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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (23 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
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»Scoresby se alejó cabalgando; Al cabo de una hora empecé a tener la sensación de que nunca había existido. No puedo explicarle lo extraña que era esa sensación. No era que hubiese decidido no pensar en él, era que apenas podía recordarle cuando lo intentaba. Su apariencia, el sonido de su voz, nada de eso me venía ya a la mente. Eso es lo que hace el silencio, Fogg, lo borra todo. Scoresby se habla borrado de mi mente y cada vez que trataba de pensar en él, era como tratar de recordar a alguien visto en un sueño, como buscar a alguien que nunca había existido.

»Byrne tardó tres o cuatro días en morirse. Para mí probablemente fue una buena cosa que tardara tanto. Él me mantenía ocupado y gracias a eso no tuve tiempo de asustarme. El miedo no apareció hasta más tarde, después de enterrarle y quedarme solo. El primer día debí de trepar la montaña unas diez veces, para coger comida y utensilios del burro de carga y bajarlos hasta el fondo. Rompí mi caballete y utilicé la madera para entablillarle la pierna y el brazo a Byrne. Monté un colgadizo con una manta y un trípode para que no le diera el sol en la cara. Me ocupé del burro y del caballo. Cambié los vendajes con tiras de ropa. Preparé el fuego, cociné, hice lo que había que hacer. El sentimiento de culpa me mantenía activo, me resultaba imposible no culparme por lo sucedido, pero hasta la culpa era un consuelo. Era un sentimiento humano, una señal de que seguía ligado al mismo mundo en el que vivían otros hombres. Una vez que Byrne muriese, ya no tendría nada en que pensar y tenía miedo de ese vacío, me aterraba.

»Yo sabía que no había esperanza, lo supe desde el primer momento, pero me empeñaba en engañarme y en decirme que Byrne saldría adelante. Nunca volvió en sí, pero de vez en cuando balbuceaba, como hace la gente cuando habla en sueños. Era un delirio de palabras incomprensibles, sonidos que nunca llegaban a ser palabras, pero cada vez que sucedía esto, yo pensaba que estaba a punto de recobrar el conocimiento. Parecía estar separado de mí por un delgado velo, una membrana invisible que le mantenía en el otro lado de este mundo. Yo trataba de estimularle con el sonido de mi voz, le hablaba constantemente, le cantaba, rezando por que algo penetrase al fin en su conciencia y le despertase. Pero no sirvió de nada. Su estado era cada vez peor. No conseguí hacerle comer nada, lo más que podía hacer era humedecerle los labios con un paño mojado, pero eso no era suficiente, no le alimentaba. Poco a poco, le veía perder fuerzas. La herida del vientre habla dejado de sangrar, pero no cicatrizaba bien. Se había puesto de un amarillo verdoso y supuraba; las hormigas no paraban de pasearse por el vendaje. No era posible que nadie sobreviviera a aquello.

»Le enterré allí mismo, al pie de la montaña. Le ahorraré los detalles. Cavar la tumba, arrastrarle hasta el borde de la fosa, sentirle caer cuando le empujé dentro. Creo que para entonces ya me estaba volviendo loco. Casi no fui capaz de llenar la fosa. Cubrirle, echarle tierra en la cara, era demasiado para mí. Lo hice con los ojos cerrados, así fue como resolví el problema, arrojando las paletadas de tierra sin mirar. Después no hice una cruz ni recé ninguna oración. Que se joda Dios, me dije, que se joda Dios, no le daré esa satisfacción. Clavé un palo sobre la tumba y sujeté una hoja de papel al palo. Edward Byrne, escribí, 1898 guión 1916. Enterrado por su amigo Julian Barber. Entonces me puse a gritar. Así fue como sucedió, Fogg. Usted es la primera persona a quien se lo cuento. Me puse a gritar y después me permití enloquecer.

5

Ese día no pasamos de ahí. No bien pronunció la última frase, Effing se detuvo para tomar aliento, y antes de que pudiera continuar con la historia, entró la señora Hume y anunció que era la hora del almuerzo. Después de las cosas tan terribles que me había contado, pensé que le seria difícil recobrar la serenidad, pero la interrupción no pareció afectarle mucho.

—Estupendo —dijo, dando una palmada—. Hora de comer. Estoy hambriento.

Me desconcertó que pudiera pasar tan rápidamente de un estado de ánimo a otro. Unos momentos antes su voz temblaba de emoción. Yo había pensado que estaba al borde del colapso y ahora, de repente, estaba rebosante de entusiasmo y alegría.

—Luego seguiremos, muchacho —me dijo mientras le llevaba en su silla de ruedas al comedor—. Esto no era más que el principio, lo que podríamos llamar el prefacio. Espere a que me caliente. Todavía no ha oído nada.

Una vez que nos sentamos a la mesa no hubo ninguna mención a la necrología. El almuerzo se desarrolló como siempre, con el acostumbrado acompañamiento de sorbetones, babeos y ruidos, ni más ni menos que cualquier otro día. Era como si Effing hubiera olvidado ya que habla pasado las últimas tres horas mostrándome sus entrañas en la otra habitación. Tuvimos la habitual charla intrascendente y hacia el final de la comida hicimos el diario repaso de las condiciones meteorológicas en preparación de nuestro paseo de la tarde. Así pasamos las tres o cuatro semanas siguientes. Por las mañanas trabajábamos en su necrología; por las tardes salíamos de paseo. Llené más de una docena de cuadernos con las historias de Effing, generalmente a un ritmo de veinte o treinta páginas por día. Tenía que escribir a gran velocidad para no quedarme atrás y había veces en que mi letra era casi ilegible. En una ocasión le pregunté si no podríamos utilizar un magnetofón, pero Effing se negó. Nada de electricidad, dijo, nada de máquinas.

—Odio el ruido de esos aparatos infernales. Todo son zumbidos y chirridos, me da náuseas. El único sonido que quiero es el de su pluma moviéndose sobre el papel.

Le expliqué que yo no era un secretario profesional.

—No sé taquigrafía —dije—, y no siempre me resulta fácil leer lo que he escrito.

—Entonces páselo a máquina cuando yo no esté presente —me contestó—. Le daré la máquina de escribir de Pavel. Es un precioso cacharro antiguo; se la compré cuando vinimos a Estados Unidos en el 39. Una Underwood. Ya no las hacen así. Deben pesar tres toneladas y media.

Esa misma noche la desenterré del fondo del armario empotrado que había en mi cuarto y la puse en una mesita. Desde entonces pasaba varias horas cada noche transcribiendo las páginas de nuestra sesión matinal. Era un trabajo tedioso, pero las palabras de Effing estaban aún frescas en mi memoria y así no perdía muchas.

Después de la muerte de Byrne, contó, perdió toda esperanza. Intentó sin mucha convicción salir de los cañones, pero pronto se encontró en un laberinto de obstáculos: riscos, gargantas, paredes rocosas inexpugnables. Su caballo se murió al segundo día, pero como no tenía leña, la carne casi no le sirvió de nada. La artemisa no prendía; humeaba y chisporroteaba, pero no producía fuego. Para calmar su hambre, Effing cortó lonchas de carne del animal y las chamuscó con cerillas. Eso le resolvió una comida, pero cuando se le acabaron las cerillas, abandonó los restos del caballo, pues no quería comerse la carne cruda. En ese punto, Effing estaba convencido de que su vida tocaba a su fin. Continuó vagando entre las rocas, tirando del último burro que le quedaba, pero a cada paso que daba le atormentaba la idea de que se alejaba cada vez más de la posibilidad de que le rescataran. Sus enseres de dibujo estaban intactos y aún tenía suficiente comida y agua para otros dos días. Pero eso ya no parecía importar. Aunque consiguiera sobrevivir, comprendía que todo habla terminado para él. La muerte de Byrne habla supuesto su fin, y por nada del mundo volvería a casa. Sería incapaz de enfrentarse a la vergüenza, las preguntas, las recriminaciones, el desprestigio. Era mucho mejor que creyeran que él también había muerto, pues así al menos su honor quedaría a salvo y nadie sabría lo débil e irresponsable que había sido. Ése fue el momento en que desapareció Julian Barber: allí, en el desierto, acorralado por las rocas y la luz abrasadora, simplemente se borró de la existencia. En aquel momento, no le pareció una decisión tan drástica. No le cabía duda de que iba a morir, y aunque no muriera, sería como si estuviese muerto. Nadie sabría nunca nada de lo que le había sucedido.

Effing me dijo que se volvió loco, pero yo no estaba seguro de si debía tomar sus palabras en sentido literal. Según me contó, después de la muerte de Byrne se pasó tres días aullando casi constantemente y manchándose la cara con la sangre que manaba de sus manos, laceradas por las rocas; pero, dadas las circunstancias, este comportamiento no me parecía especialmente insólito. Yo también había dado muchos alaridos durante la tormenta en Central Park, y mi situación era mucho menos desesperada que la suya. Cuando un hombre siente que ha llegado al límite de su resistencia, es absolutamente natural que necesite gritar. El aire se acumula en sus pulmones y no puede respirar a menos que lo eche fuera, a menos que lo expulse aullando con todas sus fuerzas. De lo contrario, se ahogaría con su propio aliento, el cielo mismo le asfixiaría.

La mañana del cuarto día, cuando había terminado sus víveres y tenía menos de una taza de agua en la cantimplora, Effing vio lo que parecía una cueva en lo alto de un risco cercano. Pensó que seria un buen sitio donde morir. Protegido del sol e inaccesible para las aves carroñeras, un lugar tan escondido que nadie le encontraría nunca. Haciendo acopio de valor, inició el laborioso ascenso. Tardó casi dos horas en llegar allí y para entonces estaba agotado, apenas se tenía en pie. La cueva era bastante más grande de lo que parecía desde abajo, y Effing se sorprendió al ver que no tenía que agacharse para entrar. Apartó las ramas que obstruían la boca de la cueva y entró. Contra todas sus expectativas, la cueva no estaba vacía. Se extendía unos seis metros en el interior de la montaña y contenía varios muebles: una mesa, cuatro sillas, un armario y una deteriorada estufa panzuda. A todos los efectos, era una casa. Los objetos estaban bien cuidados y todo lo que había estaba cómodamente colocado en una burda imitación del orden doméstico. Effing encendió la vela que había sobre la mesa y se la llevó al fondo del habitáculo para explorar los rincones oscuros hasta los cuales no penetraba la luz del sol. En la pared de la izquierda encontró una cama y en ella a un hombre. Effing supuso que estaba dormido, pero cuando carraspeó para anunciar su presencia y no obtuvo respuesta, se inclinó sosteniendo la vela sobre la cara del desconocido. Entonces vio que estaba muerto. No sólo muerto, sino asesinado. En donde deberla haber estado el ojo derecho del hombre había un gran agujero de bala. El ojo izquierdo miraba fijamente la oscuridad, y la almohada estaba salpicada de sangre.

Apartándose del cadáver, Effing se acercó al armario y descubrió que estaba lleno de comida. Alimentos enlatados, carnes en salmuera, harina y otras cosas para cocinar: había suficiente comida en aquellos estantes para que una persona viviera un año. Se preparó rápidamente un almuerzo y se comió medio pan y dos latas de judías blancas. Una vez que hubo saciado su hambre, se dispuso a deshacerse del cadáver. Ya había elaborado un plan; ahora no tenía más que llevarlo a cabo. El muerto debía de haber sido un ermitaño que vivía solo en lo alto de la montaña, razonó Effing, y en tal caso, no habría mucha gente que supiera que estaba allí. Por los datos que tenía (el cuerpo aún no estaba descompuesto, no había ningún olor insoportable, el pan todavía estaba fresco), el asesinato debía de haberse cometido muy recientemente, tal vez tan sólo unas horas antes; lo cual significaba que la única persona que sabía que el ermitaño estaba muerto era el hombre que lo había matado. Nada le impediría ocupar el lugar del ermitaño, pensó Effing. Ambos tenían más o menos la misma edad, más o menos la misma talla y el mismo cabello castaño claro. No sería muy difícil dejarse crecer la barba y empezar a llevar la ropa del muerto. Asumiría la vida del ermitaño y seguiría viviéndola por él, actuando como si el alma de aquel hombre hubiera pasado a pertenecerle. Si alguien subía hasta allí a hacerle una visita, él fingiría ser quien no era y ya se vería si conseguía engañarles. Tenía un rifle para defenderse si algo iba mal, pero pensaba que las cartas estaban a su favor, ya que no parecía muy probable que un ermitaño tuviese muchas visitas.

Después de quitarle la ropa sacó el cuerpo de la cueva y lo llevó arrastrando hasta la parte de atrás del risco. Allí descubrió lo más extraordinario de todo: un pequeño oasis a diez o doce metros por debajo del nivel de la cueva, una zona de vegetación con dos altos chopos, un arroyo e innumerables arbustos cuyos nombres no conocía. Una pequeña bolsa de vida en medio de la abrumadora aridez. Mientras enterraba al ermitaño en la blanda tierra junto al arroyo, se dio cuenta de que todo era posible en aquel lugar. Tenía comida y agua, tenía casa; tenía una nueva identidad y una vida nueva, y totalmente inesperada. El cambio en la situación era casi más de lo que podía comprender. Sólo unas horas antes estaba dispuesto a morir. Ahora temblaba de felicidad y no podía parar de reír mientras echaba una paletada de tierra tras otra sobre la cara del desconocido.

Pasaron los meses. Al principio, Effing estaba demasiado aturdido por su buena suerte para prestar mucha atención a lo que le rodeaba. Comía, dormía y, cuando el sol no era muy fuerte, se sentaba en las rocas fuera de la cueva y observaba a los multicolores lagartos que pasaban veloces junto a sus pies. La vista desde el risco era inmensa, abarcaba incontables kilómetros de terreno, pero él no la miraba con frecuencia, prefería limitar sus pensamientos a su entorno inmediato: los viajes al arroyo con el cubo del agua, recoger leña, el interior de la cueva. Ya había tenido suficientes paisajes, ahora le bastaba con lo que tenía al alcance. Luego, de repente, esta sensación de calma le abandonó y entró en un periodo de casi irresistible soledad. El horror de los últimos meses se apoderó de él y durante una semana o dos estuvo peligrosamente próximo al suicidio. Su cabeza hervía de alucinaciones y temores y más de una vez se imaginó que ya estaba muerto, que había muerto en el momento en que entró en la cueva y ahora estaba prisionero de una demoniaca vida después de la muerte. Un día, en un ataque de locura, cogió el rifle del ermitaño y mató al burro, pensando que en realidad era el ermitaño, un espectro iracundo que había venido a perseguirle con sus insidiosos rebuznos. El burro sabía la verdad sobre él y no tenía más remedio que eliminar al testigo de su fraude. Después de eso, le entró la obsesión de tratar de descubrir la identidad del muerto y se dedicó a registrar sistemáticamente el interior de la cueva en busca de pistas, un diario, un paquete de cartas, un libro, cualquier cosa que le revelara el nombre del ermitaño. Pero no encontró nada, ni una partícula de información.

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