El oro de Esparta (14 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

BOOK: El oro de Esparta
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—Bien... ¡todo a estribor!

Sam movió el timón, y la embarcación pasó justo cuando una ola rompía en el arrecife y desviaba la popa.

—¡Aguanta! —Dio un poco más de potencia y compensó.

—Izquierda... un poco más... más...

—¿Cuánto nos falta?

—Otros tres metros y habremos pasado.

Sam miró por encima del hombro. Una ola comenzaba a levantarse seis metros por detrás y aumentaba de tamaño en el borde exterior del arrecife.

—Nos van a dar —gritó Sam—. ¡Sujétate!

—Ya estamos casi allí... A la derecha, ahora recto... Bien. ¡Máxima potencia!

Sam giró el acelerador a tope en el momento en que la ola rompía debajo de la popa de la embarcación. Sintió cómo el estómago se le subía a la garganta. Durante un segundo, la hélice giró fuera del agua con un chillido agudo, y luego la embarcación entró en la tranquilidad de la laguna.

Remi se tumbó de espaldas, apoyada en la proa, y soltó un suspiro.

—Lo diré una vez más: Sam Fargo, tú sí que sabes hacer que una chica se divierta.

—Hago lo que puedo. Bienvenida a la laguna de la Cabeza de Cabra.

16

—El paraíso, justo delante —dijo Sam, y enderezó la proa de la embarcación.

Después de pasar las últimas ocho horas asándose bajo un sol ardiente y luego navegar por la brecha de un arrecife que era como la boca de un tiburón, la laguna en sombras parecía un paraíso. Con un diámetro aproximado de treinta metros, estaba protegida, al sur y al norte, por las puntas de tierra cubiertas con pinos y palmeras. El acantilado, que se elevaba diez metros por encima del agua, estaba cubierto de follaje y árboles; los dos más grandes eran los que formaban los cuernos de la cabra. A la izquierda había una media luna de arena blanca que tenía el tamaño de la terraza de una casa. Con el sol declinando hacia el anochecer, la laguna se encontraba sumergida en las sombras. El agua era como una balsa de aceite. De los árboles llegaba una sinfonía de graznidos y cantos.

—No es un mal lugar para pasar la noche —comentó Remi—. No es el Four Seasons, pero tiene su encanto. La pregunta es: ¿estamos en el lugar correcto?

—No sé la respuesta, pero lo que sí es cierto es que tenemos una caverna. —Sam señaló algo, luego movió el timón y fue hacia la cara del acantilado y redujo la velocidad cuando se acercó.

Allí el agua, que apenas si se movía en el sentido de las agujas del reloj, mostraba una leve fosforescencia, que por lo general indicaba una salida de agua dulce. Sam cogió las gafas de buceo de la bolsa que tenía a sus pies, se las puso y sumergió el rostro en el agua, que, a pesar de estar tibia por el sol de todo el día, la notó fresca en la piel. Docenas de peces se movían de aquí para allá, comiendo invisibles trozos de nutrientes agitados por la corriente de agua dulce.

Sam levantó la cabeza. Sumergió la punta del dedo en el agua y se la llevó a los labios. Era por lo menos dos tercios menos salada que el agua de mar.

—¿Un río subterráneo? —preguntó Remi.

—Tiene que serlo —contestó Sam, sacudiéndose el agua del pelo.

Si bien era un fenómeno poco común, algunas cavernas marinas de esa zona se unían con las cuevas glaciales y las de disolución, que a su vez se unían a ríos subterráneos procedentes de tierra adentro.

—Tendré que mirarlo en el mapa. Creo que solo estamos a unos cuatro kilómetros del lago George. No me sorprendería que este sistema desaguase allí. O incluso en Salt Lake.

—Ni a mí, pero, si no te importa, preferiría que pusiésemos dicha aventura en nuestra lista de «algún día».

—Hecho.

Sam consultó su reloj. Faltaba media hora para la marea alta. Si iban a explorar la cueva, tendrían que hacerlo dentro de la próxima hora si no querían verse luchando con toda la fuerza de la resaca. Lo ideal sería entrar al final de la marea alta, aprovechar el paréntesis de cuarenta y cinco a sesenta minutos de calma relativa de la corriente para explorar la cueva, y luego aprovechar la marea de salida. El problema residía en que esa no era la típica caverna cerrada. La fuente del río subterráneo interior crearía corrientes imprevistas que bien podían atraparlos en el interior o llevarlos hacia los túneles de fractura que conducían a las entrañas de la isla. Ninguna de esas opciones resultaba atrayente para Sam.

Le planteó la pregunta a Remi, quien respondió:

—Yo preferiría que esperásemos, pero conozco esa mirada en tus ojos: quieres entrar.

—Es mejor que descubramos ahora si estamos en la pista correcta. Tenemos veinticinco metros de cuerda. Ataremos un extremo a aquella raíz de higuerón y el otro a mi cinturón de lastre. Si me meto en problemas, podré arrastrarme hasta aquí.

—¿Si te golpeas en la cabeza y te desmayas?

—Cada sesenta segundos tiraré tres veces del cabo. Si no lo hago, tú me sacas utilizando la embarcación.

—¿Límite de tiempo?

—Diez minutos, ni un segundo más.

Remi lo pensó un momento, lo miró con los ojos entrecerrados y luego suspiró.

—Vale, Jacques Cousteau. Recuerda lo que dije: si te mueres, nunca te lo perdonaré.

Sam sonrió y le dedicó un guiño.

—Trato hecho.

Diez minutos más tarde estaba vestido y sentado en la proa. Remi hizo que el bote se deslizara hasta detenerse contra el acantilado. Sam se puso de pie con mucho cuidado y ató el extremo del cabo en la raíz que sobresalía, y después se sentó y ató el otro extremo en la anilla de su cinturón de lastre. Remi dio marcha atrás, se detuvo a tres metros de la pared y, con minúsculos ajustes del acelerador, se mantuvo en posición.

Sam escupió en las gafas, frotó la saliva por el interior, luego las sumergió en el agua y se las puso en la cabeza, con el borde inferior justo por encima de las cejas. A continuación se calzó las aletas. Pulsó el botón del regulador para comprobar la salida de aire y después le hizo a Remi una señal con la cabeza.

—Suerte —dijo ella.

—Volveré.

Se puso las gafas y se dejó caer al agua de espaldas.

Flotó inmóvil durante un momento para disfrutar de la súbita inmersión y de la sorprendente claridad del agua que colmaba su visión. Esperó a que se disipasen las burbujas y la espuma, luego se enderezó y bajó hacia el fondo. Sintió el tirón de la corriente y dejó que lo llevase sobre su costado de forma tal que pudo contemplar la superficie iluminada por el sol durante unos segundos antes de que apareciese el borde del acantilado y quedase sumergido en la oscuridad. Encendió la linterna de buceo y alumbró el entorno.

La entrada de la cueva tenía más o menos una forma semicircular, un arco de tres o cuatro metros de ancho y seis metros de altura. Con la marea alta, la parte superior probablemente solo quedaba a unos centímetros por encima de la superficie de la laguna; ello, combinado con el follaje que cubría la roca, la convertía en invisible. De no haber sido por la Cabeza de Cabra, nunca la habrían encontrado.

Se propulsó en ángulo hacia el fondo y dejó que sus dedos rozaran la arena. Después de los seis metros, el fondo se hundía de pronto en las tinieblas. Se giró de lado, alumbró hacia arriba y vio que el arco de la entrada había desaparecido, reemplazado por el reflejo de la superficie. Comprobó su reloj y dio al cabo sujeto a su cintura tres fuertes tirones: todo en orden, Remi.

De pronto se vio envuelto por un agua más fresca y sintió que una nueva corriente lo dominaba, empujándolo hacia la derecha. Se dio cuenta de que comenzaba a dar vueltas sobre sí mismo, como movido por una mano invisible. Un remolino, pensó con un poco de miedo. Las corrientes de la laguna y el río subterráneo chocaban, el agua más fría se deslizaba por debajo de la más caliente y creaba un vórtice hidráulico. En ese momento estaba en el borde exterior del vórtice, donde la corriente era fuerte pero controlable con el movimiento de las aletas —calculó que era una velocidad de dos nudos—, pero, como todos los vórtices, se hacía más fuerte hacia el centro. Se dirigió hacia lo que esperaba fuese una pared, movió las aletas un par de veces y salió a la superficie.

La mano que tenía extendida tocó la roca, y la palma fue golpeando en la superficie antes de que los dedos consiguiesen sujetarse a un saliente. Se detuvo bruscamente, y sus piernas se estiraron en la corriente circular. Dio al cabo tres fuertes tirones y consultó el reloj: dos minutos en el agua, ocho por delante. Aparte del suave burbujeo de la corriente que rozaba las paredes y el sonido de gotas que llegaba del interior de la caverna, había un silencio siniestro.

Con los dientes se quitó el guante de la mano libre. Sostuvo los dedos hacia arriba, y de inmediato sintió el aire frío que rozaba la piel húmeda. Era una buena señal. Aunque lo juzgó como una posibilidad remota, la conexión de la cueva con un río subterráneo podía implicar contaminantes, y si bien ellos habrían visto alguna señal de toxicidad en la laguna, como ausencia de peces, rocas descoloridas o esponjas muertas, existía el riesgo de que hubiera una acumulación de gas. La fuerte corriente aérea hacía que fuese poco probable. Se quitó el regulador de la boca y olisqueó; después, respiró. Todo en orden. Tiró del cabo tres veces, se volvió a poner el guante y movió la linterna de un lado a otro.

Dos metros por encima de su cabeza tuvo la primera señal de que estaban en la pista correcta. Una pasarela de tablas colgada del techo con unos cables oxidados cruzaba todo el ancho de la caverna y acababa en la pared opuesta, en un muelle de madera soportado por pilotes clavados en el fondo. Una segunda pasarela se unía a la primera en el punto medio y se extendía hasta la pared trasera en un ángulo de noventa grados. Aquello no era en absoluto sofisticado, pero estaba claro que alguien había trabajado en la estructura, y a juzgar por el óxido de los cables y la capa de fango de las tablas, llevaba allí mucho tiempo.

La caverna era oval, de unos quince metros de ancho y con un techo abovedado, cubierto de estalactitas, que estaba seis metros por encima de la cabeza de Sam. Al mover la luz a lo largo de lo que debería ser la pared trasera, solo vio oscuridad. Había imaginado que la entrada del río subterráneo era un torrente que descargaba por una grieta en la pared, pero comprendió que esa caverna solo era una antecámara. Aparte del estrechamiento de las paredes traseras hasta un diámetro de diez metros, no había ninguna separación visible entre esa caverna y el sistema siguiente. Adonde y hasta dónde llegaba no se podía saber.

¿Las pasarelas y el muelle bastarían para hacer el mantenimiento de uno o dos minisubmarinos?, se preguntó Sam. Decidió que dependía del tipo de trabajo que fuera necesario. Eso le planteó otra pregunta: ¿por qué no había hecho el mantenimiento a bordo del Lothringen mientras estaba en alta mar? Una pregunta para Selma.

El cabo de su cintura comenzó a sacudirse violentamente y, si bien no habían acordado ninguna señal de emergencia por parte de Remi, supo en el acto qué le estaba diciendo.

Se colocó el regulador en la boca, dio la vuelta y se sumergió para ir lo más rápido posible hacia la entrada, y para ello avanzó tirando mano sobre mano del cabo. A medida que aparecía la luz de la superficie de la laguna, fue hacia el techo, se puso de espalda y utilizó las aletas para mantenerse apartado de la roca. Pasó por el borde de la entrada y salió a la superficie detrás de una cortina de lianas.

Contuvo el deseo de llamar a Remi, y miró a uno y otro lado.

La laguna estaba desierta.

Remi y el bote neumático habían desaparecido.

17

Su creciente temor se convirtió de inmediato en alivio cuando vio aparecer una mano por debajo de la vegetación en la orilla, al otro lado de la laguna. La mano lo señalaba, con la palma hacia arriba: espera. Un segundo más tarde, el rostro de Remi apareció entre el follaje. Se tocó la oreja, señaló hacia el cielo e hizo un movimiento giratorio vertical con el dedo índice. Pasaron diez segundos, luego veinte. Un minuto. Entonces Sam oyó el batir de las palas de un helicóptero, débil, pero acercándose deprisa. Asomó la cabeza por debajo de las lianas y espió hacia el cielo en un intento de localizar el sonido.

En la vertical de su cabeza, aparecieron los rotores por encima del borde del acantilado, seguidos un segundo más tarde por el parabrisas curvo que resplandecía con el sol poniente. La superficie de la laguna se onduló con el viento creado por las palas, y una fina bruma llenó el aire. Sam ocultó la cabeza; Remi desapareció de la vista.

Durante lo que parecieron minutos, pero que probablemente fueron menos de treinta segundos, el helicóptero sobrevoló la laguna, para luego virar y seguir hacia el sur a lo largo de la costa. Sam esperó hasta que el ruido desapareció, y luego se zambulló y nadó a través de la laguna hasta que tocó la arena con el vientre. Salió a la superficie y se encontró con la mano de Remi delante de su cara; la sujetó, y ella lo ayudó a arrastrarse entre la vegetación.

—¿Eran ellos? —preguntó Remi.

—No lo sé, pero prefiero creerlo que no ser sorprendido. Además, es un pájaro muy caro, un Bell 430. Cuesta por lo menos cuatro millones.

—Lo mejor para un rey de la mafia ucraniana.

—Con lugar suficiente para sentar a un matón ruso y a ocho de sus mejores amigos. ¿Te vieron?

—No estoy segura. La primera vez que pasó iba a gran velocidad, pero dio la vuelta casi de inmediato, y luego hizo otras dos pasadas. Si no es que sentían curiosidad por este punto, es que saben que estamos aquí.

—¿Dónde está el bote?

Remi señaló a la izquierda y Sam vio unos pocos centímetros de goma gris que asomaban entre el follaje.

—Lo oculté lo más rápido que pude.

—Bien. —Sam pensó durante un momento—. Entremos en la cueva. Si deciden aterrizar y echar una mirada, será nuestro mejor escondite.

Con el oído atento a cualquier señal del regreso del helicóptero, Sam se quitó el equipo y se lo dio a Remi, quien comenzó a ponérselo.

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó ella.

—Cruza la laguna, métete en la caverna y espérame. Ten cuidado porque hay una corriente. Recoge el cabo y mantente cerca de la entrada. Tres tirones por mi parte es emergencia; dos, todo en orden, espera.

—Recibido.

—Yo traeré el bote e intentaré meterlo de la caverna. Esperaremos hasta que anochezca, y luego veremos lo que podamos ver.

Remi asintió, acabó de ponerse el equipo de buceo, echó una última mirada, se metió en el agua y desapareció debajo de la superficie. Sam observó el rastro de burbujas a través de la laguna hasta que desapareció en el interior de la cueva. Después se arrastró entre la maleza hasta donde Remi había escondido la embarcación. Inmóvil, cerró los ojos y prestó atención, pero no oyó nada.

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