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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (33 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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La muchacha inclinó la cabeza y salió apresuradamente. Hori ocupó la silla, preguntándose: «¿Tendrán prohibido estos sirvientes abrir la boca? Nunca les he oído pronunciar una palabra». Trajeron el escabel y lo cubrieron de almohadones. La silenciosa muchacha le levantó la pierna con una mano ligerísima y se la apoyó sobre la blandura de los cojines. Luego trajo el vino y lo escanció. Tbubui la despidió y se sentó en el borde del diván. Por el rabillo del ojo, Hori reparó en un arcón abierto por cuyo costado asomaba una túnica escarlata. Junto a él había una mesa de tocador, cubierta de potes y frascos bien alineados, y en el suelo, como si alguien lo hubiera arrojado, un abanico de avestruz escarlata.

—Qué maravilloso frescor reina aquí —dijo, lentamente, levantando la taza de plata—. Brindo por ti, Tbubui. Vida, prosperidad y felicidad.

—Gracias, príncipe —sonrió ella—. Un deseo tradicional que recibo de buen grado. Ahora, dime, por favor, qué te ocurrió ayer y qué dijo Khaemuast al enterarse de lo que habías hecho.

El diván estaba pulcramente hecho y las sábanas y el cabezal de marfil relucían en la penumbra. Ella le miraba con expectación, inclinada hacia delante y con la boca entreabierta, dejando ver sus dientes pequeños. «Sería tan fácil arrugar ese pulcro diván…", pensó Hori. "Con una embestida la tendría de espaldas, sin aliento y desarmada por la sorpresa. ¿Gritaría? No lo creo. Tal vez lanzara alguna exclamación. En cualquier caso, yo cubriría su boca con la mía antes de que pudiera recobrar su aplomo.» Lo salvaje y lo vívido de aquella imagen le horrorizó y le hizo respirar hondo.

—Mi padre se enojó mucho —dijo, con esfuerzo—, pero lo disimuló bien. Hoy ha inspeccionado lo que yo había hecho y no ha comentado nada.

Ella asintió. Hori pasó a describir los acontecimientos del día anterior, su tensión, su sensación de miedo y su entusiasmo. Aunque le escuchaba atentamente, Hori percibió en ella una agitación creciente al describirle el túnel. Se mantenía inmóvil, pero tenía los ojos desmesuradamente abiertos, estaba alerta y en tensión.

—¡Pero qué misterio! —interrumpió—. ¿Exploraste ese sitio?

—Sí —confirmó él—. Lo exploré, y encontré esto. —Extrajo el pendiente del bolsillo que llevaba en el cinturón y se lo tendió—. Esto es lo que me hirió la rodilla, pero valió la pena, ¿no te parece? Una turquesa antigua, bellísima, y un engarce de oro tan fino.

La joya quedó en la palma teñida de Tbubui, como una gota de límpida agua del Nilo, verde y azul. Hori, que buscaba ansiosamente la aprobación en su cara, vio cruzar por ella una peculiar expresión. Codicia, satisfacción, enojo… no podía determinar qué.

—Póntelo —sugirió.

Ella sonrió muy despacio.

—¿No enfurecerá eso al ka de la dama a la que perteneció? —dijo, con un deje de soma.

Hori le devolvió la sonrisa.

—El ka de esa dama ha de saber que mi intención es devolverlo intacto a la tumba —aclaró—. Además, ¿cómo podría ofenderse al ver su precioso objeto adornando tanta belleza?

Ella se recogió una trenza tras la oreja y atornilló el pendiente a su lóbulo. La joya se balanceó graciosamente junto a la larga curva de su cuello. Verdaderamente parecía hecho para ella.

—Alcánzame un espejo, Hori —pidió y de inmediato se echó a reír—. Me olvido de tu pobre rodilla, yo misma iré a buscarlo.

Y avanzó contoneándose hasta el tocador. Hori advirtió algo de sueño en aquel movimiento, algo privado, como si por un momento se creyera sola. Ella levantó el espejo de cobre que yacía invertido sobre la mesa, como si fuera una antorcha votiva: con ambas manos, la barbilla en alto, los ojos entornados y la espalda arqueada. Movió la brillante cabeza hacia un lado y otro, murmurando suavemente. Hori no podía captar lo que decía. De pronto, ella dejó el espejo en la mesa y se volvió hacia él.

—¿Qué habrá sido de su compañero? —preguntó—. Quizá se lo llevaron los ladrones, como tú supones. Que lástima tan grande. —Se sentó otra vez en el diván, con un lánguido movimiento. Un pie permaneció en el suelo y la túnica blanca se abrió descubriendo una larga pierna morena—. ¿Me permites usarlo un rato? —preguntó. Ante su tono de hermosa sumisión, el corazón de Hori volvió a palpitar sordamente. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, porque no confiaba en su voz. Los movimientos de Tbubui habían alterado el ambiente. De pronto, le llegó el perfume de la mujer, la mirra del sexo y del culto, más otra fragancia, huidiza y provocativa. Ella cariciaba el pendiente con sus elegantes dedos teñidos.

—Me has hablado de tus aventuras de ayer y de la reacción de Khaemuast —prosiguió—. Pero aún no has sugerido ninguna conclusión a sacar del nuevo descubrimiento, Alteza. ¿Arroja esa pequeña cámara alguna luz sobre el resto de la tumba o sobre sus habitantes?

—En realidad, no —admitió el joven—. Vosotros habéis visto la tumba, Tbubui, y tú y tu hermano sabéis tanto como nosotros. ¡Vergonzosa confesión! Se supone que mi padre y yo somos historiadores.

—También lo es Sisenet —observó ella—. Él y yo hemos estudiado con frecuencia el posible significado del agua, los mandriles y las tapas, sin resultado. Dime —prosiguió, acariciando todavía distraídamente el pendiente—. ¿Qué pasó con el rollo que Khaemuast tomó del cadáver? No me lo has mencionado.

—Mi padre lo guarda aún celosamente —respondió Hori—. Pero ya no lo estudia. Como sabes, trató de descifrarlo y no pudo. Es extraño que lo comentes, Tbubui, pues hoy me vino a la mente que quizá contenga la clave de la resolución de todos los misterios de ese irritante lugar. Pienso pedir a mi padre permiso para examinarlo.

Ella le dirigió una sonrisa de indulgente dulzura, como diciendo: «Si el historiador más grande de Egipto no puede descifrarlo, ¿cómo podrías hacerlo tú?». Hori se sintió mortificado.

—Desde luego, será completamente inútil —se apresuró a añadir—, pero ¿quién sabe? Tal vez así le anime a él a intentar otra traducción. Mis trabajadores están cerrando ya la segunda cámara mortuoria y pronto la tumba entera estará sellada. Queda poco tiempo.

Ella apartó la mano de la oreja y la posó sobre el muslo. La mirada de Hori la siguió.

A mi también me gustaría mucho verlo —confesó, con encantadora timidez, desaparecido todo aire de superioridad—. Pero mi interés parecería totalmente frívolo a los ojos de tu augusto padre. Sin embargo, mi hermano tiene cierta habilidad para traducir manuscritos antiguos. Tal vez él pueda ayudaros.

Ahora le tocó a Hori sentir un secreto desdén.

—Perdona, Tbubui, pero sin duda tu hermano es sólo un aficionado sagaz —replicó, con altanería—. El rollo es frágil e irreemplazable, una mano poco hábil podría dañarlo.

—¡Oh!, no creo que haya peligro —contraatacó ella, suavemente, con los ojos muy abiertos en la penumbra de la alcoba—. Sisenet está habituado a manejar rollos valiosos. Ha descifrado todos los registros dejados por los capataces de caravana de Osiris Hatshepsut, que fueron nuestros antepasados, como tal vez recuerdes.

—No, no lo sabía —reconoció Hori—. En ese caso, si lo deseas, pediré permiso a mi padre en nombre de tu hermano para que intente leer el rollo. ¿Crees que le interesará?

—¡Oh, sin duda! —asintió Tbubui, lenta y enfáticamente—. Le interesará muchísimo. ¿Más vino, príncipe?

Él accedió y la mujer se levantó del diván en un solo movimiento y tomó la jarra para escanciar el vino. Hori tuvo la impresión de que se acercaba a él más de lo estrictamente necesario. Aspiró la bocanada de perfume y el calor que se desprendía de su seno. Como las trenzas de Tbubui caían hacia delante, se las echó suavemente hacia atrás. El hombro de ella estaba a pocos centímetros de su boca, satinado y brillante. Incapaz de resistirse más, se inclinó con los ojos cerrados y presionó sus labios contra la carne de la mujer. Su piel era fresca y sabia a agua de loto. Siempre con los ojos muy cerrados, movió la lengua hacia el cuello y hacia abajo, buscando el delicioso hueco de la clavícula. Luego, hacia arriba, pasando por el mentón. Por fin encontró los labios, suaves y dóciles, entreabiertos. Ella no se había movido. Hundió la lengua entre sus labios para besarla con ardor, tratando de restañar la herida de su lujuria. Sus manos buscaron a ciegas sus pechos, más pequeños y pesados de lo que esperaba. Pero cuando se apartó, aturdido y jadeando, descubrió que la herida palpitaba con más ferocidad que nunca.

—Bien, joven príncipe —murmuró ella—. Eso ha sido halagador.

—¿Halagador? —estalló él—. ¡Estoy enloquecido por ti, Tbubui! No puedo comer ni dormir de tanto desearte. Ahora comprendo por qué las preciosas doncellas de la corte de mi abuelo me hacen sentirme solo y con deseos de algo que, hasta ahora, no reconocía. Yo era orgulloso y me bastaba a mi mismo. ¡Estaba dormido! —Su voz sonaba ronca y desigual, y su expresión era tensa—. Déjame cortejarte, persuadirte de que no soy sólo un muchacho imberbe. ¡No te haría daño un compromiso matrimonial con la familia más poderosa de Egipto!

Ella enarcó las cejas.

—Pero tú no me conoces, mi querido Hori. ¿Qué puedo ser para ti, sino un cuerpo mezclado con fantasías? Estudia mi carácter y te desencantarás. —Le acarició el pelo con un gesto suave y maternal—. Esto es un capricho, nada más.

Él apartó su mano de un golpe, pero se la arrebató para besarla con fervor, lamiéndole la punta de los dedos.

—Nunca he sido un mozo de corazón variable —gimió—. Esto no es un capricho, Tbubui, durará.

La mujer no intentó retirar la mano.

—Serías el hazmerreír de todos los nobles de Egipto —le advirtió—. Aunque mi sangre sea aristocrática, no tiene la grandeza total que se requiere de una esposa principesca. Además, soy mucho mayor que tú.

Él encerró sus dedos entre sus palmas y logró esbozar una débil sonrisa.

—¿Qué edad tienes?

Hubo una pausa, luego ella rió entre dientes.

—Los dioses me han dado treinta y cinco años.

—¡No me importa!

—Pero a mí sí. No puedo comprometerme con alguien tan joven como tú.

Apartó la mano y él se reclinó, por fin, en la silla. Le palpitaba la cabeza y se sentía algo descompuesto. De pronto, cobró conciencia de que le dolía la rodilla.

—¿No sientes nada por mí? —preguntó.

—¿Qué diría tu padre? —acometió ella—. Eres un hombre atractivo, Hori, y yo no soy inmune a tu magnetismo. Nadie en Egipto lo es. Pero debo tratarte como a un amigo joven y querido. Puedes visitarme cuando gustes, siempre que hagas de tus sentimientos un secreto para tu familia y tus amigos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —susurró él. Había perdido su aplomo, que había sido sustituido por la necesidad de demostrar su condición de hombre. Tal vez la actitud de ella, inadvertidamente protectora, lo empeoraba todo—. Pero no has respondido a mi pregunta.

—Si, príncipe —dijo ella, con decisión—. He respondido. Ahora ¿te gustaría comer algo? ¿Quieres que se te cambie el vendaje?

«No hay vendaje que pueda tapar mi herida», hubiera querido gritar él. Todo su ser exigía que la conversación continuara hasta que Tbubui se viera obligada a admitir un deseo equivalente al suyo. Pero cierta sabiduría nueva le aconsejó una retirada momentánea. El ataque frontal no serviría de nada, había que conquistar a Tbubui con sigilo, con una paciencia revestida de pequeñas y agresivas espinas.

—No, gracias —replicó, bruscamente—. Debo volver a casa. Tengo asuntos que atender. Tu hospitalidad ha sido ilimitada, como de costumbre, Tbubui.

Hizo lo posible por disimular su sarcasmo y ella se levantó, quitándose el pendiente para devolvérselo con obvia renuencia.

—En esta familia todos adoramos la turquesa antigua —dijo—. Esta joya tiene una delicadeza y una hermosura incomparable. Tal vez trate de hacerla copiar. Te agradezco que me hayas permitido usarla, príncipe.

Hori la envolvió y volvió a guardarla en el bolsillo. Luego se levantó con torpeza. Ella, sin decir una palabra, le siguió al pasillo.

La tarde estaba muy avanzada, era una centelleante caldera de calor y luz que le espantó por su contraste con el frescor de la alcoba. Se despidió con algo de su habitual dignidad, mientras ella, sonriéndole con ironía, le rogaba que volviera a visitarla cuando deseara. La litera esperaba. Se reclinó en los almohadones con un gemido ronco, dio las órdenes de partir y tiró de las cortinas para cerrarlas.

Un momento después, algo le obligó a levantar la pesada tela y mirar a la casa. Tbubui, de pie a la sombra de la entrada, le seguía con una mirada inexpresiva. No estaba sola. Su hermano, de pie junto a ella, le rodeaba los hombros con un brazo, con el rostro sombrío e igualmente impávido. Hori se apresuró a soltar la cortina, pero la imagen de aquellos dos centinelas, petrificados y misteriosos, permaneció con él nublando el día.

Cuando el resto de la familia se reunió para cenar, justo después del anochecer, el humor de Khaemuast era todavía inestable. Sheritra, acostumbrada a la ecuanimidad de su padre, se dedicó a charlar sobre Harmin durante los dos primeros platos, pero enmudeció cuando Khaemuast le ordenó bruscamente callar. Por una vez, Nubnofret salió en su defensa:

—¡Realmente, Khaemuast, no hay necesidad de ser tan grosero!

Pero él no respondió. Degustaba una comida a la que casi no encontraba sabor y no escuchaba la agradable música que llenaba el salón. Notó que Hori estaba extrañamente retraído y respondía con monosílabos a las preguntas de su madre. Decidió que al día siguiente examinaría su rodilla, pero olvidó la idea en cuanto acabó de concebirla.

A su regreso de la tumba, Penbuy le había leído en su despacho un rollo de Wennufer, su amigo sacerdote, que le enviaba su réplica a la amistosa discusión que mantenían desde hacia meses sobre el verdadero lugar donde estaba enterrada la cabeza de Osiris. Khaemuast se sintió intensamente aburrido por todo aquel asunto. Huy, el alcalde de Menfis, había enviado una nota invitándole a cenar y él ordenó a Penbuy que respondiera con una negativa. Si-Montu había escrito de su puño y letra, con unos hieráticos garabatos, comunicando a su hermano que las uvas empezaban a recobrarse del añublo y se desarrollaban bien. La mención de la enfermedad le hizo recordar el mensaje había añadido el escriba de su madre en su carta, pero relegó al fondo de su mente los remordimientos que sentía por no haber hecho nada respecto a la mala salud de Astnofert; dictaría pronto una alegre carta para ella. Desde el Delta llegaban los informes de los hombres enviados para medir la altura del Nilo, que disminuía sin cesar. La voz de su escriba, recitando monótonamente la lista de cifras, le produjo una súbita punzada en el vientre que ni siquiera se molestó en tratar.

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