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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (36 page)

BOOK: El país de los Kenders
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La simple mención de la comida indujo a los rechonchos kenders a alargar la mano a tientas y arrancar pedazos del paisaje que se metieron en la boca. Entretanto, Gelfig proseguía con su narración.

—Sin comprender lo que ocurría, me dije que el mejor complemento para las manzanas de caramelo sería un poco de pipermint, y... ¡zas! A mis pies brotó un manantial de dicho licor. ¡Huelga decir cuán apasionante fue este evento!

Phineas saltó hacia adelante y aferró al kender por la pechera.

—¿Dónde está el collar? ¿Qué hiciste con él? —demandó, al tiempo que rebuscaba entre los pliegues de la camisa del hombrecillo.

Saltatrampas se interpuso entre ellos; forzó al humano a soltar las manos agarrotadas y lo apartó de un empellón.

—Cálmate, Phineas. No interrumpas la historia —lo tranquilizó.

Gelfig se acomodó la camisa arrugada e irguió los hombros. La concurrencia dedicó una mirada de reproche al humano.

—Si tanto te interesa, te diré que lo tengo aquí mismo. Antes lo llevaba colgado al cuello, pero con el tiempo me apretaba tanto que me lo tuve que quitar.

Phineas abrió unos ojos tan grandes como las manzanas de caramelo cuando el kender sacó del bolsillo del chaleco una cadena fina y delicada de la que colgaba un triángulo más pequeño que la uña de su pulgar. El semblante del humano se tornó pálido.

—¿Puedo cogerlo? Entiendo algo sobre objetos mágicos y tal vez te diga de dónde procede —mintió, con voz temblorosa.

Gelfig contempló la cadena un momento; luego se encogió de hombros y se la entregó a Phineas.

El hombre alargó una mano, asió el colgante y, sin más preámbulos, deseó hallarse en un castillo enorme, tachonado de piedras preciosas, cubierto de ricos tapices, y abarrotado de mujeres hermosas y sirvientes que complaciesen hasta su último antojo. Cuando abrió los ojos, se encontró con Gelfig que lo observaba con fijeza.

—Ya no funciona —le dijo al kender con una voz carente de inflexiones.

El humano se desplomó en el suelo, junto a unos matorrales de algodón de azúcar, e hizo añicos un mosaico de intrincado diseño realizado con pastas rellenas de crema.

—No funciona —repitió en un murmullo. Luego clavó las pupilas en Gelfig—. ¡Lo utilizaste hasta agotarlo! ¿Cómo te las arreglaste? ¿Qué anhelabas con tanto afán que consumiste todo su poder mágico?

—¡Eh, mira a tu alrededor! ¿Crees que fue sencillo? Sólo tras muchos intentos logré el resultado que ahora ves.

Phineas se dobló sobre sí mismo y sollozó. Estaba rodeado de kenders gordos, en un paisaje de azúcar y caramelo. Lo había arriesgado todo por llegar aquí, pero sus afanes no habían servido de nada. Se había quedado sin un céntimo, sin hogar y sin esperanza.

No era la primera vez que le ocurría.

Los kenders se alejaban, unos absortos todavía en el relato repetido de la famosa historia de Gelfig mientras devoraban el escenario a su paso; otros escuchaban de labios de Damaris los acontecimientos recientes de Kendermore. La muchacha parloteaba con entusiasmo; al parecer, encajaba a la perfección en la sociedad de Gelfigburgo.

Una mano se posó en el hombro de Phineas. El hombre levantó la cabeza y se encontró con Saltatrampas, que masticaba con fruición un pedazo de valla con sabor a canela. El kender se dejó caer junto a Phineas; durante varios minutos los dos permanecieron callados, sin moverse. Por último, el kender rompió el silencio.

—Esto era lo único que te interesaba, ¿verdad? Por fin encajan las piezas del rompecabezas: mi sobrino, el matrimonio, el mapa... Todo porque en el plano que te regalé se decía algo referente a un tesoro de poder mágico incalculable, ¿no es cierto?

El humano respondió con un profundo suspiro.

»
No te lo tomes tan a pecho. Los tesoros vienen y van; deberías saberlo. Esto, sin embargo... esto es algo que no se encuentra a diario —concluyó, y tomó un champiñón de merengue sólido.

Phineas levantó los ojos enrojecidos y contempló con fijeza la seta blanca.

—Me marcho. ¿Por dónde se sale? —anunció después.

El humano se puso de pie y echó a andar por la calle de regaliz en pos de Gelfig y la alegre muchedumbre de kenders que dejaba a su paso un rastro de migajas de pastas.

—¡Eh, Gelfig! Toma, olvidabas tu colgante. Dime, ¿cómo se sale de aquí?

El kender, que hasta el momento se había mostrado jovial y bullicioso, se sumió en un hosco silencio y se detuvo frente a su casa de pan de jengibre. Carraspeó con evidente nerviosismo y simuló no haber oído la pregunta.

—¿Qué ocurre? —se preocupó el hombre.

Phineas lanzó una mirada interrogante a Saltatrampas, pero éste se encogió de hombros.

Por fin Gelfig se volvió hacia ellos.

—Olvidé mencionároslo, pero no hemos encontrado la salida.

—¡¿Cómo?! —bramó el humano.

—Digo que no...

—¡¿Que no hay salida?!

—No, no es eso lo que dije, sino que todavía no la hemos encontrado.

—¡Fantástico! ¡Maldita la importancia que tiene en este momento esa diferencia!

El hombre giró sobre sus talones, dominado por la cólera, y pateó el suelo; luego se volvió hacia Gelfig.

—¡Detesto el regaliz! —vociferó, fuera de sí.

20

Al día siguiente del entierro de Gisella, al amanecer. Woodrow y Tasslehoff montaron a lomos de Winnie y reemprendieron la marcha sumidos en un silencio lóbrego. Las montañas Khalkist quedaron atrás y dieron paso a los suaves declives de las estribaciones. Al anochecer, el humano y el kender llegaban a la exótica ciudad portuaria de Khuri Khan, a orillas del mar de Khurman, lejos todavía de Kendermore, su punto de destino.

La luz rosa-anaranjada del ocaso se reflejaba en las cúpulas doradas que se alzaban majestuosas en el cielo cada vez más oscuro. La brisa mecía las palmeras cargadas de dátiles y cocos. Por las calles caminaban a buen paso mujeres ataviadas con vestimentas de gasas multicolores que portaban sobre la cabeza cestos y canastas. Los mercaderes, que llevaban una especie de turbantes batik enrollados a la cabeza y amplios pantalones ajustados a los tobillos, cerraban los últimos tratos del día a lomo de sus elefantes.

—¿Ves, Winnie? En esta ciudad no llamarás la atención.

El comentario lo hizo Tas con intención de tranquilizar al mamut que había expresado su inquietud cuando avistaron la ciudad a lo lejos.

—Estos elefantes no tienen una pelambre tan abundante como la tuya; a decir verdad, ningún animal la tiene, que yo sepa. Quizás encuentres aquí a otros de tu especie —agregó el kender.

—Me temo que no —suspiró Winnie—. Ligg y Bozdil me repetían una y otra vez que yo era el último ejemplar de mi raza.

Un lagrimón inmenso se deslizó por la rugosa mejilla del animal. La ciudad lo atemorizaba y la certeza de saberse solo en el mundo acrecentaba la sensación de desánimo que lo atenazaba.

—¡Pero esto es terrible! —exclamó Woodrow con sincera compasión.

El joven le dio unas palmadas afectuosas en el cuello. Le dolían las lágrimas del enorme mastodonte que les había salvado la vida en dos ocasiones.

—Tal vez nos levante el ánimo una buena comida —sugirió Tas.

Hicieron un fondo común de recursos adquisitivos. El joven humano contribuyó con dos monedas de cobre y Tas, por su parte, aportó un anillo con una esmeralda engastada, un pequeño fragmento de ámbar y unos cuantos colmillos.

—¡Esta sortija es igual a la que llevaba la baronesa, en Rosloviggen! —exclamó Woodrow.

El kender se sorprendió por un momento, luego sus mejillas se tiñeron de rojo.

—¡Vaya, tienes razón! No comprendo cómo ha llegado a mi saquillo. Por fuerza tuvo que caerse de su dedo en algún momento durante la cena, cuando me servía un panecillo, por ejemplo. En todo caso, la empeñaremos —decidió sin la menor vacilación.

—¡No lo haremos! ¡No nos pertenece! Sería un robo —se opuso Woodrow, mientras sacudía con energía la mata de pelo rubio.

Tas se mostró en desacuerdo con su planteamiento.

—Estás equivocado. Existe robo cuando te apropias de un objeto, no cuando lo empeñas.

A Winnie lo convenció la disparatada lógica del kender, pero no ocurrió otro tanto con el joven humano, cuyo semblante se tornó severo.

—Sí, es cierto; empeñar viene a continuación de robar.

—¡Exacto! Como no lo robé...

—...sino que cayó en tu saquillo...

—Correcto. Por consiguiente, sólo la tomamos prestada. La recobraremos cuando dispongamos de dinero y se la devolveremos a la baronesa.

—No sé yo... —dudó el joven.

Tasslehoff se hartó de la reticencia de Woodrow y lo enfrentó con una actitud desafiante.

—Haz lo que gustes, pero esta noche dormiré en una cama caliente y cómoda, y Winnie se alojará en un establo agradable, rebosante de... bueno, de lo que quiera.

—¡Muy bien, tú ganas! —se rindió Woodrow, a quien tampoco apetecía pasar otra noche en el bosque.

Las tiendas de empeño abundaban en Khuri Khan, como ocurre en todas las ciudades portuarias. Tasslehoff obtuvo setenta monedas de acero por la sortija de esmeralda, una suma muy inferior a su valor real, en opinión del kender; de todos modos, era un montón de dinero con el que cubrirían de sobra sus necesidades inmediatas.

Encontraron una posada en primera línea de puerto que disponía de unos establos a la vuelta de la esquina que albergarían al mamut lanudo. Winnie, algo asustado por tener que separarse de sus nuevos amigos, respiró aliviado al aislarse del ruidoso bullicio vespertino de la ciudad.

Tras un refrigerio reparador consistente en guisado de cerdo y arroz, regado con un exótico vino de ciruela, el kender y el humano subieron la escalera, rendidos de agotamiento, en dirección a su aposento situado sobre la cantina. El cuarto estaba apenas amueblado; tan sólo dos camas y un bacín. Los dos amigos se tumbaron sin desnudarse y al momento se hundieron en un sueño profundo, la respiración sincronizada con el ronco tañido de las campanas del puerto.

Era más de mediodía cuando Tas y Woodrow despertaron y recogieron en el establo a un Winnie preocupado por la tardanza. El día era cálido y brillante, el cielo lucía un bello azul. La brisa soplaba con fuerza en el ancho muelle principal donde se sentaron para comer unos panecillos dulces glaseados con miel y beber leche de coco, comprados en una pastelería.

Tasslehoff se despojó de las calzas azules y metió los pies en el agua fresca y oscura. Arrancó un trozo del pegajoso panecillo, se lo metió en la boca, y se chupó los dedos con deleite. Después, rebuscó en el petate y extrajo su perenne colección de mapas. Woodrow dedicó una ojeada escéptica al rollo de pergaminos.

—No todos son anteriores al Cataclismo —dijo Tas, al captar la expresión del joven. Desenrolló los mapas y los repasó uno tras otro—. Aquí hay uno de la zona meridional de Solamnia; te aseguro que éste es correcto porque lo hice yo mismo cuando el anillo mágico me teleportó a esa región. ¿Te he contado alguna vez lo del anillo teleportador?

Woodrow no estaba de humor para escuchar las historietas del kender.

—Recuerdo algo, sí —farfulló, mientras pensaba para sus adentros que la mentira era en realidad muy pequeña.

—A mí no me lo has contado —intervino Winnie.

El mamut no era aficionado al agua y le desagradaba el modo en que el muelle crujía cuando caminaba sobre él. A despecho de los halagos para convencerlo, no lograron que se alejara mucho de tierra firme.

—Lo siento Winnie, pero discutiremos si viajamos a Kendermore por barco o por tierra, sobre tu grupa. No hay tiempo para historias —se opuso el joven.

Tasslehoff torció el gesto; el relato del anillo teleportador era uno de sus preferidos. No obstante, el kender reanudó la búsqueda en el montón de mapas; había pasado mucho tiempo desde la última vez que los revisara a fondo. Nordmaar, Eastwild, las islas de Ergoth del Norte y del Sur, de Enstar... La verdad, tenía mapas de todas partes. Woodrow le propinó un codazo.

—Lo más conveniente sería que viajáramos a Goodland en eso —dijo el joven, señalando un barco de doble arboladura y aspecto impecable. Las velas estaban arriadas, pero en la punta del mástil más alto ondeaba una llamativa bandera roja y oro. El barco, esbelto y largo, resultaba mucho más elegante que las otras embarcaciones, de líneas achaparradas y romas, atracadas a los muelles. A pesar de la desagradable experiencia del naufragio sufrido, Woodrow ansiaba embarcar, volver a la mar. No le atraía la idea de aguantar mis zarándeos a lomos del mamut.

—¿Qué haríamos con Winnie? —inquirió Tas.

—Lo llevaríamos a bordo. Las embarcaciones transportan ganado de forma regular.

—¿Me meteréis en una bodega entre vacas y cerdos y gallinas, que acabarán troceados en una carnicería? —chilló Winnie.

Un hombre que pasaba en ese momento junto a ellos, contempló al mamut parlante con estupefacta incredulidad y luego se alejó a todo correr.

—Enfocas el asunto de forma errónea, Winnie. Tómalo como una buena oportunidad de evitarte kilómetros llenos de tropiezos y escollos por un terreno desconocido.

—Cualquier terreno es desconocido para mí. Recuerda dónde viví los últimos quince años.

Tasslehoff se incorporó y pateó el suelo a fin de secarse los pies.

—Preguntemos cuánto nos costaría cruzar el mar de Khurman con un mamut. Y, por supuesto, el punto de destino de ese barco.

El joven se mostró de acuerdo con la sugerencia del kender y se puso de pie para seguirlo, pero la voz asustada de Winnie los detuvo.

—Esperad, Tasslehoff, Woodrow. No viajaré en barco.

El mamut estaba azorado. Tas le dio un abrazo en una de las enormes patas.

—No te dejaremos solo. Si te asusta el agua, viajaremos todos por tierra, ¿verdad, Woodrow?

La respuesta afirmativa del humano no fue entusiasta, pero sí tan sincera como la oferta del kender. Winnie sacudió la testa con tanta energía que su inmenso corpachón se estremeció.

—No se trata sólo del agua, Tasslehoff.

El mamut hizo una pausa, como si meditara qué decir a continuación. Exhaló un hondo suspiro.

—Durante años, desde que me capturaron, me he preguntado de dónde procedo. Los gnomos dijeron que me encontraron abandonado y yo los creí. Pero, en algún momento, he tenido una familia, unos padres, ¿no os parece?

—¿Y dónde los buscarás? —preguntó Woodrow.

—Tengo una pista. Bozdil me contó que me hallaron al sur de un lugar llamado Zeriak —dijo Winnie, tras lo que echó un trago de agua alargando la trompa por el costado del muelle.

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