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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (9 page)

BOOK: El país de los Kenders
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—Jamás volverán a ser las mismas —comentó deprimida—. Y me costaron una de las mejores noches de mi vida... —La enana se interrumpió con brusquedad al advertir la atenta mirada del kender fija en su rostro—. Eh..., olvidemos lo que pagué por ellas.

La mujer se había cambiado de ropa y vestía un sobrio (para su estilo, se entiende) conjunto de túnica y pantalón de color púrpura y unas sencillas botas negras.

Las calzas de Tasslehoff se le habían quedado pegadas a las piernas y le causaban una desazonante picazón, pero el kender no disponía de otro par de repuesto.

—Supongo que no tendremos más remedio que dar media vuelta y tomar la ruta del sur, después de todo —refunfuñó Gisella—. No llegaremos a Kendermore para la feria. Mis melones... Con el beneficio de su venta, habría renovado mi guardarropa...

—No estoy muy seguro, señora —dijo Woodrow, que apareció tras el carromato—. Me refiero a regresar y tomar la ruta del sur. He desenganchado los caballos y he recorrido con ellos un buen trecho de la ciénaga. La profundidad del agua se mantiene; en algunos sitios incluso desaparece y hay terreno seco.

El joven se apartó el rubio cabello de los ojos y contempló expectante a la enana.

—¿Y bien? —La paciencia de Gisella llegaba a su fin—. ¿Qué quieres decir, Woodrow?

—Que el agua no supera los diez o doce centímetros en la mayor parte del pantano; cierto que no resultará una tarea fácil con esas ruedas tan pesadas, pero a una marcha lenta y regular creo que lo atravesaremos sin excesivos problemas.

—¿Adónde llegaremos? ¿A Xak Tsaroth? Ni siquiera sabemos si nos encontramos cerca de esa ciudad. Ni tampoco hasta dónde alcanza el límite de este cenagal.

—No hay nada que dure toda la eternidad, señora.

La inopinada actitud filosófica del joven propició una triste sonrisa en la enana.

—La cabeza me va a estallar —se lamentó Gisella.

—Conozco un remedio para las jaquecas —ofreció Tas, servicial, y alargó las manos hacia las sienes de la mujer—. Sólo tiene que ponerse dos...

—Gracias, pero no —lo interrumpió Gisella, y se escabulló en el interior del carromato.

—...dos hojas secas de eucalipto —concluyó Tas con acento indiferente—. Pero, haga lo que quiera.

El kender subió al pescante y reanudaron la marcha. Woodrow tomó a los caballos por la brida y caminó despacio en dirección a una distante arboleda que se divisaba en lontananza. El joven mantuvo la vista fija en el terreno y eligió un paso entre las agrupaciones de musgo y las eneas de los cañaverales. El fango y el cieno actuaban como trampas succionadoras a cada paso que daba y el joven se esforzaba en engarfiar los dedos de los pies para evitar que las botas quedaran apresadas en el lodo. La lluvia del día anterior y el calor dejaron tras de sí la estela de una pegajosa humedad. La túnica gris de Woodrow colgaba en pesados pliegues sobre su cuerpo fibroso, el repulgo aparecía deshilachado allí donde el joven había desgarrado una tira que se anudó en torno a la frente a fin de enjugar el sudor. Entre aplastar mosquitos, patear culebras y procurar guardar el equilibrio, Woodrow no tuvo un momento de reposo.

Tasslehoff iba sentado junto a Gisella, quien mantenía las riendas en un simulacro ostentoso de conducir a los animales a pesar de que era su joven ayudante el que los dirigía.

El terreno era una sucesión de áreas pantanosas de aspecto seco en apariencia y vastos charcales de aguas someras. Al frente, a unos quinientos metros, surgía una extensión de matojos y árboles; los tres viajeros tenían la ferviente esperanza de que aquella floresta marcara el final de la ciénaga.

—¿De dónde procede toda esta agua? —inquirió Gisella—. No hemos visto lagos, ni siquiera un mísero riachuelo, desde que pasamos el poblado que-shu.

Tas desenrolló el mapa y señaló un punto con el índice.

—Ha de venir del arroyo que baja de esta pequeña cordillera situada justo al norte de Xak Tsaroth.

La enana resopló despectiva.

—Ese pedazo de basura no tiene más utilidad que como envoltorio de desperdicios —espetó en tanto golpeaba el reverso del mapa.

El kender articulaba una desabrida réplica cuando Woodrow se detuvo de golpe y ladeó la cabeza.

—¿Percibís ese rumor? —inquirió en voz baja.

Tanto Tasslehoff como Gisella guardaron silencio y escucharon con atención. Distante, llegaba el sonido característico del romper de las olas.

—¡Ajá! —exclamó el kender—. Ahí está el río que os anuncié.

Woodrow se mostró escéptico.

—Ese sonido lo produce algo más grande que un río —sentenció.

—Sólo hay un modo de averiguarlo —dijo Gisella.

Sin más, la enana chasqueó la lengua para que los caballos reanudaran la marcha. El joven ayudante asió una vez más las bridas hasta que alcanzaron la arboleda; luego desapareció entre los espesos matorrales. Regresó en un abrir y cerrar de ojos. Su semblante estaba tan blanco como en su momento debió de estarlo su grisácea túnica.

—¿Qué ocurre, Woodrow? —inquirió preocupada Gisella.

—No es un río, señora —respondió con voz estrangulada—. La extensión de agua se prolonga hasta donde alcanza la vista.

La primera reacción de la enana fue quedarse sin aliento.

Luego, dos pares de ojos interrogantes se volvieron hacia el kender.

Gisella, recobrada el habla, preguntó al tiempo que golpeaba una y otra vez el pecho de Tas con el índice.

—¿También olvidó tu tío Bertie indicar la existencia de un océano?

6

—¡Orden! ¡Orden!

El mazo del alcalde Merldon Metwinger rebotó sobre la sólida mesa de madera que hacía las veces de Estrado del Tribunal del Consejo de Kendermore. Los representantes del poder legislativo de la ciudad se reunían un jueves de cada cinco y todos los lunes en cuya techa figurara el número dos. Los viernes que tuvieran techa impar, el alcalde presidía la audiencia, día en que se juzgaban los casos delictivos, así como también se resolvía cualquier disputa doméstica o de comunidad. Hoy era uno de esos viernes.

Una de las obligaciones del alcalde consistía en reunir a los miembros del consejo para que actuaran de jurado en los casos criminales, el Día de Audiencia. A pesar de que en los registros de la ciudad aparecía una lista con los nombres de los sesenta y tres concejales electos, la mayoría de ellos pertenecientes a los gremios más importantes de Kendermore, el alcalde Metwinger se encontraba hoy acompañado en el estrado tan sólo por cinco ediles. Tras ímprobos esfuerzos había conseguido encontrar a seis en su recorrido matinal por la ciudad, pero había «extraviado» a uno de ellos en el camino al ayuntamiento.

El venerable kender se frotó la frente con aire distraído y dejó que su mano subiera hasta la cabeza y rascara el cráneo adornado con un copete canoso. Bajo las largas patillas, símbolo de sangre noble entre los de su raza, sus mejillas aparecían todavía arreboladas por la agotadora búsqueda de los concejales y el vano esfuerzo por llamar al orden a la asamblea. El alcalde se estremeció al llegarle una corriente de aire; se arrebujó en su toga púrpura, ribeteada con pieles, y se subió el cuello hasta la puntiaguda barbilla. Dirigió una fugaz ojeada a su derecha y contempló el origen del frío soplo de viento.

A menos de un metro del extremo del Estrado del Tribunal, un amplio hueco se abría al exterior donde debería encontrarse la cuarta pared de la sala. La suave llovizna otoñal y las ocres hojas desprendidas de los árboles se arremolinaban a los pies del alcalde. No pasaría mucho tiempo antes de que el viento arrastrara al interior los copos de nieve que se apilarían en el borde del suelo y nadie sabría dónde terminaba éste y dónde comenzaba el vacío. Metwinger tomó nota mental para resolver esta situación, aunque estaba seguro de que echaría de menos la espléndida vista de que disfrutaba.

Aquella sala era una de las muchas existentes en el segundo piso de un edificio de cuatro alturas destinado a todos los ministerios públicos y despachos gubernativos. Situado cerca del centro de la ciudad, el inmueble se había construido hacía más de un siglo. Siguiendo la tradición kender —o tendencia arquitectónica—, cada piso estaba más inacabado que el inmediato inferior, por lo que la última planta tenía el aspecto de hallarse en plena construcción. La primera planta, constituida por dos inmensos salones, estaba finalizada, aun cuando había sido despojada largo tiempo atrás de cualquier objeto valioso. El segundo piso estaba casi acabado, si se exceptuaba la pared exterior de la sala de audiencias. El tercero contaba con todas las paredes externas, pero carecía de unas cuantas puertas necesarias; los constructores kenders preferían finalizar una habitación antes de colocar los dinteles para dejar la situación del emplazamiento al antojo del ocupante en lugar de decidirlo ellos de forma arbitraria. ¡Se habían dado casos de albañiles que quedaron atrapados en un cuarto sin salida! La mayor parte de la cuarta planta eran vigas al descubierto, marcos de ventanas y algún que otro tabique medianero.

Como cabía esperar, poco después de terminar el edificio, surgió el primer problema: los constructores habían olvidado incluir una escalera que conectara los cuatro pisos. Los ocupantes de las plantas altas se vieron forzados a escalar las paredes de piedra y acceder a las habitaciones a través de las diminutas ventanas. De este modo, la falta de la pared exterior de la sala de audiencias constituyó una gran ventaja. Sin embargo, las quejas por accidentes mortales sufridos en el acceso diario al ayuntamiento, en especial entre los sucesivos alcaldes, indujo a que se construyera, al cabo de unos diez años, una elegantísima escalera central de madera barnizada, diseñada en espiral, y que trepaba a lo alto en un constante círculo decreciente. (El paso llegaba a ser de verdad angosto en el último tramo.)

Al pueblo kender le gusta mucho la política, pero no hay causa en la que ponga más entusiasmo que en aquella cuyo fin primordial satisfaga su constante necesidad de cambio. Merldon Metwinger era el alcalde número 1.397 de la ciudad. No todos habían pertenecido a la raza kender. De una de las paredes de la sala del consejo colgaba el retrato del cuadragésimo séptimo alcalde, un duende llamado Raleigh que obtuvo gran prestigio por el acierto de su gestión y que había ostentado el cargo durante casi un año. Según los rumores, Raleigh presentó la dimisión tras una disputa acaecida a raíz de la misteriosa desaparición de su olla de oro. Mil trescientos cincuenta alcaldes habían vestido la codiciada toga de terciopelo púrpura en las subsiguientes tres centurias. Merldon Metwinger había tomado posesión del cargo hacía poco más de un mes, período que, si bien no establecía un récord, sí superaba la media de permanencia en el puesto.

Elegido por accidente cuando sus conciudadanos confundieron sus anuncios de prestamista por carteles propagandísticos electorales, Metwinger descubrió que disfrutaba con tan pomposa situación; en particular, le gustaba la toga púrpura que contaba con un sinnúmero de bolsillos secretos.

Al dirigir la mirada a la concurrencia de la sala, el alcalde Metwinger se frotó las manos en un anticipado gesto de malicioso regocijo; la jornada prometía ser un excitante Día de Audiencia. Dos ancianos kenders de cabello blanco disputaban con brío a causa de una depauperada vaca lechera cuyos ojos estaban desorbitados por el terror; cada uno de los litigantes tiraba de las orejas del animal que asomaban a través de unos agujeros practicados en un raído sombrero de paja. A Metwinger le habría gustado verlos subir la vaca por las estrechas escaleras hasta la sala de audiencias.

También se hallaban presentes y aguardaban su turno ante el tribunal, un hombre y una mujer kenders, obviamente casados a juzgar por el modo en que se miraban el uno al otro. Junto a ellos, otra kender con aspecto de matrona agitaba iracunda un rodillo de amasar frente a un chiquillo rubicundo al que asía por la oreja puntiaguda. Metwinger observó que un kender cincuentón, que parecía muy contento, se abría paso entre la concurrencia y tomaba asiento en silencio. Tras él entraron dos damiselas muy bien vestidas —con la cólera impresa en sus semblantes—, que avanzaron desgarbadas, a trompicones, ya que cada una de ellas calzaba un zapato rojo perteneciente sin duda al mismo par. Metwinger estaba impaciente por escuchar su caso.

—La Audiencia da comienzo —proclamó el alcalde, al tiempo que golpeaba una vez más la mesa con su mazo—. ¿Quién es el primero?

—¡Yo!

—¡Yo!

—¡Nosotros!

—Escucharé en primer lugar a los dos de la vaca —ordenó el alcalde Metwinger.

Los demás se sentaron en medio de murmullos de enfado y comentarios alusivos a la madre del alcalde.

Los dos granjeros se adelantaron con aire respetuoso, empecinados en no soltar las orejas de la vaca. Se presentaron como Digger Dunstan y Wembly Cloverleaf.

—Verá, su señoría, Dorabell es mía... —comenzó Digger.

—¡Bossynova es mía y lo sabes bien, Digger Dunstan! —protestó el otro, mientras le asestaba un posesivo tirón a la oreja del animal—. Dorabell... ¡vaya nombre más idiota para una vaca! ¡Y quítale ese estúpido sombrero! ¡A ella le gustan más las plumas sujetas tras las orejas!

—Bien, eres un gran experto en estupidez, Wembly Cloverleaf —se mofó el primero—. ¡Cabeza hueca, sesos de mosquito, remedo de granjero! Te la llevaste de mi prado...

—¡Después de que tú te la llevaras del mío!

—¡No es cierto, pedazo de buey!

—¡Sí que lo es, engendro de ogro!

—¡Te digo que no!

—¡Que sí!

Como era de esperar, estalló una trifulca. Los dos granjeros se abalanzaron el uno contra el otro sobre el escurrido lomo de la aterrorizada vaca y se agarraron por el cuello. Muy pronto, todos los asistentes a la asamblea habían decantado sus preferencias por uno u otro bando y se sumaron al altercado, alentados por los gritos de ánimo de concejales y alcalde.

La propia vaca zanjó la batalla. Mugió frenética, corrió entre el tropel de kenders, pasó ante el Estrado del Tribunal y enfiló al hueco que se abría al vacío. El alcalde estiró el cuerpo sobre el tablero de la mesa y se las ingenió para asir al aterrorizado animal por el collar, justo a tiempo de detenerlo a unos centímetros del precipicio.

—Así que ambos afirmáis que os pertenece —dijo después entre jadeos.

—¡Era mía en principio! —aullaron ambos, al tiempo que calmaban a la vaca.

Metwinger se arregló la toga y tomó asiento de nuevo. Mientras los observaba acariciar amorosos al animal, al alcalde se le ocurrió una idea súbita.

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