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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (34 page)

BOOK: El país de los Kenders
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El mamut reflexionó un momento. A decir verdad, sus conocimientos en esa materia eran escasos.

—Bueno, nunca los vi invisibles. ¿Prueba eso tu teoría?

—No es un indicio definitivo. Ojalá los hubieses sorprendido; ahora no tendríamos la incertidumbre.

Winnie marchaba a paso vivo y regular desde que salieran del castillo. Sin embargo, aminoró la velocidad de forma abrupta.

—Hay algo en el camino. Lo olfateo. Un efluvio diferente... De un ser vivo.

* * *

Gisella se tiraba de un mechón de pelo con aire ausente; miró a Denzil, quien, sin desmontar del caballo, sujetaba la ballesta que había apoyado en lo alto de una roca, clavada la mirada en la lejanía. La daga estaba fuera de su alcance y no disponía de otra arma con la que atacarlo. Sin embargo, fuera como fuese, aquella estúpida situación debía finalizar. De pronto se le ocurrió una idea. Era arriesgado, pero no lo pensó. Gisella espoleó su montura y agitó los brazos en el aire. Su acción cogió a Denzil desprevenido por completo.

—¡Es la señorita Hornslager! —gritó Woodrow, mientras señalaba el camino unos cincuenta metros más adelante—. ¡Nos ha encontrado! ¡Hurra!

No se había apagado el alegre vítore del joven cuando Gisella se llevó las manos al costado, el rostro contraído en una mueca de dolor. La alegría de Woodrow se tornó en horror al escuchar el alarido de la enana, quien, tras tambalearse en la silla un momento, se desplomó al suelo.

—¡Winnie, apresúrate! —instó el joven—. ¡Le ha ocurrido algo!

El mamut adelantó un par de pasos y se detuvo.

—Ignoramos lo que se esconde ahí —susurró atemorizado.

—¡Es la señorita Hornslager! ¡Está herida!

Woodrow pasó la pierna por encima de la grupa de Winnie y se deslizó al suelo. En el mismo momento en que caía tras el costado lanudo del mamut, el zumbido de un proyectil rozó a Tas y atravesó el espacio que un momento antes ocupaba el joven humano. El kender había escuchado ese sonido en bastantes ocasiones para reconocerlo en el acto.

—¡Una ballesta! —chilló, y se aplastó contra el lomo de Winnie. Tas alzó la oreja del mamut y le habló—. ¡Embiste, Winnie. Si retrocedemos nos cazará como a conejos! ¡Adelante!

El inmenso animal dudó un momento; luego, sacudió la peluda testa, y se lanzó camino abajo. La aceleración fue tan brusca que faltó poco para que Tas se fuera de bruces al suelo. El kender se aferró con todas sus fuerzas a la espesa pelambre del mamut, que galopaba con furia desatada.

Al alcanzar el punto donde Gisella yacía inmóvil, Tas vislumbró un rostro tras una ballesta apoyada en lo alto de una roca. Un instante después se repitió el zumbido y el kender percibió un ligero tambaleo en la marcha de Winnie. Bajó la vista y descubrió un astil adornado con plumas que sobresalía del lanudo costado del animal, a escasos centímetros de su muslo. No obstante, Winnie no frenó la carrera y unos momentos después salvaron la distancia que los separaba del escondrijo del asesino.

Una vez disparado el tercer dardo, Denzil soltó la ballesta y desenvainó la espada, un arma pesada de hoja curva. El extremo metálico de la jupak se precipitó vibrante sobre su cráneo; Denzil detuvo el ataque con la cimitarra y el acero arrancó un trozo del astil de madera. Sin embargo, no le resultaría fácil llegar al kender ya que la alzada del mamut aventajaba al menos en metro y medio a la de su caballo. La ventajosa posición del kender limitó la actuación de Denzil a rechazar un ataque tras otro mientras su montura retrocedía poco a poco.

Woodrow llegó por fin junto a Gisella. El caballo de la enana piafaba nervioso a unos cuantos metros. El joven clavó la rodilla en el suelo y con sumo cuidado giró el cuerpo de la mujer. Entonces vio el pequeño orificio rojo marcado en el jubón, justo debajo de la axila. Disparado a tan corta distancia, el dardo de la ballesta se había enterrado por completo en el costado de Gisella. Dominó a duras penas su agitación, y apoyó el oído en el pecho de la enana. Después acercó la mejilla a los labios exangües, con la esperanza de percibir el más mínimo aliento.

Pero no sintió nada.

Woodrow se giró y vio a un hombre fornido que montaba un horrendo caballo —un ser de pesadilla—, enzarzado en una enconada pugna con Tasslehoff. La espada del hombre no era lo bastante larga para alcanzar al kender, subido a lomos de Winnie, y éste tampoco se aproximaba lo suficiente al encrespado caballo para que los golpes de Tas resultaran efectivos.

El joven soltó el cuerpo de la enana y se lanzó a la reyerta, con la mano crispada en torno al puño de la daga de Gisella, que había recogido en el camino. Al tiempo que Tas amagaba un nuevo golpe, Winnie alargó la trompa y la enroscó en torno a la pierna de Denzil; un seco tirón bastó para que sacara el pie del estribo y perdiera el equilibrio. Al percibir esta brecha en la defensa de su enemigo, Tasslehoff blandió su jupak a modo de lanza y arremetió directo al pecho de Denzil. La afilada punta metálica lo golpeó en mitad del plexo solar y vació sus pulmones. Él hombre se tambaleó y resbaló por el costado de la montura. Armado con la daga de Gisella, Woodrow arremetió contra él y clavó la hoja hasta la empuñadura. El cuerpo del hombre se desplomó en el suelo. La sangre teñía de rojo la daga que empuñaba Woodrow.

Tas se disponía a desmontar cuando el joven humano regresó junto al mamut y trepó por el costado del animal.

—¡En marcha! —barbotó—. ¡Alejémonos antes de que los gnomos nos alcancen! No les habrá pasado desapercibido el alboroto.

—¡Oh no, no quiero que me capturen! No lo soportaría —gimió Winnie, al tiempo que se lanzaba a la carrera.

—¡Alto! —gritó Tasslehoff—. ¿Quién era ese tipo? ¿Qué pasa con Gisella? ¿No la esperaremos?

—¡Gisella está muerta! —aulló descompuesto el joven, mientras luchaba por contener las lágrimas—. ¡También el hombre que nos atacó!

El kender se quedó anonadado.

—¡No! —gritó después—. ¡Gisella no puede haber muerto! ¿Cómo lo sabes?

—¡Está muerta, Tas! —sollozó Woodrow—. Un dardo le atravesó el costado. El hombre con el que luchabas era su asesino y le apuñalé cuando caía a causa del golpe que le propinaste. ¿Ves? ¡La daga de Gisella aún está manchada de sangre! ¡Por favor, Tas, salgamos de aquí! —suplicó—. No haremos nada por ellos, por lo tanto será mejor que escapemos cuanto antes.

—Tiene razón —intervino Winnie, afligido por el pesar de sus amigos—. Si nos detenemos, Bozdil y Ligg nos alcanzarán.

—¡Me importan un bledo los gnomos! —chilló Tas—. ¡No la dejaremos tirada en el camino! ¡Detente, Winnie! ¡Da la vuelta!

Pero el mamut no hizo caso y trotó ladera abajo.

—No, Tasslehoff. No lo haré. ¡Es demasiado arriesgado! Los gnomos...

—¡Un kender jamás abandona a sus amigos! —gritó angustiado Tas.

Tan rápido que a Woodrow no le dio tiempo para reaccionar, el kender pasó la pierna sobre el lomo del mamut, se deslizó por el flanco y rodó por el suelo para amortiguar la caída. En un abrir y cerrar de oíos se había puesto de pie y corría ladera arriba hacia el punto donde yacía Gisella.

A Woodrow le temblaban las manos cuando intentó frenar la marcha de Winnie. Hasta la última fibra de su ser le urgía a abandonar aquel lugar, pero Tasslehoff era su amigo y aunque carecía de arrestos para regresar al escenario de la lucha, no se marcharía sin él.

Cuando el kender llegó junto al cuerpo de Gisella, se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas nublaron sus ojos. El caballo de la enana se acercó a Tas y éste lo cogió de las riendas. A diez pasos del cadáver de la enana, yacía el hombre que había disparado contra ella. Su caballo se encontraba junto a él, como guardándolo y resopló y piafó al aproximarse Tas al lugar de los hechos. Cuando el kender vio la herida en el costado de Gisella, supo con certeza que estaba muerta. Hizo acopio de fuerza, alzó con delicadeza el cuerpo de Gisella Hornslager en sus brazos y lo cargó sobre la silla de la montura.

Abatido, arrastrando los pies, Tas dio media vuelta y condujo al caballo de Gisella, cargado con su cadáver, de vuelta hasta donde Woodrow y Winnie esperaban impacientes. Ninguno rompió el pesado silencio mientras el kender ataba las riendas del corcel a la cola del mamut, subía por su flanco y se sentaba detrás del joven. Mientras descendían hacia el este por la ladera de la montaña, la mente de Tas se aisló de cuanto lo rodeaba y evocó el característico redoble de tambor, monótono y solitario, de los funerales kenders.

No volvieron la vista atrás.

De hacerlo, habrían advertido que, en la polvorienta trocha cercana a la fortaleza de los gnomos, la forma yacente del corpulento humano se movía.

* * *

Los rayos plateados de la luna bañaban el bosque cuando dieron sepultura a la enana de cabello llameante. El lugar elegido era un claro desde el que se escuchaba el murmullo cantarín de un arroyo cercano. La voz de Tas se quebró al entonar los compases de la canción fúnebre kender.

·

· Antes de lo esperado, la primavera volvía.

· El mundo, alegre, giraba en torno a los soles.

· El aire, impregnado de aromas de hierbas y flores,

· la cálida caricia del sol recibía.

·

· Siempre, antes, podía explicarse

· de la tierra la creciente oscuridad,

· cómo la lluvia, en su voluptuosidad,

· engendraba helechos donde posarse.

·

· Mas ahora todo aquello olvido,

· cómo sobrevive una veta de oro,

· cómo la primavera ofrece sus tesoros.

· De la vida reniego, y también del nido.

·

· Ahora recuerdo la invernal estación;

· y el otoño, y el calor del estío,

· dejan paso en la noche de mi ser baldío

· a una negrura que empaña el corazón.

·

—Me alegro de que Fondu no vea esto —dijo Woodrow—. ¡Cuánto mejor está en Rosloviggen, deambulando y alborotando por toda la aldea!

El joven se enjugó una lágrima. Luego colocó uno de los mechones del refulgente cabello de Gisella y limpió el polvo pegado a las pálidas mejillas; a ella le preocupaban mucho esos pequeños detalles.

La jupak de Tas fue el sencillo mojón clavado en la cabecera de su tumba.

—Iremos a Kendermore... por Gisella —anunció el kender con voz solemne.

TERCERA PARTE
19

Saltatrampas alargó las manos en un vano intento de encontrar a Damaris entre la burbujeante niebla verde y púrpura. Los pulmones del kender presionaban contra su caja torácica y el estómago, como si un montón de mariposas revoloteara en su interior y agitara las alas al unísono; le provocaban unas cosquillas espantosas. Soltó una risita, pero no escuchó el más leve sonido. Sus ojos no divisaban otra cosa que las blancas volutas con ribetes amatistas y esmeraldas. Sus extremidades ondeaban sin que él pudiese hacer nada por evitarlo. Dondequiera que estuviese, no tocaba suelo firme, aunque tampoco flotaba.

De repente, Saltatrampas advirtió que el vello y las uñas le crecían a una velocidad increíble. Se sentía ingrávido y muy ligero, pero al mismo tiempo notaba una presión enorme a su alrededor. Luego, como si unas compuertas se hubieran abierto de golpe, tanto la presión como la niebla se disiparon y Saltatrampas se encontró tumbado, despatarrado, encima de Damaris Metwinger. La chica lo empujó con brusquedad y, de inmediato, ambos se pusieron de pie y miraron en derredor, con las manos enlazadas de forma inconsciente.

La sorpresa dejó boquiabiertos a los dos kenders. Saltatrampas sacudió la cabeza. «Hemos caído en un diorama», pensó el kender.

En efecto, el paisaje que los rodeaba era parecido a aquellas cajas de figuras proyectadas con las que jugaban los niños. Se encontraban de pie en la intersección de dos calles estrechas, negras y brillantes, que tenían no sólo el aspecto sino también el olor de regaliz. A los lados de las calles, a intervalos regulares, se alzaban unas graciosas casitas de color de caramelo, con adornos blancos en forma de tirabuzones; ¿de pan de jengibre escarchado? Todas las casitas mostraban el mismo entorno de arbustos multicolores de pastillas de goma, árboles de pirulí, aceras de turrón, y flores de mazapán. Todo, con el tamaño perfecto para un kender.

A pesar de la claridad reinante, no había sol, aunque no era de extrañar ya que tampoco había cielo, sólo una masa informe de neblina color azul pastel que formaba una especie de techo alrededor del extraño paisaje. De hecho, el conjunto de la aldea parecía construido en el interior de una caja.

Saltatrampas y Damaris giraron sobre sí mismos, cada vez más excitados.

—¿Será de verdad? —susurró ella.

—¡Sólo hay un modo de averiguarlo! —exclamó sonriente Saltatrampas.

El kender cogió a la muchacha y se acercó a un arbusto pequeño, listado en rosa y blanco, y arrancó una hoja. Sonó un chasquido crujiente. Saltatrampas se la metió en la boca.

—Arrope de fresa y vainilla —proclamó, al tiempo que cortaba otro trozo para la muchacha.

—¡Harkul Gelfig! ¿Cómo te atreves a comerte mi seto? —gritó con enfado una voz que salía del interior de la casa más cercana.

Saltatrampas y Damaris retrocedieron de un brinco, con una expresión de culpabilidad pintada en el semblante.

—¡Vaya, tú no eres Gelfig! —dijo un individuo que se asomaba por la rejilla de la puerta frontal de melcocha.

Al momento se abrió la puerta y salió un orondo kender que se acercó con pasos bamboleantes por el caminito de bizcocho.

—Me llamo Saltatrampas Furrfoot, no Gelfig Noséquémás —se presentó el kender al tiempo que le tendía la mano—. Encantado de conocerte. Por cierto, ¿dónde estamos? —preguntó, al tiempo que echaba una ojeada al pequeño poblado.

—Me llamo Lindal Hammerwart. —El kender, uno de los más obesos que tanto Damaris como Saltatrampas habían visto en toda su vida, estrechó la mano de este último y esbozó una sonrisa que resaltó más la papada que remataba su rostro—. ¡Bienvenidos a Gelfigburgo! ¡Eh, atended, han llegado otros dos! —voceó.

Su grito abrió unas compuertas. En un segundo, los cerrojos de pastillas de limón se deslizaron en las ranuras de pan de jengibre y las puertas se abrieron de golpe. Docenas de kenders, increíblemente gruesos, se acercaron con pasos bamboleantes y apresurados que sacudieron en sus cimientos aquel mundo peculiar que parecía construido en una caja. Poco después, Saltatrampas y Damaris estaban rodeados y les llovía una avalancha de preguntas apenas comprensible que les formulaba de forma atropellada un coro de voces estridentes.

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