
—Claro, tú siempre sabes lo que hay que hacer. Al fin y al cabo, fue idea tuya, lo del salón de té. Te dije que de ahí no se podía sacar dinero, pero hoy en día las mujeres creen que pueden dirigir los negocios ellas solas.
—Sí, George, pero son los intereses de MacStewart lo que se ha llevado todos los beneficios. Sabes que yo quería que le pidieras el dinero a lady Dormer.
—Pues no pensaba hacerlo, y no hay más que hablar. Te lo dije desde el principio.
—Bueno, vamos a ver —dijo Wimsey—. Lo de las mil quinientas de MacStewart está solucionado, pase lo que pase. Si el general Fentiman murió antes que su hermana, te llevas siete mil; si murió después que ella, tienes aseguradas dos mil, por el testamento. Además, no cabe duda de que tu hermano y tú llegaréis a un acuerdo razonable para repartir el dinero que él obtenga en tanto que heredero universal. ¿A qué viene tanta preocupación?
—¿Que a qué viene? A este embrollo espantoso que lo tiene todo liado hasta Dios sabe cuándo, y yo sin poder tocar ni un penique.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Wimsey pacientemente—. Pero lo único que tienes que hacer es ir a ver a Murbles y que él te adelante el dinero que esperas recibir. No sacarás menos de dos mil libras, pase lo que pase, o sea que Murbles estará dispuesto a entregártelas. En realidad, si se lo pides, está más o menos obligado a cubrir las deudas justas.