Junto a él nunca ocurre nada malo." Al cabo de un rato oyó chapotear al capataz en el agua y luego sintió que le tocaban en el hombro. El hombre temblaba, pero obedecía.
—¿Qué opinas de esto? —preguntó Hori.
El capataz examinó la abertura y se incorporó.
—Parece un pasadizo o algo así —replicó—. No se trata de una fisura natural de la roca.
—A mi me parece lo mismo. Sostén la antorcha tan abajo como puedas, voy a ver adónde conduce.
Sin aguardar sus objeciones, depositó la llama en manos del capataz y se tendió boca abajo, introduciendo los brazos y la cabeza en el agujero. Su faldilla se empapó de inmediato de agua fétida, haciendo que sus músculos se contrajeran con repulsión.
Ceñudo, se impulsó hacia delante en la abertura. Se le atascaron los hombros, pero se liberó retorciéndose.
—¡Aquí el aire es más puro! —anunció—. Estoy seguro de que lo siento moverse arriba.
Si el capataz dijo algo, Hori no lo oyó. Hacia delante todo era una densa negrura. Avanzó como un gusano por una suave pendiente, con la cabeza baja y pronto rozó la roca arenosa con los codos y las rodillas. El pánico amenazaba con paralizarlo, pero lo reprimió con fuerza, pensando en los hombres que esperaban detrás de él, conteniendo con valor sus propios miedos.
Tenía la sensación de llevar siglos arrastrándose, de que el sol ya se había puesto, de que su avance era sólo una ilusión y sus movimientos en realidad no le llevaban a ninguna parte. Pero de pronto rozó con la coronilla algo duro y afilado que le hizo retroceder con un juramento. Se puso de lado y tanteó con los dedos. Le cerraba el paso una gran piedra, que se movió al presionarla. La empujó, apoyándose contra las paredes del tosco túnel y la roca se estremeció. Hori aplicó todas sus fuerzas, imaginando, aunque sabia que no era cierto, que la oscuridad total las menguaba. La roca crujió en una leve protesta y de pronto cedió, dejando entrar un gran rayo de luz cegadora. El joven retrocedió con unas lágrimas de alegría. Parpadeó y se obligó a avanzar. Minutos después sacó la cabeza al exterior, y contempló penosamente una cuesta que conducía a un bosquecillo de palmeras. Más allá, la ciudad danzaba en el fulgor. A la derecha, una piedra amarillenta le obstruía la vista, y después sacó las manos y se agarró a ella para izarse hacia fuera.
Al hacerlo, rozó con la rodilla algo que estaba caído justo en el borde de la oscura abertura que acababa de franquear. Lanzó una exclamación de horror y buscó rápidamente el objeto con la mano. Tanteó con los dedos en el interior del túnel y sacó a la luz un pendiente, que relucía ahora con el color rojo de la sangre que brotaba de su rodilla. Limpió la joya en su faldilla, con la cara aún contraída de dolor, y examinó la pieza.
Era una turquesa grande, azul verdosa, con la forma de una lágrima, engarzada en una pesada filigrana de oro púrpura. Aunque estaba opaca y llena de arena, Hori comprendió que se trataba de una joya muy antigua. Ya no se usaban turquesas de aquel tipo, pues se habían vuelto muy caras. Los artesanos egipcios conocían ahora el método de producir oro púrpura, pero durante siglos habían sido los aurífices del reino de Mitanni, absorbido después por otros imperios, los que lo fabricaban y vendían a la nobleza egipcia. El oro púrpura era en la actualidad de una fusión más pareja, que daba a la preciosa sustancia una mera pátina morada, pero el objeto que Hori estaba haciendo girar entre sus dedos sucios tenía las características vetas de la antigua artesanía de Mitanni.
Lo guardó en el puño y con entusiasmo empezó a descender la cuesta renqueando. Sabia dónde estaba. El túnel terminaba en una discreta esquina de la muralla exterior, ahora casi derruida, que en otros tiempos encerraba el magnifico complejo de la pirámide y los edificios funerarios del faraón Unas. A primera vista, la roca que lo bloqueaba habría parecido sólo una pequeña irregularidad de la muralla.
Mientras cojeaba bajo el ardiente sol, Hori sintió una profunda desilusión. No cabía extrañarse de que la entrada principal se hallase intacta: la piedra que bloqueaba la salida había ofrecido poca resistencia. Sin duda, los ladrones habían descubierto el túnel y penetrado en la tumba por él. Si la cámara recién abierta había contenido algo de valor, los profanadores se lo habrían llevado, dejando caer el pendiente en la apresurada huida.
«Pero ¿y los cadáveres?», agregó su pensamiento, bajo el insistente palpitar de la rodilla. Los ladrones destrozaban con frecuencia los cuerpos en su búsqueda de amuletos valiosos y eran capaces de dejar los restos desmembrados por toda la cámara o amontonados en el mismo sarcófago. Era posible que los dos cadáveres se hubieran disuelto en el agua, lo que significaba que él había estado vadeando en fluido de embalsamamiento diluido. Se estremeció.
Había rodeado ya las extensas ruinas sobre las que descansaba Unas y se encaminaba hacia el familiar caos de su excavación. Vio a dos de sus sirvientes en cuclillas bajo el toldo de su tienda. Los trabajadores del capataz, al marcharse, habían dejado un montón de herramientas al pie de los escombros que flanqueaban la escalera de la tumba. La escena entera respiraba melancólica bajo la implacable crueldad de Ré.
Hori llamó a los servidores cuando estuvo lo bastante cerca de ellos y los dos alzaron la cabeza, sobresaltados. Luego uno de ellos desapareció tras la tienda y un momento después, la litera y sus portadores se acercaron penosamente a Hori por la arena.
Se dejó caer en la litera, agradecido de no verse obligado a caminar los pocos metros que faltaban para llegar a la tienda. Se inspeccionó la rodilla. El tajo le llegaba hasta el hueso, con unos bordes desiguales, parecía increíble que un objeto tan pequeño pudiera infligir tanto daño. Se le ocurrió que quizá estuviese oculto junto a una piedra de borde afilado. «Voy a necesitar sutura", pensó, con una mueca. "Mi padre se alegrará.»
La litera se detuvo.
—Ve a la tumba y ordena a los hombres que salgan —ordenó a su camarero—. Diles que estoy aquí.
Dejó que el otro hombre le ayudara a llegar a su silla, pero prohibió que le lavara la herida. Aquellos pocos minutos pasados bajo el sol, sin protección, le habían producido un leve mareo. Bebió a grandes tragos una jarra de cerveza, mientras el capataz y los portadores de antorchas salían por la boca de la tumba desconcertados e inseguros.
—Ese túnel se aleja hacia arriba y desemboca entre las ruinas de Osiris Unas —explicó al incrédulo capataz—. Si exploras el borde exterior de las murallas encontrarás la salida y la piedra que he apartado para salir. Vuelve a colocar la piedra en su lugar, pon guardia en la entrada y vete a casa.
El hombre hizo un gesto de asentimiento y observó:
—Estás herido, Alteza.
Hori logró sonreír.
—Han sido unos cuantos minutos de aventura. Hasta mañana.
No esperó a que los hombres se dispersaran. Con el pendiente aún guardado en la mano, abandonó la silla para volver a la litera y ordenó que le llevaran a su casa. Era hora de hablar con Khaemuast.
¡Qué agradable es mi hora!
Ojalá una hora pudiera convenirse para mí en eternidad,
cuando duermo contigo.
Tú me alegraste el corazón…
cuando era la noche.
Hubiera querido que el viaje fuera más largo. Temía el momento de contar a su padre lo que había hecho. Ahora que no había remedio, no estaba tan seguro de que el consejo de Tbubui fuera correcto. Sentado tras las cortinas cerradas y pensativo, atento a su rodilla, permanecía ajeno al rumor de la ciudad, combatiendo la sensación de que la madurez se le escapaba y le dejaba convertido nuevamente en un niño.
Sus esperanzas de entrar en la casa sin llamar la atención resultaron vanas. Al bajar de la litera, ante la entrada trasera, vio salir a Sheritra con una taza de leche en la mano.
—¡Hori! ¿Qué has estado haciendo? ¡Estás sucio, lleno de rasguños de la cabeza a los pies y hueles horriblemente! —La muchacha se acercó a él—. ¿Y cómo te has herido esa rodilla?
A manera de respuesta, él abrió la mano. El pendiente relumbraba en su palma.
—He abierto la cámara secreta de la tumba —admitió—. Y he encontrado un túnel.
Allí me herí la rodilla con esto, que estaba en el suelo. Ahora tengo que confesárselo a papá. ¿Dónde está?
—En las habitaciones de mamá, jugando al sennet. —Sheritra pasó suavemente el dedo por el borde de la herida—. Se pondrá furioso, Hori. Lo sabes, ¿verdad? —Después fijó la mirada en la joya y la tomó para hacerla girar, pensativa—. Turquesa antigua —comentó—. Esto podría ablandarle un poco, si tienes suerte. Se parece a la turquesa que lucía ayer Harmin. En las muñecas y alrededor del cuello, llevaba una fortuna en piedras antiguas.
«Los enamorados sacan a relucir el nombre del bienamado a la menor oportunidad», reflexionó Hori, irónicamente.
—¿Qué hace un miembro de la nobleza empobrecida con una fortuna en turquesas? —dijo en voz alta.
—No están arruinados, cuentan con una modesta fortuna —contestó ella de inmediato—. Además, Harmin me dijo que las piedras son una herencia y que deben pasar a su hijo. —Le devolvió el pendiente—. Seria mejor que buscaras a papá. ¿No habrás visto por casualidad a la nueva serpiente doméstica tomando el sol, al entrar? Hori sacudió la cabeza y se alejó por el pasillo hacia las habitaciones de su madre. La pierna se le estaba poniendo rígida y le costaba doblarla, y el dolor físico y la incomodidad de su conciencia le hacían sentirse angustiado y no podía contar siquiera con Antef para que diera una mejor perspectiva al día.
Khaemuast y Nubnofret estaban sentados en unas bajas banquetas, junto a los escalones que descendían hasta la terraza de columnas y el jardín lateral. Tenían las cabezas juntas, inclinadas sobre el tablero. Al entrar, Hori oyó el repiqueteo de los palillos y la grave risa de su madre. Wernuro se levantó de su rincón y le hizo una reverencia, que él recibió con una sonrisa. Luego se acercó a sus padres y se detuvo, algo intimidado. «Eres un hombre", se dijo, severamente. "Tomaste una decisión de adulto. Ahora, defiéndela, tonto.» Su padre estaba jugando y estudiaba el tablero acariciándose el mentón. Fue Nubnofret quien levantó la vista. Por un momento, la brisa del jardín sacudió su túnica escarlata, pero su sonrisa de bienvenida se evaporó de inmediato.
—¡Hori! —exclamó—. ¿Qué te ha pasado? Wernuro, acerca pronto una silla.
Khaemuast le echó una sola mirada.
—Y vino —agregó—. ¿Ha habido algún accidente en la tumba?
El joven se dejó caer en la silla que Wernuro había colocado respetuosamente tras él, notando al mismo tiempo que no había sorpresa en la voz ni en la actitud de su padre, casi como si Khaemuast hubiera estado esperando algo malo.
—Padre, ¿trazaste los horóscopos para Tibi, por casualidad? —preguntó, súbitamente.
Khaemuast negó con la cabeza.
—¿Y para Meldiir? Mekhir está casi sobre nosotros.
Su padre volvió a responder con un gesto negativo. Esperaba una explicación y el joven tuvo nuevamente la impresión de que se había preparado para recibir malas noticias. Había tensión en sus facciones bellas y despiertas, y su cuerpo musculoso estaba contraído. Por primera vez, pese a los problemas en que se sentía envuelto, Hori se descubrió contemplando a su padre con objetividad, como a otro hombre adulto, divorciado del neblinoso capullo de la paternidad, autoridad y larga familiaridad que siempre se había interpuesto en su visión de él. «Khaemuast es un hombre atormentado", pensó, con sorpresa. "Qué apuesto es, qué inteligentes son sus ojos y anchos sus hombros! ¿Qué pasa en la vida secreta de su ka?" Con esos pensamientos, asombrosos, pero de algún modo tranquilizadores, Hori recuperó la confianza en si mismo. "Mi padre no es más que un hombre como yo mismo", era su revelación. "Ni más ni menos.»
—Bueno, supongo que podremos arreglarnos sin horóscopos un mes más —dijo, lentamente—. En realidad, no tiene importancia. Y para responder a tu pregunta, padre, no ha habido ningún accidente en la tumba. Hoy he abierto una puerta en el muro falso.
Se hizo un silencio mortal. Los pequeños movimientos de Wernuro, que servía vino a Hori, pasaron casi desapercibidos. El muchacho levantó la taza de plata para beber y volvió a dejarla. Khaemuast le miraba con intensidad, obviamente enojado, pero también asustado, le pareció a su hijo. Nubnofret se había vuelto hacia la terraza y contemplaba los árboles, que ahora se agitaban ligeramente contra el cielo, suavemente arrebolado. Aquello no era asunto suyo.
Por fin, Khaemuast habló con una voz anormalmente serena.
—No recuerdo haberte dado permiso para hacer semejante cosa, hijo mio.
Su mirada permanecía fija en el rostro del joven, pero Hori descubrió que se sentía completamente sereno.
—No te lo he pedido —replicó—. Yo he asumido la responsabilidad de esa decisión.
—¿Por qué?
El razonamiento de Tbubui se desenvolvió en la mente de Hori y sus argumentos le parecieron enseguida falsos y egoístas. «He estado mintiéndome a mi mismo", pensó, siempre con aquella lúcida calma. "Le diré la verdad.»
—Porque lo deseaba así. Has demostrado poco interés por ese sepulcro y sus hallazgos. Incluso pareces tenerle miedo a menudo. Desde hace tres meses, esos trabajos consumen la mayor parte de mi tiempo, por ello, decidí derribar ese muro según me conviniera, en vez de esperar que tú lo hicieras según tu conveniencia.
Khaemuast parpadeó y desvió la mano hacia el tablero. Recogió un cono dorado y exploró con el pulgar su pulida superficie, con aire distraído.
—¿Y las pinturas? —preguntó—. ¿Han quedado destruidas?
Hori comprendió que el enojo hervía todavía allí sordamente bajo el rígido control de aquel hombre.
—Sí —respondió, secamente—. El muro era de roca, en su mayor parte, y tenía una puerta de madera y yeso aproximadamente en el medio. Para abrirla hubo que reducir las escenas a fragmentos de escayola. Pienso reconstruirla más adelante y hacer que vuelvan a pintar las imágenes.
Se produjo otro incómodo silencio, como si Khaemuast ansiara formular la pregunta inevitable y no se atreviera. Por fin devolvió cuidadosamente el cono al tablero y levantó sus palmas teñidas. Había reunido valor.
—¿Qué había detrás de la puerta, Hori?
El muchacho tomó un sorbo de vino y descubrió que estaba hambriento.
—Hay una pequeña cámara que contiene dos sarcófagos, ambos vacíos y sin tapa. Esas tapas no existieron nunca o han desaparecido. El cuarto está anegado de agua estancada, hasta la altura de los tobillos. En las paredes hay unos nichos en donde deberían estar los shawabtis, pero también los he hallado vacíos.