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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

El mundo y sus demonios (36 page)

BOOK: El mundo y sus demonios
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Pero el chamán nos dice que su doctrina es verdadera porque también funciona, no en asuntos arcanos de física matemática sino en lo que realmente cuenta: puede curar a las personas. Muy bien, entonces reunamos la estadística de curaciones chamanistas y veamos si funcionan mejor que los placebos. Si es así, concedamos de buen grado que hay algo: aunque sólo sea que algunas enfermedades son psicogénicas y pueden ser curadas o aliviadas con actitudes y estados mentales adecuados. También podemos comparar la eficacia de sistemas chamanista alternativos.

Que el chamán entienda por qué funcionan sus curaciones es otra historia. En la mecánica cuántica tenemos una comprensión implícita de la naturaleza sobre cuya base, paso a paso y cuantitativamente, hacemos predicciones sobre lo que ocurrirá si se lleva a cabo un experimento determinado no intentado antes. Si el experimento confirma la predicción —especialmente si lo hace numéricamente y con precisión—, ganamos la confianza de saber lo que hacemos. Hay pocos ejemplos que tengan este carácter entre los chamanes, curas y gurús de la Nueva Era.

Morris Cohén, un célebre filósofo de la ciencia, sugirió otra distinción importante en su libro de 1931,
Razón y Naturaleza:

Desde luego, la inmensa mayoría de las personas no preparadas pueden aceptar los resultados de la ciencia sólo por su autoridad. Pero hay una importante diferencia obvia entre una institución que es abierta e invita a todo el mundo a entrar, estudiar sus métodos y sugerir mejoras, y otra que considera que el cuestionamiento de sus credenciales se debe a maldad de corazón, como la que [el cardenal] Newman atribuía a los que cuestionaban la infalibilidad de la Biblia... La ciencia racional siempre considera que sus créditos son redimibles a petición, mientras que el autoritarismo no racional considera la petición de redención de sus valores como una falta de fe y de lealtad.

Los mitos y el folclore de muchas culturas premodernas tienen un valor explicativo o al menos mnemónico. En historias que todo el mundo puede valorar e incluso testificar, codifican el entorno. Se puede recordar qué constelaciones aparecen un día determinado del año o la orientación de la Vía Láctea por medio de una historia de amantes que se reúnen o una canoa que avanza por el río sagrado. Como el reconocimiento del cielo es esencial para plantar y cosechar y seguir el rastro de los animales, estas historias tienen un importante valor práctico. También pueden ser útiles como pruebas psicológicas proyectivas o como confirmaciones del lugar de la humanidad en el universo. Pero eso no significa que la Vía Láctea sea realmente un río o que la atraviese una canoa ante nuestros ojos.

La quinina procede de una infusión de la corteza de un árbol particular de la selva amazónica. ¿Cómo descubrió un pueblo premoderno que un té hecho precisamente de este árbol, con todas las plantas que hay en la selva, aliviaría los síntomas de la malaria? Debieron de probar todos los árboles y las plantas —raíces, tallos, corteza, hojas— masticadas, machacadas y en infusión. Eso constituye un conjunto inmenso de experimentos científicos durante generaciones: experimentos que además hoy no podrían realizarse por razones de ética médica. Pensemos en la cantidad de infusiones de cortezas de otros árboles que debían de ser inútiles o que provocaron náuseas al paciente o incluso la muerte. En un caso así, el sanador borra de la lista estas medicinas potenciales y pasa a la próxima. Los datos de etnofarmacología quizá no se adquieran sistemáticamente, ni siquiera conscientemente. Sin embargo, por ensayo y error, y recordando cuidadosamente lo que funcionaba, a la larga llegan a la meta: utilizando la riqueza molecular del reino vegetal para acumular una farmacopea que funciona. Se puede adquirir información absolutamente esencial, que puede salvar la vida, a partir exclusivamente de la medicina popular. Deberíamos hacer mucho más de lo que hacemos para extraer los tesoros de este conocimiento popular mundial.

Lo mismo sucede, por ejemplo, con la predicción del tiempo en un valle cercano al Orinoco: es perfectamente posible que pueblos preindustriales hayan captado durante milenios regularidades, indicaciones premonitorias, relaciones de causa y efecto en una geografía local particular ignorada por completo por los profesores de meteorología y climatología de una universidad distante. Pero de eso no se deriva que los chamanes de estas culturas puedan predecir el tiempo en París o en Tokyo, y menos todavía el clima global.

Ciertos tipos de conocimiento popular son válidos e inestimables. Otros, en el mejor de los casos, son metáforas y codificadores. La etnomedicina, sí; la astrofísica, no. Ciertamente, es verdad que todas las creencias y todos los mitos son merecedores de respeto. No es cierto que todas las creencias populares sean igualmente válidas... si hablamos no de una disposición mental interna sino de entender la realidad externa.

D
URANTE SIGLOS, LA CIENCIA HA ESTADO SOMETIDA
a una línea de ataque que podría llamarse, más que pseudociencia, anticiencia. Actualmente se opina que la ciencia, y el estudio académico en general, es demasiado subjetiva. Algunos incluso alegan que es totalmente subjetiva, como, dicen, lo es la historia. La historia suelen escribirla los vencedores para justificar sus acciones, para alentar el fervor patriótico y para suprimir las reclamaciones legítimas de los vencidos. Cuando no hay una victoria abrumadora, cada lado escribe el relato que le favorece sobre lo que
realmente
ocurrió. Las historias inglesas castigaban a los franceses, y viceversa; las historias de Estados Unidos hasta hace muy poco ignoraban las políticas de facto de
Lebensraum
(espacio vital) y genocidio hacia los nativos americanos; las historias japonesas de los acontecimientos que llevaron a la segunda guerra mundial minimizan las atrocidades japonesas y sugieren que su principal objetivo era liberar de manera altruista al este de Asia del colonialismo europeo y americano; Polonia fue invadida en 1939 porque, según aseveraban los historiadores nazis, había atacado despiadadamente y sin mediar provocación a Alemania; los historiadores soviéticos decían que las tropas soviéticas que reprimieron las revoluciones húngara (1956) y checa (1968) habían sido invitadas por aclamación popular en las naciones invadidas y no enviadas por sus secuaces rusos; las historias belgas tienden a desvirtuar las atrocidades cometidas cuando el Congo era un feudo privado del rey de Bélgica; las historias chinas ignoran curiosamente las decenas de millones de muertes causadas por el «gran salto adelante» de Mao Zedong; que Dios condona e incluso defiende la esclavitud se afirmó miles de veces desde el pulpito y en las escuelas de las sociedades esclavistas cristianas, pero los estados cristianos que liberaron a sus esclavos guardan completo silencio sobre el tema; un historiador tan brillante, culto y sobrio como Edward Gibbon se negó a saludar a Benjamín Franklin cuando se encontraron en un hotel del campo inglés... por las recientes contrariedades de la revolución americana. (Franklin le ofreció material de primera mano a Gibbon cuando éste pasó, como Franklin estaba seguro que haría, de la decadencia y ruina del Imperio romano a la decadencia y ruina del Imperio británico. Franklin tenía razón sobre el Imperio británico, pero llevaba dos siglos de adelanto.)

Tradicionalmente, estas historias las han escrito historiadores académicos admirados, a menudo puntales del poder establecido. La disensión local queda despachada en un instante. Se sacrifica la objetividad al servicio de objetivos más altos. A partir de este lamentable hecho, algunos han llegado al extremo de concluir que no existe lo que se llama historia, que no hay posibilidad de reconstruir los acontecimientos reales; que todo lo que tenemos son auto-justificaciones tendenciosas, y que esta conclusión se amplía de la historia a todo conocimiento, incluida la ciencia.

Y, sin embargo, ¿quién podría negar que hay secuencias reales de hechos históricos, con hilos causales reales, aunque nuestra capacidad de reconstruirlos en su totalidad sea limitada, aunque la señal esté perdida en un estruendoso océano de autocomplacencia? El peligro de la subjetividad y el prejuicio ha estado claro desde el principio de la historia. Tucídides advertía contra él. Cicerón escribió:

La primera ley es que el historiador no debe osar jamás escribir lo que es falso; la segunda, que no osará jamás ocultar la verdad; la tercera, que no debe haber sospecha en su obra de favoritismo o prejuicio.

Luciano de Samosata,
en Cómo debería escribirse la historia,
publicado en el año 170, decía que «el historiador debe ser intrépido e incorruptible; un hombre de independencia, que ame la franqueza y la verdad».

La responsabilidad de los historiadores íntegros es intentar reconstruir la secuencia real de acontecimientos, por muy decepcionantes y alarmantes que puedan ser. Los historiadores aprenden a suprimir su indignación natural por las afrentas contra sus naciones y reconocen, cuando corresponde, que sus líderes nacionales pueden haber cometido crímenes atroces. Quizá un gaje del oficio sea tener que esquivar a los patriotas agraviados. Son conscientes de que los relatos de los acontecimientos han pasado por filtros humanos sesgados y que los propios historiadores tienen desviaciones. Los que quieren saber lo que ocurrió realmente, deberán familiarizarse totalmente con los puntos de vista de los historiadores de otras naciones, antes adversarias. Lo máximo que se puede esperar es una serie de aproximaciones sucesivas: paso a paso, profundizando en el conocimiento de nosotros mismos, mejora la comprensión de los acontecimientos históricos.

Algo similar ocurre en la ciencia. Tenemos sesgos, respiramos como todo el mundo los prejuicios que imperan en nuestro entorno. A veces, los científicos han dado apoyo y sustento a doctrinas nocivas (incluyendo la supuesta «superioridad» de un grupo étnico o género sobre otro a partir de las medidas del cerebro, las protuberancias del cráneo o los tests de coeficiente intelectual). Los científicos suelen resistirse a ofender a los ricos y poderosos. De vez en cuando, uno de ellos engaña y roba. Algunos —muchos sin rastro de pesar moral— trabajaron para los nazis. También exhiben tendencias relacionadas con los chauvinismos humanos y con nuestras limitaciones intelectuales. Como he comentado antes, los científicos también son responsables de tecnologías mortales: a veces las inventan a propósito, a veces por no mostrar la suficiente cautela ante efectos secundarios no previstos. Pero también son los científicos los que, en la mayoría de estos casos, nos han advertido del peligro.

Los científicos cometen errores. En consecuencia, la tarea del científico es reconocer nuestras debilidades, examinar el abanico más amplio de opiniones, ser implacablemente autocrítico. La ciencia es una empresa colectiva con un mecanismo de corrección de errores que suele funcionar con suavidad. Tiene una ventaja abrumadora sobre la historia, porque en ciencia podemos hacer experimentos. Si uno no está seguro de cómo fueron las negociaciones que llevaron al Tratado de París en 1814-1815, no tiene la opción de volver a representar los acontecimientos. Sólo puede bucear en registros antiguos. Ni siquiera puede hacer preguntas a los participantes. Todos han muerto.

Pero, en muchas cuestiones de la ciencia, se puede volver a repetir el hecho todas las veces que se quiera, examinarlo de una manera nueva, comprobar una amplia serie de hipótesis alternativas. Cuando se inventan nuevas herramientas se puede volver a hacer el experimento para ver qué surge de la mejora de la sensibilidad. En las ciencias históricas en que no se puede disponer una repetición, se pueden examinar casos relacionados y empezar a reconocer sus componentes comunes. No podemos hacer que las estrellas exploten a nuestra conveniencia ni podemos desarrollar un mamífero desde sus ancestros a base de pruebas. Pero podemos simular parte de la física de explosiones de supernovas en el laboratorio, y podemos comparar en detalle, paso a paso, las instrucciones genéticas de mamíferos y reptiles.

También se denuncia que la ciencia es tan arbitraria e irracional como todas las demás declaraciones de conocimiento, o que la propia razón es una ilusión. El revolucionario americano Ethan Alien —líder de los Green Mountain Boys en la captura del Fort Ticonderoga— dijo algunas palabras sobre el tema:

Los que invalidan la razón deberían considerar seriamente si discuten contra la razón con o sin ella; si es con razón, entonces están estableciendo el mismo principio que se afanan por destronar; pero, si discuten sin razón (lo que, a fin de ser coherentes con ellos mismos deben hacer), están fuera del alcance de la convicción racional y tampoco merecen una discusión.

El lector puede juzgar la profundidad de este argumento.

C
UALQUIERA QUE SEA TESTIGO DE PRIMERA MANO
del avance de la ciencia lo toma como una empresa intensamente personal. Siempre hay algunos —guiados por el asombro puro y una gran integridad, o por frustración con las inadecuaciones del conocimiento existente, o simplemente agobiados por la incapacidad que imaginan poseer de entender lo que todos los demás comprenden— que proceden a hacer devastadoras preguntas clave. Unas cuantas personalidades destacan entre un mar de celos, ambición, murmuración, supresión de la disensión y presunciones absurdas. En algunos campos, altamente productivos, este comportamiento es casi la norma.

Creo que toda esta agitación social y debilidad humana ayuda a la empresa de la ciencia. Hay un marco de trabajo establecido en el que cualquier científico puede demostrar que otro se equivoca y asegurarse que todo el mundo lo sepa. Incluso cuando nuestros motivos son deshonestos, no dejamos de tropezar con algo nuevo.

El químico americano galardonado con el Nobel Harold C. Urey me confesó en una ocasión que, a medida que se hacía mayor (entonces tenía setenta años), notaba la existencia de esfuerzos cada vez más concertados para demostrar que estaba equivocado. Lo describió como el síndrome de «la pistola más rápida del Oeste»: el joven que pudiera enmendar al célebre pistolero anciano heredaría su reputación y el respeto que a él se debe. Era enojoso, murmuraba, pero servía para que los jóvenes mequetrefes se dirigieran hacia áreas de investigación importantes en las que nunca habrían entrado por su cuenta.

Los científicos, humanos al fin, también siguen a veces una selección de la observación: les gusta recordar los casos en que han tenido razón y olvidar aquellos en los que se equivocaron. Pero, en muchos casos, lo que es «erróneo» es verdad en parte o estimula a otros a descubrir lo correcto. Uno de los astrofísicos más productivos de nuestra época ha sido Fred Hoyle, responsable de contribuciones monumentales a nuestra comprensión de la evolución de las estrellas, la síntesis de los elementos químicos, la cosmología y muchas cosas más. A veces su éxito se ha basado en tener razón antes de que nadie hubiera llegado a pensar que había algo por explicar. A veces ha triunfado al equivocarse, al ser tan provocador, al sugerir alternativas tan escandalosas que observadores y experimentalistas se ven obligados a comprobarlas. El esfuerzo apasionado y concertado para «demostrar que Fred se equivoca» a veces ha fracasado y a veces ha triunfado. En casi todos los casos, ha empujado hacia adelante las fronteras del conocimiento. Incluso sus mayores escándalos —por ejemplo, la propuesta de que los virus de la gripe y el VIH habían caído de los cometas sobre la Tierra y que los granos de polvo interestelar son bacterias— han llevado a significativos avances del conocimiento (aun sin producir nada que sustente esas ideas particulares).

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