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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (35 page)

BOOK: El país de los Kenders
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—¿Cómo os llamáis? El Comité de Bienvenida necesita vuestros nombres para la tarta.

—¿Tus botas son de piel de cerdo o de cuero de vaca?

—¿Sufrís de indigestión?

—¿De dónde procedéis?

—¿Tenéis algo de comer que no sea dulce?

—¡Qué color tan peculiar de capa! ¿Me la prestarás en alguna ocasión?

Entre risas y saludos, Saltatrampas respondió a todas las preguntas sin tener oportunidad de plantear ni una sola.

De improviso, un relámpago multicolor se desprendió de las nubes arremolinadas en lo alto y tocó el suelo durante un par de segundos, como si se tratara de un objeto sólido. Después, del mismo modo veloz y fugaz, se retrajo hacia la neblina pero al marcharse apareció un Phineas tambaleante, a unos cuantos metros del grupo arracimado de kenders.

—¿Qué demonios era ese túnel brumoso? —se quejó. Al advertir el oscuro regaliz bajo sus pies, retrocedió de un salto—. ¿Qué demonios es esto? —Luego escuchó el parloteo y levantó los ojos—. ¿Quién demonios sois vosotros?

—¡Un humano! —La exclamación de uno de los kenders, aun siendo un susurro, sobrepasó el alboroto y la cháchara del resto—. No hay ninguno entre nosotros, ¿verdad? ¡Y qué grosero! Supongo que, por su condición humana, le resulta inevitable. Sin embargo, ¿no declaramos ilegal la vulgaridad?

La rolliza multitud kender giró sobre sí misma e inició un debate al respecto.

Phineas se abrió camino a empujones entre la carnosa masa de kenders que rodeaba a sus dos amigos, con una expresión de alivio impresa en su semblante.

—¿Dónde nos encontramos? —les preguntó; controló el tono de su voz a fin de que Damaris no lo acusara de «trastornado» como lo hiciera en la guarida del ogro.

Ni en un momento de fiebre calenturienta la mente del humano habría concebido la existencia de un lugar semejante. ¿A quién se le ocurriría construir un pueblo de azúcar y otras golosinas? Sus ojos se posaron en los kenders, todos rechonchos. Sí, a quién sino a ellos, por supuesto. O, tal vez, esto no era otra cosa que un escenario y los hombrecillos, actores que llevaban relleno bajo las vestiduras. Pero ¿cómo lograban un efecto tan real y orondo en sus rostros?, se preguntó.

No, el «relleno» de estos kenders era natural, descubrió tras tropezar de forma casual con algunos de ellos. Entonces, advirtió algo que le quitó el aliento. Los hombrecillos arrancaban con total indiferencia pedazos de casas, plantas y vallados, y se los metían en la boca en tanto proseguían la conversación.

—Aquél de allí dijo que el pueblo se llama Gelgisburgo, o algo semejante —informó Damaris, y señaló al primer kender con el que habían hablado y que vestía dos pantalones cosidos entre sí.

El kender indicado por la muchacha se dio la vuelta.

—Gelfigburgo, señorita —rectificó—. Lleva ese nombre en honor a su fundador, Harkul Gelfig, el primero que llegó aquí. —Apoyó el brazo regordete sobre los hombros de un kender canoso que llevaba unos pantalones semejantes a los suyos. Los rostros mofletudos de ambos se distendieron en una amplia sonrisa.

—Pero
¿dónde
es aquí? —inquirió Saltatrampas.

El llamado Harkul se adelantó un paso con actitud seria. Se meció hacia atrás y hacia adelante; se balanceaba sobre los talones y las puntas de los pies, con las manos a la espalda, pero sin lograr asírselas.

—No lo sabemos con certeza —respondió—. Algunos creen que estamos muertos y que ésta es la despensa de Reorx.

—No venero a Reorx —intervino Phineas.

El fundador del pueblo frunció el entrecejo.

—Un punto interesante. Que alguien tome nota.

—El humano estaba con los kenders cuando penetró en el túnel de niebla —apuntó una voz entre la muchedumbre—. Quizá lo absorbieron en su vórtice.

—¡Otro buen dato a tener en cuenta! Que alguien lo anote también. —Harkul se frotó las manos rollizas con entusiasmo—. ¡Hemos dado con una cuestión importante! No se nos había planteado una paradoja desde... bueno, desde hace mucho tiempo.

—¿Hace cuánto que vivís aquí? —preguntó Damaris al advertir la evidente edad avanzada en todos los rostros.

—¡Tres días!

—¡Dos semanas!

—¡Una semana!

—¡Cuatro meses! —dijo Gelfig.

—¿Eres el fundador y sólo llevas aquí cuatro meses? —inquirió Phineas con incredulidad.

La pregunta ofendió al kender.

—¡Lo que significa que mi gestión ha sido fructífera, muchas gracias! ¡Vaya, he logrado más en ese tiempo que el idiota del alcalde, el duende Raleigh, en casi un año de mandato!

—¿A qué te refieres con «en casi un año»? —preguntó Damaris Metwinger, como era de esperar de la hija del actual alcalde.

—¿Acaso se ha destituido ya a Raleigh? Sabía que no superaría los doce meses en el puesto —sentenció Gelfig.

Damaris parecía desconcertada.

—Mi padre, Meldon Metwinger, es el alcalde desde hace unos meses. He visto el retrato de ese tal Raleigh colgado en la sala del consejo. Fue elegido poco después de sobrevenir el Cataclismo, ¿no es así?

—Exacto —confirmó Gelfig—. Desde el punto de vista personal, no tengo nada contra Raleigh; es bastante eficaz, si se considera que es un duende. Me trató con justicia un Día de Audiencia. ¿Dices que el actual alcalde se llama Metwinger?

La mente de Phineas se concentraba en el análisis de las frases de Gelfig.

—¿Conociste a Raleigh? —
Su voz fue apenas un susurro.

—¡Desde luego! —refunfuñó el kender—. No faltó mucho para que me nombrara concejal, puesto que soy uno de los maestros del gremio de pasteleros de Kendermore. Claro que, la ciudad es muy joven y, en consecuencia, la competencia muy reñida —admitió.

—¿En qué año estamos? —preguntó Phineas, con el entrecejo fruncido.

El kender lo miró como si el humano fuera idiota.

—En el seis, después del Cataclismo, por supuesto. ¿En qué año piensas

que estamos?

Phineas se quedó pasmado, sin contestarle, pero lo hicieron por él cinco kenders rechonchos que se adelantaron un paso para ofrecer sus propias respuestas.

—¡El veintisiete!

—¡El cuarenta y cinco!

—¡Sesenta y ocho!

—¡Ciento veintinueve!

—¡Doscientos treinta y cuatro! —coreó la multitud kender.

—Mejor el trescientos cuarenta y seis —rectificó con aspereza el humano, una vez remitió la algarabía—. Sin embargo, afirmáis que ninguno de vosotros lleva aquí más de cuatro meses.

Todos asintieron con la cabeza, en silencio.

—Deduzco que se trata de una singularidad temporal —anunció Saltatrampas.

—¿Cómo? —graznó Phineas.

—Una singularidad temporal, una deformación en el tiempo. Es un viejo truco —explicó el kender—. Toma una zona dimensional entre dos planos, o separa una fracción de un plano regular, y aíslalo en su propia singularidad; a partir de ahí alterarás la velocidad del tiempo; lo acelerarás, lo retardarás, e incluso lo harás retroceder.

—¿Significa que somos mucho más viejos de lo que creemos?

Saltatrampas se mordisqueó el labio y por último asintió en silencio. Varias mujeres kenders se desmayaron.

—¿Cómo sabes todo eso? —instó Phineas, con tono escéptico.

El kender se infló en actitud jactanciosa, metió los pulgares en el chaleco, y se meció sobre los talones.

—Cuando los gigantes de hielo me hicieron prisionero, compartí la celda con un hechicero de otra dimensión. Él me explicó este tema a lo largo y a lo ancho.

—¿Cuándo te cogieron prisionero los gigantes de hielo? —inquirió Damaris, con los ojos abiertos como platos.

—No tiene importancia —bramó Phineas.

—No estoy de acuerdo —intervino Gelfig—. Me encantaría saber algo sobre esas criaturas—. Se alzó un murmullo general de aprobación, junto con gritos de «¡Que lo cuente, que lo cuente!»

Saltatrampas colocó sus saquillos, correas y demás, a fin de estar más cómodo; se disponía a dar comienzo al relato cuando el humano lo interrumpió.

—Prefiero descubrir qué es este lugar y cómo salir de él —chilló. Phineas dirigió una mirada asesina al grupo de kenders que silbaba y pateaba como muestra de su disconformidad—. ¿Quién lleva aquí más tiempo?

Gelfig levantó la mano.

—Fui el primero.

—Bien. Cuando llegaste, ¿encontraste algún indicio, alguna pista que sugiriese de dónde salió este... —Phineas buscó una palabra que describiera el entorno, pero desistió—... todo esto?

—Oh, entonces
no
era como ahora, ¿verdad?

Un coro de voces kenders lanzó un rotundo «no», en tanto que muchas cabezas negaban con energía.

—Parece que el tema se aclara. ¿Qué aspecto tenía esto hace «cuatro meses»?

Gelfig cortó un tulipán de chocolate y sorbió el espeso líquido azucarado almacenado en la corola. A continuación se lanzó con entusiasmo al relato de su historia.

—Tendríais que haber visto este lugar por aquel entonces. ¡Qué basurero! No había nada de nada. Sólo un vacío amorfo, yermo y gris.

El coro de kenders sacudió la cabeza y suspiró.

—Vagué durante horas de acá para allá. Me disponía a marcharme, cuando de repente tropecé con algo. Gracias a mis reflejos felinos, no me caí de bruces y evité romperme la nariz.

Para dejar constancia de su grácil agilidad, el kender se puso de puntillas, los gordinflones brazos extendidos, en un simulacro de cauteloso avance. El hombrecillo sabía cómo ganarse el favor de la concurrencia, sin duda alguna, pero en opinión de Phineas la pose era ridícula en un cuerpo deformado como el suyo. El humano aprovechó la pausa para arrancar un tulipán, intrigado por el sabor de tan peculiar flor, y atendió a Gelfig, quien, tras el estudiado intervalo, reanudaba el episodio.

—Me di media vuelta para ver con qué me había tropezado, pero ¡no vislumbré nada! «Esto es muy raro», me dije. Sin más preámbulos, me puse a gatas y tanteé el terreno. Como era de esperar, no tardé en dar con ello, y ¿qué suponéis que encontré?

—¡UN COFRE INVISIBLE! —chilló la asamblea kender de forma inesperada.

Phineas sufrió tal sobresalto que estrujó el tulipán entre los dedos. El chocolate, espeso y pringoso, le chorreó por el brazo.

—¡Correcto, un cofre invisible! —corroboró Gelfig—. Tan invisible como las cadenas que lo ataban y los tres candados que las sellaban. ¡Por fin un reto digno de mí!

La audiencia prorrumpió en sonoros «ooooh» y «aaaah».

—No me llevó mucho desatar las cadenas; era un juego de niños. Tampoco fue difícil soltar el primer candado. Salté el mecanismo con un simple punzón.

El humano se limpiaba las manos con aire absorto: la trama de la historia había despertado su interés. Según Saltatrampas, el fragmento del mapa en poder de su sobrino tenía el dibujo de la habitación alta de la torre. Por consiguiente, no era descabellada la suposición de que la mole guardaba el tesoro; un tesoro mágico, poderoso. ¡Y Gelfig describía un arcón invisible con tres cerraduras, oculto en un agujero dimensional! ¿Cabía imaginar escondrijo mejor? Lo sacó de sus reflexiones la voz del kender.

—El segundo candado resultó más complicado. El hecho de que fuera invisible empeoraba las cosas. Me costó más de una hora de trabajo hasta que escuché el chasquido de los rodetes. Para entonces, el hambre y la sed me acosaban, pero no había nada de comer ni de beber. Por lo tanto, corté un pedazo de tapa de la bolsa de cuero donde guardaba los mapas y lo mastiqué, a fin de concentrarme en el trabajo que tenía entre manos. Y, no os quepa duda, aquel último candado requería un férreo poder de entrega. Se mostró inmune a los punzones, invulnerable a los cortaplumas, invicto con las ganzúas. Por último, sólo me quedaba una herramienta: la «vieja número tres», mi ganzúa maravillosa, mi amuleto. La besé para que me diera suene, la introduje en aquel condenado candado, y giré.

La audiencia contuvo el aliento.

—No ocurrió nada. Giré a izquierda y a derecha, empujé y tiré, lo intenté por detrás y boca abajo. El candado estaba cerrado y así parecía condenado a permanecer. Al menos, ésa sería la conclusión de un tender normal y corriente. Pero no soy un kender cualquiera. No desistí en mi empeño. El trozo de cuero que masticaba se había deshecho; por lo tanto, corté otro pedazo. Trabajé con ahínco mientras el segundo trozo de cuero también se desgastaba; y un tercero; y otro más, hasta comerme toda la bolsa de mapas. El candado no cedía. Entonces, con la fuerza deslumbrante y repentina de un relámpago, me llegó la inspiración. Puesto que el candado era invisible, la ganzúa se divisaba con claridad en su interior; tal hecho no representaba ninguna ventaja, dado que no percibía el candado en sí. Por fortuna, en mi bolsa de herramientas guardaba un tubo pequeño con polvo de grafito. Apoyé el tubo en el ojo de la cerradura y soplé por el otro extremo hasta que el último granito de polvo se metió en los recovecos del mecanismo. ¡Y hete aquí que, durante un breve segundo, antes de tornarse invisible como el resto del candado, el polvo de grafito perfiló los rodetes! Vislumbré el funcionamiento del mecanismo y... ¡oh, qué maravilla! La «vieja número tres» necesitó sólo un par de capirotazos y un suave empujón en ángulo, ¡y la cerradura saltó!

Los kenders lo contemplaban extasiados, boquiabiertos, jadeantes. Sin duda, habían escuchado la misma historia docenas de veces (de hecho, muchos articulaban en silencio las frases del relato a la par que el narrador) y la escucharían otras tantas docenas de veces más, pero en cada ocasión les parecería tan excitante como la primera vez.

—¿Qué había dentro del cofre? —urgió Damaris, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo.

—Cuando se abrió la tapa, y el hechizo quedó roto, el arcón se hizo visible. Mis manos me habían descrito ya el aspecto exterior; era un receptáculo de madera de pino pulida, la tapa curva y reforzada con unas bandas gruesas de hierro. En su interior, guardaba un único objeto: una delicada cadena de acero con un colgante en forma de triángulo. La tomé y me la colgué al cuello. Entonces ocurrió.

—¿Qué ocurrió? —apremió Phineas, con la pringue reseca que embadurnaba sus manos relegada al olvido hacía rato—. ¿Cuál era su atributo?

Gelfig se irguió.

—De repente, me encontré en medio de un huerto de manzanos cuyos frutos estaban cubiertos de caramelo. Estaba hambriento y un momento antes de ponerme el colgante, había pensado precisamente en eso, en manzanas bañadas en crujiente caramelo.

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