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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (23 page)

BOOK: El número de la traición
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No dio más detalles, pero no hacía ninguna falta. Pete había visto a lo largo de su carrera a muchos pacientes que no respondían al tratamiento con antibióticos.

—¿Le aplicaste el procedimiento para víctimas de violación?

—No hubo tiempo suficiente antes de meterla en el quirófano, y después…

—Ya se había roto la cadena de pruebas —acabó Pete.

Conocía bien las bases jurídicas de su trabajo. El cuerpo de Anna había sido desinfectado con Betadine y expuesto a diferentes entornos. Cualquier abogado defensor podía encontrar a un perito que alegaría que las muestras tomadas después de varias intervenciones quirúrgicas estaban demasiado contaminadas para ser admitidas como prueba.

—Le saqué algunas astillas de debajo de las uñas, pero supongo que lo mejor que puedo ofrecer es un examen forense comparado de ambas víctimas.

—Un razonamiento más que dudoso, pero estoy tan contento de verte que ignoraré tu absurda lógica.

Sara sonrió; Pete siempre había sido muy directo, aunque sin renunciar a esa cortesía tan típicamente sureña: una de las cosas que hacían de él un gran profesor.

—Gracias.

—El placer de tu compañía es recompensa más que suficiente —replicó él abriéndole la puerta. Sara vaciló y Pete señaló hacia el exterior—. Los ojos tardan un poco en acostumbrarse.

Se armó de valor mientras lo seguía hasta la morgue. Lo primero que le impactó fue el olor. Siempre había creído que «empalagoso» era el adjetivo que mejor lo describía, y que este carecía de todo sentido hasta que uno olía algo verdaderamente empalagoso. El olor que predominaba sobre todos los demás no era el de los muertos, sino el de los productos que utilizaban para desinfectar. Antes de que el escalpelo entrara en acción, los cadáveres se catalogaban, pasaban por rayos X, les tomaban fotografías, les quitaban la ropa y los lavaban con desinfectante. Además estaba el producto con el que se fregaban los suelos, y el que usaban para limpiar las mesas de acero inoxidable, y el que se utilizaba para esterilizar el instrumental médico. Todos ellos componían un aroma penetrante y dulzón que resultaba difícil olvidar e impregnaba la piel y las fosas nasales de tal manera que no reparabas en él hasta que dejabas de olerlo durante una temporada.

Siguió a Pete hasta el fondo de la sala, sintiéndose atrapada por su estela. La morgue estaba tan lejos del ajetreo del Grady como el condado de Grant de la estación Grand Central. A diferencia del infinito rosario de casos que pasaban por un servicio de urgencias, una autopsia era como una pregunta contenida que casi siempre tenía respuesta. Sangre, fluidos, órganos, piel; cada uno por separado constituía una pieza del puzle. Un cadáver no puede mentir. Los muertos no siempre se llevan sus secretos a la tumba.

En Estados Unidos mueren dos millones y medio de personas al año. Las de Georgia ascienden a unas setenta mil, de las cuales menos de un millar son homicidios. Según las leyes del estado, cualquier muerte sucedida fuera de un hospital o de cualquier otro centro médico debe ser investigada. En las ciudades pequeñas, donde las muertes violentas no son frecuentes, o en las comunidades más desfavorecidas donde el director de la funeraria local suele actuar como forense, normalmente se deja que el estado se ocupe de ese tipo de casos, que en su mayor parte terminan en la morgue de Atlanta. Ello explicaba por qué la mitad de las mesas estaban ocupadas por cadáveres en distintas fases de disección.

—Snoopy —dijo Pete dirigiéndose a un hombre negro algo mayor que llevaba puestos unos guantes quirúrgicos—. Esta es la doctora Sara Linton. Va a ayudarme con el caso Zabel. ¿Dónde estábamos?

Sin detenerse a saludar a Sara, el hombre replicó:

—Tenemos los rayos X en la pantalla. Puedo sacarla ya, si quiere.

—Bien. —Pete fue hasta el ordenador y tecleó algo. Inmediatamente las imágenes de rayos aparecieron en la pantalla—. ¡Alta tecnología! —exclamó, y Sara no pudo por menos de sentirse impresionada.

En el condado de Grant la morgue estaba en los sótanos del hospital, casi como si se hubieran acordado de ella en el último momento. La máquina de rayos X estaba diseñada para los vivos, al contrario que la de Atlanta, mucho más potente, pues a los muertos no les preocupan los niveles de radiación. Las placas eran de una claridad prístina y podían verse en un monitor plano de veinticuatro pulgadas, en lugar de en un panel luminoso cuyo parpadeo constante podía provocar un ataque epiléptico. La única mesa de porcelana que Sara utilizaba en Grant no admitía comparación con las hileras de mesas de acero que tenía detrás ahora. En el vestíbulo situado al lado de la morgue la doctora vio a varios ayudantes e investigadores que iban de un lado a otro ocupados en diversas tareas. Reparó en que Pete y ella estaban solos; eran los dos únicos seres vivos en la sala de autopsias.

—Dejamos a un lado todos los demás casos cuando nos lo trajeron —explicó. Sara no entendió a qué se refería y Pete señaló una mesa vacía, la última de la fila—. Ahí fue donde lo examiné.

Sara se quedó mirando la mesa vacía, preguntándose por qué no podía rememorar aquella imagen, la horrible visión de la última vez que había visto a su marido. Todo cuanto veía era la mesa limpia, y la luz de la lámpara reflejada en la superficie mate de acero inoxidable. Allí fue donde Pete recopiló las pruebas que habían conducido hasta el asesino de Jeffrey, donde se resolvió el caso, donde quedó probado más allá de toda duda quién había sido el responsable del crimen.

Sara pensaba que al entrar en esa morgue se sentiría abrumada por los recuerdos, pero allí no había más que calma y una especie de determinación profesional. Lo que allí se hacía era bueno. Ayudaban a la gente, incluso después de muerta. Sobre todo después de muerta.

Lentamente se volvió hacia Pete. Seguía sin poder ver a Jeffrey, pero sentía su presencia, como si estuviera con ella en esa misma sala. ¿Por qué sería? ¿Cómo era posible que, después de tres años suplicándole sin éxito a su cerebro que le proporcionara alguna sensación que le permitiera recrear lo que era tener a Jeffrey a su lado, el simple hecho de estar en aquella morgue hubiera obrado el milagro?

Por lo general los policías detestaban tener que asistir a una autopsia, y Jeffrey no era ninguna excepción, pero para él era una forma de mostrar su respeto por la víctima. Era como prometerle que haría todo cuanto estuviese en su mano para llevar a su asesino ante la justicia. Esa era la razón por la que se había hecho policía; no solo para ayudar a los inocentes, sino también para castigar a los criminales que los amenazaban.

Con toda sinceridad, ese era el motivo por el que ella había aceptado el puesto de forense. Jeffrey ni siquiera había oído hablar del condado de Grant la primera vez que Sara entró en la morgue del sótano, examinó a la víctima y ayudó a resolver el caso. Muchos años antes ella había conocido la violencia de primera mano, pues había sido víctima de un terrible asalto. Cada incisión en forma de Y que hacía, cada muestra que recogía, cada vez que subía al estrado a dar testimonio de las cosas terribles que había podido documentar, sentía la intensa satisfacción que proporciona una justa venganza.

—¿Sara?

De pronto se dio cuenta de que llevaba un rato muda. Tuvo que aclararse la voz antes de decirle a Pete:

—He ordenado que nos envíen las placas de la víctima que ingresó anoche en el Grady. Pudo decir algunas palabras antes de caer inconsciente. Creemos que se llama Anna.

Pete hizo clic sobre el fichero y las placas de Anna aparecieron en el monitor.

—¿Está consciente?

—Llamé al hospital antes de venir. Sigue inconsciente.

—¿Hay daño neurológico?

—Ha superado la intervención, que ya es más de lo que esperábamos. Sus reflejos son buenos, pero las pupilas siguen sin reaccionar. El cerebro está algo tumefacto. Hoy le van a hacer un escáner. Pero lo verdaderamente preocupante es la infección; le están haciendo unos cultivos, a ver si encuentran el tratamiento adecuado. Sanderson ha llamado al Centro de Control de Enfermedades.

—Oh, Dios. —Pete estudiaba las placas en el monitor—. ¿Cuánta fuerza crees que hace falta para arrancar una costilla?

—Estaba desnutrida y deshidratada. Supongo que eso le facilitó las cosas.

—Si la tenía atada no podría hacer gran cosa por defenderse. Me recuerda a la tercera señora Hanson. Vivian era culturista, ¿sabes? Tenía los bíceps tan grandes como mi pierna. Una mujer tremenda.

—Gracias, Pete. Gracias por ocuparte de él.

Él le guiñó el ojo de nuevo.

—El respeto hay que ganárselo respetando a los demás.

Sara reconoció la frase, pues Pete solía utilizarla en sus clases.

—Snoopy —dijo el doctor al ver entrar a su ayudante por la puerta de doble hoja empujando una mesa de autopsias.

La cabeza de Jacquelyn Zabel asomaba por encima de una sábana blanca, con el rostro amoratado después de haber estado colgada del árbol boca abajo. El tono era aún más oscuro alrededor de sus labios, como si alguien le hubiera restregado un puñado de arándanos por la boca. Sara reparó en que era una mujer atractiva, tan solo unas leves patas de gallo delataban su edad. Una vez más pensó en Anna, que también era muy guapa.

Pete parecía estar pensando lo mismo.

—¿Por qué será que cuanto más guapa es la mujer, más horrendo es el crimen?

Sara se encogió de hombros. Era un fenómeno que ya había tenido ocasión de observar cuando trabajaba como forense en el condado de Grant: las mujeres bellas solían pagar un precio mucho más alto en lo que a homicidios se refiere.

—Llévala a mi sitio —le dijo Pete a su asistente.

Sara observó la ausencia total de expresividad con la que Snoopy llevaba a cabo su trabajo y el cuidado metódico con que giraba la mesa para colocarla en el hueco que había en mitad de la fila. En aquel lugar, Pete estaba en minoría; la mayor parte de los que trabajaban en la morgue eran afroamericanos o mujeres. Ocurría lo mismo en el Grady, lo que no dejaba de tener sentido, pues, según la experiencia de Sara, cuanto más horrible era el trabajo más probable era que acabaran encargándoselo a una mujer o a un miembro de una minoría. Sara captó la ironía que encerraba el hecho de que ella misma estuviera incluida en dicho grupo.

Snoopy bajó los frenos de la mesa con el pie y se puso a ordenar los diversos escalpelos, bisturíes y sierras que iba a necesitar Pete para la autopsia. Acababa de sacar unas tijeras de podar como las que se ven en la sección de jardinería de las grandes superficies cuando Will y Faith entraron en la sala.

El agente avanzó por la sala mirando desconcertado los cadáveres abiertos. Faith, por su parte, tenía peor aspecto que la primera vez que Sara la vio en el hospital. Sus labios estaban pálidos, y mantuvo la vista al frente al pasar junto a un hombre al que le habían quitado la cara para que el forense pudiera examinar mejor las contusiones.

—Doctora Linton —comenzó Will—, gracias por venir. Ya sé que hoy es su día libre.

Sara se limitó a sonreír y a asentir con la cabeza, sorprendida por la formalidad de Will. Cada minuto que pasaba sonaba más como un banquero. A Sara seguía costándole asociar al hombre con su profesión. Pete le ofreció un par de guantes, pero ella los rechazó.

—Solo estoy aquí para observar.

—¿No quieres ensuciarte un poco las manos? —le preguntó Pete, inflando un guante para poder abrirlo—. ¿Comemos juntos después? Hay un italiano nuevo muy bueno en Highland. Puedo bajarme un vale de Internet.

Sara iba a poner una excusa cuando Faith hizo un ruido que hizo que todos se volvieran a mirarla. Agitaba la mano frente a su cara, y Sara imaginó que el tono ceniciento que había adquirido de repente Faith Mitchell se debía únicamente a su presencia en aquella morgue. Pete ignoró su reacción.

—Encontramos gran cantidad de esperma y fluidos en la piel antes de lavar el cadáver. Lo empaquetaré junto con las pruebas de violación y las mandaré a analizar.

Will se rascó el brazo por debajo de la manga de su chaqueta.

—Dudo mucho que nuestro hombre esté fichado, pero veremos qué dice el ordenador.

De acuerdo con el procedimiento establecido, Pete puso en marcha la grabadora y, tras decir la hora y la fecha, comenzó a dictar:

—Estamos ante el cadáver de Jacquelyn Alexandra Zabel, mujer, treinta y ocho años, presenta signos de desnutrición. Fue hallado en la madrugada del sábado 8 de abril, en una zona boscosa próxima a la Nacional 316, en Conyers, localidad perteneciente al condado de Rockdale, Georgia. La víctima se encontraba colgada de un árbol, boca abajo, con el pie derecho atrapado entre las ramas. Tiene el cuello roto y señales que indican que fue cruelmente torturada antes de morir. Realizará la autopsia el doctor Pete Hanson. También están presentes los agentes especiales Will Trent y Faith Mitchell, y la inimitable doctora Sara Linton.

Will retiró la sábana y Faith tragó saliva. Sara se dio cuenta de que era la primera vez que la agente veía el trabajo del secuestrador. La cruda luz de la morgue reveló todas y cada una de sus iniquidades: los oscuros moratones, los verdugones, los rasguños en la piel, las marcas negras de las quemaduras eléctricas, que parecían polvo pero no se podían limpiar. Habían lavado el cuerpo previamente y le habían limpiado la sangre, de modo que las heridas destacaban de forma brutal sobre la extrema palidez de la piel. Había unos cortes poco profundos en forma de cruz por todo el cuerpo; con la profundidad justa para sangrar pero no causar la muerte. Sara imaginó que debían de haberlos hecho con una navaja de afeitar o con un cuchillo muy fino y afilado.

—Tengo que… —Faith no terminó la frase. Simplemente se dio la vuelta y se marchó. Will la observó mientras se alejaba y se encogió de hombros mirando a Pete, como si intentara disculparse.

—No es su parte favorita de este trabajo —comentó este—. Está demasiado delgada. La víctima, quiero decir.

Tenía razón. Los huesos de Jacquelyn Zabel sobresalían bajo la piel.

—¿Cuánto tiempo la tuvieron retenida? —preguntó el forense a Will. Este encogió los hombros.

—Esperábamos que usted pudiera decírnoslo.

—Podría ser consecuencia de la deshidratación —masculló Pete, presionando el hombro de la mujer con los dedos. Preguntó a Sara—. ¿A ti qué te parece?

—La otra víctima, Anna, fue hallada en las mismas condiciones. Puede que les diese diuréticos y las tuviera sin comer y sin beber. Es un método de tortura relativamente corriente.

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