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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

El número de la traición (26 page)

BOOK: El número de la traición
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—¿Tenemos un rango de edad? ¿Algún nombre?

—Leo ha dicho que volverá a llamar en cuanto averigüe algo nuevo.

Will se recostó en su silla y apoyó la cabeza en la pared.

—Pauline sigue sin formar parte del caso, de momento. No tenemos ninguna pauta que nos permita conectarla con las otras víctimas.

—Pero se parece mucho a ellas: no cae muy bien a los que la conocen; no tiene amigos, ninguno íntimo, al menos.

—Quizás ella y su hermano fueran íntimos —sugirió Will—. Leo dice que Pauline recurrió a un donante de esperma para tener a Felix. ¿Y si el hermano hubiera sido el donante?

Faith soltó un gruñido de repugnancia.

—Por Dios, Will.

El tono de ella le hizo sentirse culpable por haberse atrevido a sugerir algo así, pero el hecho era que su trabajo consistía precisamente en ponerse en lo peor.

—Y entonces, ¿qué otro motivo podía tener para advertirle a su hijo de que su tío era un hombre malo del que ella debía protegerle?

Faith tardó unos segundos en decidirse a responder.

—Abusos sexuales.

—A lo mejor me equivoco —admitió Will—. A lo mejor resulta que el hermano es un ladrón, un estafador o un yonqui. Incluso puede que esté en el talego.

—Si hubiera algún Seward fichado en Michigan, Leo ya habría encontrado su expediente en las bases de datos.

—Quizás haya habido suerte.

Faith meneó la cabeza.

—Pauline le tenía miedo, no quería que su hijo se acercara a él. Eso indica que había un problema de violencia, un temor relacionado con algún hecho violento.

—Pero tú misma lo acabas de decir: si la hubiera amenazado o acosado habríamos encontrado una denuncia o algo parecido.

—No necesariamente. La gente no recurre a la policía para resolver un problema familiar, y no deja de ser su hermano. Lo sabes perfectamente.

Will no estaba tan seguro, pero ella tenía razón en cuanto a la denuncia.

—¿Qué tendría que suceder para que no permitieras que Jeremy tuviera ninguna relación con tu propio hermano?

Faith se quedó pensando un momento.

—No se me ocurre qué podría hacer Zeke para que yo prohibiera a Jeremy hablar con él.

—¿Y si te pegara?

Faith abrió la boca para contestar, pero cambio de opinión sobre lo que iba a decir.

—Aquí no se trata de lo que haría yo, sino Pauline. —Se quedó callada, pensando—. La familia es un mundo muy complejo. La gente traga con cualquier cosa cuando se trata de un miembro de la suya.

—¿Chantaje? —Will sabía que se estaba agarrando a un clavo ardiendo, pero continuó—: ¿Y si el hermano sabía de algo comprometedor relacionado con el pasado de Pauline? Tuvo que haber una razón para que se cambiase el nombre a los diecisiete años. Veinte después tiene un buen trabajo, paga la hipoteca con comodidad, conduce un buen coche… Probablemente estaría dispuesta a pagar con tal de conservar ese estatus. —Pero él mismo echó abajo su teoría—. Por otro lado, si el hermano le estuviera haciendo chantaje no le convendría en absoluto apartarla de su trabajo. No hay motivo para un secuestro.

—No la han secuestrado para pedir un rescate. A nadie le importa que haya desaparecido.

Will meneó la cabeza. Otro callejón sin salida.

—Vale. A lo mejor Pauline no tiene nada que ver con nuestro caso. Quizá tenga con su hermano un rollo al estilo de la película
Flores en el ático
. Y entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos sentamos a esperar a que desaparezca una tercera o una cuarta mujer?

Will no sabía qué responder a eso. Por suerte no era él quien debía responder. Su compañera miró el reloj.

—Ya es hora de ir a hablar con los Coldfield.

Había varios niños en el refugio para mujeres de la calle Fred, algo con lo que Will no había contado, aunque era lógico que las mujeres sin hogar tuvieran hijos en semejante situación. Habían acordonado una zona delante del refugio para que pudieran jugar. Los había de diversas edades, pero imaginó que todos tenían menos de seis años porque a esas horas los mayores estarían en el colegio. Todos llevaban ropas desparejadas y descoloridas, y sus juguetes habían conocido tiempos mejores: Barbies con el pelo cortado, coches a los que les faltaba ya alguna rueda. Will pensaba que debería sentir pena por ellos, porque verles allí jugando era como contemplar una escena de su propio pasado, si bien aquellos niños, a diferencia de él, tenían al menos a uno de sus progenitores para cuidarlos: una mínima conexión con el mundo normal.

—Por dios santo —dijo Faith mientras revolvía dentro del bolso. Había un bote para donativos en el mostrador de la entrada principal, e introdujo dos billetes de diez—. Pero ¿quién vigila a estos niños?

Will echó un vistazo al vestíbulo. Las paredes estaban decoradas con recortables y dibujos de Pascua de los niños. También vio una puerta cerrada con un cartel que indicaba que era el lavabo de señoras.

—Seguramente estará en el baño.

—Cualquiera podría llevárselos tranquilamente.

Will no creía que hubiera mucha gente interesada en llevarse a estos niños. Ese era parte del problema.

—«Pulse el timbre y le atenderemos» —dijo Faith. Will imaginó que estaba leyendo el cartel que había debajo del timbre, cosa que hasta un mono habría podido suponer. Se asomó por encima del mostrador y pulsó el timbre.

—Dan clases de informática.

—¿Qué?

Faith cogió uno de los folletos que había sobre el mostrador y le mostró los dibujos de mujeres y niños sonrientes en la primera página, y un par de logos de patrocinadores debajo.

—Clases de informática, orientación psicopedagógica, comidas —leyó Faith—. Consejo médico de orientación cristiana. —Volvió a dejar el folleto en su sitio—. Supongo que eso significa que te dirán que vas a ir al infierno si abortas. Buen consejo para una mujer que ya tiene una boca que no puede alimentar.

Pulsó el timbre con tal impaciencia que salió rodando por el mostrador. Will se agachó para recoger el timbre del suelo y, al levantarse se encontró con una mujerona hispana detrás del mostrador con un niño en brazos. Con un fuerte acento tejano habló directamente a Faith:

—Si han venido a arrestar a alguien solo les pido que no lo hagan delante de los niños.

—Hemos venido a hablar con Judith Coldfield —replicó Faith en voz baja. Imaginaba que los niños habrían adivinado que era policía, igual que la mujer.

—Tienen que ir por el otro lado. Judith está a cargo de la tienda hoy.

Sin esperar a que le dieran ni las gracias, dio media vuelta y desapareció por el vestíbulo otra vez. Faith abrió la puerta y salieron a la calle.

—Estos sitios me ponen de los nervios.

Will pensó que era raro odiar un refugio para indigentes, incluso en Faith.

—¿Y eso?

—Deberían limitarse a ayudarlas, sin pedir a cambio que recen.

—Hay gente que encuentra cierto consuelo en la oración.

—¿Y los que no? ¿No merecen que se les ayude? No tienes casa y estás muerto de hambre, pero no te dan una comida gratuita ni un lugar seguro donde dormir a menos que asumas que el aborto es un crimen abominable y aceptes que otros te digan lo que debes hacer con tu cuerpo.

Will no estaba muy seguro de cómo responder, así que se limitó a seguirla por el lateral del edificio de ladrillo mientras ella se acomodaba bruscamente la correa del bolso en el hombro. Cuando llegaron a la puerta de la tienda, Faith seguía rezongando. Fuera había un letrero que probablemente tenía escrito el nombre del refugio. Nadie andaba sobrado de dinero en esos momentos, y menos las instituciones que dependían de la caridad y el altruismo de la gente. Muchos de los albergues de la zona aceptaban donativos en especie que revendían para recaudar fondos que les permitieran seguir manteniendo al menos los servicios básicos. Había carteles en el escaparate publicitando los artículos que se vendían en la tienda; Faith los leyó según se acercaban a la entrada.

—«Menaje, textil hogar, ropa, se admiten donaciones, portes gratuitos para artículos grandes.»

Will abrió la puerta, deseando que Faith se callara durante un buen rato.

—«Abrimos de lunes a sábado.» «No se admiten perros.»

—Vale, ya está —le dijo Will echando un vistazo al interior de la tienda.

En un estante había varias licuadoras puestas en fila, y en el de debajo, tostadoras y un microondas compacto. También había ropa colgada en perchas, la mayoría prendas que estaban de moda en los ochenta. Las latas de sopa y demás comestibles no perecederos estaban almacenados en la parte de la tienda menos expuesta al sol que entraba por los escaparates. A Will le sonaron las tripas, y de pronto se acordó de las latas de comida que llegaban al orfanato durante las vacaciones. Nadie donaba nunca cosas buenas. La mayoría eran latas baratas de jamón y encurtidos, justo lo que todos los niños querían cenar en Nochebuena. Faith vio otro cartel:

—«Todos los donativos se pueden desgravar.» «El dinero recaudado se destina íntegramente a ayudar a mujeres y niños sin hogar.» «Dios bendice a quienes bendicen al prójimo.»

Will se percató de que le dolía la mandíbula de tan abierta como tenía la boca. Afortunadamente no tuvo mucho tiempo para recrearse en el dolor: un hombre apareció detrás del mostrador vestido como un granjero de película.

—¿En qué puedo ayudarles?

Sobresaltada, Faith se llevó una mano al pecho.

—¿Quién coño es usted?

El hombre se puso tan colorado que Will casi pudo sentir su calor en la cara.

—Lo siento —dijo limpiándose la mano en la pechera de su camiseta. Unas sombras negras indicaban que repetía ese mismo gesto a menudo—. Soy Tom Coldfield. He venido a ayudar a mi madre con…

Señaló el suelo de detrás del mostrador. Will vio que estaba arreglando un cortador de césped y tenía el motor parcialmente desmontado. Parecía que intentaba cambiar la correa del ventilador, pero eso no justificaba que hubiera despiezado el carburador.

—Hay un… —comenzó Will.

—Soy la agente especial Faith Mitchell —le interrumpió ella—. Y este es mi compañero Will Trent. Venimos a hablar con Judith y Henry Coldfield. ¿Es usted familiar suyo?

—Son mis viejos —explicó el hombre. Sonrió a Faith mostrando sus grandes dientes de conejo—. Están ahí detrás. Parece que a mi padre no le hace mucha gracia perderse su partida de golf.

El hombre pareció reparar en lo absurdo que debía de resultar para ellos este comentario.

—Disculpen, ya sé que lo que le ocurrió a esa mujer es espantoso. Es solo que… En fin… Que ya le contaron a ese otro detective todo lo que vieron.

Faith continuó sin perder la amabilidad.

—Estoy segura de que no tendrán inconveniente en volver a contárnoslo a nosotros.

Tom Coldfield no parecía muy de acuerdo con ella, pero les hizo un gesto para que le acompañaran a la trastienda. Will le cedió el paso a Faith y fueron abriéndose camino entre las múltiples cajas que había por el suelo. Will dedujo que Tom debía de haber sido bastante atlético, pero su complexión había cambiado al superar la barrera de los treinta y ahora tenía una amplia cintura y los hombros caídos. La pequeña calva que lucía en la coronilla parecía la tonsura de un monje franciscano. Sin necesidad de preguntar imaginó que debía de tener un par de críos: su aspecto era el de un padre devoto. Probablemente conducía una furgoneta familiar y jugaba al fútbol
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.

—Disculpen el desorden —dijo Tom—. Andamos cortos de voluntarios.

—¿Trabaja usted aquí? —le preguntó Faith.

—Oh, no, me volvería loco si tuviera que hacerlo —dijo riendo ante la expresión de sorpresa de Faith—. Soy controlador aéreo. Mi madre me chantajea para que venga a echarle una mano cuando andan cortos de gente.

—¿Estuvo usted en el ejército?

—En las fuerzas aéreas… Seis años. ¿Cómo lo ha adivinado? Faith se encogió de hombros.

—Es la forma más fácil de conseguir la titulación —respondió—. Mi hermano está en las fuerzas aéreas, destinado en Alemania.

Tom apartó una caja que les estorbaba el paso.

—¿En Ramstein?

—En Landstuhl. Es cirujano.

—Las cosas andan feas por allí. Su hermano debe de ser un buen hombre.

Faith dejó a un lado sus opiniones personales y volvió a su faceta de policía.

—Sí lo es.

Tom se detuvo frente a una puerta cerrada y llamó con los nudillos. Will miró hacia el pasillo y vio el mostrador donde les había atendido la mujer. Faith se dio cuenta y, mirando a Will, puso los ojos en blanco. El hombre abrió la puerta.

—Mamá, estos son el detective Trent y… Perdone, ¿Mitchell?

—Sí —respondió Faith.

Les presentó a sus padres, aunque no había necesidad alguna, pues en la habitación no había más que dos personas. Judith estaba sentada tras un escritorio, encima del cual tenía abierto un libro de contabilidad. Henry estaba sentado en una silla, junto a la ventana, leyendo un periódico, y se tomó su tiempo para cerrarlo y doblarlo cuidadosamente antes de atender a los agentes. Tom no había mentido al decir que a su padre no le había hecho ninguna gracia perderse su partido de golf. Henry Coldfield era como una parodia del típico viejo gruñón.

—¿Traigo más sillas? —preguntó Tom, y desapareció sin esperar respuesta.

La oficina era de tamaño normal, lo suficientemente grande como para albergar a cuatro personas sin que sus codos se rozaran. No obstante, Will se quedó en la puerta mientras Faith tomaba asiento en la única silla que quedaba libre. Normalmente se ponían de acuerdo de antemano sobre quién llevaría la voz cantante, pero esta vez no habían preparado nada. Cuando miró a Faith esta se limitó a encogerse de hombros. Resultaba difícil saber por dónde respiraban los Coldfield, de modo que no tenían más remedio que improvisar. Al interrogar a un testigo, lo primero y más importante era hacer que se sintiera cómodo; la gente no suele abrirse de forma espontánea, y no proporciona información relevante hasta que no le dejas claro que no eres el enemigo. Puesto que era Faith la que se había sentado más cerca de ellos, fue ella la primera en hablar.

—Antes de nada, quisiera agradecerles que hayan accedido a hablar con nosotros. Sé que han hablado ya con el detective Galloway, pero lo que vieron la otra noche debió de resultar muy traumático, y a veces hacen falta unos días para recordar los detalles con claridad.

—La verdad es que nunca nos había pasado nada parecido —dijo Judith Coldfield.

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