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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (31 page)

BOOK: El país de los Kenders
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—Pero eso no explica que te instalaras en este lugar.

Damaris hizo la objeción con una actitud un tanto engreída. No le agradaba que la tildaran de entrometida.

Vinsint la miró de reojo y se dirigió a Saltatrampas.

—Tomé la decisión de socorrer a la gente que me había ayudado a mí. ¿Y qué mejor forma que rescatar a los kenders de los efectos mágicos del robledal? Me he erigido en una especie de centinela por propia designación.

Ante la mención del robledal embrujado, los tres huéspedes del ogro se removieron y bajaron la vista avergonzados. Phineas guardaba un recuerdo algo borroso de lo ocurrido, pero tenía casi la certeza de haber ladrado como un perro rabioso cuando Vinsint lo encontró y lo arrastró al túnel. El humano entornó los párpados y se estremeció.

Por su parte, Saltatrampas y Damaris cayeron de pronto en la cuenta de que el ogro los había sorprendido en mitad de una situación muy delicada e íntima. Al rememorarlo, los ojos de ambos se encontraron y al instante apartaron la mirada porque se sentían incómodos. Phineas se sobrepuso a la vergüenza y procuró que no se advirtiera su turbación cuando habló.

—Entiendo que tu deseo es ayudar a los kenders. ¿No es una contradicción que los tengas cautivos?

—No los retengo para siempre —replicó sombrío Vinsint—. Además, que me hagan compañía no es mucho tras haberlos rescatado en el robledal. ¡Me siento muy solo aquí! Siempre me muestro cortés, educado, amistoso, y les ofrezco buena comida.

—Sí, imagino que resulta imprescindible observar un comportamiento amable cuando se es tan redomadamente feo —aseveró Damaris con el habitual desenfado nato de su raza.

Vinsint le dedicó una mirada ominosa. Sumido en el silencio, sirvió lo que quedaba de la cena y todos comieron con entusiasmo, salvo Phineas.

Terminado el refrigerio, el ogro empujó el plato y soltó un buen eructo.

—¿Qué os apetece? ¿Jugar a las cartas? ¿A los dados? ¿Canicas? —propuso después.

—Juguemos a «Libertad a los prisioneros» —sugirió Phineas con un hilo de voz.

Saltatrampas le dirigió una mirada admonitoria.

—Escoge tú —insistió Vinsint al kender.

—Muy bien, ¡elijo los palillos! —decidió éste, mientras miraba al humano con inquietud.

El ogro dio una fuerte palmada que reverberó en la caja torácica del kender.

—¡Me encantan los palillos! ¡Es mi juego favorito!

Vinsint se puso de pie de un salto y su banqueta rodó al suelo, se acercó presuroso a un montón de cajas apiladas en un rincón y revolvió en ellas de forma atropellada, en tanto lanzaba por el aire una serie de objetos heterogéneos. Saltatrampas divisó unos grilletes, una gargantilla de gemas, una caja de pergaminos, un trozo mohoso de pierna de cordero, e infinidad de cosas más que no identificó. El ogro regresó en tromba a la mesa, con un cilindro de marfil adornado con intrincadas tallas, y despejó el tablero de platos y demás utensilios con un barrido de su enorme manaza.

—¡Ajá! —canturreó al tiempo que aposentaba sus voluminosas posaderas en la banqueta que había enderezado—. Apuesto a que nunca habías visto un juego de palillos como éste.

Con un cuidado exagerado, extrajo la tapa del cilindro y luego, con un ademán ostentoso, lo volcó poco a poco hasta que las varillas, largas y delgadas, se desparramaron sobre la mesa.

—¡Elaborados en oro! —ronroneó el ogro.

Damaris, Saltatrampas y Phineas contemplaron los palillos esparcidos por el tablero.

—No son de oro. Ni siquiera tienen un baño del precioso metal —declaró el kender, después de una larga pausa.

Vinsint se frotó la nariz con aire cohibido.

—Tienes razón. No son de oro, salvo estos dos —admitió al tiempo que hurgaba con sus desmesuradas manos las delicadas varillas hasta entresacar dos ce ellas que exhibían un desvaído tono dorado—. Los palillos originales, que sí lo eran, han desaparecido uno tras otro en el transcurso de los años. Estos dos son los únicos que me quedan del juego completo. Era algo digno de verse, te lo aseguro.

Vinsint recogió las piezas y las apoyó sobre las puntas, dispuesto a iniciar la partida. De súbito ladeó veloz la cabeza hacia un lado.

—¿Habéis oído? —Sonrió y palmoteo alegre—. Alguien más ha entrado al robledal. ¡Más compañía!

Se puso de pie y brincó muy excitado, pero de repente frenó sus cabriolas; la sonrisa se desvaneció.

—He de apresurarme, por algún azar tal vez descubran el modo de salir. —Llegó en dos zancadas hasta un armario tumbado en el suelo, abrió la puerta, y sacó metro tras metro de una pesada cadena oxidada que se enrolló en el brazo. Los tres huéspedes se encogieron atemorizados; imaginaron que tenía intención de encadenarlos; pero, en cambio, el ogro fue hacia la puerta y lanzó su pesada carga en el túnel, al otro lado del acceso.

—Sé lo que estáis pensando —dijo con voz afable—. Os preguntáis: «¿Por qué necesita una cadena tan grande para cerrar una simple puerta?» Os lo explicaré. Durante estos años, han sido muchos los kenders a los que dejé en esta habitación para internarme en el robledal. Siempre he dejado la puerta cerrada, pero al regresar apenas diez minutos después, no estaban. Habían desaparecido, ¡puff! —exclamó chasqueando los dedos nudosos.

—Tal vez descubrieron otra vía de escape —sugirió Saltatrampas.

—No hay otra salida —aseveró lacónico Vinsint—. Lo más gracioso es que al marchar atan de nuevo las cadenas, como si no las hubiesen tocado. Por lo tanto, en cada ocasión añado más y más eslabones. Quizá de ese modo, los entretenga el tiempo suficiente para volver antes de que se escabullan.

Sacó el último rollo de cadena del armario y cruzó el umbral.

—Estaré ausente unos cuantos minutos y cuando regrese contaremos con un quinto jugador para sacar los palillos. No tratéis de escapar, ¿eh?

Dicho esto, Vinsint atrancó la hoja de madera, tras la que se percibió el claqueteo de metal al enrollarse.

Phineas se puso de pie y se paseó nervioso por la habitación.

—Con una nueva compañía, ¿no nos permitirá partir? —preguntó.

Damaris negó con un enérgico cabeceo y su rubio cabello trazó un semicírculo en el aire.

—No es su intención. Empieza primero —ofreció a Saltatrampas, en tanto señalaba los palillos revueltos.

—¿Os quedaréis sentados a la espera de que regrese? —chilló el humano.

—No, jugaremos —aclaró Saltatrampas, mientras se concentraba en sacar de la maraña uno de los palillos con toda clase de precauciones.

—¿Por qué no buscamos otra salida? —instó el humano.

El kender se encogió de hombros.

—Vinsint afirmó que no existe. Sin embargo, sería interesante explorar este lugar —admitió.

—Lo dices porque has movido el palillo azul y has perdido tu turno —protestó Damaris.

El aludido se echó a reír.

—No es cierto. ¡No se movió ni un pelo! Fue una extracción limpia, perfecta.

La muchacha frunció los labios y en su boca se dibujó un puchero que ella imaginaba adorable.

—¡Bien, pero a
él
le ganaré! —Y apuntó con el dedo al congestionado Phineas.

Saltatrampas estalló en carcajadas. Le gustaban los reflejos que la luz de las antorchas arrancaba al rubio cabello de la muchacha.

—Sin lugar a dudas —aseveró—. Pero los humanos son torpes y siempre los mueven cuando cogen uno. Hasta Vinsint lo aventajaría, y eso que tiene unas manos más grandes que mi cabeza.

—Eso no viene al caso —protestó ella con fingida indignación.

Phineas, exasperado, puso los ojos en blanco.

—¡Si dejarais de una vez de arrullaros y echaros flores, nos buscaríamos una salida! —Miró hacia la escalera—. ¡Esos escalones llevarán a algún sitio!

Saltatrampas ayudó a Damaris a ponerse de pie; ella, con aire tímido, se frotó las mejillas con las mangas a fin de limpiar las manchas de barro y se arregló las plumas dobladas que adornaban su cabello.

Phineas y el kender tomaron un par de antorchas de las paredes; el humano señaló la escalera con un ademán.

—Tú primero, por favor —ofreció con fingida cortesía.

Saltatrampas, asido a la mano de Damaris, caminó con paso despreocupado hacia los peldaños de piedra que ascendían en espiral más allá del alcance de la luz de las antorchas. En las hendiduras de las pétreas paredes proliferaban el moho y el musgo. Phineas siguió al kender de cerca, agazapado, a la defensiva; lanzaba furtivas ojeadas hacia todas partes al mismo tiempo.

—El trazado circular me induce a pensar que estamos en la Torre de Alta Hechicería, ¿sabéis? —declaró el kender—. No comprendo cómo no se me ocurrió antes.

Damaris oprimió su mano. Phineas sonrió con cinismo.

—¿Eso cambia en algo nuestra situación? —inquirió burlón.

—Quiere decir que tal vez nos topemos con algún remanente de magia —aclaró la muchacha, con evidente entusiasmo ante tal perspectiva.

El humano se tropezó con una losa suelta de las arcaicas escaleras y buscó apoyo en la pared.

—¿Remanente de magia? —repitió después, tembloroso.

—Su voz toma un timbre más chillón que el de una harpía —señaló Damaris a Saltatrampas.

—Este torreón es todo cuanto queda del edificio erigido en los albores del tiempo, junto con las otras cuatro torres, las de Wayreth, Palanthas, Istar, y algún otro lugar que ahora no recuerdo —ilustró el kender—. Algunas todavía subsisten como núcleos mágicos, pero a ésta en particular la abandonaron poco después del Cataclismo.

—¿Lo que significa...? —instó impaciente Phineas.

—Que aquí se practicó la hechicería de forma regular y cabe la posibilidad de que todavía perdure algo, como un sortilegio que nunca alcanzó su objetivo...

—...o tal vez, aún vigilan el final de esta escalera monstruos fantasmagóricos —sugirió animada la muchacha.

—Libros de encantamientos, pergaminos, anillos mágicos, brazaletes, pociones, varitas, cayados, guantes, espadas...

—He captado la idea —interrumpió Phineas, y tragó saliva.

Tal vez se había precipitado al sugerir una exploración, se dijo para sus adentros.

Los tres compañeros subían, en espiral. Damaris, inmersa en sus fantasías, elaboraba alternativas.

—Quizá un nigromante, a quien sus cofrades abandonaron... no, mejor
¡expulsaron!,
habita en el pináculo de la torre. Solitario, amargado, ¡practica su perverso arte con los kenders!

—Si exceptuamos la magia, has descrito a Vinsint —se mofó Phineas.

—Me resultaba familiar —susurró la muchacha.

—No he sentido de cerca la magia desde aquella ocasión en que me topé con un chotacabras gigante —intervino Saltatrampas pensativo.

—¿Viste un chotacabras gigante? —preguntó Damaris con un timbre de envidia. Aquellas aves eran legendarias entre los kenders—. ¡Hasta hoy no había conocido a nadie que se hubiese encontrado con uno! Ignoraba que fuesen mágicos. ¿Cómo era? ¿Intentó sacarte los ojos?

Saltatrampas adoptó una actitud jactanciosa.

—¡Claro que son mágicos! Es la causa de su fiereza. El que me atacó, salió de un pantano cenagoso, que es donde habitan, ¿sabes? Bien, el caso es que...

A Phineas le dolían las piernas y cada vez le costaba más trabajo respirar. Contó los escalones y descubrió que habían remontado más de trescientos sin hacer ningún alto. Se derrumbó, jadeante, incapaz de dar un solo paso más.

—Vinsint tenía razón, me parece que aquí no hay nada que ver. Tal vez deberíamos regresar. Quién sabe cuál será su reacción cuando al regresar descubra que nos hemos escabullido.

Sus propias palabras le causaron un escalofrío, igual que rememorar la imagen de los poderosos músculos del ogro.

Pero los impacientes kenders habían proseguido la ascensión y no habían escuchado sus frases. Temeroso de quedar muy rezagado, Phineas se incorporó con arduos esfuerzos y reanudó con dificultad la escalada. Con la antorcha enarbolada frente a él, percibió al fin una techumbre.

La escalera desembocaba de forma abrupta en una cámara algo mayor que la habitación de donde arrancaba. Allí estaban Saltatrampas y Damaris; recorrían afanosos la fastuosa estancia.

El humano frunció el entrecejo. No comprendía que este lugar, sin duda visitado durante centurias por los «manos largas» de los kenders, conservara todavía el mobiliario. Insertó la antorcha en un hachero de la pared y echó una ojeada en derredor. Al instante, algo captó su atención.

Se quedó boquiabierto, fija la mirada en la enorme escribanía de madera, adornada con intrincadas tallas, instalada junto a la pared derecha de la escalera. Tras ella había un sillón con un mullido asiento de piel y, en el alto respaldo de madera, tallada la testa de un dragón. Sobre el recuadro de papel secante se posaban una plumilla y un tintero cuyo contenido se había secado largo tiempo atrás, así como un par de gafas y una copa de cristal; todo cubierto por una gruesa capa de polvo.

Contempló admirado los volúmenes encuadernados en piel que ocupaban todo el perímetro de la estancia. También se hallaban cubiertos de polvo; no obstante, parecían indemnes. Torció a un lado la cabeza a fin de leer lo escrito en los lomos y avistó uno titulado «Hierbas medicinales» que le resultó interesante. Lo tomó de la estantería y se lo puso bajo el brazo.

Por su parte, Damaris y Saltatrampas se entretenían en dar golpecitos acá y allá a fin de descubrir cajones secretos en los que esperaban encontrar gemas u otros objetos maravillosos. De forma inesperada, el kender chasqueó los dedos.

—Este sitio me era familiar; he recordado de qué se trata. La habitación es exactamente igual a la que aparecía dibujada en la otra mitad del mapa que regalé a Tasslehoff —declaró.

En aquel momento Damaris se asomó tras la escribanía con una mueca de satisfacción plasmada en su semblante.

—¡Aquí hay una palanca! —exclamó.

Phineas arqueó las cejas, pero antes de que articulara una palabra, se escuchó un sonoro chasquido metálico.

Al momento, una espesa neblina púrpura ribeteada con franjas verde esmeralda saturó la estancia. Las volutas extinguieron las llamas de la antorcha inserta en la pared y de inmediato hizo otro tanto con la que sostenía el kender. Sin embargo, no quedaron atrapados en la oscuridad porque la peculiar bruma irradiaba un fulgor propio.

—¿Qué has hecho, Damaris? —bramó Phineas, mientras se acercaba a gatas hasta la parte posterior del escritorio.

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