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Authors: Mary Kirchoff

Tags: #Fantástico

El país de los Kenders (12 page)

BOOK: El país de los Kenders
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Mientras hablaba, Gisella bajó un escalón; agitaba las manos en dirección al lugar donde un momento antes se encontraban los ojos.

—¡Señorita Hornslager, regrese al interior del carromato! ¡Nos atacan!

Woodrow subrayó su advertencia y blandió el trozo de madera con el único propósito de parecer valiente y arrojado.

—¿Atacados por unos enanos gully? —dijo Gisella con voz estridente—. No seas ridículo. Son más molestos que los tábanos, eso te lo aseguro, pero inofensivos por completo. ¡He dicho que fuera!

El último grito estaba dirigido a los ojos que se acercaban. Junto con las palabras de rechazo, la mujer agitó el repulgo del batín como la esposa de un granjero que ahuyenta a las gallinas con su delantal.

—¿Enanos gully? —inquirió Tas, al tiempo que bajaba su jupak.

El kender se adelantó un paso y escudriñó la penumbra. El aire estaba impregnando con el ahogado sonido de risitas incontrolables. Por fin, Tas vislumbró unas once criaturas achaparradas, que guardaban un vago parecido con los enanos, amontonadas en las inmediaciones de la puerta del carro. En lugar de marcharse, los gullys contemplaban expectantes a Gisella, cual palomas que esperan unas migajas de pan en la plaza de la ciudad.

Tas sabía por su amigo Flint, enano de las colinas, que los gullys, o Aghar, eran la casta más baja de la sociedad enanil. Se integraban en pequeños clanes, aislados del resto del mundo, y vivían en lugares tan miserables que ninguna otra criatura, incluidos la mayoría de animales, osaría habitar. Lo que sin duda les otorgaba una enorme intimidad, supuso el kender.

Tasslehoff no había visto de cerca a muchos gullys, si se exceptuaba a unos cuantos dedicados a labores domésticas o de limpieza, contratados por mercaderes de la clase media de Kendermore, como se autodenominaban; unos tipos ambiciosos y mezquinos en exceso. (Los enanos gullys, como sirvientes, no eran muy recomendables debido a su tendencia a hurgarse en la nariz, sin olvidar un magnetismo innato para atraer la suciedad sobre sí y sobre cuanto los rodeaba como por arte de magia.) Sus fisonomías apenas presentaban particularidades diferenciales. Todos compartían una nariz gruesa y bulbosa, unas patillas encrespadas (también presentes en los rostros femeninos), y un cabello desgreñado con trazas de no conocer el uso del peine. Los varones vestían jubones y pantalones tan harapientos como sucios, sujetos con cordones o cuerdas deshilachados; las mujeres utilizaban vestidos, más parecidos a sacos que a atuendos, tan andrajosos y mugrientos como los ternos de sus compañeros. Y todos ellos calzaban zapatos tres tallas más grandes de lo necesario.

—Échalos, Woodrow, por favor. Estos pequeños bribones son capaces de robarnos hasta las pestañas. Por otro lado, no retrasemos nuestra marcha —ordenó Gisella, en tanto se arrebujaba en el fino batín.

A la creciente claridad del alba, su joven ayudante contempló con manifiesto desaliento el numeroso grupo de gullys que se les aproximaban. Woodrow dirigió una mirada entre respetuosa y atemorizada a su patrona.

—¿Qué hago con exactitud, señora? —preguntó turbado.

Gisella, exasperada hasta el hartazgo por la agobiante cercanía de una docena de gullys, retrocedió un paso.

—¡No lo sé! ¡Algo resuelto y viril; blande contra ellos tu espada!

La sugerencia dejó al joven consternado. Vejada por su actitud vacilante, la enana puso los brazos en jarras y manifestó a voces su desprecio.

—¡Entonces, vomita tu asco en sus caras; así demostrarás tu hombría!

Los ojos de Woodrow fueron del madero asido en su mano a las mugrientas y curiosas criaturas. Los gullys estaban extasiados y contemplaban a Gisella con evidente admiración. El más audaz del grupo, un varón, factor tan sólo deducible por vestir pantalones en lugar de vestido, alargó una mano hacia el rojo cabello de la enana.

—¡Quieto! —gritó ella, y le apartó la mano de un cachete, mientras retrocedía a toda prisa al interior del carromato.

—¿Dónde tú conseguir pelo? —habló por fin el gully.

El hombrecillo, a quien el golpe no había desanimado, se adelantó y extendió una vez más los regordetes dedos hacia la llamativa melena. La bobalicona sonrisa impresa en su tiznado rostro dejó al descubierto un oscuro agujero en la dentadura, en el sitio en que debería estar un incisivo.

—¿Qué tontería dices? —barbotó la enana, y le propinó otro manotazo—. ¡Me crece así!

El gully negó con expresión obstinada.

—No ese pelo. Pelo no sale con color así.

Gisella se irguió arrogante mientras dedicaba una mirada ponderativa al hombrecillo.

—Te aseguro que mi cabello es natural —proclamó con voz firme—. Y añadiré que el tuyo tendría mucho mejor aspecto si te lo lavaras y peinaras en lugar de arrancártelo a mechones con las matas.

—Ser bonito. Tú, bonita —afirmó sonriente el gully.

—Gracias. El tuyo no está mal del todo —respondió ella condescendiente.

—¿Los echo, señorita Hornslager? —preguntó Woodrow.

—También deseaba preguntarle sobre su cabello —intervino Tas—. ¿Es natural? Me refiero al color. A mí, en particular, no me parece mal recurrir a un ligero toque cosmético. En cierta ocasión, cuando era más joven, me dibujé algunas rayas en la cara porque me daba vergüenza no tener arrugas. Por supuesto, las rayas no eran
rojas.
Pero el propósito era el mismo.

La enana lo miró de hito en hito pero no se dignó contestarle.

—Voy a vestirme. En cuanto salga, nos marcharemos —anunció con una voz fría como el hielo.

—¿Marchar? —Las orejas del enano gully se aguzaron—. Creí que quizá tú venir para usar polea. Nosotros fuertes. Hacerte buen trabajo —añadió el gully desconsolado.

—¿Hacerme un buen...? Vaya, ya hace mucho que...

Gisella se estremeció emocionada al rememorar una posada lejana en el tiempo y el espacio. Bueno, al menos tan lejana como una semana atrás y cien kilómetros de distancia... Captó de repente la expresión inocente impresa tanto en el rostro de su joven ayudante como en el del kender y comprendió que el gully y ella no hablaban del mismo tema.

—¿Usar polea? —repitió.

El cabecilla de los gullys palmeó entusiasmado al tomar sus palabras por una aceptación.

—¡Bien! ¿Cómo pagar tú?

—¡No, no! Sólo pregunto qué es con precisión ese trabajo de la polea.

—Fondu te enseña —ofreció él, y la asió de la mano antes de que Gisella alcanzara a protestar.

Tras ayudarla a bajar los escalones del carromato, la condujo hacia el norte, en el punto donde el acantilado se metía tierra adentro. Woodrow y Tasslehoff los siguieron de cerca, acompañados por los otros gullys que brincaban y bailaban muy animados en torno a los viajeros; los enormes zapatones levantaban ruidosos ecos en el farallón pizarroso. Siguieron la costa un corto trecho y, cuando el punto donde acampaban se perdió de vista, Fondu se detuvo y señaló un gigantesco ciprés que crecía solitario, justo al borde del acantilado. Gisella se impacientó.

—¿Y bien? ¿Me has hecho caminar descalza por este suelo áspero sólo para mostrarme un viejo árbol?

Con una mueca de dolor, la enana se apoyó en el hombro de Fondu para arrancar los punzantes guijarros clavados en la sensible piel de su talón.

El kender se corrió a la base del árbol. Con la vista en lo alto, tomó impulso y se subió a una robusta rama baja. Acto seguido, trepó con la fácil agilidad de un mono.

—¡Tasslehoff, baja ahora mismo de ese árbol! —gritó alarmada Gisella—. Si te caes, te matarás y no me presentaré ante el consejo con un amasijo de carne y huesos ensangrentados.

—Es muy amable al preocuparse tanto por mi bienestar —respondió el kender con irónica dulzura.

—¿Qué hay ahí arriba, Tas? —preguntó Woodrow.

Hubo un breve silencio mientras el kender se columpiaba de una a otra rama. Al poco tiempo, se escuchó su voz.

—Hay tres..., no, cuatro poleas. Enganchadas en parejas. En realidad son seis poleas, ya que dos de ellas están formadas por otros dos pares unidos entre sí. Todas se conectan por medio de cuerdas tan gruesas como mi brazo; pero son muy cortas. Deduzco que éste es el famoso trabajo de polea de Fondu.

—Sin duda.

Gisella se volvió hacia Fondu, vacilante. Le costaba creer que un puñado de enanos gully hubiera organizado un mecanismo tan elaborado y complejo. El rostro de Fondu se arrugó en una diáfana sonrisa.

—Venir muchos hombres y construir trabajo de polea. Ellos ser hombrecillos muy graciosos.

El gully parodió a los desconocidos constructores y después miró con el entrecejo fruncido al árbol mientras se acariciaba una barba imaginaría. Luego, de repente, caminó en círculos tropezándose con sus desmesurados zapatos, al tiempo que balanceaba los brazos. En medio de risas apenas contenidas, el grupo de gullys desfiló en pequeños círculos y pateó el suelo con contundencia.

—Presumo que los artífices fueron unos gnomos, pero lo deduzco porque sé que les gusta construir artilugios como éste, no por la representación de nuestros amigos que me siguen pareciendo enanos —exclamó Tas; y rió divertido de las grotescas piruetas de los gullys, mientras descendía del árbol.

—Ningún enano que se precie de tal tendría
ese
aspecto.

Gisella lanzó la acerba crítica mientras contemplaba el desfile con los ojos entrecerrados. Woodrow se acercó a Fondu.

—¿Esos «hombres» colocaron las poleas y luego
se
marcharon?

El gully observó con desconfianza al joven humano.

—No, subir grandes cajas desde allí —respondió en tanto apuntaba al fondo del acantilado—. Entonces, marcharon. ¡Muchas preguntas! ¿Querer trabajo de polea, sí o no?

Gisella contuvo un escalofrío. Tras arrebujar sus voluptuosas formas en el batín, giró sobre sus talones y se encaminó hacia el campamento.

—Me temo que no —respondió—. Si sois tan amables de indicarnos la dirección a Xak Tsaroth, no os molestaremos más.

—¿Tú querer venir a Zaksarawth? ¡Conocerás Gran Bulp! ¡Nadie visita Zaksarawth hace mucho! —se alegró Fondu.

Sus compañeros gritaron y arrojaron puñados de tierra al aire. Gisella, Tas y Woodrow se alejaron de la polvareda que en un momento habían levantado los entusiasmados gullys.

—¿Por qué hacéis esto? —protestó la enana a gritos.

—Nosotros felices —dijo Fondu—. Ya sólo Aghar entrar en ciudad, pero tú especial. Gustará nuestra ciudad bajo suelo. Bonita.

—¿Una ciudad subterránea? —Gisella tragó saliva y se volvió hacia el kender—. ¡Creía que se trataba de una población extensa y bulliciosa!

—¡Lo es! —chilló Tas a la defensiva—. Al menos, eso es lo que indica mi mapa.

Extrajo el pergamino del interior del chaleco y lo extendió en el suelo.

—Ah, sí. ¡Tu maravilloso mapa! —exclamó mordaz la enana.

Woodrow se acuclilló junto al kender. Tras una somera ojeada, el joven señaló unas letras escritas a tinta, añadidas a continuación de la palabra «Krynn».

—¿Qué significa «P.C.»? —interrogó.

Gisella les arrebató el mapa con brusquedad; sus ojos se clavaron en las iniciales.

—¡Pre-Cataclismo, grandísimos idiotas! ¡Significa Pre-Cataclismo! ¡Nos hemos guiado por un mapa que data de antes de la hecatombe!

—¿De verdad? —preguntó dubitativo el kender—. Supuse que esas iniciales significaban «positivamente confirmado».

Aturdida, la enana sólo tuvo fuerza para sacudir la cabeza.

—Lo tengo bien merecido por hacer caso a un kender. ¡Pre-Cataclismo, por supuesto!

—Esto cambia las cosas, ¿verdad? —sugirió con aire inocente su joven ayudante.

—Un poquito —dijo Tas, al tiempo que tragaba saliva.

—¿Un poquito? —La enana lo contempló boquiabierta—. ¡Surgieron nuevas cadenas montañosas y se hundieron territorios enteros del continente que anegaron las aguas de mares antes inexistentes!

—Bueno, la mayor parte de las ciudades siguen en el mismo lugar —objetó el kender con un hilo de voz.

—¡Oh, sí, las que no sucumbieron la embestida de mares, montañas y volcanes! —gritó Gisella, perdidos los estribos.

Luego, exhaló un profundo suspiro de resignación.

»
Bien, con esto se termina el tema. No navegaremos con un carromato por el mar. Volveremos sobre nuestros pasos, con lo que no queda la más remota posibilidad de llegar a Kendermore a tiempo para la Feria de Otoño. Será mi ruina.

—Carreta navegar por mar —comentó Fondu.

Gisella no hizo caso del grotesco hombrecillo y se encaminó al campamento, tan abatida, que incluso su voz evidenció un hondo desaliento.

—Vamos, Woodrow. Tenemos un largo recorrido por delante.

Pero Fondu la siguió, con paso vivo y desmañado, y tiró de los pliegues del batín.

—¡Carreta navegar por mar! —repitió.

Gisella se detuvo y se libró de su mano de un tirón.

—Sí, sería estupendo, Fondu —respondió condescendiente—. Vamos, Woodrow, Burrfoot. Apresuraos.

Pero el gully no se dio por vencido.

—¡Carreta no flota, pero barco sí!

—¿Qué tratas de decirnos, Fondu? —se interesó el joven humano.

El hombrecillo lo miró muy serio.

—Digo sólo a hermosa señora. Tu pelo ser raro... parecer fideos.

Sin más, asió a Gisella otra vez de la mano y la arrastró hasta el borde del precipicio.

—¿Ves? Barco —dijo, y señaló hacia abajo.

La enana, con aire desdeñoso, se soltó de su mano y echó una rápida ojeada al vacío.

—¡Vaya, que me condene! ¡El pequeño comechinches... ejem, el gully no mentía! Hay un bote allá abajo.

—¡Quiero verlo! —gritó Tas, al tiempo que se acercaba, seguido por Woodrow—. ¿Qué les induciría a dejar anclado un barco?

—No tengo ni idea —respondió Gisella—. De cualquier modo, las cosas no cambian. Todo cuanto poseo se encuentra en el interior de la carreta y no estoy dispuesta a deshacerme de ella —concluyó rotunda.

Fondu tironeó una vez más del batín de la enana.

—Llevar carro al bote.

—Woodrow, ¿quieres hacerme el favor de explicarle que no hay forma de bajar una carreta con carga completa por un escarpado de más de ciento cincuenta metros...

—De doscientos cincuenta metros, por lo menos —interrumpió Tas, quien se había tumbado en el suelo y se asomaba al vacío.

—...un acantilado de
doscientos
metros hasta un bote mecido por las olas? —terminó Gisella—. Me pones muy nerviosa, querido.

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