Read El Palacio de la Luna Online

Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #drama

El Palacio de la Luna (21 page)

BOOK: El Palacio de la Luna
4.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

»Estoy hablando de libertad, Fogg. Una sensación de desesperación que se hace tan grande, tan aplastante, tan catastrófica, que no tienes otra opción más que la de ser liberado por ella. Es la única opción, porque de no ser ésa, te arrastrarías a un rincón y te dejarías morir. Tesla me dio la muerte y en ese momento supe que iba a ser pintor. Eso es lo que yo quería hacer, pero hasta entonces no había tenido los cojones de admitirlo. Mi padre no pensaba más que en acciones y bonos, era un condenado magnate y me consideraba una especie de mariquita. Pero yo seguí adelante y lo logré, me convertí en pintor, y pocos años después el viejo de repente se murió en su oficina de Wall Street. Yo tenía veintidós o veintitrés años y acabé heredando todo su dinero, hasta el último céntimo. ja! Era el pintor más rico que jamás existió. Un artista millonario. Imagínese, Fogg. Tenía la misma edad que usted tiene ahora y lo poseía todo, absolutamente todo lo que quisiera.

»Volví a ver a Tesla, pero eso fue mucho más adelante. Después de mi desaparición, después de mi muerte, después de que me marchara de Estados Unidos y volviera. En 1939 o 1940. Salí de Francia con Pavel Shum antes de que entraran los alemanes, hicimos las maletas y nos largamos. Ya no era un lugar adecuado para nosotros, para un inválido norteamericano y un poeta ruso no tenía sentido quedarse allí. Primero pensamos en Argentina, pero luego me dije: Qué diablos, puede que me siente bien volver a Nueva York. Al fin y al cabo, habían pasado veinte años. La Feria Mundial acababa de comenzar cuando llegamos. Otro himno al progreso, pero esta vez no me impresionó mucho, después de lo que había visto en Europa. Todo era un fraude. El progreso nos iba a hacer saltar por los aires, cualquier gilipollas podía darse cuenta. Debería usted conocer al hermano de la señora Hume, Charlie Bacon. Fue piloto durante la guerra. Hacia el final le tuvieron en Utah, entrenándole con el grupo de pilotos que arrojó la bomba atómica en Japón. Se volvió loco cuando descubrió lo que estaban haciendo. Pobre diablo, ¿quién podría reprochárselo? Eso es el progreso. Una ratonera más grande y mejor cada mes. Muy pronto podremos matar a todos los ratones al mismo tiempo.

»Cuando volví a Nueva York, Pavel y yo empezamos a dar paseos por la ciudad. Lo mismo que hacemos nosotros ahora, él empujando mi silla de ruedas, parándonos a mirar las cosas, pero mucho más largos, pasábamos todo el día en la calle. Era la primera vez que Pavel venía a Nueva York y yo le enseñaba los lugares de interés mientras íbamos de barrio en barrio y yo trataba de familiarizarme de nuevo con la ciudad. Un día del verano del 39 visitamos la Biblioteca Pública que hay en la esquina de la Cuarenta y dos y Cincuenta y luego nos paramos a tomar un poco el aire en Bryant Park. Ahí es donde volví a ver a Tesla. Pavel se sentó en un banco a mi lado y a unos tres o cuatro metros de donde estábamos había un viejo dando de comer a las palomas. Estaba de pie y las aves revoloteaban a su alrededor, se posaban en su cabeza y en sus brazos; docenas de palomas que se cagaban en su ropa y comían de sus manos, mientras el viejo les hablaba, las llamaba cariño mío, cielo mío, ángel mío. En el mismo momento en que oí aquella voz, supe que se trataba de Tesla; entonces él volvió la cara hacia mí y, efectivamente, era él. Un anciano de ochenta años. De una blancura espectral, delgado, tan feo como yo estoy ahora. Me entraron ganas de reír cuando le vi. El genio del espacio exterior, el héroe de mi juventud. Ahora no era otra cosa que un viejo derrotado, un vagabundo. Usted es Nikola Tesla, yo le conocía. Me sonrió e hizo una pequeña reverencia. Estoy ocupado en este momento, me contestó, tal vez podamos hablar otro día. Me volví a Pavel y le dije: Dale algo de dinero al señor Tesla, Pavel, probablemente podrá utilizarlo para comprar alpiste. Pavel se levantó, se acercó a Tesla y le tendió un billete de diez dólares. Fue un momento para la historia, Fogg, un momento inigualable. ¡Ja! Nunca olvidaré la confusión que reflejaron los ojos de aquel hijo de puta. ¡El señor Mañana, el profeta del nuevo mundo! Pavel le tendió el billete de diez dólares y yo le vi luchando por hacer caso omiso de él, por apartar sus ojos del dinero, pero no pudo. Se quedó allí, mirando el billete como un mendigo demente. Y luego lo cogió, se lo arrancó a Pavel de la mano y se lo guardó en el bolsillo. Muy amable de su parte, me dijo, muy amable. Las pobrecitas necesitan mucha comida. Luego nos volvió la espalda y murmuró algo a las aves. Entonces Pavel se me llevó de allí y eso fue todo. Nunca más volví a verle.

Effing hizo una larga pausa, saboreando el recuerdo de su crueldad. Luego, en un tono más apagado, reanudó el discurso.

—Continúo con la historia, muchacho —dijo—. No se preocupe. Usted siga escribiendo y todo irá bien. Al final, saldrá todo. Estaba hablando de Long Island, ¿no? De Thomas Moran y de cómo empezó el asunto. Como ve, no me he olvidado. Usted siga tomando nota de cada palabra. No habrá necrología a menos que usted lo escriba todo.

»Moran fue quien me convenció. Él había estado en el Oeste en los años setenta y había visto todo aquello de punta a punta. No viajó solo como hizo Ralph, claro está, recorriendo las tierras vírgenes como un ignorante peregrino; él perseguía, ¿cómo lo diría yo?, un objetivo distinto. Moran lo hizo a lo grande. Fue el pintor oficial de la expedición de Hayden en 1871 y luego volvió con Powell en 1873. Leímos el libro de Powell hace un par de meses; todas las ilustraciones eran de Moran. ¿Recuerda el dibujo de Powell colgando del borde del precipicio, agarrándose con su único brazo para salvar la vida? Era bueno, tendrá que reconocerlo, el viejo sabía dibujar. Moran se hizo famoso por lo que pintó allí, fue quien les enseñó a los norteamericanos cómo era el Oeste. El primer cuadro del Gran Cañón era de Moran, ahora está en el edificio del Capitolio en Washington. El primer cuadro de Yellowstone, el primero del Gran Desierto Salado, los primeros de los cañones del sur de Utah, todos eran de Moran. ¡El destino manifiesto! Lo cartografiaron, lo pintaron e hicieron que la gran máquina de los beneficios americana lo digiriera. Aquéllos eran los últimos pedazos del continente, los únicos espacios en blanco que nadie había explorado. Ahora ya estaban reproducidos en un bonito lienzo para que todo el mundo los viera. ¡El pincho de oro clavado en nuestros corazones!

»Yo no era un pintor como Moran, no debe hacerse esa idea. Yo pertenecía a la nueva generación y no me dedicaba a esa mierda romántica. Había estado en París en 1906 y 1907 y sabía lo que sucedía en el mundo del arte. Los fauvistas, los cubistas, vi esas tendencias cuando era joven, y una vez que pruebas el sabor del futuro, ya no hay forma de volver atrás. Conocía a la gente que frecuentaba la galería de Stieglitz en la Quinta Avenida, nos íbamos de copas y hablábamos de arte. Les gustaba mi pintura, aseguraban que era uno de los nuevos ases. Marin, Dove, Demuth, Man Ray, los conocía a todos. Yo era un diablillo astuto en aquel entonces, tenía la cabeza llena de ideas brillantes. Ahora se habla mucho del Armory Show, pero eso ya era un tema viejo para mí cuando tuvo lugar. De todas formas, yo era diferente de la mayoría de ellos. La línea no me interesaba. La abstracción mecánica, el lienzo visto como el mundo, el arte intelectual, todo eso me parecía un callejón sin salida. Yo era un colorista y mi tema era el espacio, el espacio puro y la luz: la fuerza de la luz cuando da en el ojo. Seguía pintando del natural y por eso disfrutaba hablando con alguien como Moran. Él pertenecía a la vieja guardia, pero había estado influido por Turner y teníamos eso en común, junto con la pasión por el paisaje, la pasión por el mundo real. Moran me hablaba continuamente del Oeste. Si no vas allí, me decía, nunca sabrás qué es el espacio. Tu obra dejará de evolucionar si no haces ese viaje. Tienes que experimentar lo que es ese cielo, eso cambiará tu vida. Dale que dale, siempre con lo mismo. Insistía en ello cada vez que nos veíamos y, después de algún tiempo, finalmente me dije: ¿Por qué no? No te hará daño ir allí y verlo.

»Eso fue en 1916. Yo tenía treinta y tres años y llevaba cuatro casado. De todas las cosas que he hecho en mi vida, ese matrimonio constituyó la equivocación más grave. Elizabeth Wheeler se llamaba. Era de una familia rica, así que no se casó conmigo por mi dinero, pero cualquiera hubiera dicho que sí, a juzgar por como fueron las cosas entre nosotros. No tardé mucho en averiguar la verdad. Lloró como una colegiala en nuestra noche de bodas y después las puertas se cerraron. Oh, tomé el castillo al asalto de vez en cuando, pero más por rabia que por otra cosa. Sólo para que ella supiera que no podía salirse siempre con la suya. Todavía ahora me pregunto qué me impulsó a casarme con ella. Quizá su cara era demasiado bonita, quizá su cuerpo era demasiado redondo y macizo, no sé. En aquellos tiempos todas eran vírgenes cuando se casaban, pensé que le cogería gusto con el tiempo. Pero la cosa no mejoró, todo eran lágrimas y lucha, gritos, asco. Me consideraba una bestia, un agente del diablo. ¡Mal rayo parta a esa bruja frígida! Debería haber vivido en un convento. Le mostré la oscuridad y la suciedad que mueven el mundo y no me lo perdonó nunca.
Homo erectus
, para ella no era más que horror: el misterio de la carne masculina. Cuando vio en qué consiste, se vino abajo. Pero dejemos este tema. Es una vieja historia, estoy seguro de que la ha oído antes. Encontraba mis placeres en otra parte. No me faltaban oportunidades, puedo asegurárselo, mi polla nunca sufrió por abandono. Yo era un caballero joven y apuesto, no tenía problemas de dinero, mi sexo estaba siempre ardiendo. ¡Ja! Ojalá tuviéramos tiempo para hablar un poco de eso. Los palpitantes coños que he habitado, las aventuras de mi tercera pierna. Las otras dos están difuntas, pero su hermanita ha conservado una vida propia. Incluso ahora, Fogg, aunque no lo crea. El hombrecito nunca se ha dado por vencido.

»Bueno, bueno, basta ya. No tiene importancia. Sólo estoy tratando de ponerle en antecedentes, de situarle. Si necesita una explicación para lo que sucedió, mi matrimonio con Elizabeth le ayudará a comprenderlo. No estoy diciendo que fuera la única causa, pero ciertamente fue un factor. Cuando se me presentó aquella situación, no tuve remordimientos por desaparecer. Vi la oportunidad de morirme y la aproveché.

»No lo planeé así. Tres o cuatro meses, pensé, y luego volveré. El grupo de Nueva York pensó que estaba loco por irme allí, no veían qué sentido tenía. Vete a Europa, me decían, en Estados Unidos no hay nada que aprender. Les expliqué mis razones, y a medida que hablaba de ello aumentaba mi entusiasmo. Me volqué en los preparativos, estaba impaciente por partir. Desde el principio decidí llevar a alguien conmigo, a un joven llamado Edward Byrne, Teddy, como le llamaban sus padres. El padre era amigo mío y me convenció de que llevara al muchacho. Yo no tenía serias objeciones. Pensé que me vendría bien la compañía y Byrne era un chico animoso; había navegado con él un par de veces y sabía que tenía la cabeza sobre los hombros. Tenía dieciocho o diecinueve años, era resuelto, listo, fuerte y atlético. Su sueño era llegar a ser topógrafo, quería meterse en el Instituto Geológico de Estados Unidos y pasarse la vida recorriendo las grandes extensiones naturales. Así era la época, Fogg. Teddy Roosevelt, bigotes en forma de manillar, todas esas fanfarronadas masculinas. Su padre le compró un equipo completo, sextante, brújula, teodolito, toda clase de instrumentos, y yo me compré suficientes artículos de pintura para un par de años: lápices, carboncillos, pasteles, pinturas, pinceles, rollos de lienzo, papel. Pensaba trabajar mucho. Las palabras de Moran habían acabado por calar hondo y esperaba grandes cosas de ese viaje. Iba a realizar mi mejor obra allí y no quería que me faltaran materiales.

»A pesar de su rigidez en la cama, Elizabeth empezó a preocuparse por mi partida. A medida que se acercaba la fecha, se sentía cada vez más desdichada; se echaba a llorar y me pedía que suspendiera el viaje. Sigo sin entenderlo. Uno habría esperado que se alegrara de verse libre de mí. Era una mujer imprevisible, siempre hacía lo contrario de lo que uno esperaba de ella. La noche anterior a mi marcha llegó incluso a hacer el supremo sacrificio. Creo que se achispó un poco antes, para darse valor, ya sabe, y luego se me ofreció. Los brazos abiertos, los ojos cerrados, como si fuera una mártir. Nunca lo olvidaré. Oh, Julian, no cesaba de repetir, oh, mi amado esposo. Como la mayoría de los locos, es probable que supiera de antemano lo que iba a suceder, probablemente intuía que las cosas estaban a punto de cambiar para siempre. Se lo hice esa noche (era mi deber, después de todo) pero eso no me impidió marcharme al día siguiente. Tal y como salieron las cosas, ésa fue la última vez que la vi. Le estoy contando los hechos, puede usted interpretarlos como quiera. Aquella noche tuvo consecuencias, seria un descuido por mi parte no mencionarlas, pero pasó mucho tiempo antes de que yo supiera cuáles habían sido. Pasaron treinta años; de hecho, toda una vida. Consecuencias. Así son las cosas, muchacho. Siempre hay consecuencias, se quiera o no.

»Byrne y yo fuimos en tren. Chicago, Denver, hasta Salt Lake City. Era un viaje interminable en aquellos tiempos, y cuando finalmente llegamos allí, a mí me parecía que llevaba un año viajando. Fue en abril de 1916. En Salt Lake encontramos a un hombre dispuesto a servirnos de guía, pero esa misma tarde, por increíble que parezca, se quemó una pierna en una herrería y tuvimos que contratar a otro. Fue un mal presagio, pero uno nunca hace caso de esas cosas en el momento, sigue adelante y hace lo que tiene que hacer. El hombre a quien contratamos se llamaba Jack Scoresby. Era un antiguo soldado de caballería, de cuarenta y ocho o cincuenta años, un viejo en aquellos lugares, pero la gente decía que conocía bien el territorio, tan bien como cualquier otro a quien pudiéramos encontrar. Tuve que creerles. La gente con la que hablé eran desconocidos, podían decirme lo que les diera la gana, a ellos qué les importaba. Yo no era más que un novato, un novato rico recién llegado del Este, ¿por qué había de importarles un bledo lo que me ocurriera? Así fue como sucedió, Fogg. No había elección, tenía que lanzarme a ciegas y confiar en que todo saliera bien.

»Tuve mis dudas respecto a Scoresby desde el principio, pero estábamos demasiado ansiosos por emprender el viaje para perder más tiempo. Era un hombrecillo sucio con una risa aviesa, todo bigotes y grasa de búfalo, pero sabía vender el producto, tengo que reconocerlo. Nos prometió llevarnos a sitios donde pocos hombres habían pisado, eso es lo que nos dijo, nos enseñaría cosas que sólo Dios y los indios habían visto. Aun sabiendo que era un timador, era difícil no entusiasmarse. Extendimos el mapa en una mesa del hotel y planeamos la ruta que seguiríamos. Scoresby parecía saber lo que se decía y no paraba de hacer comentarios para demostrarnos sus conocimientos: cuántos caballos y burros necesitaríamos, cómo tratar a los mormones, cómo resolver el problema de la escasez de agua en el sur. Era evidente que pensaba que éramos unos idiotas. La idea de ir a mirar los paisajes no tenía sentido para él, y cuando le dije que era pintor, apenas pudo contener la risa. Sin embargo, llegamos a un acuerdo justo y lo sellamos con un apretón de manos. Supuse que todo se arreglaría cuando nos conociéramos mejor.

BOOK: El Palacio de la Luna
4.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

He Shall Thunder in the Sky by Elizabeth Peters
Brutal Game by Cara McKenna
The Devil's Acre by Matthew Plampin
Misery Bay: A Mystery by Chris Angus
Pornland by Gail Dines
Nolan by Kathi S. Barton
The Hourglass by Donaldson, Casey