»La noche antes de partir, Byrne y yo nos quedamos charlando hasta tarde. Me enseñó su equipo de topografía y recuerdo que yo me encontraba en uno de esos estados de excitación en los que de repente todo parece encajar de una forma nueva. Byrne me dijo que uno no puede fijar su posición exacta en la tierra si no es por referencia a un punto en el cielo. Algo que tenía que ver con la triangulación, la técnica de medida, no recuerdo los detalles. Lo esencial del asunto, sin embargo, me resultó fascinante y no lo he olvidado nunca. Un hombre no puede saber dónde está en la tierra salvo en relación con la luna o con una estrella. Lo primero es la astronomía; luego vienen los mapas terrestres, que dependen de ella. Justo lo contrario de lo que uno esperaría. Si lo piensas mucho tiempo, acabas con el cerebro del revés. Existe un aquí sólo en relación con un allí, no al contrario. Hay esto sólo porque hay aquello; si no miramos arriba nunca sabremos qué hay abajo. Piénselo, muchacho. Nos encontramos a nosotros mismos únicamente mirando lo que no somos. No puedes poner los pies en la tierra hasta que no has tocado el cielo.
»Hice un buen trabajo al principio. Salimos de la ciudad en dirección oeste, acampamos junto al lago un día o dos y luego nos adentramos en el Gran Desierto Salado. No se parecía a nada que yo hubiera visto antes. El lugar más llano y desolado del planeta, un osario de olvido. Viajas día tras día y no ves absolutamente nada. Ni un árbol, ni un matorral, ni una brizna de hierba. Solamente blancura, la tierra agrietada que se extiende por todos lados hasta donde alcanza la vista. La tierra sabe a sal, y allá a lo lejos el horizonte está bordeado de montañas, un enorme anillo de montañas que oscilan bajo la luz. Esto te hace pensar que te acercas al agua, pues estás rodeado de esa oscilación y ese resplandor, pero no es más que un espejismo. Es un mundo muerto, y a lo único que te acercas es a la misma nada. Dios sabe cuántos pioneros se quedaron atascados y entregaron el alma en ese desierto, sus huesos blancos se veían sobresaliendo del suelo. Eso es lo que le ocurrió a la expedición de Doner, todo el mundo lo sabe. Se quedaron empantanados en la sal y cuando al fin llegaron a las Montañas de la Sierra en California, las nieves invernales les bloquearon el paso y acabaron comiéndose unos a otros para sobrevivir. Todo el mundo lo sabe, forma parte del folklore norteamericano, pero no por ello es menos cierto, una verdad indiscutible. Ruedas de carretas, cráneos, casquillos de bala, yo vi todo eso allí en 1916. Un gigantesco cementerio, eso es lo que era, una página mortal en blanco.
»Durante las dos primeras semanas dibujé como un loco. Unos dibujos extraños, nunca habla hecho nada igual. No se me había ocurrido que la escala representara alguna diferencia, pero así era, no había otra forma de enfrentarse al tamaño de las cosas. Las marcas en la página se iban haciendo cada vez más pequeñas, tanto que casi desaparecían. Era como si mi mano tuviera vida propia. Tú dibuja, me decía a mí mismo, dibuja y no te preocupes, ya pensarás en ello después. Nos detuvimos en Wendover un par de días, luego cruzamos a Nevada y continuamos hacia el sur, siguiendo el borde de la Cordillera de la Confusión. Una vez más, las cosas me saltaban a la vista de una forma para la que no estaba preparado. Las montañas, la nieve en la cumbre de las montañas, las nubes que flotaban alrededor de las cumbres nevadas. Al cabo de un rato, empezaban a confundirse y ya no era capaz de distinguirlas. Blancura y más blancura. ¿Cómo se puede dibujar algo que no se sabe si está ahí? Entiende lo que quiero decir, ¿verdad? Ya no parecía humano. El viento soplaba tan fuerte que uno no oía sus propios pensamientos, y de repente cesaba, y el aire estaba tan inmóvil que uno se preguntaba si se habría quedado sordo. Era un silencio sobrenatural, Fogg. Lo único que oías era tu corazón latiendo dentro del pecho y la sangre que corría por tu cerebro.
»Scoresby no contribuía a hacernos la vida más fácil. Cumplía con su trabajo, supongo, nos guiaba, encendía las hogueras, cazaba para que comiéramos, pero su desprecio por nosotros no cesó nunca, la mala voluntad emanaba de él y contaminaba el ambiente. Se ponía mohíno y escupía, farfullaba por lo bajo, se burlaba de nosotros con su mal humor. Al cabo de algún tiempo, Byrne estaba tan harto de él que se negaba a hablar cuando Scoresby estaba cerca. Scoresby se iba de caza mientras nosotros nos dedicábamos a nuestro trabajo (el joven Teddy gateando por entre las rocas y tomando medidas y yo encaramado en algún saliente con mis pinturas y mis carboncillos), pero por las noches los tres nos preparábamos juntos la cena en la hoguera. Una vez, con la esperanza de mejorar un poco las relaciones, le propuse a Scoresby que jugásemos a las cartas. La idea le pareció bien, pero, como la mayoría de los hombres estúpidos, se creía muy inteligente. Se imaginó que iba a ganarme y sacarme mucho dinero. No sólo ganarme en las cartas, sino ganarme en todo, enseñarme quién era el jefe en realidad. Jugamos a las veintiuna y todas las cartas me venían a mi. Perdió seis o siete manos seguidas. Esto hizo que su seguridad se tambaleara y entonces empezó a jugar mal, a apostar de forma absurda, a echarse faroles, a equivocarse en todo. Debí de ganarle cincuenta o sesenta dólares aquella noche, una fortuna para un tonto como aquél. Cuando vi lo disgustado que se quedaba, traté de reparar el daño y le perdoné la deuda. ¿Qué me importaba a mí el dinero? No se preocupe, le dije, he tenido suerte, simplemente; estoy dispuesto a olvidarlo, nada de rencores, algo así. Probablemente es lo peor que podía haberle dicho. Scoresby pensó que le trataba con aires de superioridad, que intentaba humillarle, y se sintió herido en su orgullo, doblemente herido. Desde entonces, hubo mala sangre entre nosotros y yo fui incapaz de arreglarlo. Yo también era un terco hijo de puta, cosa de la que probablemente ya se ha percatado. Renuncié a tratar de apaciguarle. Si quería comportarse como un asno, por mi podía rebuznar hasta el día del juicio final. Estábamos en aquel enorme territorio, sin nada a nuestro alrededor, nada más que espacio vacío en muchos kilómetros a la redonda, pero era como si estuviéramos encerrados en una prisión, como compartir una celda con un hombre que no para de mirarte, que está allí sentado esperando a que te des la vuelta para clavarte un cuchillo en la espalda.
»Ese era el problema. Allí la tierra es demasiado grande, y después de algún tiempo empieza a tragarte. Llegó un momento en que yo ya no podía soportarlo. Todo aquel maldito silencio, aquel vacío. Intentas orientarte, pero es demasiado grande, las dimensiones son demasiado monstruosas y finalmente, no sé cómo explicarlo, finalmente deja de estar allí. No hay mundo, no hay tierra, no hay nada. En el fondo es eso, Fogg, al final todo es mentira. El único sitio en donde existes es en tu cabeza.
»Cruzamos por el centro del estado y luego nos desviamos hacia la región de los cañones en el sudeste, lo que llaman las Cuatro Esquinas, donde se juntan Utah, Arizona, Colorado y Nuevo México. Esa era la región más extraña de todas, un mundo onírico, por todas partes tierra roja y rocas retorcidas, tremendas estructuras que se alzan del suelo como las ruinas de una ciudad perdida construida por gigantes. Obeliscos, minaretes, palacios: todo era a la vez reconocible y extraño, no podías evitar ver formas conocidas cuando las mirabas, aunque sabías que era pura casualidad, los esputos petrificados de glaciares y erosiones, el resultado de un millón de años de vientos e intemperie. Pulgares, cuencas de ojos, penes, hongos, cuerpos humanos, sombreros. Era como ver imágenes en las nubes. Todo el mundo sabe qué aspecto tienen estos sitios, usted mismo los habrá visto cien veces. El Cañón Glen, el Valle de los Monumentos, el Valle de los Dioses. Allí es donde ruedan todas esas películas de vaqueros e indios, el maldito tipo de Marlboro cabalga por allí en la televisión todas las noches. Pero las películas no revelan nada del lugar, Fogg. Todo es demasiado inmenso para ser dibujado o pintado; ni siquiera la fotografía capta la sensación que produce. Todo está distorsionado, es como tratar de reproducir las distancias en el espacio exterior: cuanto más ves, menos puede hacer tu lápiz. Verlo es hacer que se desvanezca.
»Vagamos por esos cañones durante varias semanas. A veces pasábamos la noche en antiguas ruinas indias, en las cuevas de los riscos donde habitaban los anasazi. Esas eran las tribus que desaparecieron hace mil años; nadie sabe qué les sucedió. Dejaron tras de sí sus pueblos de piedra, sus pictografías, sus pedazos de cerámica, pero las personas desaparecieron. Estábamos ya a finales de julio o principios de agosto, y la hostilidad de Scoresby había ido en aumento; era sólo cuestión de tiempo el que algo saltara, se notaba en el ambiente. El terreno era árido y seco, artemisa por todas partes, ni un árbol a la vista. Hacía un calor atroz y teníamos que racionar el agua, lo cual contribuía a ponernos de mal humor. Un día tuvimos que sacrificar un burro y eso hizo que los otros dos llevaran exceso de carga. Los caballos empezaban a desfallecer. Estábamos a cinco o seis días de un pueblo que se llamaba Bluff y pensé que deberíamos intentar llegar allí lo antes posible para reorganizarnos. Scoresby mencionó un atajo que acortaría el viaje en un día o dos, así que tomamos esa dirección y viajamos por un terreno muy abrupto, con el sol de cara. La marcha era difícil, más dura que nada de lo que hablamos intentado antes, y después de algún tiempo se me ocurrió que Scoresby nos estaba metiendo en una trampa. Byrne y yo no éramos tan buenos jinetes como él y apenas conseguíamos cabalgar por aquel terreno. Scoresby iba en cabeza, le seguía Byrne y yo iba el último. Subimos trabajosamente por unos riscos muy escarpados y luego seguimos por un borde saliente en lo alto. Era muy estrecho y lleno de peñascos y piedras, y la luz reverberaba en las rocas como si quisiera cegarnos. Ya no podíamos volvernos atrás, pero tampoco veía que pudiéramos ir mucho más lejos. De repente, el caballo de Byrne perdió pie. Estaba unos tres metros delante de mí, y recuerdo el estrépito de las piedras al rodar y el quejido del caballo que luchaba por encontrar un punto de apoyo para sus pezuñas. Pero la tierra seguía cediendo y, antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar, Byrne lanzó un grito y luego cayó por encima del borde junto con su caballo. Ambos rodaron por la pared del precipicio, un trecho muy largo, sesenta u ochenta metros, todo rocas cortantes de arriba abajo. Desmonté de un salto y cogí el botiquín, luego bajé apresuradamente por la pendiente para ver qué podía hacer. Al principio pensé que Byrne estaba muerto, pero luego conseguí encontrarle el pulso. Aparte de eso, había muy pocos motivos para sentirse esperanzado. Tenía la cara cubierta de sangre y la pierna y el brazo izquierdo estaban fracturados. Me bastó mirarlos para saberlo. Cuando le di la vuelta y lo puse boca arriba vi una gran herida debajo de las costillas, una herida palpitante y terrible de más de quince centímetros de largo. Era espantoso, el muchacho estaba destrozado. Estaba a punto de abrir el botiquín cuando oí un disparo detrás de mi. Me volví y vi a Scoresby de pie junto al caballo caído de Byrne con una pistola humeante en la mano derecha. Tenía la pata rota, dijo secamente, no se podía hacer otra cosa. Le dije que Byrne estaba muy mal y que necesitaba nuestra atención inmediata, pero cuando se acercó a echarle una ojeada a Byrne, hizo una mueca de desprecio y dijo: No deberíamos perder el tiempo con éste. La única cura para él sería una dosis de la misma medicina que acabo de darle al caballo. Scoresby levantó la pistola y apuntó a la cabeza de Byrne, pero yo le aparté el brazo de un golpe. No sé si pensaba apretar el gatillo o no, pero yo no podía correr el riesgo. Scoresby me lanzó una mirada aviesa cuando le di en el brazo y me advirtió que no le pusiera la mano encima. Así lo haré cuando usted deje de apuntar con su pistola a alguien indefenso, le contesté. Entonces Scoresby se volvió y me apuntó. Apuntaré a quien me dé la gana, dijo, y de pronto sonrió, una enorme sonrisa de idiota, disfrutando del poder que tenía sobre mí. Indefenso, repitió. Eso es lo que es usted, señor Pintor, un indefenso saco de huesos. Entonces pensé que me iba a pegar un tiro. Mientras estaba allí esperando a que apretara el gatillo, me pregunté cuánto tardaría en morir después de que la bala penetrara en mi corazón. Pensé: Éste es el último pensamiento que tendré. La situación parecía prolongarse indefinidamente, los dos mirándonos a los ojos, yo esperando a que él disparase. Luego Scoresby se echó a reír. Estaba sumamente complacido consigo mismo, como si hubiera obtenido una gran victoria. Se guardó el arma en la pistolera y escupió en el suelo. Era como si ya me hubiera matado, como si yo estuviera ya muerto.
»Se acercó al caballo y empezó a quitarle la silla y las alforjas. Yo estaba aún trastornado por el episodio de la pistola, pero me agaché junto a Byrne y me puse a curarle, tratando de lavarle y vendarle las heridas. Un par de minutos después Scoresby volvió y dijo que estaba listo para marcharse. ¿Marcharse?, dije. ¿De qué está hablando? No podemos llevarnos al muchacho, no se le puede mover. Entonces, déjele aquí, contestó él. De todas formas, está acabado. Yo no pienso quedarme en este maldito cañón esperando Dios sabe cuánto tiempo hasta que el chico deje de respirar. No vale la pena. Haga lo que quiera, le dije, pero yo no voy a dejar a Byrne mientras esté vivo. Podría quedarse aquí empantanado durante una semana antes de que el chico la palme, y ¿para qué? Soy responsable de él, le contesté. Eso es todo. Soy responsable de él y no voy a dejarle tirado.
»Antes de que Scoresby se fuese, arranqué una hoja de mi cuaderno de dibujo y le escribí una carta a mi mujer. No recuerdo lo que le decía. Algo melodramático, estoy seguro. Probablemente ésta será la última vez que sepas de mí, creo que fue eso lo que escribí. La idea era que Scoresby echase la carta cuando llegase al pueblo. Eso fue lo que acordamos, pero yo sabía que no tenía intención de cumplir su promesa. Esto le implicaría en mi desaparición y ¿por qué iba a correr el riesgo de que alguien le interrogase? Para él era mucho mejor largarse y olvidarse de todo el asunto. Y eso fue exactamente lo que hizo. Por lo menos, supongo que así fue. Mucho tiempo después, cuando leí los artículos y las necrologías, vi que nadie mencionaba a Scoresby, a pesar de que yo daba su nombre en mi carta.
»También habló de organizar un equipo de rescate si yo no aparecía antes de una semana, pero yo sabia que tampoco lo haría. Se lo dije a la cara, pero en vez de negarlo me dedicó otra de sus insolentes risitas. Es su última oportunidad, señor Pintor, me dijo, ¿se viene conmigo o no? Negué con la cabeza, demasiado furioso para decir nada más. Scoresby se despidió de mí levantándose el sombrero y empezó a trepar por la pared del precipicio para recuperar su caballo y marcharse. Así, sin más palabras. Tardó varios minutos en llegar arriba y no le quité los ojos de encima en todo el rato. No quería arriesgarme. Suponía que intentaría matarme antes de irse, parecía casi inevitable. Eliminar al testigo, asegurarse de que yo no pudiera contarle a nadie lo que había hecho: dejar morir a un pobre muchacho en un lugar remoto. Pero Scoresby no se volvió. No fue por bondad, puedo asegurárselo. La única explicación posible es que no le pareció necesario. No hacía falta que me matara porque estaba convencido de que yo no podría salvarme solo.