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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (13 page)

BOOK: El país de los Kenders
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El último comentario iba dirigido a Woodrow, quien se había encaramado al ciprés y gateaba por una rama que crecía proyectada sobre el vacío. El joven carraspeó antes de hablar.

—Siento contradecirla, señorita Hornslager, pero juraría que...

—El dueño de ese bote fue el mismo que construyó el aparejo de poleas —terminó Tas por él—. Subieron hasta aquí de algún modo y apuesto a que lo hicieron por medio de este artilugio. ¡Nosotros lo utilizaremos para descender por el acantilado!

—Exacto —subrayó Woodrow.

—¡Trabajo de polea! ¡Trabajo de polea! —exclamó Fondu, mientras acompañaba sus gritos con brincos enardecidos.

—¡Un momento! —intervino Gisella, reacia a entregarse al entusiasmo general—. ¿Acaso contamos con gente suficiente para bajar tanto peso a lo largo de los doscientos metros que nos separan del fondo? ¿Pensáis que es tarea fácil cargar la carreta en el barco y, sin más, navegar?

—Tal vez, pero no debemos hacerlo —intervino Woodrow—. Sería robar.

—¡No lo sería! —se opuso Tas—. Sólo se trata de un préstamo. No lo usan en este momento e ignoramos cuándo regresarán. Fondu, ¿cuándo volverán?

—Dos días —respondió, al tiempo que levantaba cuatro dedos.

—¿Cuándo se marcharon? —preguntó Gisella.

—Dos días.

En esta ocasión, el gully levantó los diez dedos.

Los tres viajeros intercambiaron una mirada de perplejidad.

—¿Cuántos sois vosotros?

Fondu recorrió con la mirada las docenas de gullys presentes y con una amplia sonrisa, contestó:

—Dos, no más de dos.

—Oh, no —musitó Woodrow con un tono deprimido.

—No obtendremos una información muy precisa —dijo con voz cansina la enana—. Woodrow, eres bastante hábil para las cosas técnicas. ¿Qué necesitaremos para un «trabajo de polea»?

El joven se puso en cuclillas y trazó con un palo unas enigmáticas líneas sobre el terreno pizarroso. En breve, todos los gullys se habían agachado y garabateaban la roca en una hilarante parodia del humano. Tas rió alborozado y paseó entre los «cavilantes» hombrecillos.

Gisella, de pie junto al absorto joven, con los brazos cruzados sobre el pecho, no conseguía dominar por más tiempo la impaciencia.

—¿Y bien?

Pasó un par de minutos antes de que Woodrow levantara la cabeza de los complicados trazos y mirara a la enana.

—Señora, calculo que precisaremos el engranaje de poleas instalado en el ciprés, unos mil doscientos metros de cuerda, y, como fuerza de tracción, un tiro de caballos... y una docena, más o menos, de hombres fornidos. Pero es sólo una conjetura aproximada —agregó con modestia.

Con una actitud circunspecta, todos los gullys asintieron con la cabeza, en tanto señalaban los garabatos realizados por sus compañeros sin dejar de parlotear entre sí. Gisella, desesperada, levantó los brazos.

—Bien, no hay más que hablar. No disponemos de doce hombres fornidos y es evidente que no tenemos mil doscientos metros de cuerda. Si no hubiese invertido tantas piezas de plata en esos melones medio podridos, yo misma arrojaría la carreta por el acantilado para que hiciera astillas ese condenado barco.

Dicho esto, la enana se sentó desalentada en el saliente y apoyó la barbilla en los puños. Tasslehoff se acercó dando brincos hasta la postrada mujer.

—En lo que se refiere a la fuerza de tracción —dijo con optimismo—, aquí tenemos cuantos gullys queramos.

—¿Y cuánto es? ¿Dos? —remedó con acre humor la enana.

—Sé que su aspecto no es demasiado agradable y tampoco huelen muy bien, pero desean brindarnos su ayuda —instó el kender—, Después de todo, la idea fue de Fondu.

El aludido sonrió de oreja a oreja.

—Nosotros contentos de jalar. ¡Jalar-aaaup divertido! Nosotros «jalaup» mucho para hombrecillos. ¡¡Jaaalaa aaaup!! —imitó mientras tiraba de una imaginaria cuerda.

—Muy bien, Fondu —lo interrumpió Gisella—. Nos dirás dónde encontrar los mil doscientos metros de cuerda, ¿verdad?

El gully hinchó el pecho, con jactancia.

—Fondu tiene cuerda. Gran cuerda de polea. Enseñar a señora de bonito cabello.

Los tres viajeros contemplaron boquiabiertos al gully y luego se miraron entre sí.

—¿Creéis que...? —susurró Gisella.

—Hombrecillos graciosos esconder cuerda —explicó Fondu—. Pero yo encontré. Yo olería. Mi nariz, olfato grande.

La enana dedicó un espectacular pestañeo al hombrecillo.

—¿Me mostrarás dónde la escondes?

Fondu, tan excitado que estuvo en un tris de caer de bruces al tropezarse con sus zapatones, la tomó de la mano y le dio un fuerte tirón para que se pusiera de pie.

—¡Venir, venir! —voceó, en tanto arrastraba tras él al objeto de su enardecida admiración.

Woodrow y Tasslehoff fueron en pos de la tambaleante pareja, acompañados por una caterva de arremolinados y sudorosos gullys.

Fondu llevó al grupo hasta un inmenso árbol hueco que se alzaba a menos de doscientos metros del acantilado. Gateó con celeridad y se encaramó a la rama más baja; acto seguido, desapareció por un agujero del tamaño de una canasta en el interior del tronco. Unos segundos después, su cabeza greñuda reapareció y el hombrecillo extrajo la punta de una basta cuerda de cáñamo a través de la hendidura.

—¿Ves? ¡Cuerda de polea! Tú no preocupas, hermosa señora —gritó el gully, mientras acariciaba el cabello de Gisella. La mujer apartó con brusquedad su mano, sin evitar un escalofrío.

En cuestión de segundos, Tasslehoff se encaró al árbol y metió la cabeza por el agujero a fin de echar una ojeada. Cuando la sacó, exhibía una sonrisa de oreja a oreja.

—¡El tronco está repleto de cuerda! —exclamó con entusiasmo—. ¡Rollos y rollos de soga! ¡Jamás en mi vida había visto tanta, salvo, quizás, en los muelles de Fort Balifor! ¡Guauu! ¡Ojalá mi tío Saltatrampas se encontrara aquí para verlo!

Gisella se frotó las manos.

—Muy bien, tripulación, nos espera un «trabajo de polea».

* * *

A pesar de emplearse en la tarea una docena de enanos gully, les llevó más de tres horas extraer la totalidad de la cuerda del hueco del tronco y extenderla en dos líneas paralelas que arrancaban desde la base del ciprés. Mientras tanto, Woodrow hacía pruebas con un corto pedazo de soga a fin de descubrir la forma correcta de colocarla en el ingenio de poleas. Una vez que la cuerda larga estuvo dispuesta, pasó dos sólidas lazadas al carromato, una al eje delantero y la otra al trasero. Realizar el trabajo fue mucho más simple que Gisella comprendiese el procedimiento.

—Conectaremos las dos poleas simples a los cabos atados a la carreta y las dos poleas dobles lo estarán a la rama saliente del ciprés. Hasta aquí ha entendido, ¿verdad?

—Por supuesto. No soy obtusa —proclamó la enana, aunque ¡maldito si se había enterado de algo!

—Bien. Cuando era un muchacho, utilizábamos a veces una cabria como ésta en la granja de mi primo —comentó Woodrow.

Gisella, ya vestida con un sencillo atavío verde apropiado para trabajar y las manos enfundadas en guantes de cuero, tomó asiento en el pescante junto a su joven asistente. Sus ojos fueron de la carreta a las poleas y de nuevo a la carreta.

—Aquí está todo cuanto poseo, Woodrow. ¿Estás seguro de lo que haces?

—Bastante seguro, señorita Hornslager.

La mirada de la enana regresó una vez más al artilugio y observó dubitativa la masa de cabos con la que se conectaba al árbol y con aquéllas unidas al carromato. Sus ojos se dirigieron después a las cuerdas atadas a varias rocas con el propósito de asegurar el ciprés. Carraspeó para aclararse la garganta.

—No he tenido muchas oportunidades de confiar en la gente —dijo al joven—. Las pocas veces que lo hice, el resultado no fue bueno, ni en lo personal ni en lo financiero. No obstante, ahora no hay mucho para elegir. Si tomamos la ruta del sur, me arruinaré por el retraso. Si bajamos por el acantilado... bueno, existe la posibilidad de que no pierda el dinero invertido. Es suficiente. ¡Fondu! ¿Dónde está Fondu?

El gully salió a trompicones de entre un grupo arremolinado de sus compañeros que se peleaban por apoderarse de un mugriento gorro.

—Yo aquí —anunció—. ¿Estar lista para trabajo de polea?

Un par de manos salieron del apelotonado montón de gullys y arrastraron al hombrecillo hasta la ondeante masa de cuerpos antes de que Gisella respondiera. Con cuidado de no acercarse demasiado, la enana se adelantó a los apilados gullys, hizo bocina con las manos y gritó.

—¡Fondu! ¡Que se pongan en fila! ¡En fila!

Unos segundos más tarde, el hombrecillo se abrió paso a fuerza de patadas y codazos entre el amasijo de cuerpos y separó con bruscos tirones a un enano tras otro. En cuestión de minutos, todos quedaron colocados y alineados a los lados de las dos cuerdas que se extendían a lo largo de cuatrocientos metros tierra adentro. Gisella pasó revista a la compañía; a muchos de sus integrantes les sangraba la nariz y tenían los ojos morados y las bocas tumefactas. No acabó de volverse de espaldas, cuando uno de ellos empujó al otro y se reanudó la reyerta hasta que Woodrow asió por el cuello a los dos agitadores y los separó con los brazos extendidos.

—Muy bien, Woodrow. Encárgate de las cuerdas —instruyó Gisella—. Con un caballo y seis gullys en cada una, bajarás la carreta sin demasiadas brusquedades; suave y con tiento... ¡Eh, hagamos de esta frase nuestro lema de hoy! «Suave y con tiento.» ¿De acuerdo? Repetidlo todos.

Un desacompasado coro de voces que proclamaba «suave y con tiento» o variaciones semejantes, se alzó a lo largo de las filas de gullys.

—Correcto —aplaudió la enana—. Tas, tú y tus seis fornidos muchachos os encargáis de las líneas de contrapeso. Vuestro trabajo consiste en arrastrar la carreta hasta el borde del acantilado... —la voz de Gisella se quebró de manera notable al decirlo—... y luego sostenedla sin que pegue sacudidas mientras la bajamos hasta el fondo.

Durante un instante, todos se miraron entre sí. Después, la enana guiñó un ojo a Tas y éste quitó de una patada la piedra que bloqueaba una rueda de la carreta. Despacio, guiados por el kender, los seis Aghar de las líneas de viento arrastraron el carromato hacia el borde del precipicio. Entretanto, Woodrow, que tenía a su cargo un número tres veces superior de gullys de los que era capaz de controlar y, por lo tanto, había de enfrentarse con un número de problemas triplicado, se esforzaba por mantener tensas las cuerdas que se unían a las poleas.

Gisella contuvo la respiración cuando las ruedas delanteras sobrepasaron el borde del acantilado. Las cuerdas conectadas a las poleas delanteras se tensaron de golpe y el ciprés cimbreó de arriba abajo. Con las ruedas delanteras suspendidas sobre doscientos metros de nada, los enanos gully hicieron avanzar el carro centímetro a centímetro.

El corazón de Gisella latía como un caballo desbocado. La carreta, el árbol, los gullys, todo oscilaba ante su borrosa visión. Más tarde, las ruedas traseras crujieron al sobrepasar el borde y el vehículo, que bajó con brusquedad unos quince centímetros, se balanceó hacia atrás y hacia adelante. Los gullys encargados de las líneas de contrapeso aullaron en tanto clavaban los talones en la tierra prensada que se amontonaba bajo el ciprés, al verse arrastrados hacia el precipicio por la oscilante carreta que se había apartado del borde hasta quedar suspendida de las cuerdas de las poleas. Gisella se asió a la roca más próxima en busca de apoyo; las piernas le temblaban de tal modo que las rodillas se entrechocaban.

—¡Aguantad, aguantad! —bramó Tas mientras aferraba una de las líneas.

Entonces, se dio cuenta de que los gullys gritaban de puro placer, como chiquillos en una representación cuando aparece la bruja mala o el fantasma. Conforme la carreta alcanzó un equilibrio estable, los enanos gully abandonaron los resbalones y los gritos, el alboroto remitió. Gisella sufrió un vahído y se sorprendió porque continuaba de pie. La brisa mecía con suavidad el carromato suspendido de las cuerdas.

La enana tragó saliva para quitarse el nudo que constreñía su garganta.

—¡Estupendo! No ha ido del todo mal.

Luego, hizo bocina con las manos y gritó.

—¡Woodrow, suelta poco a poco! ¿Recordáis? «Suave y con tiento.»

—«Sauce y pimiento» —farfullaron los gullys, todos a destiempo.

Asidos los ronzales de los caballos, Woodrow obligó a los animales a caminar marcha atrás, en dirección al acantilado. Después de que el carromato descendiera los primeros metros, el joven dejó de ver el vehículo, por lo que quedó expuesto a las instrucciones de Tas, quien se hallaba tumbado sobre una de las ramas del ciprés con el fin de comprobar que las cuerdas se deslizaban sin tropiezos a través de las poleas.

—Bien... Bien... un poco más despacio... la parte trasera está algo empinada... ¡Oops!, ahora está algo inclinada... todavía sigue caída... he dicho la parte
trasera...
la trasera, ¡la trasera!

Gisella corrió hacia el borde del acantilado.

—¿Qué ocurre? —voceó, y entonces divisó la carreta, unos treinta y cinco metros más abajo.

Una de las filas de gullys se había adelantado a la otra. La parte delantera del carromato estaba por lo menos metro y medio más alta que la trasera y la inclinación aumentaba a pasos agigantados.

—¡Está desequilibrada! —aulló la enana, y agitó los brazos enloquecida—. ¡Se oye el ruido de botellas que se rompen! ¡Enderezadla, enderezadla!

Pero los gullys, que no comprendían lo que pasaba, prosiguieron con su errática marcha hacia el mar. Desesperado, Woodrow soltó las bridas y tiró en vano del caballo que retrocedía más deprisa, en un intento por detenerlo. Por desgracia, el otro animal, sin nadie que lo condujera marcha atrás, frenó en seco.

El carromato se tambaleó con una brusca sacudida cuando algo del interior se soltó y se estrelló contra la pared trasera. Gisella se llevó las manos a los oídos cuando escuchó el eco de un nuevo estropicio en la pared del acantilado y luego, desesperada, se las llevó a los ojos cuando la puerta de la carreta se abrió de golpe y un surtido de melones, cojines y efectos personales, rodaron por el hueco abierto. Todas sus posesiones se precipitaron en espiral, durante un tiempo que a Gisella le pareció una eternidad, cientos de metros hasta caer en el fondo.

Para entonces, el vehículo colgaba casi en vertical. La puerta se abría y cerraba con la brisa y uno de los camisones de la enana, enganchado al picaporte, ondeaba como una bandera blanca que pidiera tregua. Al cabo de unos momentos, Woodrow detuvo el caballo y a la fila de gullys adelantados; corrió hacia la otra línea, todavía parada y los obligó a avanzar hasta conseguir que ambas se igualaran de nuevo. Todas estas maniobras tuvieron de música de fondo más ruidos de objetos que se hacían trizas. Woodrow se encogía estremecido con cada crujido. Con cada chasquido, Gisella se mordía con más fuerza los labios.

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