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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

El palacio de los sueños (2 page)

BOOK: El palacio de los sueños
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—Por allí, a la derecha —escuchó a sus espaldas. Sin volver la cabeza, caminó en dicha dirección y sólo el aturdimiento y el temblor frío que le recorría el cuerpo le impidieron sentirse ofendido.

El pasillo era largo y sombrío. Las puertas desembocaban en él por decenas, altas y sin numeración. Contó once y se detuvo. Antes de llamar habría querido preguntar para asegurarse una vez más si era en efecto aquélla la oficina del hombre que buscaba. Pero en el largo corredor no se apreciaba presencia humana. Tomó aliento, extendió la mano y llamó muy quedamente. Del interior no hubo ninguna respuesta. Miró a derecha e izquierda y volvió a llamar, esta vez con más fuerza. De nuevo sin respuesta. Tras la tercera llamada infructuosa empujó la puerta y, para su sorpresa, ésta se abrió sin dificultad. Aterrado quiso cerrarla de nuevo, incluso alargó el brazo para coger la hoja que continuaba abriéndose con un chirrido plañidero, pero en ese instante sus ojos advirtieron que la estancia estaba desierta. Permaneció un rato dudando si entrar o no. Ningún reglamento o normativa aplicable a un caso semejante acudía a su memoria. La puerta dejó por fin de gemir. Con los ojos inmóviles observó los largos bancos que se alineaban contra la pared en el despacho vacío. Esperó aún en el umbral, después su mano tocó la carta de recomendación en el bolsillo interior, se armó de valor y entró. Al diablo, se dijo. Invocó en la memoria su gran mansión en la Avenida Real, su influyente familia, que se reunía con frecuencia después de cenar en el gran salón con chimenea y, con un movimiento repentino, tomó asiento en uno de los bancos. Por desgracia, el recuerdo de su casa lo abandonó con rapidez, dejando su lugar a la angustia anterior. Sus oídos captaron algo semejante a un rumor de voces de procedencia imposible de determinar. Miró en torno y observó que había otra puerta en el interior de la habitación. Las voces parecían proceder del otro lado. Aguardó un buen rato aguzando el oído, pero el murmullo era tan confuso como al principio. Toda su atención estaba ahora concentrada en aquella puerta, tras la cual le pareció que se estaría caliente.

Apoyó las manos en las rodillas y permaneció largo tiempo así, inmóvil. Comoquiera que fuese, se encontraba ya en el interior de un edificio donde escasas personas habían tenido la oportunidad de entrar. Hasta los ministros, se decía, necesitaban un permiso especial para llegar allí. Volvió dos o tres veces la cabeza hacia la puerta de la que procedían las voces, pero sentía que sería capaz de permanecer horas, incluso días enteros esperando, antes que levantarse para abrir aquella puerta. Esperaría allí sentado en el largo banco, bendiciendo al destino por haberle permitido encontrar aquella antesala. No había imaginado que pudiera suceder de aquel modo, tan sencillamente. A decir verdad, tampoco había sido tan sencillo. Pero bueno, se reprochó a sí mismo, un paseo bajo la lluvia, unos portales cerrados, unos porteros de uniformes verdosos en un vestíbulo desolado, ¿no era por cierto sencillo todo aquello?

Sin embargo, sin saber por qué, suspiró.

En ese momento la puerta se abrió y Mark-Alem se puso de pie. Alguien asomó la cabeza, lo vio y volvió a desaparecer, dejando la puerta entreabierta. Se oyó una voz desde el otro lado.

—Hay alguien en la antecámara.

Mark-Alem no supo cuánto tiempo duró su espera de pie. La puerta había quedado entornada, pero a través de la abertura ya no llegaban voces humanas, sólo un extraño traqueteo. El hombre que salió por fin era de corta estatura. Llevaba en una mano un puñado de papeles sobre los cuales, según le pareció a Mark-Alem, se descargaba toda la atención del funcionario. No obstante miró hacia él inquisitivamente. Mark-Alem sintió el impulso de pedirle disculpas de algún modo por haberle hecho salir de su despacho, que sin duda estaba caldeado, pero la mirada del hombre bajito era tal que no se atrevió a abrir la boca. Con un movimiento parsimonioso se limitó a extraer del bolsillo la carta de recomendación y se la tendió. El otro alargó la mano e hizo ademán de cogerla, pero al pronto la retiró como si temiera quemarse. Apenas acercó la cabeza al papel. Mark-Alem creyó distinguir en sus ojos una chispa burlona.

—Ven conmigo —dijo el funcionario y se dirigió a la puerta exterior.

Salió al corredor seguido por Mark-Alem. Durante un trecho, éste se esforzó por recordar el itinerario que seguían de modo que pudiera encontrar la salida a la vuelta, pero poco después comprobó que el empeño, además de carecer de sentido, era imposible.

El corredor resultó ser más largo de lo que le había parecido al principio. La iluminación se expandía débilmente desde otros pasillos laterales, por uno de los cuales doblaron por fin. El funcionario llamó a una puerta y entró, dejándola abierta para Mark-Alem. Éste se detuvo indeciso un segundo, pero su guía le hizo una seña de que lo siguiera, así que penetró en el despacho.

Percibió el aroma del fuego antes de sentir su calor. Un gran brasero de cobre estaba instalado en mitad de la estancia. Tras una mesa de madera se sentaba un hombre de rostro ceñudo, extraordinariamente alargado. A Mark-Alem le pareció que sus ojos estaban clavados en la puerta ya antes de entrar él, como si lo estuviera esperando.

El hombre bajito, que ya le resultaba familiar a Mark-Alem, se acercó al otro y le musitó algo al oído. Por la forma en que los ojos del rostro alargado continuaban mirando hacia la puerta, se diría que alguien estuviera llamando a ella sin cesar. Escuchó los susurros del funcionario y murmuró algo a su vez sin mover un solo músculo del rostro. Mark-Alem presintió que todo iba a irse al traste, que la carta de recomendación y las intercesiones de su familia carecían de poder ante aquellos ojos que, por alguna extraña circunstancia, no tenían vínculos más que con la puerta.

Justo entonces le dijeron algo. Su mano, rozando de manera hostil la solapa del abrigo, extrajo la carta de recomendación; de forma instantánea comprobó que su gesto había acentuado la lobreguez de la atmósfera y de inmediato se dijo que quizá había oído mal, por lo que hizo ademán de volver a meterse la carta en el bolsillo; pero la mano del funcionario bajito se extendió precisamente hacia ella. Recuperado el ánimo, Mark-Alem le tendió el papel, mas su alivio fue breve pues el funcionario, igual que la primera vez, no llegó siquiera a tocarlo. Su mano se limitó a trazar un gesto en el aire, como señalando el camino que debía seguir la carta para llegar donde debía. Completamente aturdido, Mark-Alem acabó por comprender que debía entregarle la carta al otro funcionario, sin duda de rango muy superior al de su acompañante.

Para su sorpresa, el alto funcionario cogió en efecto la carta y, apartando los ojos de la puerta (ya había perdido la esperanza de que pudiera suceder nada parecido), comenzó a leerla. Mientras lo hacía, Mark-Alem no apartaba la vista de él, intentando descubrir algo en su rostro, pero lo que comenzó a suceder en ese instante era terrorífico, más que eso, era una especie de espanto sordo, semejante al que se origina por lo general con los terremotos. En realidad, también aquello guardaba relación con cierta especie de sacudida; el funcionario del rostro sombrío se incorporaba poco a poco de su asiento a medida que leía. Fue precisamente su movimiento, tan parsimonioso y uniforme, lo que aterró a Mark-Alem, pues le asaltó la certeza de que nunca acabaría y de que el imponente funcionario que tenía en sus manos su destino, allí mismo, ante sus ojos, iba a transformarse en un monstruo. Estuvo a punto de gritar: «Basta, ya no quiero el empleo, devuélvame esa carta, pero haga el favor de no levantarse así»; sin embargo, en ese mismo instante el movimiento de incorporación del funcionario llegó a su fin.

Sorprendido, Mark-Alem comprobó que era de mediana estatura. Tomó aliento profundamente, pero su sensación de alivio fue prematura. Por fin de pie, el funcionario comenzó a moverse con el mismo movimiento rutinario. Se dirigía al centro de la estancia. El empleado que había guiado a Mark-Alem parecía conocer de antemano dicho movimiento, pues se había apartado para dejar paso a su superior. Esta vez Mark-Alem sintió verdadero alivio. No era más que el sencillo despliegue de un cuerpo agarrotado por la prolongada inmovilidad, porque padeciera de hemorroides o de artritis, y a él lo había sacado de quicio. En verdad no estaba bien de los nervios últimamente.

Por vez primera en aquella mañana, los ojos de Mark-Alem afrontaron con su aplomo habitual la mirada del otro. El funcionario tenía aún la carta de recomendación en la mano. Mark-Alem esperaba que dijera: «Estoy al corriente de lo tuyo, vas a ser admitido», o, si no tanto, al menos algo esperanzador, una promesa para las próximas semanas o los próximos meses. No en vano sus numerosos primos llevaban dos meses y pico haciendo todas las diligencias necesarias para disponer aquel encuentro. Sin embargo él, Mark-Alem, se había acobardado ante la sola presencia de aquel funcionario, que quizá estaba más necesitado de mantenerse en buenas relaciones con su poderosa familia, que el propio Mark-Alem con él. Mientras lo observaba sentía tal sosiego que por un instante le pareció que la piel de su cara era incluso capaz de incubar una sonrisa. Y sin duda lo hubiera hecho de no suceder algo fatal e inesperado. De pie, ante él, el alto funcionario dobló con cuidado la carta de recomendación y, justo cuando Mark-Alem esperaba sus buenas palabras, el otro la rasgó en cuatro pedazos. Mark-Alem se estremeció. Abrió la boca para decir algo, o quizá simplemente para afrontar la necesidad de oxígeno, pero por si no bastara la destrucción de la carta el funcionario dio un paso hacia el brasero y arrojó los fragmentos en él. Una fugaz llama juguetona recorrió un instante las brasas adormecidas, que parecían canosas por el velo de ceniza que las cubría. Después se consumió, dejando en su lugar la carta carbonizada.

—En el Tabir Saray no se admiten recomendaciones —dijo el funcionario con una voz que a Mark-Alem le recordó el sonido de un reloj solitario en mitad de la noche.

Estaba paralizado. Ignoraba qué debía hacer, si permanecer allí, irse inmediatamente, protestar o pedir disculpas. Como si fuera capaz de leer su pensamiento, el empleado bajito que le había servido de guía salió con toda tranquilidad de la habitación, dejándole a solas con el funcionario. Estaban ahora frente a frente, a ambos lados del brasero. Pero la situación no duró mucho. Con idéntico movimiento parsimonioso al efectuado para llegar hasta allí, y que a Mark-Alem le había parecido tan interminablemente largo, el funcionario se retiró otra vez a su lugar tras la mesa, pero no se sentó. Se limitó a carraspear un poco como si tuviera la intención de pronunciar un discurso y, mirando unas veces la puerta y otras a Mark-Alem, dijo:

—En el Tabir Saray no se admiten recomendaciones porque tal cosa, es decir, la recomendación, contradice la esencia misma de esta Casa.

Mark-Alem no comprendía nada.

—El fundamento del Tabir Saray radica no en la entrada de influencias exteriores sino en su obstrucción, no en la apertura sino en el aislamiento; así pues, no en la recomendación sino en su opuesto. Sin embargo, desde hoy mismo estás admitido en este Palacio.

¿Qué es esto? se dijo Mark-Alem. Como intentando asegurarse una vez más, sus ojos contemplaron los restos del papel carbonizado sobre las viejas brasas adormiladas.

—Sí, desde ahora mismo estás admitido —repitió el funcionario, que parecía haber percibido la mirada perpleja de su interlocutor.

Tomó aliento, apoyó las dos manos sobre la mesa (sólo entonces observó Mark-Alem que el tablero estaba repleto de papeles) y comenzó a hablar.

—El Tabir Saray o Palacio de los Sueños, según se lo llama en el lenguaje actual, es una de las instituciones más importantes de nuestro gran Estado imperial.

Calló unos instantes observando a Mark-Alem como si intentara averiguar en qué medida el recién llegado estaba en condiciones de comprender sus palabras. A continuación prosiguió:

—Hace ya largo tiempo que el mundo reconoció la importancia de los sueños y del papel que éstos han jugado y juegan en los destinos de los estados y de quienes los gobiernan. Sin duda habrás oído hablar del Oráculo de Delfos en la Antigua Grecia, de los célebres nigromantes romanos, asirios, persas, mongoles y otros. En los viejos libros se relatan los efectos beneficiosos de sus predicciones cuando sirvieron para evitar las desgracias, igual que el precio que hubo de pagarse cuando no los creyeron o lo hicieron demasiado tarde. En una palabra, se pueden hallar todos los acontecimientos vaticinados y cuyo discurrir fue o no modificado a partir de la interpretación de sus señales. Esta secular tradición fue, sin lugar a dudas, de gran importancia, pero resulta insignificante frente al formidable mecanismo del Tabir Saray. Nuestro Estado imperial ha sido el primero en la historia del mundo en situar a tan elevada escala la interpretación de los sueños, adjudicándole rango institucional.

Mark-Alem escuchaba embrujado la disertación del funcionario. Aún no estaba bien repuesto de todo lo acaecido durante aquella mañana, cuando esas frases, tan fluidas como enrevesadas, se le venían encima lo mismo que una avalancha para acabar de desbordar el vaso.

—Nuestro Palacio de los Sueños, creado por deseo expreso y directo del Sultán Soberano, tiene como misión clasificar y examinar no ya los sueños aislados de personas individuales las cuales, por una u otra razón, constituían antes una esfera privilegiada y detentaban en la práctica el monopolio de las predicciones mediante la interpretación de los signos divinos, sino el Tabir Total, dicho de otro modo, el sueño de todos los súbditos sin excepción. Se trata de una empresa colosal, ante la que todos los oráculos de Delfos o las castas de profetas y magos de antaño resultan minúsculos y ridículos. La idea concebida por el Soberano de crear el Tabir Total se apoya en el hecho de que Alá lanza su sueño premonitorio sobre la superficie del globo terráqueo con idéntico descuido con que arroja una estrella o un rayo, o acerca de pronto a nosotros un corneta extraído de quién sabe qué ignotas profundidades del cosmos. Así pues, El arroja su señal sobre la Tierra sin fijarse dónde cae, pues en las alturas donde Él se encuentra no presta la menor atención a estos detalles que para nosotros son vitales. Es tarea nuestra vigilar dónde cae ese sueño, buscarlo entre los millones y miles de millones de otros sueños, tal como se busca una perla extraviada en un desierto de arena. Porque descifrar ese sueño, caído corno una chispa perdida en el cerebro de una entre los millones de personas dormidas, puede prevenir la desgracia del Estado y su Soberano, evitar la guerra o la peste, hacer que germinen ideas nuevas. Por eso este Palacio de los Sueños no es una quimera sino uno de los pilares del Estado. Aquí, mejor que mediante ninguna clase de estudio, atestado, informe de inspectores, relación policial o de los gobernadores de los bajalatos, se aprecia la verdadera situación del Imperio. Porque en el continente nocturno del sueño se encuentran tanto la luz corno las tinieblas de la humanidad, su miel y su veneno, su grandeza y su miseria. Todo lo que se muestra confuso y amenazante, o lo que pueda llegar a serlo al cabo de los siglos, manifiesta su señal mediante los sueños de los hombres. No existe pasión o pensamiento maléfico, adversidad o catástrofe, rebelión o crimen, que no proyecte su sombra en los sueños antes de materializarse en el mundo. Por eso el Badijá Soberano dispone que ningún sueño, aunque haya sido visto en el más apartado confín del Estado el día más anodino o concebido por el más insignificante siervo de Alá, debe escapar a la vigilancia del Tabir Saray. El otro mandato imperial, aun más importante si cabe, consiste en que el reflejo resultante de la reunión, ordenamiento y estudio de los sueños del día, de la semana o del mes, sea verídico y no deformado. Con ese fin, del enorme trabajo necesario para la elaboración del material, reviste importancia primordial el mantenimiento del más absoluto secreto. El hermetismo del Tabir Saray hacia el exterior. Sabemos a ciencia cierta que fuera de este Palacio existen fuerzas diversas que, por una u otra razón, están interesadas en introducir su influencia aquí, de modo que sus objetivos, ideas o concepciones aparezcan después como supuestas señales divinas depositadas por Alá en los cerebros humanos dormidos. Ésa es la razón de que no se admitan recomendaciones en el Tabir Saray.

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