El ocho (71 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El ocho
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Carioca cavaba con entusiasmo en el montón de piedras y desechos del suelo. Pero en ese montón había algo raro. Apagué la linterna, de modo que solo quedara la débil luz de la luna. Entonces comprendí qué era lo que me llamaba la atención. El montón de piedras resplandecía… había algo debajo. Y justo encima, tallado en la roca, un gigantesco caduceo con el número ocho parecía flotar en la pálida luz de la luna.

Lily y yo nos arrodillamos junto a Carioca y empezamos a retirar las piedras. Al cabo de unos minutos encontramos la primera pieza. La saqué y la sostuve: era la forma perfecta de un caballo puesto de manos. Tenía unos doce centímetros de alto y era mucho más pesado de lo que parecía. Encendí la linterna y se la pasé a Lily mientras mirábamos la pieza con más atención. La minuciosidad del trabajo era increíble. Todos los detalles estaban perfectamente labrados en un metal que parecía ser una forma muy pura de plata: desde los ollares dilatados hasta los cascos. No cabía duda de que era obra de un artesano genial. Se distinguían incluso los hilos de las cinchas. La silla, la base de la pieza e incluso los ojos del caballo eran de gemas pulidas pero sin tallar, que resplandecían en colores luminosos a la luz de la linterna.

—Es increíble —susurró Lily en el silencio, roto solo por la permanente actividad excavadora de Carioca—. Saquemos las otras.

Seguimos retirando las piedras del montículo hasta que encontramos las demás. En torno a nosotras, ocho piezas del ajedrez de Montglane brillaban bajo la luz de la luna. Allí estaban el caballo de plata y cuatro peones, cada uno de unos ocho centímetros de altura; llevaban togas de extraño aspecto con una especie de plancha delante y lanzas de puntas retorcidas. Había un camello dorado, con una torre sobre el lomo.

Las dos últimas piezas eran las más sorprendentes. Una era un hombre sentado a lomos de un elefante con la trompa levantada. Era todo de oro y similar al elefante de marfil cuya foto me había mostrado Llewellyn hacía tantos meses, pero faltaban los infantes en torno a la base. Parecía haber sido esculpido del natural, basándose en una persona real, pues no tenía los rasgos estilizados que caracterizan las piezas de ajedrez. Era un rostro grande y noble, de nariz aguileña, pero con los orificios nasales muy dilatados, como los de las cabezas negroides halladas en Ife, Nigeria. La larga melena le caía por la espalda y algunos mechones estaban trenzados y adornados con pequeñas gemas. El rey.

La última pieza era casi tan alta como el rey, de unos quince centímetros. Era una silla de manos cubierta, con las cortinas recogidas a un lado. Dentro había una figura sentada en la postura del loto, mirando hacia fuera. Tenía una expresión de altanería —casi de fiereza— en los almendrados ojos de esmeralda. Aunque la figura lucía barba, también tenía senos de mujer.

—La reina —dijo Lily con voz queda—. En Egipto y Persia llevaba barba para indicar que tenía poder para reinar. Se ha fortalecido desde los tiempos antiguos, cuando era una pieza menos poderosa que en el juego moderno.

Nos miramos en la pálida luz de la luna, rodeadas por los trebejos del ajedrez de Montglane, y sonreímos.

—Lo hemos conseguido —añadió Lily—. Ahora solo hay que encontrar la manera de salir de aquí.

Iluminé las paredes. Parecía difícil, pero no imposible.

—Creo que puedo encontrar asideros en esta roca —dije—. Si cortamos las mantas a tiras, podemos confeccionar una cuerda. Cuando llegue arriba, la tiraré; tú atarás al cabo mi bolso y así sacaremos a Carioca y las piezas.

—Estupendo —repuso Lily—. ¿Y yo?

—No puedo izarte —contesté—. Tendrás que trepar.

Me quité los zapatos mientras Lily cortaba las mantas con mis tijerillas de uñas. Cuando terminamos de cortarlas, el cielo empezaba a clarear por encima de nuestras cabezas.

La pared era lo bastante rugosa para encontrar puntos de apoyo y la hendidura de luz llegaba a ambos lados de la cueva. Tardé alrededor de media hora en trepar llevando la cuerda. Cuando llegué, jadeante, a la luz del día, estaba en lo alto del peñasco por cuya base habíamos entrado la noche anterior. Lily ató el bolso y saqué primero a Carioca y después las piezas. Ahora le tocaba a Lily. Acaricié mis pies doloridos, porque las ampollas habían vuelto a reventarse.

—Tengo miedo —gritó desde abajo—. ¿Y si caigo y me rompo una pierna?

—Tendría que rematarte —contesté—. Vamos, sube… y no mires abajo.

Empezó a trepar por la pared, tanteando con los pies descalzos en busca de los apoyos sólidos en la roca. Más o menos a mitad de camino se detuvo.

—Vamos —dije—. No puedes quedarte ahí.

Pero permaneció allí, aferrada a la roca como una araña aterrorizada. No hablaba ni se movía. Empecé a sentir pánico.

—Mira —dije—, imagina que es una partida de ajedrez. Estás clavada en una posición y no ves la manera de salir, pero ¡tiene que haberla, porque si no pierdes la partida! No sé cómo llamáis a la situación en que todas las piezas están clavadas y no tienen adónde ir… pero esa es tu situación en este momento, a menos que encuentres otro sitio donde poner el pie.

Vi que estiraba un poco la mano. Se soltó y resbaló. Después volvió a moverse lentamente. Lancé un gran suspiro de alivio, pero no dije nada para no distraerla mientras continuaba su ascensión. Después de lo que pareció una eternidad, su mano aferró la cornisa. Cogí la cuerda que le había hecho atar en torno a su cintura y, tirando, la icé.

Lily se tumbó, jadeando. Tenía los ojos cerrados. Durante mucho rato no habló. Por fin abrió los párpados y miró el amanecer… y luego a mí.

—Lo llaman Zugzwang —jadeó—. Dios mío… lo hemos conseguido.

Pero habían de suceder más cosas.

Nos calzamos e iniciamos el descenso. Después atravesamos el Bosque de Piedra. Solo tardamos dos horas en bajar por la cuesta y llegar a la colina desde donde se veía nuestro coche.

Estábamos exhaustas. Cuando comentaba que me hubiera gustado tener huevos fritos para desayunar —un plato imposible en ese país—, sentí que Lily me cogía del brazo.

—No puedo creerlo —dijo señalando la carretera donde habíamos dejado nuestro automóvil, oculto detrás de unos arbustos. Había dos coches policiales estacionados a cada lado, y un tercero que me pareció reconocer. Cuando vi que los dos matones de Sharrif registraban minuciosamente el Corniche, supe que no me equivocaba—. ¿Cómo han podido llegar hasta aquí? —preguntó Lily—. Quiero decir… nos los quitamos de encima a cientos de kilómetros de aquí.

—¿Cuántos Corniche azules crees que hay en Argelia? —señalé—. ¿Y cuántas carreteras que atraviesen el Tassili?

Nos quedamos un minuto allí, mirando la carretera.

—No te habrás gastado todo el dinero que te dio Harry, ¿no? —pregunté.

Meneó la cabeza con aire de derrota.

—Entonces propongo que vayamos andando hasta Tamrit, la aldea de tiendas por donde pasamos. Tal vez podamos comprar unos cuantos asnos para que nos lleven de regreso a Djanet.

—¿Y dejar mi coche en manos de esos villanos? —siseó.

—Debería haberte dejado colgada de aquella roca —dije—. En Zugzwang.

«ZUGZWANG»

Siempre es mejor sacrificar a los hombres de tu adversario.

Savielly Tartakover,

gran maestro polaco

Era poco más de mediodía cuando Lily y yo abandonamos las altas y onduladas mesetas del Tassili y descendimos a las planicies de Admer, trescientos metros más abajo, cerca de Djanet.

Por el camino encontramos agua para beber en los muchos riachuelos que irrigan el Tassili, y yo llevaba algunas ramas llenas de dhars frescos, esos dátiles dulces que se pegan a los dedos y las costillas. Era todo lo que habíamos comido desde la cena de la noche anterior.

En Tamrit, la aldea de tiendas que habíamos pasado de noche a la entrada del Tassili, alquilamos asnos a un guía.

Es menos cómodo cabalgar en un asno que en un caballo. A mis pies desollados podía agregar ahora una lista de males físicos: el trasero y la espalda doloridos, producto de interminables horas de trotar arriba y abajo por las dunas rocosas; las manos despellejadas de trepar por la pared rocosa; dolor de cabeza, probablemente por insolación. No obstante, mi estado de ánimo era excelente. Por fin teníamos las piezas e íbamos hacia Argel. O al menos eso creía.

Dejamos los asnos al tío del guía en Djanet, a cuatro horas de camino. Él nos llevó en su carro de heno al aeropuerto.

Aunque Kamel me había advertido que evitara los aeropuertos, en ese momento parecía imposible. Habían descubierto nuestro automóvil y lo vigilaban, y encontrar un coche de alquiler en una ciudad de ese tamaño era impensable. ¿Cómo íbamos a volver? ¿En globo?

—Me preocupa llegar al aeropuerto de Argel —dijo Lily mientras nos quitábamos el heno de la ropa y pasábamos por las puertas acristaladas del aeropuerto de Djanet—. ¿No dijiste que Sharrif tiene un despacho allí?

—Justo en el Departamento de Inmigración —confirmé.

Sin embargo, Argel no nos preocuparía mucho tiempo.

—Hoy no hay más vuelos a Argel —nos informó la dama que expedía los billetes—. El último despegó hace una hora. No habrá otro hasta mañana por la mañana.

¿Qué se podía esperar en una ciudad con doscientas mil palmeras y dos calles?

—Dios mío —exclamó Lily llevándome a un lado—. No podemos pasar la noche aquí. Si tratáramos de alojarnos en un hotel, nos pedirían documentos de identificación, y yo no tengo. Han encontrado nuestro coche, saben que estamos aquí. Creo que necesitamos otro plan.

Teníamos que salir de allí, y rápido. Y llevar las piezas a Minnie antes de que sucediera otra cosa. Volví al mostrador, con Lily pisándome los talones.

—¿Hay otros vuelos esta tarde… al lugar que sea? —pregunté a la empleada.

—Hay un vuelo chárter a Orán —contestó—. Lo contrató un grupo de estudiantes japoneses que van a Marruecos. Despega dentro de unos minutos. Embarque por la puerta cuatro.

Lily ya estaba corriendo en dirección a la puerta cuatro, con Carioca bajo el brazo como una barra de pan, y yo iba detrás. Pensé que si había un pueblo en el mundo que entendiera el idioma del dinero era el japonés. Y Lily tenía bastante para comunicarse en cualquier lengua.

El organizador del tour, un tipo atildado con una rebeca azul y un rótulo en el que se leía «Hiroshi», ya estaba empujando a los ruidosos estudiantes hacia la pista cuando llegamos, sin aliento. Lily explicó nuestra situación en inglés y yo empecé a traducir a toda prisa al francés.

—Quinientos dólares en efectivo —dijo Lily—. Dólares americanos derechos a su bolsillo.

—Setecientos cincuenta —replicó él.

—Hecho —convino Lily tendiéndole los crujientes billetes.

El hombre se los guardó más rápido que un camello de Las Vegas. Estábamos en marcha.

Hasta entonces siempre había imaginado a los japoneses como un pueblo de cultura impecable y gran sofisticación, que tocaba música relajante y realizaba serenas ceremonias de té. Sin embargo, aquel vuelo de tres horas sobre el desierto corrigió esta impresión. Los estudiantes recorrían de arriba abajo el pasillo contando chistes verdes y cantando canciones de los Beatles en japonés; el alboroto que armaban me hacía recordar con nostalgia los estridentes murciélagos que habíamos dejado en las cuevas del Tassili.

Lily era ajena al jaleo. Se perdió en la parte trasera del avión para jugar una partida de go con el director del tour, al que derrotó sin piedad en un juego que es el deporte nacional japonés.

Cuando desde la ventanilla vi la gran catedral de estuco rosa que coronaba la ciudad montañosa de Orán, me sentí aliviada. Orán tiene un gran aeropuerto internacional, que enlaza no solo con las ciudades mediterráneas, sino también con la costa atlántica y el África subsahariana. Cuando Lily y yo desembarcamos pensé en un problema que ni siquiera me había planteado en el aeropuerto de Djanet: cómo atravesar los detectores de metal si teníamos que subir a otro avión.

Así pues, fui derecha a una agencia de alquiler de coches. Tenía una buena tapadera: en la cercana ciudad de Arzew había una refinería de petróleo.

—Trabajo para el ministro del petróleo —dije al empleado agitando mi credencial del ministerio—. Necesito un coche para visitar las refinerías de Arzew. El coche del ministerio se ha averiado.

—Por desgracia, mademoiselle —repuso el agente meneando la cabeza—, no hay ninguno disponible de alquiler hasta por lo menos dentro de una semana.

—¡Una semana! ¡Imposible! Necesito un coche hoy mismo para inspeccionar los índices de producción. Exijo que requise uno para mí. Ahí fuera hay coches. ¿Quién los ha reservado? En cualquier caso, esto es más urgente.

—Si alguien me hubiera advertido… —dijo—, pero esos coches de ahí… los han devuelto hoy. Algunos clientes han esperado durante semanas… y son todos VIP. Como este… —Cogió un manojo de llaves del escritorio y lo agitó—. Hace apenas una hora llamó el consulado soviético. Su oficial de enlace para el petróleo llega en el próximo vuelo desde Argel…

—¿Un oficial ruso? —dije con desdén—. No lo dirá en serio. Tal vez prefiera usted telefonear al ministro argelino y explicar que no puedo inspeccionar la producción en Arzew durante una semana porque los rusos, que no saben nada de petróleo, se han llevado el último coche.

Lily y yo nos miramos indignadas y meneamos la cabeza, mientras el empleado se ponía cada vez más nervioso. Lamentaba haber intentado impresionarme con su clientela, y más aún haber dicho que se trataba de un ruso.

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