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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (4 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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—Abajo hay café y
salep
[2]
. Ven, te sentará bien tomar algo.

No alcanzó a ver la cara de quien le hablaba. Pero se levantó de su asiento, cerró el legajo y se dirigió como los demás hacia la salida.

En el largo corredor no había necesidad de preguntar hacia dónde debía dirigirse. Todos caminaban en la misma dirección. Por los pasillos laterales afluía cada vez más gente, que se agregaba a los que iban por el pasillo principal. Mark-Alem se metió entre ellos. Caminaban hombro con hombro. Parecía asombrosa la multitud de funcionarios del Tabir Saray. Eran centenares, puede que millares.

El ruido de los pasos se incrementó en las escaleras. Tras descender una planta volvieron a recorrer un largo trecho, seguido por un nuevo descenso. Ahora, el murmullo de los pasos se tornaba más apagado, las ventanas eran más estrechas. Tuvo la sensación de que se adentraban en el subsuelo. Caminaban prácticamente pegados unos a otros. Antes de llegar se percibió el olor del café junto al agradable aroma del salep. Encontró en el aroma cierta semejanza con los desayunos de su gran casa, algo que le produjo una oleada de satisfacción. Divisó a lo lejos los largos mostradores, tras los cuales decenas de camareros servían las tazas de café y los tazones de salep, aún humeantes. Se dejó empujar hacia allá. A su alrededor resonaban las voces, se escuchaba el sorbeteo del café o las infusiones, se distinguían toses, carraspeos, el tintineo de las pequeñas monedas. Le pareció que una parte de la gente estaba resfriada, o que ya después de varias horas de completo silencio tuvieran necesidad de aclararse la garganta antes de hablar.

Situado por la fuerza en una de las colas, se encontró bloqueado junto a uno de los mostradores, sin poder avanzar ni retroceder. Se daba cuenta de que los demás lo pasaban, extendían las manos por encima de su cabeza para coger las tazas o entregar el dinero, mas no tenía el menor propósito de irritarse. En realidad no le apetecía ni comer ni beber. Permanecía allí, dejándose zarandear por las olas, sólo por hacer lo mismo que los demás.

—Así no vas a conseguir tomar nada —oyó una voz a su espalda—. Déjame pasar a mí, al menos.

Se apartó de inmediato para dejar espacio al otro. Éste, sorprendido al parecer por la celeridad de su respuesta, volvió la cabeza con aire de curiosidad. Era un rostro largo, rojizo, con enormes mejillas de buen muchacho. Por un instante sus ojos miraron con fijeza a Mark-Alem.

—¿Eres nuevo?

Mark-Alem dijo que sí con un gesto.

—Ya se nota.

Dio aún uno o dos pasos hacia el mostrador y volvió la cabeza hacia él.

—¿Qué vas a tomar, café o salep?

Estuvo tentado de contestar: «Nada, gracias», pero le pareció que resultaría un poco insólito. ¿No estaba allí para hacer lo que todo el mundo y no llamar la atención de nadie?

—Café —dijo en voz baja, exagerando la gesticulación de los labios para que el otro lo entendiera.

Buscaba las monedas en el bolsillo con una mano, pero entretanto su nuevo conocido ya le había dado la espalda y había llegado al mostrador. Mientras esperaba, los oídos de Mark-Alem atrapaban sin querer frases sueltas de las conversaciones de quienes lo rodeaban. Parecían fragmentos triturados por una gran muela de molino, pero a veces, entre el barullo, captaba palabras, incluso frases enteras que la muela todavía no había logrado pulverizar con su movimiento rotatorio, cosa que, sin duda, lograría al siguiente giro. Escuchaba absorto las frases que lo alcanzaban. No había en ellas una sola referencia a los asuntos del Tabir Saray. Aludían a cuanto era cotidiano y banal, al frío de la calle, la calidad del café, las carreras de caballos, la lotería, la gripe que se había extendido por la capital, pero ni una sola palabra sobre lo que ocurría en el interior de aquel edificio. Se diría más bien que aquella gente trabajaba en la oficina del Catastro o, quién sabe, en algún otro ministerio, pero nunca que fueran funcionarios del famoso Palacio de los Sueños, la institución más misteriosa del Imperio.

Distinguió a su recién conocido bienhechor, que salía de la cola sosteniendo cuidadosamente dos tazas de café.

—Demonios, qué desagradable es esta cola —dijo y, sin entregar la taza a Mark-Alem, caminó hacia delante con los mismos movimientos precavidos, en busca de alguna mesa libre, entre las decenas o centenares de ellas que se distribuían por el sótano. Desnudas y desprovistas de asientos, no servían más que para acodarse mientras se tomaba el café y, sobre todo, para dejar las tazas vacías.

El hombre se detuvo por fin ante una mesa libre con las tazas de café en las manos y las dejó sobre el tablero. Mark-Alem le extendió con azoramiento las monedas que había mantenido hasta entonces apretadas en el puño. El otro hizo un gesto de rechazo con la mano.

—No es necesario —dijo—. Es muy poca cosa.

—Sí, pero… —respondió Mark-Alem entre dientes—, de todos modos…

—Estás invitado, no le des más vueltas.

—¡Gracias!

Extendió la mano y cogió la taza. En la otra aún sostenía las pequeñas monedas de cobre.

—¿Cuándo has sido admitido?

—Hoy mismo.

—¿De verdad? ¡Felicitaciones! Bueno, entonces, tienes suerte… —no supo cómo acabar la frase y se llevó la taza a los labios.

—¿En qué departamento?

—En Selección.

—¿En Selección? —exclamó el otro con sorpresa. Su cara se iluminó aun más—. Has empezado pero que muy bien. Habitualmente, al entrar se empieza por Recepción, incluso más abajo, por Copistería.

Mark-Alem sintió de pronto el imperioso deseo de saberlo todo acerca del Tabir Saray. Algo se había quebrado en su comedimiento.

—Selección es un departamento importante, ¿no es así? —preguntó.

—Sí, bastante importante. Sobre todo para un recién llegado.

—¿Cómo?

—Quiero decir, sobre todo como comienzo para alguien nuevo, ¿me entiendes?

—¿Y de manera general? No para alguien nuevo sino en general.

—Sí… desde luego… también en general es considerado un departamento bastante serio. Yo diría que de primera importancia.

Ahora era Mark-Alem quien no le quitaba ojo.

—Por supuesto hay departamentos más importantes.

—¿Interpretación, por ejemplo?

Sorprendido, el otro apartó la taza de sus labios.

—Vaya, vaya, no eres tan novato como pareces —le dijo sonriendo—. Has aprendido muchas cosas para ser el primer día.

Mark-Alem quiso responderle también con una sonrisa, pero enseguida comprendió que ese deseo era un lujo prematuro. La piel de su cara no había podido desprenderse todavía de la rigidez producida por aquella mañana extraordinaria.

—Desde luego, Interpretación es el fundamento del Tabir Saray —dijo el otro—. … éste es el centro neurálgico, cómo decirlo, el cerebro, pues allí adquiere sentido el trabajo que realiza el resto de los sectores, toda la preparación, el esfuerzo…

Mark-Alem escuchaba enfebrecido.

—¿No se les llama los aristócratas del Tabir? El otro frunció los labios pensativo.

—Sí, precisamente. Si no los aristócratas, algo parecido… Sin embargo…

—¿Qué?

—No vayas a pensar que no hay otros por encima…

—¿Y quiénes son esos otros? —Mark-Alem se sorprendía de su propio arrojo.

Su contertulio lo observó con serenidad.

—El Tabir Saray resulta ser siempre mucho más de lo que parece.

Quiso preguntarle qué sentido tenía aquello, pero el temor a excederse lo contuvo.

—Además del Tabir normal, existe el Tabir secreto —prosiguió el otro—, que se ocupa del tratamiento de los sueños que la gente no envía por sí misma sino que el Estado debe procurarse por sus propios medios y métodos. Comprenderás que se trata de un departamento no menos importante que Interpretación.

—Por supuesto —dijo Mark-Alem—, sin embargo…

—¿Qué?

—¿No terminan en Interpretación todos los sueños, incluso los que el Tabir secreto se encarga de reunir?

—Sí. De hecho, el resto de los departamentos están duplicados, es decir existen por separado en el Tabir legal y en el Tabir secreto, pero Interpretación es único para el Tabir Saray entero. No obstante, eso no significa que en la jerarquía se sitúe por encima del Tabir secreto en tanto tal.

—Pero quizá tampoco por debajo…

—Puede ser —dudó el otro—. En realidad existe entre ambos una suerte de rivalidad.

—En resumen, ambos departamentos son la aristocracia del Tabir Saray.

Su interlocutor sonrió.

—Ya que te gusta tanto esa palabra, puede decirse que así es.

Sorbió una vez más su taza aunque ya no había café en ella.

—Pero no vayas a creer que son la cumbre. Hay todavía otros por encima de ellos.

Mark-Alem alzó los ojos para comprobar si se estaba burlando o hablaba en serio.

—¿Y quiénes son esos otros?

—Los que se encargan del Sueño Maestro.

—¿Cómo?

—Los encargados del Sueño Maestro o Supra-sueño, según lo llaman últimamente.

—¿Qué es eso?

El otro bajó la voz.

—Quizá no esté bien que hablemos de estas cosas —dijo—. Aunque tú, a fin de cuentas, ya eres un hombre del Tabir Saray. Por otro lado se trata de cuestiones relativas a la estructura, a la administración y no creo que haya en ello ningún secreto, ¿no?

—Eso creo también yo —confirmó Mark-Alem. Su deseo de conocer más detalles era incontenible.

—Te lo ruego, cuéntame algo más —dijo con delicadeza—. Como tú dices, ya soy de la casa: además, mi madre es de la familia Qyprilli.

—¿De la familia Qyprilli?

El asombro en el tono de su contertulio no sorprendió a Mark-Alem. Era algo habitual, cada vez que alguien se enteraba de su procedencia familiar.

—En cuanto dijiste que te habían destinado directamente a Selección supuse que pertenecías a alguna familia próxima al Estado, pero confieso que no hubiera imaginado que fuera tan importante.

—Es mi madre quien pertenece a los Qyprilli precisó Mark-Alem —yo llevo otro apellido.

—Qué más da. Viene a ser más o menos lo mismo.

Mark-Alem lo miró con atención.

—¿Cómo era eso del Sueño Maestro?

El otro tomó aliento pero, como si calculara que tanto oxígeno era excesivo para el bajo volumen de la voz que iba a emitir, dejó escapar una porción de él antes de comenzar a hablar.

—Probablemente ya sepas que todos los viernes, de entre los miles y miles de sueños que nos llegan y son analizados aquí durante la semana, se elige uno, el que se considera más importante, y se lo presenta al Soberano mediante una ceremonia sencilla, pero muy antigua. Es el Sueño Maestro o Suprasueño, al que me refería.

—Algo había oído, pero muy vagamente, como si se tratara de una leyenda.

—Pues ya ves, no es leyenda sino realidad, y en ello trabajan centenares de personas, los encargados del Sueño Maestro. —Durante varios segundos miró fijamente a Mark-Alem—. Un Sueño Maestro… —murmuró poco después—. ¿Podría imaginar alguien que uno de ellos, por la importante señal anunciadora que proporciona, resulta a veces más útil al Soberano que un ejército entero de soldados o que toda su legión de diplomáticos?

Mark-Alem quedó boquiabierto.

—¿Entiendes ahora por qué los encargados del Sueño Maestro se encuentran tan por encima del resto de nosotros?

¡Qué gigantesco mecanismo!, se dijo Mark-Alem. El Tabir Saray era realmente mucho más de lo que podría imaginarse.

—No se los ve por ninguna parte —prosiguió su interlocutor—. Incluso toman el café y el salep en un local aparte.

—Aparte… —repitió Mark-Alem.

El otro abrió la boca para continuar su relato cuando el sonido de una campanilla, idéntico al que había anunciado el inicio de la pausa matinal, cortó bruscamente las conversaciones.

Mark-Alem no alcanzó siquiera a preguntarle qué significaba aquella campanilla, pues quedó claro en un instante. El sonido no había cesado aún cuando aquella masa de gente comenzaba ya a abalanzarse con presteza hacia las salidas. Quienes no habían llegado a tomarse el café o el salep lo hicieron entonces de un trago; otros, que acababan de cogerlo del mostrador y no podían hacer lo mismo porque estaba demasiado caliente, lo dejaban intacto sobre las mesas y se marchaban a todo correr. El contertulio de Mark-Alem, después de saludarlo con la cabeza, le había dado la espalda dejándolo con la palabra en la boca. En el último instante, Mark-Alem hizo un movimiento hacia él para detenerlo, para hacerle una última pregunta, pero entretanto lo empujaron por la izquierda, luego por la derecha y lo perdió de vista.

Al salir, mientras se dejaba llevar por la corriente como un autómata, recordó que no le había preguntado siquiera cómo se llamaba. Si al menos me hubiera enterado en qué departamento trabaja…, se dijo con pesadumbre. Luego se consoló a sí mismo con la idea de que le sería fácil encontrarlo al día siguiente a la misma hora y volverían a tener oportunidad de conversar.

El flujo de funcionarios se iba reduciendo y Mark-Alem se esforzaba en vano por reconocer alguna de las caras que había visto en Selección. Hubo de preguntar dos veces antes de encontrar su oficina. Entró con paso cauteloso, tratando de pasar inadvertido. En torno se extinguía un último murmullo de sillas arrastrándose. Casi todos habían tomado ya asiento tras las largas mesas. Caminando de puntillas se acercó a su puesto, movió la silla con precaución y se sentó. Permaneció inmóvil unos instantes, después bajó la vista sobre el legajo y leyó: «Tres zorros blancos en el minarete de la mezquita de la subprefectura…», pero al momento volvió a alzar la cabeza, creyendo escuchar una señal extraña, debilísima, casi llorosa, semejante a un pedido de auxilio o a un simple sollozo, llamándolo desde lejos. ¿Qué es? ¿Qué es?, se preguntó y este interrogante inundó todo su ser. Sin que pudiera explicarse la causa, sus ojos fueron a parar a los grandes ventanales, cuya existencia descubría en ese preciso momento. Al otro lado de los cristales, como un ser conocido pero ahora extraordinariamente lejano, distinguió la lluvia salpicada de copos de nieve. Éstos se arremolinaban atolondrados en el seno de la mañana igualmente lejana, cual si pertenecieran a otra vida, de la que quizá le habría sido enviada aquella última señal.

Con un vago sentimiento de culpa apartó los ojos de allí e inclinó la cabeza sobre los papeles, pero antes de reemprender la lectura suspiró profundamente: ¡Oh, Santo Dios!

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