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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (7 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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Así podía parecer a primera vista, sorprendente y en cierto modo increíble, pero para quienes conocían más a fondo la historia de los Qyprilli no era ni mucho menos sorprendente. Hacía alrededor de cuatrocientos años que aquella gran familia, rodeada siempre de un halo de gloria, parecía condenada a padecer una desgracia perpetua. Había en su historia tanta luz como tinieblas, tantos altos dignatarios, ministros, gobernadores, primeros ministros como condenados a prisión, decapitados, desaparecidos sin dejar rastro. «Nosotros los Qyprilli somos igual que esas gentes que labran la tierra y habitan a los pies del Vesubio», decía bromeando Kurt. «Igual que ellos viven a la sombra del volcán y son enterrados en cenizas cuando entra en erupción y se desborda, de idéntico modo nosotros somos periódicamente víctimas de la ira del Soberano a cuya sombra vivimos. Y, tal como esa gente —pese a las repetidas calamidades que el volcán le ocasiona —retorna a sus fértiles y peligrosas laderas y restablece en ellas la vida cuando ha vuelto la calma, también nosotros, a pesar de los castigos que nos impone el Soberano, permanecemos a su sombra y le servimos fielmente.»

Desde la infancia recordaba Mark-Alem cierto ir y venir de los sirvientes por la gran mansión antes de que despuntara el alba, los cuchicheos tras las puertas, a sus tías que con el rostro aterrorizado llamaban al portón exterior, días enteros pasaba bajo la amenaza de nuevas funestas, expectante, angustiado, hasta que la calma retornaba con el llanto consolador por el condenado en algún rincón apartado; y después la vida continuaba como antes, a la espera de un nuevo período de esplendor o de una nueva calamidad. Porque, según se decía, en la familia de los Qyprilli, los hombres se encaramaban a los más encumbrados puestos o se hundían en la desgracia, no había caminos intermedios.

«Por fortuna tú, al menos, no llevas el apellido Qyprilli», le repetía su madre, sin excesiva confianza en sus propias palabras de consuelo. Era su único hijo y, desde que muriera su esposo, la sola preocupación de su existencia había consistido en encontrar el modo de proteger a Mark-Alem de la cara fatal del destino de los Qyprilli. La tarea la había hecho más sabia, más autoritaria y, sorprendentemente, más hermosa. Durante largo tiempo, por su propia cuenta había decidido mantener alejado a su hijo de la carrera administrativa. Sin embargo, cuando el muchacho creció y terminó los estudios, su decisión le fue pareciendo cada vez más carente de sentido. En la familia de los Qyprilli no había lugar para desocupados; de buen o de mal grado era preciso encontrarle un empleo. Un empleo con las máximas posibilidades de promoción y las mínimas para ir a parar a la cárcel. Se discutió largamente el asunto en el seno de la familia, se habló y se volvió a hablar de la diplomacia, el ejército, la corte, la banca, la administración, se sopesaron una por una las ventajas y los inconvenientes de cada opción, las posibilidades de ascenso y las de caída, se evaluó uno por uno cada puesto. Rechazado uno por parecer inadecuado o más peligroso se elegía otro, para, después, por idénticas causas, renunciar al segundo y hallar un tercero, que, en principio, parecía distinguirse de los dos anteriores, pero luego, tras un análisis más profundo, se llegaba a la conclusión de que precisamente aquel empleo, en apariencia tranquilo, resultaba más peligroso que todos los demás, y entonces se volvía otra vez al primero, aquél del cual al principio, habían dicho: «¡Oh, no, cualquiera menos ése!», y así sin solución de continuidad, hasta que por fin su madre, cansada de aquello, dijo: «Que vaya donde quiera, no se puede eludir lo que está escrito».

Entretanto, justo cuando se disponían a dejar la decisión en manos del propio Mark-Alem, su tío mediano, el Visir, que hasta entonces no se había mezclado en el asunto, expresó al fin su parecer. Lo que propuso sonó al principio como algo descabellado, algo que forzosamente debía ser acogido con una sonrisa aunque la sonrisa se desvaneció pronto en el rostro de todos, dejando paso a cierto estupor. ¿El Palacio de los Sueños? ¿Pero cómo? ¿Por qué razón? Después, poco a poco, cuanto más lo pensaban, tanto más natural les iba pareciendo. ¿Por qué no en el Tabir Saray? ¿Qué tenía de malo? No sólo no tenía nada de malo, por el contrario era mucho mejor que aquellos otros empleos plagados de trampas. ¿Pero acaso no había peligros allí? Desde luego, desde luego, pero en cualquier caso eran peligros de ensueño en un mundo de sueños, comprendes, como dicen los viejos cuando se encuentran en un aprieto: ¡Dios mío, haz que no sea más que un sueño!

Y eso fue lo que sucedió. Poco a poco, la idea del ministro arraigó en el ánimo de la madre de Mark-Alem. «¿Cómo no se me había ocurrido antes?», decía. El Tabir le parecía un hallazgo providencial para su hijo. Aparte de tratarse de una institución que ofrecía ilimitadas posibilidades de hacer carrera, la madre de Mark-Alem se sentía atraída en especial por su carácter indeterminado, nebuloso. Allí la realidad se desdoblaba, se penetraba de inmediato en el terreno de lo irreal, y era esta vaguedad lo que para ella constituía un inmejorable ambiente donde pudiera refugiarse su hijo en tiempos de adversidad.

El resto de la familia era de la misma opinión. Además, decían, si el Visir lo había propuesto, no era porque sí. En los últimos tiempos el Tabir Saray estaba jugando un creciente papel en los grandes asuntos de Estado y los Qyprilli, con su natural inclinación a considerar con cierta ironía las viejas instituciones tradicionales, habían subestimado en alguna medida el Palacio de los Sueños. Años atrás, fueron precisamente ellos quienes, según se decía, ante la imposibilidad de cerrarlo, habían debilitado de manera notable su influencia. Pero en los últimos tiempos el Soberano le había restituido el poder de antaño.

Mark-Alem se fue enterando de todo esto de forma paulatina, en el curso de las interminables conversaciones acerca de la colocación que más le convenía. Como es natural, cuando se decía que los Qyprilli se habían mostrado un tanto negligentes con el Tabir, no significaba ni mucho menos que no dispusieran de gente suya en él. Habrían dejado de ser hacía mucho quienes eran si hubieran cometido semejante insensatez. Sin embargo, aplicados al parecer a otros resortes del Estado y, sobre todo confiando en que lograrían neutralizar de nuevo el aliento de la «institución chocha», tal como la llamaban burlonamente entre ellos, habían relajado su atención al respecto. Era lo que ahora se esforzaban en reparar. Tenían gente de confianza allí, sin duda decenas de personas, «pero es bien distinto contar con alguien de la propia sangre», le había dicho el Visir a su hermana, la madre de Mark-Alem. Era ostensible su nerviosismo ante el problema aunque ella tuvo la impresión de que le preocupaba más de lo que dejaba traslucir. Sin duda había algo que no le había contado.

Esa conversación se produjo dos días antes de que Mark-Alem se presentara en el Tabir Saray. Durante aquella temporada, su nombre y el del Palacio de los Sueños se habían tornado inseparables. Y he aquí que continuaban apareciendo juntos, hecho este que le hacía el asunto desagradable. Confiaba en que cambiaran de tema cuando se sentaran a cenar. Mas, por suerte, no hubo de esperar hasta entonces. En realidad se continuó hablando del Tabir Saray, pero sin que su nombre se viera involucrado. Esto le impulsó a escuchar con más interés la charla.

—En cualquier caso, ahora puede afirmarse que el Tabir Saray ha recuperado plenamente su autoridad de antaño —dijo uno de los primos.

—Pues yo, a pesar de ser un Qyprilli, nunca creí que su autoridad pudiera ser fácilmente quebrantada —respondió Kurt—. No es sólo una de las más antiguas instituciones del Imperio; a mi juicio, al margen de su exótica denominación, es la más temible.

—Pero no es la única; existen otras —le contradijo el primo.

Kurt sonrió.

—Pero el terror que inspiran es demasiado ostensible —respondió—, el temor que provocan se percibe de lejos, como una nube negra. Mientras que con el Tabir Saray las cosas son bien distintas.

—¿Y por qué, según tú, es temible el Palacio de los Sueños? —intervino la madre de Mark-Alem.

—¡Oh, pero no en el sentido en que debes estar pensando! —dijo Kurt, mirando de soslayo a Mark-Alem—. Yo me refería a otra cosa. En mi opinión, de todos los mecanismos del Estado, el Palacio de los Sueños es el más ajeno a la voluntad de los hombres. ¿Entendéis lo que quiero decir? Es el más impersonal de todos, el más ciego, el más fatal, por tanto también el más estrictamente estatal.

—Pues a mí me parece que, si bien en cierta medida, puede asimismo ser dirigido —se interpuso el otro primo. Era calvo, con una mirada en la que la inteligencia se expresaba de forma peculiar: sus ojos estaban semiapagados, se diría que consumidos por esa misma inteligencia, de la que parecía dispuesto a desprenderse al menos en parte.

—Pues yo afirmo que se trata de la única institución de nuestro Estado mediante la cual la zona oscura de la conciencia de todos los súbditos establece contacto con él —dijo Kurt. Miró a todos sucesivamente, como intentando averiguar qué efecto causaban sus palabras—. Es cierto que las multitudes no gobiernan —prosiguió—, pero poseen un mecanismo por medio del cual influyen en todos los asuntos, en las vicisitudes y hasta en los crímenes del Estado, y ese mecanismo es el Tabir Saray.

—¿Quieres decir que todos ellos tienen responsabilidad en cuanto sucede, y que eso produciría en ellos cierto sentimiento de culpa? —preguntó el primo.

—Sí —le respondió Kurt—. En cierta medida, sí —añadió con decisión.

El otro sonrió, pero en sus ojos semicerrados no pudo distinguirse más que un destello de la sonrisa, como la luz por debajo de una puerta.

—Al margen de eso, en mi opinión es la institución más absurda del Imperio —dijo.

—Sería absurda en un mundo lógico —afirmó Kurt—. Pero en este mundo nuestro, a mí me parece perfectamente normal.

El primo comenzó a reír a carcajadas, pero al reparar en el rostro adusto del gobernador, sofocó poco a poco la risa.

—Pues por todas partes se dice que las cosas son más complicadas que eso —intervino el otro primo—. Nada es nunca tan sencillo como parece. ¿Quién puede hoy saber lo que fue en realidad el Oráculo de Delfos? Sus archivos se han perdido. O para ser más exacto se los hizo desaparecer. La misma admisión de Mark-Alem no ha sido tan fácil…

La madre de Mark-Alem, con mirada extraordinariamente atenta, se esforzaba por no perder detalle.

—Será mejor que dejemos esta conversación —intervino el gobernador.

¿Mi admisión no ha sido fácil?, se dijo Mark-Alem y en su memoria se sucedieron fragmentos de aquella primera mañana en que fue al Tabir como la más indefensa criatura del mundo, mezclados con las últimas y monótonas horas de su trabajo en Selección. ¡Y pensar que él cree que he entrado allí para conquistar el Tabir!, pensó, burlándose con amargura.

—Dejad de una vez ese tema —insistió el gobernador.

En ese momento, Loke anunció que la cena estaba servida y todos se levantaron para dirigirse al comedor.

En la mesa, la mujer del gobernador comenzó a contar algo sobre las costumbres de la provincia que administraba su marido, cuando Kurt, sin excesiva consideración, la interrumpió.

—He invitado a unos rapsodas de Albania para que vengan —dijo.

—¿Cómo? —exclamaron dos o tres voces.

Era evidente que aquel «cómo», significaba: «¿Cómo se te ha ocurrido una idea semejante? ¿Por qué? ¿Qué nuevo desatino es éste?»

—Anteayer hablé con el cónsul austriaco —prosiguió—, ¿y sabéis lo que me dijo? Vosotros los Qyprilli sois hoy la única familia aristocrática de Europa y seguramente del mundo, a quienes se dedica una canción de gesta.

—Ah —exclamó uno de los primos—, ya comprendo.

—Según él, la epopeya que está dedicada a nosotros es comparable a Los Nibelungos de los alemanes —y añadió—: Si a una gran familia alemana o francesa se le cantara en la actualidad la centésima parte de lo que se nos dedica a nosotros en los Balcanes, lo proclamaría a los cuatro vientos como el mayor de los orgullos y de los milagros. Y sin embargo apenas si nos acordamos de ello. Eso es lo que me dijo.

—Está claro —insistió el primo—. Sólo hay una cosa que no consigo entender: has hablado de unos rapsodas albaneses, ¿no es así? Si de lo que se trata es de la epopeya que todos conocemos, ¿qué pintan aquí los rapsodas albaneses?

Kurt Qyprilli lo miró a los ojos, pero no respondió. El tema de la epopeya era tan viejo en las discusiones familiares como las costosas vajillas, antiguos regalos de los distintos soberanos, que cada generación heredaba de la anterior para transmitírselas a la siguiente. Mark-Alem había oído hablar de ella desde niño. Al principio se había representado la
epos
(así se la llamaba) como algo alargado, un ser intermedio entre el dragón y la serpiente, que habitaba lejos, en alguna montaña nevada y a cuyo cuerpo, lo mismo que el de los monstruos fabulosos, estaba atado el destino de su familia. Pero al crecer, poco a poco había comprendido, aunque no con demasiada claridad, el significado de la epopeya. En realidad tuvo cierta dificultad para entender cómo los Qyprilli podían vivir en la capital imperial y gozar en ella de tan encumbrada posición mientras allá lejos, en los prodigiosos Balcanes, en una provincia llamada Bosnia, se cantaba una epopeya en su honor. Aún más incomprensible resultaba para su mente el hecho de que aquella canción de gesta no se cantara en el país originario de los Qyprilli, Albania, sino en Bosnia y además, no en su lengua materna sino en serbio. Una vez al año, durante el mes del Ramadán, venían los rapsodas desde Bosnia. Se alojaban varios días en casa de los Qyprilli y entonaban sus largos cantares, acompañados de un instrumento musical que producía un sonido quejumbroso. Era ésta una tradición que duraba ya cientos de años y que las nuevas generaciones de Qyprilli no habían osado abandonar ni alterar. Reunidos en el salón de recepciones escuchaban la voz reptante de los rapsodas eslavos, sin entender una sola palabra de lo que decían excepto su apellido, que ellos pronunciaban
Qupriliq
. Después los rapsodas recibían la remuneración habitual y se marchaban, dejando tras de sí una sensación de vacío, de enigma no resuelto, que durante varios días provocaba en los dueños de la casa suspiros sin motivo aparente, semejantes a los que provoca un cambio de clima repentino.

Sin embargo corría la voz de que el Soberano envidiaba a los Qyprilli precisamente a causa de esa epopeya. Decenas de divanes y poemas diversos habían sido compuestos para su glorificación por los poetas oficiales, pero en parte alguna se le había dedicado una canción de gesta semejante a la de los Qyprilli. Se decía incluso que esa envidia era una de las principales causas de que el Soberano castigara una y otra vez con sus rayos a la ilustre familia. Pero ¿por qué no le regalamos la epopeya al Sultán y nos libramos de una vez por todas de sus castigos?, dijo en cierta ocasión el pequeño Mark-Alem, después de escuchar los suspiros de los mayores. «Calla», le contestó su madre, «la epopeya no es algo que pueda regalarse, me entiendes, es como las alianzas o las joyas familiares, una de esas cosas imposibles de obsequiar por mucho que lo pretendas».

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