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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (8 page)

BOOK: El país de los Kenders
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Era una flecha. Una flecha que señalaba el margen derecho del mapa y cuya punta angulosa en «V» terminaba justo en el borde del pergamino. Phineas acercó el rostro al papel hasta que lo rozó con la nariz; a tan corta distancia, se advertía que la orilla estaba un poco raída, cual si se hubiera desgarrado a lo largo de un doblez.

¡El mapa se había partido en dos y la localización del tesoro se hallaba en la otra mitad!

Phineas soltó un alarido al tiempo que sacudía enfebrecido la cabeza y sus ojos recorrían ávidos el mapa en busca de una respuesta diferente. Quizá la flecha no se refería al tesoro, quizá... Pero, tras unos momentos delirantes, el hombre admitió que no había equivocación. No existía nada en absoluto en aquel extremo del mapa. Es más, tenía la certeza de que toda la ciudad de Kendermore, según él la conocía, se encontraba representada en el pergamino que sostenía en las manos.

Entonces, ¿qué había al otro lado del mapa?

¿Y dónde estaba?

Phineas realizó un esfuerzo a fin de tranquilizarse y razonar. Era más que probable que tuviera en sus manos un hallazgo único, la oportunidad de su vida. La venta de las gemas y los anillos mágicos le proporcionaría pingües beneficios con los que viviría con holgura largo tiempo. Mas, primero había que conseguir el mapa completo.

¡Saltatrampas! El kender le había dicho que aquella era su posesión más valiosa, así que, por lógica, conocía su importancia. Tal vez el extravagante kender tuviera la otra mitad. Pero ¿cómo encontraría a Saltatrampas en una ciudad tan extensa? En aquel momento, los latidos de su corazón martillearon en sus oídos cual el galope de cien caballos desbocados.

Con el entrecejo fruncido, el hombre se asomó por la ventana abierta; resopló y se burló de su propia estupidez. El golpeteo que notaba en los oídos no lo causaba el latir de su corazón, sino un desfile matinal que discurría calle abajo.

Los desfiles —si como tal se entendía cualquier clase de manifestación pública—, eran un acontecimiento diario en Kendermore. El amplio abanico de eventos susceptibles de celebración iba desde lo ridículo hasta lo sublime. Éste en particular tenía el cariz de pertenecer a la primera categoría, pensó Phineas malhumorado al divisar la banda de música. Los estridentes chiflidos de cinco pífanos y tres atronadores címbalos constituían el fragoroso acompañamiento de un kender de mediana edad que no cesaba de vocear con las manos como bocina, encaramado en el techo de un carromato demasiado escorado. Dos jovencitas kenders que lucían botas altas hasta la rodilla, faldas cortas, y blusas de talle bajo, portaban un estandarte que promocionaba la elección de alguien para el cargo de alcalde.

—¿Para qué queremos de alcalde a una ginoesfinge? —aulló el kender—. ¡Porque hasta ahora ninguna lo ha sido, por eso! Kendermore se fundó sobre las bases de libertad e igualdad —bueno, quizá no se utilizaron con exactitud estas palabras—, ¡pero afirmamos que la ginoesfinge merece que le demos una oportunidad! ¡Además, estos seres conocen unas adivinanzas estupendas!

Los pífanos prorrumpieron en una ensordecedora rechifla y los címbalos batieron con ritmo enloquecedor. La multitud prosiguió calle abajo, a los gritos y a los vítores.

Olvidado por un momento del mapa, Phineas sacudió la cabeza con gran regocijo. Una ginoesfinge para alcalde, ni más ni menos. Que él supiera, las ginoesfinges eran las hembras de una especie de criaturas con cuerpo de león; su tamaño igualaba al de los ogros, aunque eran mucho más inteligentes que aquéllos, y tendían a devorar todo cuanto les resultara molesto. Sólo en Kendermore podía darse la circunstancia de que alguien sugiriera cosa semejante. Por otro lado, la ciudad tenía alcalde y Phineas no había oído que se hubiesen convocado nuevas elecciones. Claro que, los kenders rara vez programaban algo.

Kendermore ya tenía alcalde.
Phineas parpadeó cuando una idea —más bien el recuerdo de unas palabras— se abrió paso en su mente. Saltatrampas había dicho algo muy extraño, contradictorio, la noche anterior. Primero comentó que estaba encarcelado. Pero, a continuación, había añadido que su sobrino iba a contraer matrimonio con la hija del alcalde. Tal vez uno, o ambos asertos, habían sido sólo divagaciones de un viejo loco; entre ellos no existía una posible conexión. Sea como fuere, y ante la falta de alguna otra pista, todo parecía indicar que el mejor camino para encontrar a Saltatrampas era dirigirse al alcalde, quienquiera que fuese. El rostro de Phineas se iluminó con una sonrisa de puro deleite y satisfacción.

El paso del desfile había dejado una estela de kenders bajo la ventana del consultorio.

—Doctor Huesos...

—Me hace falta un corte de pelo y...

Sus voces estridentes lo hicieron volver a la realidad. Phineas sacudió la cabeza.

—¿Alguno de vosotros sabe dónde encontraré al alcalde? —preguntó brusco.

—¡En el ayuntamiento! —corearon al unísono.

—Gracias —respondió lacónico—. Hoy no habrá consulta; es fiesta, ya sabéis, el desfile, la ginoesfinge, y todo lo demás.

Con esto, cerró las contraventanas en las narices de los sorprendidos kenders. A través de los postigos se escucharon los iracundos improperios de sus decepcionados clientes, pero su mente se hallaba ya camino del ayuntamiento, a la caza de un loco o...

Phineas se negó a pensar en la alternativa implícita en aquel «o».

5

—¡No lo entiendo!

Era la décima vez que Tas repetía aquella frase en el transcurso de la mañana. El kender estaba sentado en el pescante del carromato, flanqueado por Gisella y Woodrow, con el mapa desplegado por completo sobre las rodillas.

—El poblado de los que-shu estaba situado en el punto donde debía estar, justo en medio de la llanura. Recorremos el Camino de la Salvia del Este, que también está en su sitio; pero esto debería ser una planicie, ¿correcto? —preguntó, en tanto trazaba un arco con el brazo y señalaba al frente—. Entonces, ¿de dónde han salido estas montañas? ¿Ha tenido lugar un terremoto o algo así? ¡Todo está cambiado! —concluyó, y dio unos golpecitos en el mapa con el índice.

Gisella chasqueó la lengua para incitar a los caballos a que subieran la pendiente.

—A mí no me lo preguntes. Al fin y al cabo, el experto autor del mapa eres tú —expresó con evidente sarcasmo.

—Dije que trazaba mapas, es cierto. Pero jamás afirmé que éste fuera uno de ellos —protestó el kender, con intranquilidad.

—Lo realizó su tío Bertie —intervino el inocente Woodrow.

—Bueno, no tengo la completa seguridad de que el autor fuera él —aclaró Tas—. Tío Saltatrampas me regalo un fajo de mapas cuando alcancé la mayoría de edad y me dijo que éste perteneció a tío Bertie. Ahora que lo pienso, nunca lo he visto. Tal vez, ni siquiera sea tío mío.

Gisella pasó por alto su cháchara.

—¿Cómo llegaste a Solace? Supongo que, como cartógrafo aficionado, recordarás la ruta que seguiste —le preguntó.

—Por supuesto que la recuerdo. Vine por el sur y crucé Thorbardin y Pax Tharkas, igual que usted.

—Disculpa si pregunto, pero, ¿por qué no cogimos el mismo camino para regresar? —intervino Woodrow.

Tas levantó las manos en un gesto exasperado.

—No me mires a mí. Gisella era la que tenía prisa y quería tomar un atajo. ¡Me limité a sugerir la dirección!

—No sé a qué viene esta discusión —intervino la enana, con el entrecejo fruncido—. Al mapa de Tasslehoff le faltan unas cuantas ciudades, algunas montañas; nada irremediable. La calzada está despejada y avanzamos a buen ritmo. ¡Sigamos adelante!

Al escuchar sus palabras, la expresión ofendida de Tas se tornó en una de satisfacción y Woodrow se sumió una vez más en el silencio.

De hecho, la mañana había transcurrido con absoluta tranquilidad, sin ninguna novedad digna de mención. Al despertar, se encontraron con que el grisáceo cielo lluvioso del día anterior había dado paso a otro despejado y azul. Tas se levantó temprano y, guiado por el rumor del agua que corría, llegó al arroyo. Se despojó de sus calzas manchadas de grasa y las lavó sobre una roca a la orilla del riachuelo. Al poco tiempo se habían secado con el calorcillo del naciente sol.

Woodrow, que tenía un sueño muy ligero, despertó al oír al kender que se marchaba. El joven, sin hacer ruido, cogió el saco de grano guardado bajo el pescante y dio de comer a los caballos, en previsión de la larga jornada que los aguardaba. Tras llenar el balde de los animales con agua fresca, se aventuró en la arboleda donde encontró varias zarzas cargadas con un tardío rebrote de moras.

Poco después, Gisella abandonó su lecho de mullidos almohadones y salió al exterior con las botas color frambuesa, una túnica naranja brillante y pantalones a juego, tan ajustados, que parecían pintados sobre su piel. Los rayos de sol arrancaron ardientes destellos de su cabello rojo al colarse entre las ramas de los árboles bajo los que se sentaron los tres viajeros, en torno a las cenizas de la fogata, a fin de dar cuenta del desayuno compuesto por los restos fríos del relleno de judías, las recién cosechadas zarzamoras, y agua fresca del arroyo.

Partieron del claro donde acamparan la noche anterior con un ánimo excelente y, tras una hora de camino, dejaron atrás las montañas. En el horizonte gris azulado se perfiló el poblado de los bárbaros que-shu; el trazado de la calzada transcurría a menos de un kilómetro del pueblo y, cuando pasaron frente a él, divisaron con claridad la muralla pétrea que lo cercaba. Tras los muros se alzaban contra el cielo azul los tramos altos de algunos templos construidos con enormes bloques de piedra, así como un espacioso palenque. Los ojos de los bárbaros, habituados al parecer al tráfico de la calzada, observaron su paso desde lo alto de la muralla pero no hicieron el menor intento de detenerlos.

Pasado el poblado de los que-shu, los viajeros se detuvieron para comer. Gisella, algo reacia, rebuscó en los escondrijos de las mercancías que transportaba y sacó un pequeño trozo del exquisito y costoso jamón ahumado de Tarsis. En tanto masticaba su ración, Tas dirigió la mirada hacia el este y oteó el escarpado perfil de la cadena montañosa por la que ahora ascendían.

—Empezamos a ir cuesta abajo —intervino Woodrow al advertir el ligero declive—. Quizás esta cordillera no figuraba en tu mapa por ser relativamente pequeña.

La faz del kender se animó de forma notable. Le satisfacía encontrar la respuesta a los misterios.

—Sí, tal vez ésa sea la razón —admitió.

No tardó mucho en hacerse más pronunciado el declive de la pendiente. Gisella tiró de las riendas con firmeza a fin de evitar que los caballos descendieran la ladera a todo galope. Por fortuna, poco después, el bosque perenne de alta montaña dio paso a los frondosos robles y arces de los cerros bajos.

—Desde aquí es una corta tirada en línea recta hasta Xak Tsaroth —anunció Gisella, al tiempo que aflojaba la tensión de las riendas.

El carromato se bamboleó, brincó y levantó nubes de polvo cuando los caballos se lanzaron al galope. El pequeño cuerpo del kender rebotó como una pelota, pero la alocada carrera fue tan de su agrado, que Tas estalló en carcajadas de puro deleite aun cuando se asió con todas sus fuerzas al pescante para no salir arrojado por el aire. La fuerza del viento arrancó un torrente de regocijadas lágrimas que se desbordaron incontenibles por sus mejillas.

De repente, al otear más allá de las cabezas de los caballos, Tasslehoff parpadeó desconcertado. ¿Era por su visión borrosa a través de las lágrimas, o...?

—¡Mirad! —clamó, mientras señalaba al frente.

Gisella entrecerró los ojos y escudriñó allí donde apuntaba el índice del kender. Pero su percepción diurna no era tan aguda como durante la noche cuando, al igual que todos los enanos, su visión infrarroja le permitía captar las formas del entorno. Ahora, con la luz del día, el paisaje se volvía borroso unos veinte metros más allá de las cabezas de los caballos. Al no vislumbrar peligro alguno, no aminoró la velocidad de la marcha.

Lo que Tasslehoff apuntaba, pero ella no advertía, era que el camino acababa de pronto cincuenta metros más adelante, como si los constructores de la calzada se hubieran marchado sin finalizar el trabajo.

Unos instantes después, los caballos lanzados a la carrera resbalaron con brutalidad en un terreno pantanoso, y arrastraron tras de sí al carromato y a sus tres desprevenidos pasajeros. Tas salió disparado por el aire, calzas azules arriba y copete abajo, y aterrizó entre dos protuberancias de terreno encharcado y cubierto de musgo. El kender sacó las manos del somero charco cenagoso y se sacudió el limoso verdín. Acto seguido se puso en pie y contempló con amargura sus calzas, flamantes y limpias hasta hacía un momento. Dio un paso en dirección al carro, pero resbaló al pisar una de las escurridizas protuberancias sumergida bajo la turbia superficie y cayó de bruces. ¡Dioses, qué fría estaba el agua!, refunfuñó para sus adentros. Se incorporó con esfuerzo una vez más, y logró por fin llegar hasta el carromato; allí se sacudió como un perro mojado.

Woodrow, que no había salido despedido del carro, descendía en aquel momento del pescante con el fin de tranquilizar a los aterrorizados caballos, hundidos en el cieno hasta las cernejas de los corvejones.

—¡Mis ropas! ¡Se han estropeado! ¡Qué desastre!

Los alaridos de Gisella llegaron del otro lado de los caballos, a la izquierda del carromato. Woodrow avanzó con toda clase de precauciones entre las traicioneras protuberancias, mientras se hundía en ocasiones hasta las rodillas en el légamo. Por fin divisó a su patrona.

La mujer se encontraba sentada en la ciénaga, despatarrada, los brazos apuntalados tras la espalda en un ímprobo esfuerzo por incorporarse. Estaba sumergida en las turbias aguas hasta los amplios senos. Tan solo un par de centímetros de su traje conservaban el brillante color naranja. La enana dio un respingo cuando una rana saltó desde su hombro al cenagoso líquido.

Tenía el cabello rojo empapado y un mechón le caía sobre los ojos y se le metía en la boca. Al librarse de él con un furioso resoplido, divisó al kender, que había rodeado el carro en pos de Woodrow. Sus ojos oscuros se clavaron iracundos en Tas.

—Supongo que esta ciénaga tampoco figuraba en tu mapa; supongo que esto no es una pequeña sorpresa sin importancia que nos tenías guardada, ¿verdad?

* * *

Gisella se acomodó en el travesaño superior de la escalera trasera del carromato y vació el agua de sus botas con gesto resignado.

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