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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (27 page)

BOOK: El número de la traición
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Will se preguntó si aquella mujer creía que los demás mortales atropellaban todos los días a una mujer que previamente había sido violada y torturada en una cueva subterránea. Al parecer su marido pensaba lo mismo.

—Judith…

—Oh, qué tontería —dijo la mujer llevándose la mano a la boca para ocultar una sonrisa avergonzada.

Will supo entonces de quién había heredado Tom los dientes de conejo y la facilidad para ruborizarse.

—Quiero decir que es la primera vez que hablamos con la policía —se explicó la mujer acariciando la mano de su marido—. A Henry le multaron por exceso de velocidad una vez, pero nada más. ¿Cuándo fue, te acuerdas?

—En el verano del 83 —respondió Henry. A juzgar por el modo en que apretó la mandíbula no guardaba un buen recuerdo de aquella experiencia. Miró a Will como si únicamente un hombre pudiera entenderlo—. Siete millas por encima del límite.

Will buscó una fórmula que le permitiera solidarizarse con él, pero tenía la mente en blanco.

—¿Son ustedes del norte? —preguntó a Judith.

—¿Tanto se nota? —rio la señora, tapándose la boca de nuevo para ocultar su sonrisa. Sus dientes debían de acomplejarla mucho—. Somos de Pennsylvania.

—¿Vivían allí antes de jubilarse?

—Oh, no. Nos mudábamos con frecuencia por el trabajo de Henry. Vivimos en Oregón, en el estado de Washington, en California… Aquello no nos gustó demasiado, ¿verdad? —Henry emitió un gruñido—. También vivimos en Oklahoma, pero por poco tiempo. ¿Ha estado allí alguna vez? Es todo muy llano.

Faith decidió ir al grano.

—¿Y en Michigan?

Judith meneó la cabeza, pero Henry dijo:

—Estuve en un partido de fútbol americano en Michigan en el 71. Michigan contra Ohio. Quedaron diez a siete. Hacía un frío de mil demonios.

Faith aprovechó la oportunidad para tirarle de la lengua.

—¿Le gusta el fútbol americano?

—Lo detesto —respondió Henry, y su ceño parecía indicar que no guardaba un buen recuerdo de aquello, aunque muchos matarían por asistir en directo a un partido tan reñido.

—Henry era viajante —les informó Judith—. Y antes de eso ya había viajado mucho. Su padre era militar, estuvo en el ejército treinta años.

Faith volvió a la carga, intentando encontrar el modo de conectar con Henry.

—Mi abuelo también era militar.

Judith terció de nuevo.

—Henry tenía una prórroga y no participó en la guerra. —Will imaginó que se refería a Vietnam—. Pero tenemos amigos que fueron movilizados, y nuestro hijo estuvo en las fuerzas aéreas, lo cual es un orgullo para nosotros. ¿Verdad, Tom?

Will no se había dado cuenta de que Tom ya estaba allí. El hijo de los Coldfield sonrió con aire de disculpa.

—Lo siento, no hay más sillas. Los niños las han cogido para construir un puente.

—¿Dónde estuvo destinado? —le preguntó Faith.

—En Keesler, dos veces —respondió Tom—. Primero hice la instrucción y luego fui ascendiendo hasta llegar a sargento mayor a cargo de la torre, en el escuadrón 334. Hablaban de trasladarme a la base de Altus cuando solicité la licencia del ejército.

—Iba a preguntarle por qué dejó usted el ejército, pero claro, acabo de caer en que Keesler está en Mississippi y nadie querría vivir en ese agujero.

Tom se puso colorado como un tomate y rio, avergonzado.

—Cierto, sí.

Faith se volvió hacia Henry, pues supuso que no le sacarían mucho a Judith sin obtener antes la bendición de su marido.

—¿Han viajado alguna vez al extranjero?

—No, nunca hemos salido de Estados Unidos.

—Tiene usted acento de militar —comentó la agente, y Will imaginó que se refería a su falta de acento.

Finalmente pareció que su esfuerzo empezaba a dar frutos.

—Uno va adonde le dicen que tiene que ir.

—Eso mismo dijo mi hermano cuando lo mandaron a Alemania —dijo Faith inclinándose hacia adelante—. Si le digo la verdad, yo creo que a él le gusta pasarse la vida de un lado a otro, sin echar raíces en ninguna parte.

Henry empezó a abrirse un poco más.

—¿Está casado?

—No.

—¿Una mujer en cada puerto?

—Dios, espero que no —replicó Faith riéndose—. En lo que a mi madre respecta, eran las fuerzas aéreas o el sacerdocio.

Henry se echó a reír.

—Sí, casi todas las madres quieren lo mismo para sus hijos —dijo apretando la mano de su esposa, quien miraba a Tom sonriendo con orgullo.

—¿Dijo usted que era controlador aéreo? —le preguntó al hijo.

—Eso es. Trabajo en Charlie Brown —dijo refiriéndose al aeropuerto civil situado al oeste de Atlanta—. Llevo allí unos diez años, y me gusta. Algunas noches dirigimos también el tráfico de Dobbins. —Una base militar situada en las afueras de la ciudad—. Seguro que su hermano ha pasado por allí más de una vez.

—No me extrañaría nada —replicó Faith, mirándole a los ojos el tiempo suficiente como para que el hombre se sintiera halagado—. ¿Vive usted en Conyers?

—Sí, señora —sonrió Tom, mostrando sus grandes dientes de conejo. Parecía más cómodo ahora, con ganas de hablar—. Me mudé a Atlanta cuando dejé Keesler. —Señaló a su madre con un gesto de la cabeza—. Mis padres me dieron una alegría cuando se vinieron a vivir aquí.

—Ellos viven en la calle Clairmont, ¿verdad?

Tom, sin dejar de sonreír, asintió con la cabeza.

—Lo suficientemente cerca como para no tener que traer maleta cuando vienen a verme.

Parecía que a Judith no le agradaba la repentina complicidad que se había establecido entre ellos y se apresuró a intervenir.

—A la mujer de Tom le encanta la jardinería —dijo mientras buscaba algo en el bolso—. Mark, su hijo, es un fanático de los aviones. Cada día se parece más a su padre.

—Mamá, no hace falta que les enseñes…

Pero ya era demasiado tarde. Judith sacó una fotografía y se la pasó a Faith, que no olvidó proferir las exclamaciones de rigor antes de pasársela a Will.

Este contempló la foto de la familia con gesto impasible. Sin duda, los genes de los Coldfield eran dominantes: tanto el niño como la niña eran clavaditos a su padre. Para más inri, Tom no se había buscado una mujer atractiva que compensara un poco la herencia genética: su mujer tenía el pelo rubio y grasiento y una mueca de resignación que parecía indicar que eso era lo más a lo que podía aspirar.

—Darla —les informó Judith—. Llevan casados casi diez años, ¿verdad, Tom?

El hombre se encogió de hombros con expresión avergonzada, como si fuera un niño.

—Bonita familia —dijo Will devolviéndole la foto a Judith.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó Judith a Faith.

—Uno, sí —replicó sin entrar en más detalles—. ¿Tom es su único hijo?

—Sí —respondió Judith con una sonrisa que volvió a ocultar con su mano—. Henry y yo pensamos que nunca podríamos… —Sin terminar la frase, miró a Tom con orgullo y añadió—: Fue un auténtico milagro.

El hombre se encogió de hombros una vez más, visiblemente avergonzado. Faith cambió sutilmente de tercio para abordar el asunto que los había llevado hasta allí.

—¿Iban ustedes a visitar a Tom el día del accidente?

Judith asintió.

—Quería hacer algo especial para celebrar nuestros cuarenta años de casados, ¿verdad, Tom? —Su voz adquirió entonces un tono distante—. Qué cosa más horrible. No creo que pueda evitar recordarlo en los aniversarios que nos queden por delante…

—No entiendo cómo pudo suceder algo así. Cómo pudo esa mujer… —dijo Tom meneando la cabeza— No tiene sentido. ¿Quién coño podría hacer algo tan espantoso?

—Tom —exclamó Judith—, esa lengua.

Faith miró a Will dándole a entender que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por no poner los ojos en blanco. Pero reaccionó de inmediato y habló directamente a los padres.

—Sé que ya se lo contaron todo al detective Galloway, pero vamos a repasarlo desde el principio. Ustedes iban por la carretera cuando vieron a la mujer, ¿y entonces?

—Al principio pensamos que era un ciervo —comenzó Judith—. Hemos visto algunos al lado de la carretera otras veces. De noche, Henry conduce más despacio por si se nos cruza alguno.

—Al ver los faros se quedan petrificados —explicó Henry, como si un ciervo en la carretera fuera algo insólito.

—Pero solo empezaba a atardecer. Y entonces vi que había algo en la carretera. Abrí la boca para avisar a Henry, pero ya era demasiado tarde. Ya lo habíamos atropellado. La habíamos atropellado, quiero decir. —La mujer sacó un pañuelo de su bolso y se secó los ojos—. Esos hombres tan amables intentaron socorrerla, pero creo que no… Lógicamente, después de…

Henry apretó de nuevo la mano de su esposa.

—Sigue en el hospital —les explicó Faith—. Aunque no saben si saldrá del coma.

—Dios bendito —susurró Judith casi como si rezara—. Espero que no.

—Mamá… —protestó Tom, sorprendido.

—Ya sé que suena fatal, pero espero que no tenga que recordarlo nunca.

La familia se quedó unos instantes en silencio. Tom miró a su padre. Henry tragó saliva, y Will se dio cuenta de que el hombre estaba recordándolo todo de golpe.

—Creí que me estaba dando un ataque al corazón —dijo.

Judith bajó el tono, como si quisiera confiarles un secreto sin que Henry, que estaba justo a su lado, se enterara.

—Henry padece del corazón.

—Nada grave —aclaró él—. El dichoso airbag me saltó al pecho. Dispositivo de seguridad, dicen; ese invento del demonio casi me mata.

—Señor Coldfield, ¿vio usted a la mujer en la carretera? —le preguntó Faith.

Henry asintió.

—Pero es lo que dice Judith, ya era demasiado tarde para frenar. No iba deprisa. Iba dentro del límite de velocidad. Vi algo… pensé que era un ciervo, como ha dicho. Pisé el freno a fondo. Apareció de repente, no sé de dónde salió, de dónde demonios salió. No me di cuenta de que era una mujer hasta que me bajé del coche y la vi allí tirada. Un horror. Un auténtico horror.

—¿Siempre ha llevado usted gafas? —preguntó Will con suma cautela.

—Soy piloto aficionado. Me gradúo la vista dos veces al año. —Se quitó las gafas con actitud defensiva, pero continuó hablando sin subir el tono—. Puede que sea viejo, pero llevo la graduación perfectamente al día. No tengo cataratas y las gafas corrigen mi vista al cien por cien.

Will decidió que valía la pena tirarse a la piscina directamente.

—¿Y su corazón?

—No es nada, en realidad —terció Judith—. Solo hay que tenerlo controlado y vigilar que no se canse mucho.

Henry seguía indignado.

—No necesito para nada a los médicos. Tomo un montón de pastillas y no levanto pesos. Estoy estupendo.

Para calmarle, Faith cambió de tema.

—¿Hijo de un militar y además piloto?

Henry vaciló unos instantes, dudando si dejar de lado la cuestión de su salud o no. Finalmente respondió:

—Mi padre me dio algunas clases de niño. Lo destinaron a una base en mitad de la nada, en Alaska, y pensó que era un buen modo de mantenerme ocupado.

Faith sonrió y continuó suavizando las cosas.

—¿Y el tiempo acompañaba?

—Solo de vez en cuando —replicó él. Se echó a reír—. Había que aterrizar con mucho cuidado… Aquel viento helado podía dar la vuelta al avión como si fuera una tortilla. A veces me limitaba a cerrar los ojos y a rezar para que el tren tocara tierra y no hielo.

—Campo frío —dijo Faith, haciendo un juego de palabras con su apellido, Coldfield.

—Sí —replicó Henry, como si le hubieran gastado la misma broma muchas veces. Volvió a ponerse las gafas y se puso serio—. Miren, no soy quién para decirle a nadie cómo tiene que hacer su trabajo, pero ¿por qué no nos preguntan por el otro coche?

—¿Qué otro coche? —inquirió Faith—. ¿El que se paró para socorrerla?

—No, el otro, el que pasó como un rayo en dirección contraria. Debió de ser unos dos minutos antes de que atropelláramos a la chica.

Judith se apresuró a romper el silencio que siguió a esta declaración.

—Pero ustedes ya lo sabían, se lo contamos todo al otro policía.

Capítulo once

Faith se pasó todo el trayecto hasta la comisaría del condado recitando todos los improperios que le vinieron a la cabeza.

—Sabía que ese cretino me estaba mintiendo —dijo maldiciendo a Max Galloway y a todo el cuerpo de policía de Rockdale—. Tenías que haber visto con qué soberbia me miró cuando se marchó del hospital. —Golpeó el volante con la mano abierta, deseando poder hacer lo mismo con la cara de Galloway—. ¿A qué coño están jugando? ¿Es que no han visto lo que le hicieron a esa mujer, por el amor de Dios?

A su lado, Will guardaba silencio. Como de costumbre, Faith no tenía la menor idea de lo que podía estar pensando su compañero. No había abierto la boca desde que se subieron al coche, y no lo hizo hasta que llegaron al aparcamiento para visitantes de la comisaría de Rockdale.

—¿Se te ha pasado ya el cabreo? —le preguntó.

—Pues no, desde luego que no. Nos han mentido. Ni siquiera nos han enviado por fax el informe sobre el escenario del crimen. ¿Cómo coño vamos a avanzar en un caso si nos ocultan información que podría…?

—Piensa en por qué lo han hecho —le interrumpió Will—. Una de las víctimas está muerta, la otra poco más o menos, y aun así siguen ocultándonos información. Las víctimas les importan un carajo, Faith. Lo único que les importa es su propio ego y dejarnos a nosotros en evidencia. Están filtrando información a la prensa, se niegan a colaborar con nosotros. ¿Crees que si entramos ahí pegando tiros a diestro y siniestro nos van a dar lo que queremos?

Faith abrió la boca para contestar, pero Will se estaba bajando ya del coche. Dio la vuelta hasta el otro lado y le abrió la puerta a su compañera como si fueran novios.

—Por una vez en la vida hazme caso. Es mejor manejar este asunto con un poco de mano izquierda.

Faith hizo un gesto despectivo con la mano.

—No pienso lamerle el culo a Max Galloway.

—Lo haré yo, no te preocupes —la tranquilizó Will, ofreciéndole su mano como si necesitara ayuda para salir del coche.

Ella cogió su bolso del asiento de atrás y siguió a su compañero por la acera, pensando que no era de extrañar que todo el que se encontraba con Will Trent lo tomara por un abogado del estado. La falta de ego de su compañero le resultaba difícil de entender. Hacía un año que trabajaban juntos, y en todo ese tiempo no le había visto expresar emoción alguna más allá de cierta irritación ocasional, generalmente dirigida a ella. Unos días se le veía más serio y otros más risueño, y a menudo se sentía culpable por un montón de cosas, pero jamás le había visto verdaderamente enfadado. En una ocasión estuvo encerrado en una habitación con un tipo que unas horas antes había intentado meterle una bala en la cabeza, y no mostró otra cosa que no fuera empatía.

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