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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

El mundo y sus demonios (38 page)

BOOK: El mundo y sus demonios
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Tres meses después, Müller recibió en Moscú la visita de un genetista occidental que le expresó su asombro por una carta de amplia circulación firmada por Müller que condenaba la prevalencia del «mendelismo-weissmanismo-morganismo» en Occidente y urgía al boicot del próximo Congreso Internacional de Genética. Müller, que nunca había visto, y menos firmado, una carta como aquélla, llegó a la conclusión de que era un fraude perpetrado por Lysenko. Inmediatamente escribió una encolerizada denuncia de Lysenko en
Pravda
y le mandó una copia a Stalin.

Al día siguiente, Vavilov fue a ver a Müller terriblemente agitado para informarle que él, Müller, se había presentado voluntario para ir a luchar a la guerra civil española. La carta de
Pravda
había puesto en peligro la vida de Müller. Abandonó Moscú al día siguiente y escapó por poco, según le dijeron después, de la NKVD, la policía secreta. Vavilov no tuvo tanta suerte y murió en Siberia en 1943.

Con el apoyo continuo de Stalin y más tarde de Jrusvhov, Lysenko eliminó con tenacidad implacable la genética clásica. Los textos de biología de la escuela soviética a principios de la década de los sesenta contenían tan poco sobre cromosomas y genética como muchos de los textos de biología de las escuelas estadounidenses tienen hoy sobre evolución. Pero no creció ninguna cosecha nueva de trigo en invierno; el hechizo de la frase «materialismo dialéctico» no llegó al ADN de las plantas domesticadas; la agricultura soviética continuó estancada y hoy, en parte por esta razón, Rusia —con un alto nivel en muchas otras ciencias— está inexorablemente retrasada en biología molecular e ingeniería genética. Se han perdido dos generaciones de biólogos modernos. El lysenkismo no fue aniquilado hasta 1964, en una serie de debates y votaciones en la Academia Soviética de Ciencias —una de las pocas instituciones que mantuvo cierto grado de independencia de los líderes del Partido y el Estado— en las que el físico nuclear Andréi Sajárov representó un papel primordial.

Los americanos tendemos a menear la cabeza con asombro ante esta experiencia soviética. La idea de que una ideología endosada por el Estado o un prejuicio popular pueda poner trabas al progreso científico parece impensable. Durante doscientos años, los estadounidenses se han enorgullecido de ser un pueblo práctico, pragmático y no ideológico. Y sin embargo, la pseudociencia antropológica y psicológica ha florecido en Estados Unidos: sobre la raza, por ejemplo. Bajo el disfraz de «creacionismo», se sigue haciendo un serio esfuerzo para impedir que se enseñe en la escuela la teoría de la evolución, la idea integradora más poderosa en toda la biología y esencial para otras ciencias que van desde la astronomía hasta la antropología.

L
A CIENCIA ES DIFERENTE DE MUCHAS OTRAS EMPRESAS HUMANAS
; no, desde luego, porque sus practicantes estén influenciados o no por la cultura en la que crecieron, ni porque a veces acierten y otras se equivoquen (algo común en toda actividad humana), sino en su pasión por formular hipótesis comprobables, en su búsqueda de experimentos definitivos que confirmen o nieguen ideas, en el vigor de su debate sustancial y en su voluntad de abandonar ideas que se han mostrado deficientes. Si no fuéramos conscientes de nuestras propias limitaciones, sin embargo, si no buscásemos más datos, si no estuviésemos dispuestos a realizar experimentos de control, si no respetásemos las pruebas, avanzaríamos muy poco en nuestra búsqueda de la verdad. Por oportunismo y timidez, podríamos ser vapuleados por cualquier brisa ideológica sin tener nada de valor duradero a lo que agarrarnos.

Capítulo
15
E
L SUEÑO DE NEWTON

Que Dios nos libre de la visión única y del sueño de Newton.

W
ILLIAM
B
LAKE
, de un poema incluido
en una carta a Thomas Butts (1802)

...con frecuencia la ignorancia engendra más confianza que el conocimiento: son los que saben poco, y no los que saben mucho, los que aseveran positivamente que éste o aquel problema nunca será resuelto por la ciencia.

C
HARLES
D
ARWIN
, Introducción,
La descendencia del hombre
(1871)

P
or «el sueño de Newton», el poeta, pintor y revolucionario William Blake parece referirse a una visión de túnel en la perspectiva de la física de Newton, como también a la propia liberación (incompleta) de éste del misticismo. Blake encontraba divertida la idea de átomos y partículas de luz y «satánica» la influencia de Newton en nuestra especie. Una crítica común de la ciencia es que es demasiado estrecha. A causa de nuestra bien demostrada falibilidad, desestima, sin entrar en un discurso serio, un amplio espectro de imágenes inspiradoras, nociones juguetonas, intenso misticismo y maravillas asombrosas. Sin pruebas físicas, la ciencia no admite a los espíritus, ángeles, diablos ni a los cuerpos dharma del Buda. Ni a los visitantes extraterrestres.

El psicólogo americano Charles Tart, que cree que la prueba de la percepción extrasensorial es convincente, escribe:

Un factor importante en la actual popularidad de ideas de la «Nueva Era» es una reacción contra los efectos deshumanizadores y desespiritualizadores del cientificismo, la creencia filosófica (que se enmascara como ciencia objetiva y se sostiene con la tenacidad emocional del fundamentalismo redivivo) de que no somos nada más que seres materiales. Abarcar irreflexivamente todo lo que lleva la etiqueta de «espiritual», «psíquico» o de «Nueva Era» es, desde luego, una tontería, porque muchas de esas ideas son objetivamente erróneas por muy nobles e inspiradoras que sean. Por otro lado, este interés en la Nueva Era es un reconocimiento legítimo de algunas realidades de la naturaleza humana: la gente siempre ha tenido y sigue teniendo experiencias que parecen ser «psíquicas» o «espirituales».

Pero ¿por qué las experiencias «psíquicas» desafían la idea de que estamos hechos de materia y nada más? Hay muy pocas dudas de que, en el mundo cotidiano, la materia (y la energía) existen. Tenemos la prueba a nuestro alrededor. En contraste, como he mencionado antes, la prueba de algo no material llamado «espíritu» o «alma» es muy dudosa. Desde luego, cada uno de nosotros tiene una rica vida interior. Sin embargo, considerando la formidable complejidad del asunto, ¿cómo podríamos demostrar que nuestra vida interior no es debida totalmente a la materia? De acuerdo, es mucho lo que no entendemos del todo en la conciencia humana y todavía no podemos explicar en términos de neurobiología. Los humanos tienen limitaciones, y nadie lo sabe mejor que los científicos. Pero una multitud de aspectos del mundo natural que hace sólo unas generaciones se consideraban milagrosos son ahora totalmente comprendidos en términos de física y química. Al menos algunos de los misterios de hoy serán resueltos satisfactoriamente por nuestros descendientes. El hecho de que ahora no podamos presentar una comprensión detallada, por ejemplo, de estados de conciencia alterados en términos de química del cerebro, no implica la existencia de un «mundo del espíritu» más que cuando se creía que el girasol que sigue el camino del sol a través del cielo era la prueba de un milagro antes de conocer el fototropismo y las hormonas de las plantas.

Y si el mundo no corresponde en todos los aspectos a nuestros deseos, ¿es culpa de la ciencia o de los que quieren imponer sus deseos en el mundo? Todos los mamíferos —y muchos animales más— experimentan emociones: miedo, anhelo, dolor, amor, odio, necesidad de guía. Quizá los humanos piensen más en el futuro, pero no hay nada único en nuestras emociones. Por otro lado, ninguna otra especie hace tanta ciencia como nosotros. ¿Cómo se puede acusar a la ciencia de «deshumanizadora»?

A pesar de todo, parece tan injusto: algunos humanos mueren de hambre antes de superar la infancia, mientras otros —por un accidente de nacimiento— viven en la opulencia y el esplendor. Podemos nacer en una familia que comete abusos o en un grupo étnico perseguido, o con alguna deformidad; pasamos la vida con las cartas de la baraja en contra, y luego morimos. ¿Eso es todo? ¿No es más que un sueño sin ensoñación ni fin? ¿Dónde está la justicia de eso? Es desolador, brutal y cruel. ¿No deberíamos tener una segunda oportunidad en un campo de juego neutral? Sería mucho mejor si volviéramos a nacer en circunstancias que tuvieran en cuenta nuestra actuación en la última vida, por muy en contra que hubiéramos tenido entonces la baraja. O si hubiera un día del juicio después de la muerte, entonces —siempre que hubiéramos sido buenos con la persona que se nos dio en esta vida y mostrado humildad, lealtad y todo lo demás— deberíamos ser recompensados y vivir alegremente hasta el final de los tiempos en un refugio permanente de la agonía y confusión del mundo. Así es como sería si el mundo fuera pensado, planeado con anterioridad, justo. Así sería si los que sufren dolor y tormento recibieran el consuelo que merecen.

Las sociedades que enseñan la satisfacción con nuestra situación actual en la vida en espera de la recompensa
post-mortem
tienden a vacunarse contra la revolución. Además, el temor de la muerte, que en algunos aspectos es una adaptación a la lucha evolutiva por la existencia, se adapta mal a la guerra. Las culturas que preconizan una vida de bendición para los héroes después de la vida —o incluso para los que simplemente hicieron lo que les mandó la autoridad— podrían adquirir una ventaja competitiva.

Así debería ser fácil para las religiones y las naciones vender la idea de una parte espiritual de nuestra naturaleza que sobrevive a la muerte. No es algo en lo que se pueda prever un gran escepticismo. La gente querrá creerlo, aunque la prueba sea escasa o nula. Cierto, las lesiones del cerebro nos pueden hacer perder segmentos importantes de la memoria, o convertirnos de maníacos en plácidos, o viceversa; y los cambios en la química del cerebro pueden convencernos de que hay una conspiración contra nosotros o hacernos pensar que escuchamos la voz de Dios. Pero, a pesar de que eso proporciona un testimonio irresistible de que nuestra personalidad, carácter y memoria —si se quiere, el alma— reside en la materia del cerebro, es fácil no rendirse a él, encontrar maneras de negar el peso de la evidencia.

Y si hay instituciones sociales poderosas que insisten en que
hay
otra vida, no es sorprendente que los que disienten tiendan a ser pocos, callados y resentidos. Algunas religiones orientales, cristianas y de la Nueva Era, además del platonismo, mantienen que el mundo es irreal, que el sufrimiento, la muerte y la materia son ilusiones, y que nada existe realmente excepto la «mente». En contraste, el punto de vista científico imperante es que la mente es la forma en la que percibimos lo que hace el cerebro; es decir, es una propiedad de los cien billones de conexiones nerviosas en el cerebro.

Hay una opinión académica extrañamente en boga, con raíces en la década de los sesenta, que mantiene que todos los puntos de vista son igualmente arbitrarios y que «verdadero» o «falso» es una ilusión. Quizá sea un intento de volver las tornas a los científicos que arguyen desde hace tiempo que la crítica literaria, la religión, la estética y gran parte de la filosofía y la ética son mera opinión subjetiva, porque no se pueden demostrar como un teorema de la geometría euclidiana ni someterse a prueba experimental.

Hay gente que quiere que todo sea posible, que su realidad sea ilimitada. Les parece que nuestra imaginación y nuestras necesidades requieren más que lo relativamente poco que la ciencia enseña que sabemos con seguridad. Muchos gurús de la Nueva Era —la actriz Shirley MacLaine entre ellos— llegan al punto de abrazar el solipsismo, de afirmar que la única realidad es la de sus propios pensamientos. «Soy Dios», dicen en realidad. «Creo de verdad que nosotros creamos nuestra propia realidad —dijo MacLaine a un escéptico en una ocasión—. Creo que ahora mismo yo le estoy creando a usted.»

Si sueño que me reúno con un padre o un hijo muertos, ¿quién me va a decir que no ocurrió
realmente?
Si tengo una visión de mí mismo flotando en el espacio y mirando hacia la Tierra, a lo mejor he estado allí realmente; ¿cómo algunos científicos, que ni siquiera compartieron la experiencia, se atreven a decirme que está todo en mi cabeza? Si mi religión dicta que es palabra inalterable e inequívoca de Dios que el universo tiene unos cuantos miles de años, los científicos, además de equivocarse, son ofensivos e impíos cuando declaran que tiene unos cuantos miles de millones.

Es irritante que la ciencia pretenda fijar límites en lo que podemos hacer, aunque sea en principio. ¿Quién dice que no podemos viajar más de prisa que la luz? Solían decirlo del sonido, ¿no es cierto? ¿Quién nos va a impedir, si tenemos instrumentos realmente poderosos, que midamos la posición y el momento de un electrón simultáneamente? ¿Por qué, si somos muy inteligentes, no podemos construir una máquina de movimiento perpetuo «de primera especie»? (una que genere más energía de la que se le suministra), o una máquina de movimiento perpetuo «de segunda especie» (una que nunca se pare). ¿Quién osa poner límites al ingenio humano?

En realidad, la naturaleza. En realidad, una declaración bastante completa y breve de las leyes de la naturaleza, de cómo funciona el universo, se refleja en una lista de prohibiciones como ésta. Significativamente, la pseudociencia y la superstición tienden a no reconocer límites en la naturaleza: «Todo es posible.» Prometen un presupuesto de producción ilimitado, aunque sus partidarios hayan sido engañados y traicionados tan a menudo.

U
NA QUEJA RELACIONADA CON ÉSTA
es que la ciencia es demasiado simple, demasiado «reduccionista»; imagina con ingenuidad que en el recuento final habrá sólo unas cuantas leyes de la naturaleza —quizá incluso bastante sencillas—que lo explicarán todo, que la exquisita sutileza del mundo, todos los cristales de la nieve, las celosías de las telarañas, las galaxias espirales y los destellos de perspicacia humana pueden «reducirse» a estas leyes. El reduccionismo no parece conceder un respeto suficiente a la complejidad del universo. A algunos se les antoja como un híbrido curioso de arrogancia y pereza intelectual.

A Isaac Newton —que en la mente de los críticos de la ciencia personifica la «visión única»— el universo le parecía como un mecanismo de relojería. Literalmente. Describió con gran precisión los movimientos regulares y orbitales predecibles de los planetas alrededor del Sol, o de la Luna alrededor de la Tierra, esencialmente mediante la misma ecuación diferencial que predice el vaivén de un péndulo o la oscilación de un muelle. Hoy tenemos tendencia a pensar que ocupamos una posición ventajosa eminente y a lamentarnos de que los pobres newtonianos tuvieran un punto de vista tan limitado. Pero, dentro de ciertos límites razonables, las mismas ecuaciones armónicas que describen el mecanismo del reloj describen los movimientos de objetos astronómicos en todo el universo. Es un paralelismo profundo, no trivial.

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