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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterio del Bellona Club (8 page)

BOOK: El misterio del Bellona Club
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—¿Es ese su bastón?

—Sí, milord.

—¿Puedo verlo?

Woodward se lo llevó, sujetándolo por el medio, como criado bien adiestrado que era. Lord Peter lo recogió de la misma manera, conteniendo una leve sonrisa de entusiasmo. El bastón era pesado, con gruesa empuñadura de marfil pulido, apropiado para servir de apoyo a los frágiles pasos de un anciano. El monóculo volvió a entrar en juego, y en esta ocasión su propietario soltó una risita de satisfacción.

—Me gustaría sacar una fotografía de este bastón inmediatamente, Woodward. ¿Podría usted encargarse de que no lo toque nadie?

—Desde luego, milord.

Wimsey volvió a colocar el bastón en su sitio y después, como si eso le sugiriese otra línea de pensamiento, se dirigió a la estantería de los zapatos.

—¿Qué zapatos llevaba el general Fentiman en el momento en que murió?

—Estos, milord.

—¿Los ha limpiado después?

Woodward pareció sentirse un poco herido.

—No puedo decir que los haya limpiado, milord. Solo les he pasado un trapo para el polvo. No estaban muy sucios y… no tuve valor. Lo lamento, señoría.

—Es una suerte.

Wimsey les dio la vuelta y examinó de forma meticulosa las suelas, con la lupa y sin ella. Con unas pequeñas pinzas que sacó de un bolsillo retiró delicadamente una pelusilla —que parecía de una gruesa alfombra— que colgaba de un clavito, y la guardó con sumo cuidado en un sobre. Después dejó el zapato derecho y sometió el izquierdo a un prolongado examen, sobre todo el borde interior de la suela. Por último pidió una hoja de papel y envolvió el zapato con tanto cariño como si se hubiera tratado de una valiosa pieza de cristal de Waterford.

—Me gustaría ver toda la ropa que llevaba el general Fentiman aquel día… quiero decir, las prendas exteriores… el sombrero, el traje, el abrigo y demás.

Le llevaron las prendas, y Wimsey las inspeccionó con la misma meticulosidad y la misma paciencia, mientras Woodward lo observaba con atención, halagado.

—¿Los ha cepillado?

—No, milord. Solo los he sacudido un poco.

En esta ocasión Woodward no se disculpó, al haber empezado a entrever que limpiar y cepillar no eran acciones loables, dadas las insólitas circunstancias.

—Verá —dijo Wimsey, guardando silencio unos momentos para observar una arruga infinitesimalmente pequeña del tejido de la pernera izquierda de los pantalones—. Quizá podamos encontrar alguna pista en el polvo de la ropa que nos muestre dónde pasó la noche el general. Si, por poner un ejemplo bastante improbable, encontrásemos serrín, podríamos suponer que había ido a ver a un carpintero. O una hoja seca podría indicarnos un jardín, un parque o algo por el estilo, mientras que una telaraña podría significar que había estado en una bodega o… o un cobertizo, etcétera. ¿Comprende?

—Sí, milord —respondió Woodward sin mucha convicción.

—¿No recordará por casualidad haber observado ese pequeño desgarrón…? Bueno, no es un desgarrón, sino un trocito un poco más áspero. Quizá se enganchara en un clavo o algo…

—No puedo decir que lo recuerde, milord, pero quizá no me haya dado cuenta.

—Claro. A lo mejor no tiene la menor importancia. En fin… Guarde todas estas cosas. Es probable que tenga que recoger el polvo y analizarlo. Un momento. ¿Se ha sacado algo de esta ropa? Quiero decir, se habrán vaciado los bolsillos, ¿no?

—Sí, milord.

—¿Y no había nada fuera de lo normal?

—No, milord. Solo lo que el general llevaba siempre. El pañuelo, las llaves, el dinero y la cigarrera.

—Ya. ¿Y el dinero?

—Pues de eso no puedo dar justa cuenta, milord. Lo tiene el comandante Fentiman. Llevaba dos libras en la billetera; eso lo recuerdo. Creo que llevaba dos libras y diez chelines cuando salió y algo suelto en el bolsillo de los pantalones. Supongo que pagaría el taxi y el almuerzo en el club con el billete de diez chelines.

—Eso demuestra que no gastó nada en cosas fuera de lo normal, como un tren o un taxi para ir o para volver, ni en cenar ni en copas.

—No, milord.

—Pero claro, ese tal Oliver se encargaría de todo. ¿Tenía el general pluma estilográfica?

—No, milord. Escribía muy poco, milord. Era yo quien acostumbraba a escribir cartas a los comerciantes y demás.

—Cuando él escribía, ¿qué plumilla utilizaba?

—De corona, milord. La encontrará en el salón. Pero creo que solía escribir las cartas en el club. Tenía muy poca correspondencia… un par de cartas al banco o al señor que se encargaba de sus asuntos, milord.

—Comprendo. ¿Tiene usted su talonario de cheques?

—Lo tiene el comandante Fentiman, milord.

—¿Recuerda si lo llevaba el general la última vez que salió de aquí?

—No, milord. Se guardaba en su escritorio, por norma. Firmaba los cheques para la casa y me los daba a mí, milord. O a veces se lo llevaba al club.

—Bien. Me da la impresión de que ese misterioso señor Oliver no es uno de esos tipos indeseables que exigen dinero. Muy bien Woodward. ¿Está completamente seguro de que no recogió nada de esa ropa salvo lo que había en los bolsillos?

—No me cabe la menor duda, milord.

—Pues qué raro —dijo Wimsey, casi para sus adentros—. Francamente, no sé si no será lo más raro de este caso.

—Perdón, milord. ¿Puedo preguntarle por qué?

—Pues porque yo esperaba que… —Se contuvo. El comandante Fentiman estaba asomado a la puerta.

—¿Qué es tan raro, Wimsey?

—No, que me ha extrañado una cosilla —replicó Wimsey con vaguedad—. Esperaba encontrar algo entre la ropa, pero no está. Nada más.

—Sabueso impenetrable —dijo el comandante, riendo—. ¿Qué insinúas?

—Averígüelo usted mismo, estimado Watson —replicó su señoría, con sonrisa perruna—. Tienes todos los datos. Averígualo y comunícame la respuesta.

Un tanto dolido por aquella frivolidad, Woodward recogió las prendas y las guardó en el armario.

—¿Cómo va Bunter con las llamadas?

—De momento no hay suerte.

—Vaya. Bueno, será mejor que entre a hacer unas fotografías. Podemos acabar de llamar en casa. ¡Bunter! Ah, Woodward, ¿le importa que le tomemos las huellas digitales?

—¿Las huellas digitales, milord?

—Por Dios, no estarás intentando cargarle nada a Woodward, ¿no? —intervino el comandante.

—¿Cargarle qué?

—Pues… O sea, pensaba que solo le tomaban las huellas a los ladrones y eso.

—No exactamente, no… En realidad lo que necesito son las huellas del general, para compararlas con otras que tengo en el club. Hay una buena colección en ese bastón, y quiero las de Woodward para evitar mezclar las de los dos. Y también querría tomar las tuyas. Es posible que también hayas tocado el bastón sin darte cuenta.

—Entendido, hermano. No creo haberlo tocado, pero más vale comprobarlo, como dices. Un asunto curioso, ¿no? Estilo Scotland Yard. ¿Cómo lo haces?

—Bunter te lo enseñará.

Bunter sacó una pletina y un rodillo y varias hojas de papel blanco, liso. Limpió meticulosamente los dedos de ambos con un paño y los apretó primero contra la pletina y después contra el papel. Etiquetó las impresiones así obtenidas y las guardó en sobres, tras lo cual aplicó un polvo gris a la empuñadura del bastón, con lo que salió a la luz una magnífica muestra de impresiones de los dedos de una mano derecha, superpuestas aquí y allá, pero identificables. Fentiman y Woodward contemplaron fascinados aquel divertido prodigio.

—¿Han salido bien?

—Perfectas, señor. Son completamente distintas de las otras dos muestras.

—Entonces, seguramente serán del general. Saque un negativo, deprisa.

Bunter preparó la cámara y la enfocó.

—A menos que sean del señor Oliver —intervino el comandante Fentiman—. Menuda broma, ¿no?

—Sí, desde luego —dijo Wimsey, un tanto sorprendido—. Una broma estupenda… no sé para quién. Y tal como están las cosas, no sé a quién podría hacerle gracia, Fentiman.

7

La maldición de Escocia

Entre las llamadas de teléfono y el revelado de las fotografías, parecía evidente que Bunter iba a estar muy atareado toda la tarde. Por consiguiente, su señor tuvo la cortesía de dejarlo a sus anchas en la casa de Piccadilly y se marchó para entretenerse a su manera.

Su primera visita fue a una de esas oficinas que se dedican a distribuir anuncios a la prensa. Allí redactó un anuncio dirigido a los taxistas y dispuso que apareciera, a la mayor brevedad posible, en todos los periódicos que presumiblemente podrían leer los hombres de tal profesión. Se rogaba a tres conductores que se pusieran en contacto con el señor J. Murbles, abogado, de Staple Inn, que los recompensaría con generosidad por las molestias y el tiempo empleado. En primer lugar, cualquier taxista que recordase haber llevado a un caballero de edad desde la casa de lady Dormer, en Portman Square o sus inmediaciones, en la tarde del 10 de noviembre. En segundo lugar, cualquier taxista que se acordara de haber llevado a un caballero de edad a casa del doctor Penberthy, en Harley Street o cerca de allí, a cierta hora de la tarde o la noche del 10 de noviembre. Y, en tercer lugar, cualquier taxista que hubiera dejado al mencionado caballero de edad a la puerta del Bellona Club entre las diez y las doce y media de la mañana del 11 de noviembre.

Aunque probablemente Oliver tuviera coche y hubiera llevado al vejete, pensó Wimsey mientras pagaba la cuenta de los anuncios, que debían aparecer durante tres días a menos que fueran anulados. Pero merecía la pena intentarlo, pensó.

Llevaba un paquete bajo el brazo, y su siguiente movimiento consistió en parar un taxi e ir a la residencia de sir James Lubbock, el conocido analista. Afortunadamente, sir James estaba en casa y se alegró de ver a lord Peter. Era un hombre de complexión robusta, cara rojiza y pelo gris y ensortijado, y lo recibió en su laboratorio, donde supervisaba una prueba de Marsh de arsénico.

—¿Te importa tomar asiento un momento, mientras termino esto?

Wimsey se sentó y observó con interés la llama del mechero Bunsen que se movía sin cesar bajo el tubo de cristal y el poso marrón oscuro que se iba formando y espesando poco a poco en el extremo más estrecho. De vez en cuando el analista vertía por el embudo con llave una pequeña cantidad de un líquido de aspecto sumamente repulsivo que había en una ampolla, y en una ocasión se acercó su ayudante para añadir unas gotas más de algo que, a juicio de Wimsey, debía de ser ácido clorhídrico. Por último, cuando todo el repugnante líquido quedó en el fondo del matraz y el depósito se puso casi negro en la parte más densa, quitaron y guardaron el tubo y apagaron el mechero, sir James Lubbock escribió y firmó una breve nota, se volvió y saludó cordialmente a Wimsey.

—¿Seguro que no te interrumpo, Lubbock?

—No, en absoluto. Ya hemos terminado. Era la última muestra. Pronto estaremos listos para comparecer ante los tribunales. No es que haya grandes dudas al respecto. Una cantidad suficiente para matar un elefante. Teniendo en cuenta el trabajo que nos tomamos en los procesos judiciales para informar cortésmente al público de que dos o tres granos de arsénico son suficientes para dar buena cuenta de un individuo que no goce de demasiadas simpatías, por resistente que sea, resulta sorprendente cómo malgasta la gente las drogas. No se les puede enseñar. A cualquier botones tan incompetente como el asesino medio lo echarían del trabajo a patadas. ¡Bueno, a ver! ¿En qué te has metido ahora?

—Poca cosa —contestó Wimsey, desenvolviendo el paquete y sacando la bota izquierda del general Fentiman—. Sé que soy un caradura al venir a verte por esto, pero es que me gustaría saber qué es, y como se trata de un asunto estrictamente privado, me he tomado la libertad de venir a molestarte, como amigo que eres. Es solo la parte interior de la suela… ahí, en el borde.

—¿Sangre? —sugirió el analista, sonriendo.

—Pues no… Siento decepcionarte. Yo diría que pintura.

Sir James observó atentamente el sedimento con una potente lupa.

—Sí, es un barniz marrón. Podría haberse desprendido del suelo o de un mueble. ¿Quieres que lo analice?

—Si no es demasiada molestia…

—De ninguna manera. Será mejor que lo haga Saunders. Se ha especializado en esta clase de sustancias. Saunders, ¿podría raspar esto con todo cuidado y ver qué es? Tome una muestra y analícela, si es posible. ¿Para cuándo se necesita?

—Pues lo antes posible, pero no quiero decir dentro de cinco minutos.

—Bueno, quédate un rato a tomar un poco de té con nosotros, y supongo que podremos tenerte algo preparado después. No parece nada extraordinario. Conociendo tus gustos, me extraña que no sea sangre. ¿No tienes sangre en perspectiva?

—No que yo sepa. Me quedaré con mucho gusto a tomar el té, si estás seguro de que no me estoy poniendo pesado.

—Claro que no. Y, ya que estás aquí, podrías darme tu opinión sobre unos viejos libros de medicina que tengo. No creo que sean especialmente valiosos, pero sí curiosos. Ven.

Wimsey pasó un par de agradables horas con lady Lubbock, panecillos tostados con mantequilla y alrededor de una docena de antiguos tratados de anatomía. Al poco volvió Saunders con el informe. El sedimento no era ni más ni menos que una pintura marrón y un barniz comunes y corrientes, muy conocidos por carpinteros y ebanistas. Se trataba de un preparado moderno, sin nada especial; podía encontrarse en cualquier parte. Era un barniz de suelos que no se utilizaba para puertas, tabiques o cosas por el estilo. A continuación aparecía la fórmula química.

—Me temo que no sirve de gran cosa —dijo sir James.

—Nunca se sabe. A lo mejor hay suerte —replicó Wimsey—. ¿Podrías etiquetar la muestra y estampar tu firma, y también en el análisis, y guardarlos en caso de que sea necesario?

—Naturalmente. ¿Cómo quieres que los etiquete?

—Pues… pon «Barniz de la bota izquierda del general Fentiman» y «Análisis del barniz de la bota izquierda del general Fentiman», y la fecha. Yo lo firmaré, y también Saunders y tú, y creo que con eso bastará.

—¿Fentiman? ¿No es el vejete que murió de repente el otro día?

—El mismo. Pero no tienes por qué mirarme con ese aire infantil de sabelotodo, porque no tengo ninguna historia morbosa que contar. Es solo cuestión de saber dónde pasó la noche el viejo, a ver si me entiendes.

—Vaya, vaya. Muy curioso. En fin; no tiene nada que ver conmigo. Quizá cuando se resuelva me cuentes de qué se trata. Mientras tanto, mantendremos las etiquetas. Me imagino que estás dispuesto a dar fe de la identidad de la bota, y yo puedo atestiguar haber visto el barniz en la bota, y Saunders puede atestiguar que lo retiró, que lo analizó y que este es el barniz que analizó. Todo como debe ser. Toma. Firma aquí y aquí, y son ocho con seis peniques, por favor.

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