El país de los Kenders (16 page)

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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

BOOK: El país de los Kenders
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—Repasaré entre mis mapas —ofreció.

Los latidos del corazón de Phineas se aceleraron en tanto observaba al kender que sacaba de debajo de su capa un montón ingente de hojas dobladas de pergamino descolorido. ¿Cómo guardaba un paquete de tal tamaño entre sus ropas?, se sorprendió el humano.

Saltatrampas pasaba pliego tras pliego.

—Endscape, Eastwilde, Flotsam, Garnet, Lenish... ¿cómo llegó éste aquí? No sigue el orden alfabético. Una ciudad fascinante, dicho sea de paso. ¿Has estado alguna vez allí? Se encuentra muy cerca de Garnet... ummmm, Kalaman, Kenderhome, Mithas, Palanthas-Biblioteca... un lugar maravilloso si buscas un buen libro, aunque son algo estrictos en cuanto a la devolución de los volúmenes... —El kender levantó la vista de los mapas—. Ya hemos pasado las «K» y no he encontrado nada de Kendermore.

Se encogió de hombros e intentó guardar los pergaminos en la capa. Desesperado, Phineas metió la mano entre los pliegues y extrajo de un tirón el paquete de hojas.

—¿Me permites? —barbotó.

Hojeó mapa tras mapa, cada vez más rápido, pero ninguno de ellos parecía encajar con la mitad que él poseía.

—Haremos una cosa —propuso el kender—. Si alguna vez lo encuentro, ten por seguro que te avisaré. Entretanto, coge cualquiera de estos otros. En particular, el que más me gusta es éste... —concluyó; eligió uno al azar que extrajo tirando de la esquina.

—El único que quiero es el de Kendermore, ¡y tú lo sabes bien!

Frustrado, el humano perdió la compostura. Se había cansado de jugar al gato y al ratón. ¿Qué demonios pretendía Saltatrampas?

—¿Qué quieres? ¿Dinero? ¿Una parte? ¡Pon tu precio! ¡Pero deja de jugar conmigo!

Saltatrampas retrocedió, perplejo.

—No soy yo el que quiere algo, sino tú, ¿recuerdas? La cabeza no te funciona bien, ¿no te parece? Tal vez se deba a ese ridículo gorro que llevas. Cambia de sastre. Un sombrero pequeño comprime el aire del cerebro. Por no mencionar que tampoco vas calzado...

—¡Ya lo sé! ¡Tuve que dar mis botas! —gritó Phineas.

De repente, el semblante de Saltatrampas se iluminó.

—¡Darlas...! ¡Eso mismo fue lo que hice yo con el mapa! Hace más o menos un año regalé varios. ¡Esa es la explicación! —El kender estaba satisfecho consigo mismo por haberlo recordado—. Se los regalé a mi sobrino, Tasslehoff Burrfoot.

Al percatarse de la expresión desconcertada de Phineas, continuó.

—Es uno de los Burrfoot de los que te he hablado. Llegará aquí cualquier día de estos. Contraerá matrimonio con la hija del alcalde, ¿recuerdas? Una vez que llegue, me sacarán de esta deprimente prisión.

Los inexpresivos ojos del humano recorrieron la impresionante belleza del entorno. Su mente fue incapaz de calcular el inestimable valor no sólo del contenido, sino del edificio, y rememoró resentido el destartalado banco sobre el que había pasado la noche. En silencio, para sí, repitió las últimas palabras del kender y la luz volvió a sus ojos.

Un kender llamado Tasslehoff Burrfoot poseía el mapa y llegaría a Kendermore cualquier día de esos.

Una fuerza renovada corrió por las venas de Phineas. No tenía más que esperar hasta que Tasslehoff diera señales de vida; ¡entonces conseguiría el mapa! Pero ¿y si el tal Tasslehoff no regresaba nunca? El humano recordó, con cierto alivio, haber escuchado algo sobre un cazador de recompensas que seguía la pista al reacio kender. Más aun, ¿no mantenía el Consejo prisionero a su tío favorito? Ah, sí, seguro que volvería.

Ensimismado en sus pensamientos, Phineas no vio a Bigelow, el jardinero. El anciano portaba en una mano un retoño de árbol y en la otra una nota. Al entregarle el papel a Saltatrampas, el sonido de su voz sacó al humano de sus ensoñaciones.

—He leído en la nota que Damaris Metwinger, la hija del alcalde, se ha fugado de casa, señor —informó el jardinero antes de que Saltatrampas desdoblara el papel—. Escribió en una misiva que se había cansado de esperar para casarse con alguien a quien ni siquiera conoce, y se ha marchado a las Ruinas o a algún otro lugar ignorado. Está libre, señor Furrfoot, puesto que la muchacha ha roto el compromiso. El alcalde Metwinger no ha tenido más remedio que concederle el indulto; en caso contrarío, se habría visto obligado a encerrarse a sí mismo o a su esposa en prisión. También su sobrino Tasslehoff queda relevado de su obligación, así que no es preciso que regrese. Sin duda enviarán aviso al cazador de recompensas para notificarle estos cambios.

Phineas, pálido como un cadáver, se llevó las manos agarrotadas al pecho.

—¡Qué pena! —dijo Saltatrampas—. Deseaba verlo de nuevo. En fin, ¡qué se le va a hacer! Nuestros caminos se encontrarán en otra ocasión.

—También es una pena que se haya roto el compromiso —comentó con aire ausente el jardinero.

El anciano echó a andar. Sembraba el suelo con los terrones que se desprendían de las raíces del retoño del árbol, en su camino a través del arco que conducía a la escalinata principal.

—Los jóvenes de hoy no sienten el menor respeto por las normas establecidas. Sospecho que el alcalde no pondrá excesivo celo en enviar a un cazador de recompensas tras su propia hija.

Las últimas palabras de Bigelow se perdieron en un murmullo al cruzar el viejo kender bajo el último arco de acceso a la salida.

Entretanto, la mente de Phineas trabajaba a plena marcha; una idea peligrosa, hija de la desesperación, tomaba forma en su cerebro. Encontraría a Damaris y la traería de vuelta. De ese modo, Tasslehoff aún estaría obligado a regresar... y con él, el mapa. El humano no tenía la más remota idea de dónde se hallaría Tasslehoff, pero Damaris había dicho que se iba a las Ruinas, un sitio preferido por muchos kenders tanto para una comida campestre como para estercolero.

Phineas no se percató de que Saltatrampas bajaba a todo correr las escaleras de palacio hasta que cayó en la cuenta de que se había quedado solo. También él se apresuró a salir bajo los vastos arcos; avistó el ondulante reflejo del kender en el estanque rectangular.

—¡Eh, espera! ¿Adónde vas? —gritó.

Saltatrampas se agachó en los escalones que conducían al estanque y con gran habilidad formó un barco de papel con uno de los pergaminos que guardaba bajo la capa. Tras ensartar un pedazo triangular de papel en un palo fino y recto, lo colocó a guisa de mástil. Luego, agregó tres menudos guijarros como lastre y empujó con suavidad el barco al centro del estanque.

—Furrfoot, dijiste que te gustaría ver otra vez a tu sobrino, ¿verdad? —preguntó anhelante el humano—. Bigelow tiene razón. El alcalde jamás enviará a un cazador de recompensas tras su hija. Sin embargo, si alguna otra persona —yo, por ejemplo—, se encargara de buscar a Damaris en las Ruinas, tu sobrino regresaría para la boda.

—Eres muy amable, ummm... ¿cómo dijiste que te llamas? Pero no tienes por qué molestarte. Cosas como ésta ocurren muy a menudo entre las parejas comprometidas desde la cuna. Uno de ellos acaba por cansarse de esperar al otro. Si su destino es casarse, lo harán, y si no, no —sentenció, en tanto empujaba con un largo palo el bote de papel.

—¡Pero insisto! No tiene la menor importancia, de verdad. Es lo menos que puedo hacer por conseguir ese mapa —añadió cauteloso el humano.

—Oh, sí, el mapa. —El kender apartó la mirada de su juguete y asintió con la cabeza—. Ahora que lo pienso, hace ya años que no he ido a las Ruinas. Quizá sea divertido.

—No es preciso que vengas conmigo —se apresuró a asegurarle Phineas.

—Te perderías si no te acompaño. Además, no conoces a Damaris y yo sí.

El humano admitió que los argumentos del kender eran razonables.

—Partiremos cuanto antes. ¿Qué te parece esta misma tarde, una vez que nos hayamos aprovisionado? También nos aseguraremos de que no se envíe un mensaje al cazador de recompensas de Tasslehoff —advirtió Phineas.

—No te preocupes por nada, déjalo todo en mis manos. Soy un avezado aventurero. ¿Te he contado alguna vez que estuve a punto de viajar a la luna? —Phineas negó con la cabeza y el kender prosiguió—. Es una historia estupenda para el camino. Tú prepara tus cosas; yo me ocuparé de lo demás. Pasaré a buscarte por tu consultorio a primera hora de la tarde.

Phineas deseó con fervor ser capaz de encontrar su casa para cuando Saltatrampas llegara allí, aunque albergaba sus dudas.

Se levantó un golpe súbito de viento otoñal que barrió la superficie del estanque y golpeó de costado al barco de papel de Saltatrampas, que no demoró ni un segundo en hundirse bajo el agua.

El humano se preguntó, no sin cierta inquietud, si aquel percance era un mal presagio o un mero desastre marítimo.

9

Tasslehoff, Gisella y Woodrow estaban de pie en la proa del barco, en el «extremo puntiagudo», como insistía en llamarla la enana. Habían asegurado la enorme carreta amarrándola al único mástil, puesto que no tenían muchos sitios más para elegir. Lo mismo hicieron con los caballos, a los que trabaron las patas a fin de evitar que se movieran por cubierta. Los dos animales estaban asustados y cada vez que la nave cabeceaba, giraban los ojos y resoplaban por los dilatados ollares. Ni siquiera Woodrow los calmó por completo.

—Bien, vámonos —anunció Gisella con voz tonante—. Pongamos esta cosa en marcha.

—Me he criado en una granja, señora —dijo su ayudante con aire de disculpa—. No sé nada sobre navegación o barcos. Pensé que usted sabría cómo hacerlo.

—¿Yo? A los enanos ni siquiera nos gusta el agua —explicó ella.

—Lo había notado —intervino Tas—. Mi amigo Flint, ¿lo recordáis? Bueno, pues no hace mucho, sufrió un pequeño percance en un bote. Veréis, Caramon ¡ése es el guerrero fortachón del grupo!, trató de pescar a un pez con las manos y se puso de pie en aquella pequeña barca. La volcó, claro. Y Flint no sabía nadar y cuando Tanis lo sacó a la superficie, ¡su rostro había adquirido un increíble tono púrpura! Flint afirmó que se debía a la falta de aire, pero yo digo que era a causa de la furia que lo embargaba. Desde entonces sufre de lumbago.

—¡Qué lástima! ¿Qué hace para remediarlo? —se interesó Woodrow.

—Flint asegura que el mejor remedio es alejarse lo más posible de los kenders —farfulló Tas de mala gana.

Gisella pasó por alto la historia del kender.

—Tampoco será muy difícil. Sólo habrá que levantar esa tela y el barco irá hacia donde lo enfilemos, ¿no? —Señaló la blanca vela enrollada a «la robusta pieza redonda de madera que se adelgaza por los extremos». Woodrow arrugó la frente.

—No creo que sea tan sencillo, señorita Hornslager.

—Nadie se molesta en preguntarme si
yo
sé navegar —intervino Tas con aire petulante.

—¿Acaso sabes? —inquirió Gisella escéptica.

—¡Por supuesto que sí! Solía hacerlo muy a menudo con mi tío Saltatrampas.

El kender, satisfecho de haber captado todo el interés, pasó junto a Gisella, enlazó un brazo en torno al mástil y dio media vuelta, con una sonrisa maliciosa.

—No andaba muy descaminada, Gisella —prosiguió, y posó la mano en la madera y en la vela recogida—. Se levanta esta cosa de aquí (se llama verga), sobre esta otra cosa (el mástil) para izar la tela blanca (la vela). Y se dirige con esos palos que cuelgan de la parte posterior del bote.

—Me parece que esos palos situados a
popa
se llaman remos de cinglar —indicó Woodrow con timidez.

—Ya lo sé, pero simplificaba las cosas para Gisella —repuso el kender con enfado—. Creía que no sabías nada acerca de la navegación.

El joven levantó las manos, en actitud defensiva, y se disculpó.

—Así es. Lo siento.

—Muy bien, sigamos entonces con la lección. Tenemos que determinar en qué dirección sopla el viento, recogerlo con la vela, y apuntar nuestra nariz rumbo al este. Antes o después, llegaremos por fuerza a alguna parte.

Tas se chupó el índice y lo levantó con gesto vacilante. Giró aquí y allá, humedeció de nuevo el dedo, y lo alzó tan alto como le fue posible.

Gisella se acercó a Woodrow.

—¿Qué hace? —masculló entre dientes, con disimulo.

—Deduzco que intenta descubrir de qué lado sopla el viento —susurró el joven, temeroso de que el sonido de su voz molestara al kender.

—Creo que sopla del norte —anunció al fin Tas.

El kender se volvió hacia Fondu quien, junto con otra media docena de enanos gully, los acompañaban como estibadores para «la señora de cabello bonito». Los componentes de tan «selecta» tripulación se encontraban en aquel momento muy ocupados: escupían por la borda y observaban la espuma de las olas a la deriva.

—Fondu, pon en fila a la tripulación.

El gully, tras soltar un descomunal erupto, agarró a sus compañeros de dos en dos y a empellones los colocó junto a la carreta. Allí, con la espalda contra el costado del vehículo, lograron por último formar una fila casi recta.

Con las manos unidas a la espalda, Tasslehoff paseó arriba y abajo frente al andrajoso grupo. Uno de los hombrecillos, al que Fondu había llamado Boks, se metió un dedo en la nariz y se hurgó con gesto ausente.

—¡Deja de hacer eso! —bramó Tas, en lo que suponía era una excelente imitación de un fiero capitán de barco—. No consentiré tal comportamiento mientras estés de servicio. Esto es un barco, y todos os comportaréis como buenos marineros.

El gully se sacó el dedo de la nariz de mala gana, aunque antes de limpiárselo en la camisa, lo contempló muy interesado.

Tasslehoff comenzó su clase orientativa mientras recorría la nave y apuntaba cada parte de la misma conforme llegaba a ella.

—Ésta es la parte delantera y aquélla, la trasera. Los costados están ahí y ahí. La casita situada en la parte de atrás es el camarote. Eh... olvidad lo último; la llamaremos sencillamente casita. En ella dormiremos. El palo grande del centro es el mástil y de él colgaremos un enorme trozo de tela, llamado vela. Vuestro cometido —añadió mientras giraba sobre sus talones para enfrentarse a los gullys—, consistirá en levantar y bajar la vela tirando de estas cuerdas; un trabajo crucial e importante.

No acababa de pronunciar las últimas palabras, cuando la «tripulación» se abalanzó en completo desorden y tiró de forma indiscriminada de cuerdas, vela y también unos de otros. El kender se echó las manos a la cabeza en un gesto de desesperación.

—¡No, no! ¡Todavía no! ¡Esperad a que dé la orden! —aulló.

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