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Authors: Katherine Neville

El ocho (74 page)

BOOK: El ocho
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Lo único que ocupaba el pensamiento de Talleyrand mientras su barco avanzaba en la densa oscuridad no era Catherine Grand, sino Mireille. La era de la ilusión había terminado, y quizá también la vida de Mireille, mientras que él, a los cuarenta años, iba a iniciar una nueva vida.

Al fin y al cabo, los cuarenta años no eran el fin de la vida, ni América el fin del mundo, pensó, sentado en su camarote y ordenando sus papeles. Al menos en Filadelfia estaría en buena compañía, porque llevaba cartas de presentación para el presidente Washington y el secretario del Tesoro, Alexander Hamilton. Y, por supuesto, había conocido a Jefferson, que acababa de dejar su cargo de secretario de Estado cuando ejercía de embajador en Francia.

Aunque contaba con pocos recursos aparte de su excelente salud y el dinero que había reunido con la venta de la biblioteca, tenía al menos la satisfacción de poseer ahora nueve piezas del ajedrez de Montglane, en lugar de las ocho originales. Porque, a pesar de las artimañas de la adorable Catherine Grand, la había convencido de que su escondite también sería un lugar seguro para el peón de oro que ella le había confiado. Rió al recordar la expresión de la mujer durante la emotiva despedida… cuando trató de persuadirla de que lo acompañara en lugar de preocuparse por las piezas que había dejado tan bien ocultas en Inglaterra.

Naturalmente, estaban a bordo, en sus baúles, gracias al ingenio del siempre vigilante Courtiade. Ahora tendrían un nuevo hogar. En eso estaba pensando cuando el barco recibió el primer azote del viento.

Levantó la mirada, sorprendido mientras la nave se bamboleaba. Estaba a punto de solicitar ayuda, cuando Courtiade irrumpió en el camarote.

—Monseñor, nos piden que vayamos de inmediato a la cubierta inferior —dijo con su calma habitual. Sin embargo, los rápidos movimientos con que sacó los trebejos del ajedrez de Montglane de su escondite en el baúl revelaban la urgencia de la situación—. El capitán cree que el barco será arrastrado hacia las rocas. Tenemos que prepararnos para abordar los botes salvavidas. Mantendrán desocupada la cubierta superior para maniobrar con las velas, pero hemos de estar preparados para subir de inmediato si no logramos evitar los bajíos…

—¿Qué bajíos? —exclamó alarmado Talleyrand.

Se puso en pie con tal brusquedad que a punto estuvo de volcar sus útiles de escribir y el tintero.

—Hemos pasado Pointe Barfleur, monseñor —explicó Courtiade con voz serena, sosteniendo la chaqueta de mañana de Talleyrand mientras el barco oscilaba—. Nos acercamos a la cornisa normanda. —Se inclinó para guardar las piezas en una maleta.

—Dios mío —dijo Talleyrand cogiendo la maleta.

Se encaminó renqueando hacia la puerta del camarote, apoyado en el hombro del ayuda de cámara. La embarcación se inclinó de repente hacia estribor y ambos se estrellaron contra la puerta. Abriéndola con dificultad, avanzaron por el estrecho pasillo lleno de mujeres que entre sollozos daban histéricas órdenes a sus hijos. Cuando llegaron a la cubierta inferior, había gente por todas partes; los alaridos, las exclamaciones y los gemidos de miedo se mezclaban con el ruido de sus pies, las voces de los marineros en la cubierta superior y el estruendo de las aguas del canal que azotaban con furia el barco.

Entonces sintieron horrorizados que la nave se bamboleaba violentamente mientras sus cuerpos chocaban unos contra otros como huevos en una cesta. El barco se inclinó y chocó contra algo. Los pasajeros oyeron el espantoso ruido de la madera astillándose. El agua entró por un agujero e inundó la cubierta inferior mientras el gigantesco buque se estrellaba contra la roca.

La lluvia helada caía sobre las empedradas calles de Kensington mientras Mireille caminaba con cuidado de no resbalar hacia la verja del jardín de Talleyrand. Detrás de ella Shahin, con su larga túnica negra empapada, llevaba en brazos al pequeño Charlot.

Mireille no había pensado que Talleyrand podía haber abandonado Inglaterra. Por eso se le encogió el corazón al ver el jardín vacío, el cenador desierto, las planchas de madera que cegaban las ventanas y la barra de hierro que sellaba la puerta delantera. Sin embargo, cruzó la verja y enfiló el sendero de piedra, arrastrando sus faldas por los charcos.

Sus golpes resonaron inútilmente en el interior de la casa vacía. Mientras la lluvia caía sobre su cabeza descubierta, la odiosa voz de Marat resonó en sus oídos: «¡Demasiado tarde… llegáis demasiado tarde!». Se apoyó contra la puerta, dejando que la lluvia la empapara, hasta que Shahin la cogió del brazo para conducirla por el césped mojado hacia el cenador, en busca de refugio.

Desesperada, se arrojó sobre el banco de madera que bordeaba el interior y sollozó hasta que le pareció que iba a rompérsele el corazón. Shahin dejó a Charlot en el suelo. El niño gateó hacia Mireille y se agarró a sus faldas empapadas para ponerse en pie, vacilante sobre sus piernecitas. Cogió un dedo de su madre y lo apretó con fuerza.

—Bah —dijo, mientras Mireille contemplaba sus ojos, de un azul asombroso.

El pequeño fruncía el entrecejo y su rostro, sabio y serio, estaba mojado bajo la capucha de su pequeña chilaba.

Mireille rió.

—Bah, toi —dijo descubriéndole la cabeza. Acarició su sedoso cabello rojo—. Tu padre ha desaparecido. Se supone que eres un profeta; ¿por qué no previste esto?

Charlot la miró con expresión seria.

—Bah —repitió.

Shahin se sentó junto a Mireille. Su cara de halcón, teñida del azul claro de su tribu, parecía aún más misteriosa a la luz de la furiosa tormenta que arreciaba al otro lado de las celosías.

—En el desierto —explicó— es posible encontrar a un hombre por las huellas de su camello, porque cada bestia deja una huella tan identificable como una cara. Aquí tal vez resulte más difícil encontrar el rastro, pero un hombre, como un camello, tiene sus hábitos, dictados por su educación y su carácter, y también unos andares característicos.

Mireille rió para sus adentros ante la idea de seguir los pasos irregulares de Talleyrand a través de las calles empedradas de Londres, pero de pronto comprendió lo que Shahin quería decir.

—¿Un lobo regresa siempre a su guarida? —preguntó.

—Y se queda el tiempo suficiente para dejar su olor —afirmó Shahin.

Sin embargo, el lobo cuyo rastro buscaban había sido expulsado… no solo de Londres, sino también del barco, que ahora estaba clavado en la roca que lo había desgarrado. Talleyrand y Courtiade, junto con los otros pasajeros, habían subido a los botes y se dirigían remando hacia la oscura costa de las islas Anglonormandas en busca de un refugio seguro contra la tormenta.

Lo que aliviaba a Talleyrand era que se trataba de un refugio de otra clase, porque esa cadena de islotes, enclavados tan cerca unos de los otros en las aguas del litoral francés, era en realidad inglesa desde el tiempo de Guillermo de Orange.

Los nativos hablaban todavía una antigua forma de francés normando que ni siquiera los propios franceses entendían. Aunque pagaban sus diezmos a Inglaterra por su protección contra el pillaje, conservaban su antigua ley normanda, junto con un espíritu de orgullosa independencia que los hacía útiles y les proporcionaba riqueza en tiempos de guerra. Las islas Anglonormandas eran famosas por sus naufragios… y por los grandes astilleros, que reparaban desde buques de guerra hasta naves corsarias. Hacia esos astilleros arrastrarían al barco de Talleyrand para que lo repararan. Mientras tanto, si bien no estaría del todo cómodo allí, al menos se hallaría a salvo del arresto francés.

Su bote sorteó las oscuras rocas de granito y arenisca que rodeaban la costa y los marineros lucharon contra las poderosas olas, hasta que por fin avistaron una playa de guijarros y fondearon allí. Los agotados pasajeros caminaron bajo la lluvia por veredas lodosas que atravesaban campos de lino y brezales en dirección al pueblo más cercano.

Talleyrand y Courtiade, con la maleta donde habían guardado las piezas milagrosamente intactas, entraron en una posada cercana para calentarse con un brandy junto al fuego antes de buscar alojamiento. Ignoraban cuántas semanas o meses tendrían que permanecer allí antes de reanudar su viaje. Talleyrand preguntó al posadero cuánto tardarían los astilleros locales en reparar un barco con la quilla y el casco en tan mal estado.

—Podéis preguntarlo al patrón del astillero —dijo el hombre—. Acaba de volver de ver los daños. Está tomando cerveza en aquel rincón.

Talleyrand se levantó y se encaminó hacia un hombre de rostro rubicundo y más de cincuenta años, que sostenía la jarra de cerveza entre las dos manos. El hombre levantó la mirada, vio a Talleyrand y a Courtiade, y con un gesto les indicó que tomaran asiento.

—Del naufragio, ¿eh? —dijo el hombre, que había oído la conversación con el posadero—. Dicen que iba a América. Un lugar desdichado… Yo soy de allí. Jamás dejará de sorprenderme que los franceses vayan allí en tropel, como si fuera la tierra prometida.

Su dicción denotaba buena cuna y educación, y su postura invitaba a pensar que había pasado más horas cabalgando que en un astillero. Su aspecto era el de un hombre habituado a dar órdenes y, sin embargo, su tono transmitía fatiga y amargura. Talleyrand decidió saber más de él.

—A mí América me parece una tierra prometida —afirmó—, pero soy un hombre a quien quedan pocas opciones. Si regresara a mi país, muy pronto sabría qué es la guillotina, y gracias al ministro Pitt me han invitado hace poco a abandonar Inglaterra. Por fortuna, tengo cartas de recomendación para algunos de vuestros más distinguidos compatriotas: el secretario Hamilton y el presidente Washington. Tal vez ellos sepan qué hacer con un francés entrado en años y sin trabajo.

—Conozco bien a ambos —repuso su compañero—. Serví a las órdenes de George Washington durante mucho tiempo. Fue él quien me hizo brigadier y general de división y me dio mando en Filadelfia.

—¡Es extraordinario! —exclamó Talleyrand. Si el hombre había ocupado esos puestos, ¿qué demonios hacía en ese rincón perdido, reparando barcos y veleros piratas?—. Entonces tal vez podríais escribir para mí otra carta a vuestro presidente. Dicen que es muy difícil verlo…

—Me temo que soy justo el hombre cuyas referencias os alejarían aún más de su puerta —repuso el otro con una sonrisa amarga—. Permitid que me presente. Soy Benedict Arnold.

La ópera, los casinos, las casas de juego, los salones: estos eran los lugares que frecuentaría Talleyrand, pensó Mireille. Los lugares adonde ella debía acudir para localizarlo en Londres.

Al regresar a su posada, la hoja que vio clavada a la pared la llevó a cambiar de planes.

¡MÁS GRANDE QUE MESMER!

¡Un sorprendente prodigio de memoria!

¡Elogiado por los filósofos franceses!

¡Invicto ante Federico el Grande, Philip

Stamma o sire Legall de Kermeur!

¡Esta noche!

EXHIBICIÓN A LA CIEGA

del famoso maestro de ajedrez

ANDRÉ PHILIDOR

Parsloe’s Coffee House

St. James Street

Parsloe’s, en St. James Street, era un café y bar en el que el ajedrez era la actividad principal. Entre sus paredes se encontraba la flor y nata no solo del mundo ajedrecístico de Londres, sino de la alta sociedad europea. Y la mayor atracción era André Philidor, el ajedrecista francés, cuya fama se había extendido por toda Europa.

Aquella noche, cuando Mireille atravesó las pesadas puertas de Parsloe’s, entró en otro mundo, un silencioso paraíso de opulencia: madera bien lustrada, moaré verde oscuro, gruesas alfombras indias y lámparas de aceite con recipiente de vidrio ahumado.

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