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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

El mundo y sus demonios (11 page)

BOOK: El mundo y sus demonios
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Según se revela en repetidas encuestas a lo largo de los años, la mayoría de los americanos creen que nos visitan seres extraterrestres en ovnis. En una encuesta Roper de 1992 —especialmente encargada por los que aceptan la historia de la abducción extraterrestre a pies juntillas— el dieciocho por ciento de casi seis mil adultos americanos dijeron que a veces se despertaban paralizados, conscientes de la presencia de uno o más seres extraños en su habitación. Un trece por ciento declara extraños episodios de tiempo perdido (detención del tiempo), y el diez por ciento declara haber volado por el aire sin asistencia mecánica. Sólo con esos resultados, los promotores de la encuesta concluyen que el dos por ciento de los americanos han sido abducidos, muchos de ellos repetidas veces, por seres de otros mundos. La cuestión de si los encuestados habían sido secuestrados realmente por extraterrestres no se planteó nunca.

Si creyésemos la conclusión alcanzada por los que financiaron e interpretaron los resultados de esta encuesta, y si los extraterrestres no son parciales con los americanos, el número de abducidos en todo el planeta sería superior a cien millones de personas. Eso significa una abducción cada pocos segundos durante las últimas décadas. Es sorprendente que no lo hayan notado más vecinos.

¿Qué ocurre aquí? Cuando uno habla con los que se autodescriben como abducidos, la mayoría parecen muy sinceros, aunque sometidos a fuertes emociones. Algunos psiquiatras que los han examinado dicen que no encuentran más pruebas de psicopatología en ellos que en el resto de la gente. ¿Por qué una persona declararía haber sido abducida por criaturas extraterrestres si no fue así? ¿Podrían equivocarse todas estas personas, o mentir, o alucinar la misma historia (o similar)? ¿O es arrogante y despreciable cuestionar siquiera el sentido común de tantas personas?

Por otro lado, ¿sería posible que hubiera realmente una invasión extraterrestre masiva, que se realizaran procedimientos médicos repugnantes sobre millones de hombres, mujeres y niños inocentes, que se utilizara a los humanos como reproductores durante muchas décadas y que todo eso no fuera conocido en general y comentado por medios de comunicación, médicos y científicos responsables y por los gobiernos que han jurado proteger la vida y el bienestar de sus ciudadanos? O, como han sugerido muchos, ¿hay una conspiración del gobierno para mantener a los ciudadanos alejados de la verdad?

¿Por qué unos seres tan avanzados en física e ingeniería —que cruzan grandes distancias interestelares y atraviesan paredes como fantasmas— son tan atrasados en lo que respecta a la biología? ¿Por qué, si los extraterrestres intentan llevar sus asuntos en secreto, no eliminan perfectamente todos los recuerdos de las abducciones? ¿Demasiado difícil para ellos? ¿Por qué los instrumentos de examen son macroscópicos y recuerdan tanto lo que podemos encontrar en el ambulatorio del barrio? ¿Por qué tomarse la molestia de repetidos encuentros sexuales entre extraterrestres y humanos? ¿Por qué no robar unos cuantos óvulos y esperma, leer todo el código genético entero y fabricar luego tantas copias como se quiera con las variaciones genéticas que se quiera? Hasta nosotros, los humanos, que todavía no podemos cruzar rápidamente el espacio interestelar ni atravesar las paredes, podemos clonar células. ¿Cómo podríamos ser resultado los humanos de un programa de cría extraterrestre cuando compartimos el 99,6% de genes activos con los chimpancés? Nuestra relación con los chimpancés es más estrecha que la que hay entre ratas y ratones. La preocupación por la reproducción en estos relatos alza una bandera de advertencia, especialmente teniendo en cuenta el inestable equilibrio entre el impulso sexual y la represión social que ha caracterizado siempre a la condición humana, y el hecho de que vivimos en una época repleta de espantosos relatos, verdaderos y falsos, de abuso sexual de niños.

A diferencia de muchos medios de comunicación,
[9]
los encuestadores de Roper y los que escribieron el informe «oficial» no preguntaron nunca a los encuestados si habían sido abducidos por extraterrestres. Lo dedujeron: los que alguna vez se han despertado con presencias extrañas alrededor, que alguna vez inexplicablemente creían volar por el aire, etc., han sido abducidos. Los encuestadores ni siquiera comprobaron si notar presencias, volar, etc., formaba parte de un mismo incidente o de otro distinto. Su conclusión —que millones de americanos han sido abducidos— es espuria, basada en un planteamiento poco acertado del experimento.

Con todo, al menos cientos de personas, quizá miles, que afirman haber sido abducidas han acudido a terapeutas simpatizantes o se han unido a grupos de apoyo de abducidos. Quizá haya otros con problemas similares pero, temerosos del ridículo o del estigma de enfermedad mental, se han abstenido de hablar o de pedir ayuda.

Se dice también que algunos abducidos se resisten a hablar por temor a la hostilidad y rechazo de los escépticos de línea dura (aunque muchos aparecen encantados en programas de radio y televisión). Se supone que su desconfianza incluye también a las audiencias que ya creen en abducciones por extraterrestres. Pero quizá haya otra razón: ¿podría ser que los propios sujetos no estuvieran seguros —al menos al principio, al menos antes de contar la historia repetidas veces— de si lo que recuerdan es un acontecimiento externo o un estado mental?

«U
NA SEÑAL INEQUÍVOCA DEL AMOR A LA VERDAD
—escribía John Locke en 1690—, es no mantener ninguna proposición con mayor seguridad de la que garantizan las pruebas en las que se basa.» En el tema de los ovnis, ¿cuál es la fuerza de las pruebas?

La expresión «platillo volante» fue acuñada cuando yo empezaba el instituto. En los periódicos había cientos de historias de naves de otros mundos en los cielos de la Tierra. A mí me parecía bastante creíble. Había otras muchas estrellas y, al menos algunas de ellas, probablemente tenían sistemas planetarios como el nuestro. Muchas eran tan antiguas como el Sol o más, por lo que había tiempo suficiente para que hubiera evolucionado la vida inteligente. El Laboratorio de Propulsión a Chorro de Caltech acababa de lanzar un cohete de dos cuerpos al espacio. Estábamos claramente camino de la Luna y los planetas. ¿Por qué otros seres más viejos y más inteligentes no podían ser capaces de viajar de su estrella a la nuestra? ¿Por qué no?

Eso ocurría pocos años después del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. Quizá los ocupantes de los ovnis estaban preocupados por nosotros e intentaban ayudarnos. O quizá querían asegurarse de que nosotros y nuestras armas nucleares no fuéramos a molestarlos. Mucha gente —miembros respetables de la comunidad, oficiales de policía, pilotos de líneas aéreas comerciales, personal militar— parecía ver platillos volantes. Y, aparte de algunas vacilaciones y risitas, yo no conseguía encontrar argumentos en contra. ¿Cómo podían equivocarse todos esos testigos? Lo que es más, los «platos» habían sido detectados por radar, y se habían tomado fotografías de ellos. Salían en los periódicos y revistas ilustradas. Incluso se hablaba de accidentes de platillos volantes y de unos cuerpecitos de extraterrestres con dientes perfectos que languidecían en los congeladores de las Fuerzas Aéreas en el suroeste.

El ambiente general fue resumido en la revista
Life
unos años más tarde con estas palabras: «La ciencia actual no puede explicar esos objetos como fenómenos naturales, sino únicamente como mecanismos artificiales, creados y manejados por una inteligencia superior». Nada «conocido o proyectado en la Tierra puede dar razón de la actuación de esos mecanismos».

Y
,
sin embargo, ni un solo adulto de los que yo conocía sentía la menor preocupación por los ovnis. No podía entender por qué. En lugar de eso, se preocupaban por la China comunista, las armas nucleares, el maccarthismo y el alquiler de su vivienda. Yo me preguntaba si tenían claras sus prioridades.

En la universidad, a principios de la década de los cincuenta, empecé a aprender un poco sobre el funcionamiento de la ciencia, sobre los secretos de su gran éxito, el rigor que deben tener los estándares de prueba si realmente queremos saber algo seguro, la cantidad de falsos comienzos y finales bruscos que han infestado el pensamiento humano, lo fácil que es colorear la interpretación de la prueba según nuestras inclinaciones y la frecuencia con que los sistemas de creencia ampliamente aceptados y apoyados por jerarquías políticas, religiosas y académicas resultan ser no sólo ligeramente erróneos sino grotescamente equivocados.

Encontré un libro titulado
Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds
[Engaños populares extraordinarios y la locura de la multitud] escrito por Charles Mackay en 1841 y todavía en venta. En él se podían encontrar las historias de repentina prosperidad y posterior quiebra económica de chifladuras como las «burbujas» del Mississippi y el mar del Sur y la extraordinaria demanda de tulipanes holandeses, patrañas que embaucaron a ricos y titulados de muchas naciones; una legión de alquimistas, incluyendo la conmovedora historia del señor Kelly y el doctor Dee (y el hijo de ocho años de Dee, Arthur, inducido por su desesperado padre a comunicarse con el mundo de los espíritus observando un cristal); dolorosos relatos de profecías incumplidas, adivinaciones y predicciones de la suerte; persecución de brujas; casas encantadas; la «admiración popular de grandes ladrones» y muchas cosas más. Estaba también el entretenido retrato del conde de St. Germain, que salió a cenar con la alegre pretensión de que había vivido durante siglos, si no era realmente inmortal. (Cuando, durante la cena, alguien expresó su incredulidad ante el relato de sus conversaciones con Ricardo Corazón de León, se volvió hacia su criado para que lo confirmase. «Olvida, señor —fue la respuesta—, que yo sólo llevo quinientos años a su servicio.» «Ah, es verdad —dijo St. Germain—, esto fue antes de su tiempo.»)

Un llamativo capítulo sobre las Cruzadas empezaba así:

Cada época tiene su locura particular; un plan, proyecto o fantasía al que se lanza, espoleada ya sea por amor de la ganancia, necesidad de excitación o mera fuerza de imitación. Si le falta eso, sufre cierta locura, a la que se ve aguijoneada por causas políticas o religiosas, o ambas combinadas.

La edición que leí la primera vez iba adornada con una cita del financiero y consejero de presidentes Bemard M. Baruch, atestiguando que la lectura del libro de Mackay le había hecho ahorrar millones.

Hay una larga historia de declaraciones falsas de que el magnetismo podía curar enfermedades. Paracelso, por ejemplo, usaba un imán para aspirar las enfermedades del cuerpo y enterrarlas dentro de la Tierra. Pero la figura clave fue Franz Mesmer. Yo había entendido vagamente que la palabra inglesa
«mesmerize»
quería decir algo parecido a hipnotizar. Pero el primer conocimiento real que tuve de Mesmer vino del libro de Mackay. El médico vienés pensaba que las posiciones de los planetas influían en la salud humana, y quedó seducido por las maravillas de la electricidad y el magnetismo. Atendía a la nobleza francesa en declive en vísperas de la Revolución. Se reunían en una habitación oscura. Mesmer, vestido con una túnica dorada de seda floreada y blandiendo una varita mágica, hacía sentar a sus pacientes alrededor de una cuba con una solución de ácido sulfúrico. El magnetizador y sus jóvenes ayudantes varones miraban a los pacientes fijamente a los ojos y les frotaban el cuerpo. Ellos se agarraban a unas barras de hierro que sobresalían de la solución o se daban la mano. En un frenesí contagioso, se curaban aristócratas a diestro y siniestro, especialmente mujeres jóvenes.

Mesmer causó sensación. Él lo llamaba «magnetismo animal». Sin embargo, como perjudicaba el negocio de los practicantes de una medicina más convencional, los médicos franceses presionaron al rey Luis XVI para que tomara enérgicas medidas contra él. Mesmer, decían, era una amenaza para la salud pública. La Academia Francesa de las Ciencias nombró una comisión que incluía al químico pionero Antoine Lavoisier y al diplomático americano y experto en electricidad Benjamín Franklin. Realizaron el experimento de control obvio: cuando los efectos magnetizadores se realizaban sin el conocimiento del paciente, no se producía la curación. La conclusión de la comisión fue que las curaciones, si las había, estaban en la mente del que las esperaba. Mesmer y sus seguidores no se dejaron desanimar. Uno de ellos preconizaba más tarde la siguiente actitud para obtener los mejores resultados:

Olvida durante un rato todos tus conocimientos de física... Aleja de tu mente cualquier objeción que se te ocurra... No razones durante un período de seis semanas... Sé muy crédulo, muy perseverante, rechaza toda la experiencia pasada y no escuches a la razón.

Ah, sí, y un consejo final: «Nunca magnetices ante personas preguntonas.»

Otra sorpresa fue
Caprichos y falacias en nombre de la ciencia
de Martín Gardner. Allí estaba Wilheim Reich revelando la clave de la estructura de las galaxias en la energía de los orgasmos humanos; Andrew Crosse creando insectos microscópicos eléctricamente con sales; Hans Hórbiger, bajo los auspicios nazis, anunciando que la Vía Láctea no estaba hecha de estrellas sino de copos de nieve; Charles Piazzi Smyth descubriendo en las dimensiones de la Gran Pirámide de Gizeh una cronología del mundo desde la creación hasta el segundo advenimiento; L. Ron Hubbard escribiendo un manuscrito capaz de volver locos a sus lectores (¿lo comprobó alguien?, me preguntaba yo); el caso Bridey Murphy, que hizo creer a millones que tenían al menos una prueba seria de reencarnación; las «demostraciones» de PES (percepción extrasensorial) de Joseph Rhine; la curación de la apendicitis con enemas de agua fría, de enfermedades bacterianas con cilindros de latón y de la gonorrea con luz verde... y, entre todos esos relatos de autoengaño y charlatanería, para mi sorpresa, un capítulo sobre ovnis.

Desde luego, Mackay y Gardner, por el mero hecho de escribir libros catalogando las creencias espurias, me parecían un poco displicentes y superiores. ¿No aceptaban nada? A pesar de todo, me sorprendió la cantidad de declaraciones discutidas y defendidas con pasión que habían quedado en nada. Lentamente me fui dando cuenta de que, existiendo la falibilidad humana, podría haber otras explicaciones para los platillos volantes.

Me había interesado la posibilidad de vida extraterrestre desde pequeño, mucho antes de oír hablar de platillos volantes. He seguido fascinado hasta mucho después de haberse apagado mi entusiasmo primitivo por los ovnis... al entender mejor a este maestro despiadado llamado método científico: todo depende de la prueba. En una cuestión tan importante, la prueba debe ser irrecusable. Cuanto más deseamos que algo sea verdad, más cuidadosos hemos de ser. No sirve la palabra de ningún testigo. Todo el mundo comete errores. Todo el mundo hace bromas. Todo el mundo fuerza la verdad para ganar dinero, atención o fama. Todo el mundo entiende mal en ocasiones lo que ve. A veces incluso ven cosas que no están.

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